🎗️15

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—Vine porque necesito respuestas —ese fue mi saludo.

Los ojos grises y profundos de mi padre resplandecían con una intensidad inquietante, como si detrás de ellos escondiera secretos ancestrales. A pesar de no haber alcanzado aún los cincuenta años, su cabello estaba completamente gris; caía desordenado y opaco, largo como su barba cana, y parecía flotar ligeramente alrededor de su rostro, como si estuviera envuelto en brumas. Su ropa lucía antigua y desgastada, como si hubiera sido extraída de algún tiempo olvidado. Mi padre ya no era el mismo; era como si estuviera atrapado entre el mundo de los vivos y el de los muertos.

—Vete —me ordenó, pero yo ya no era una niña y a pesar del miedo que sentía, el valor acudió a mí.

—Dije que quiero respuestas.

Papá exhaló un suspiro, que al salir de su boca se convirtió en humo blanco que se disipó hacia el cielo.

—Siempre supe que tú vendrías, tienes el mismo carácter de tu madre. Llevas mucho de ella en ti —respondió y sus palabras eran más un lamento que una respuesta.

Intenté acercarme a él, pero me lo impidió.

—Quédate donde estas —me advirtió—. No puedes tocarme.

Obedecí, pero las lágrimas brotaron sobre mis mejillas. Aún podía recordar al padre amoroso, no al que me golpeó con furia en la plaza y me ignoró después de la muerte de mamá, sino aquel que vigilaba junto con mi madre mis fiebres y atendía mis enfermedades. Era el mismo padre que, en cada viaje, nunca se olvidaba de mí y me traía como recuerdo una muñeca que colocaba en mi cama antes de despertar. Recordaba lo bueno que había sido conmigo y mis hermanos, y cómo armó un tremendo zafarrancho como celebración cuando nació Blanca Rosa, es decir, Itandehuitl, sin siquiera alcoholizarse. Mi padre, al que tanto había amado mi madre, ahora era tan solo un espectro que ya no pertenecía a este mundo.

—¿Qué fue lo que pasó, papá? —pregunté, nerviosa, no muy segura ahora de querer conocer la verdad.

Papá miro nervioso a todas direcciones, como si supiera que algo o alguien estaba al acecho y en cualquier momento lo arrastraría al infierno y a mí junto con él.

—Tu madre siempre fue el puente entre nuestro mundo y el de los muertos. Ella era mágica, especial. Mientras vivía, mantuvo a raya la maldición y fuimos muy felices —lágrimas abundantes comenzaron a bañar su rostro fantasmal—. Pero su magia no le bastó... su poder no fue suficiente para revocar el mal. Estaba sola, luchando contra una legión demoniaca...

—Habla de una buena vez, papá —exigí—. Dime tan solo la verdad.

—La maldición de los Obregón vive, hija. Yo tuve que sacarlos de aquí, así como debí sacar a Marian, cuando tu abuelo Don Mariano me lo advirtió.

Recordé a Marian, el espectro que me había perseguido en mi infancia. Su nombre resonaba en mi mente, y su presencia aún se sentía en la finca.

—Marian también fue una víctima. Ellos se aprovecharon del vacío en su alma, del abandono en que vivía —continuó mi padre, temblando—. Ella es el esbirro del Mayor, representa la furia de todos los espíritus inmundos que habitan la casa y que buscan venganza.

Mi padre extendió la mano, señalando algo que parecía acercarse por la puerta, me giré hacia ella, y aunque no vi nada, un escalofrío me recorrió la espalda.

—Ya viene, hijita —me advirtió en cuanto volví la vista al frente. Mi padre bajó el brazo y cerró los ojos unos instantes, luego de abrirlos continuó.

—El Mayor la utiliza para colarse en nuestro mundo y hacer cumplir el pacto. Tu madre intentó revocar la maldición, pero esta fue más fuerte y acabó con su vida. Te lo contaré todo, hija —prosiguió—, pero debes prometerme que después de escuchar la historia no volverás jamás. Debes jurarme que jamás buscarás a tus hermanos, pues mientras estén lejos de mí, lejos de la finca, es probable que la maldición no los alcance. Emilia, estamos malditos. La línea de sangre que nos une se corrompió hace muchos años atrás y somos los descendientes de Gabriel quienes debemos pagar el precio...

—... Anthony no lleva mi sangre —agregó para mi desconcierto—, pero me temo que, al ser hijo de tu madre, la maldición lo reclame. Marian... la cosa que habita en ella me lo advirtió, me dijo que el alma de tu hermano también le serviría.

—Pero ¿qué dices, papá? —pregunté, atónita al descubrir que Anthony no era su hijo.

Mi padre no respondió esa pregunta. Una energía turbulenta comenzó a distorsionar el entorno, y supe que el espíritu de la mujer estaba haciendo contacto con el mundo real, mi padre rezó una oración en un idioma desconocido, y la energía negativa cesó.

—Solo tenemos unos minutos. Escucha atenta lo que te voy a decir y después márchate —me advirtió, mientras se aferraba a la medalla de San Benito que colgaba de su cuello y que había pertenecido a mi madre—. Ella no se conformará conmigo. Buscará hacer lo mismo contigo y tus hermanos.

Y así, la leyenda de la maldición de mi familia cobró vida a través de la voz de mi padre.

***

Toda nación que se proclame como independiente tiene tras de sí un reguero de sangre y muerte. La extinción de la mayoría de los indígenas era una muerte anunciada desde el momento en que Hernán Cortés puso un pie en el nuevo mundo, marcando así el fin del imperio azteca y comenzando la colonización española de la nueva nación. El invasor no solo se conformó con destruir y mermar los pueblos originarios, sino que osó nombrar la tierra de la leyenda del águila y el nopal como Nueva España, y fueron los primeros frailes evangelizadores, aquellos que comenzaron a arrancar de raíz los ritos indígenas, cuyas prácticas describían como escandalosas y demoniacas, introduciendo de a poco la cristianización, borrando para siempre su identidad.

A pesar de lo anterior, algunas etnias conservaron su magia y misticismo. Entre las últimas de ellas se encuentran los coahuiltecos o pajalates, quienes resistieron antes de ser expulsados de su tierra natal. Ya eran perseguidos tanto por los colonizadores españoles al sur como por los apaches Lipán al norte. Aquellos que no lograron emigrar fueron reprimidos y masacrados por los europeos, cayendo víctimas de las armas y la viruela.

Estas batallas encarnizadas por la total conquista del México prehispánico iniciaron una maldición que fue gestada en los labios de un indio pajalate a punto de expirar. Un poderoso chamán, experto en los rituales de magia y protección, selló antes de morir un conjuro de protección sobre la tierra de sus ancestros, maldiciendo al invasor. Su sangre, derramada a la sombra de un árbol ancestral, penetró en sus raíces y se expandió por todo el territorio, invocando a los poderes más oscuros que despertaron con el paso de los años.

El suelo quedó maldito, cobrándose a cambio la vida de todo aquel que osara pisarlo, pues aquel que respondió al llamado del indio moribundo era una entidad demoníaca que todo lo deseaba, que todo lo corrompía. La maldición fue cocinándose con lentitud, pero adhiriéndose con fuerza en cada partícula de la tierra, hasta apoderarse de todo ser vivo que habitaba en el subsuelo. Se propagó como una enfermedad venenosa y putrefacta, devorando las entrañas de la tierra y aguardando la sangre de inocentes, aunque también de los malvados, pues el Mayor de los espíritus no hacía acepciones. Ahí aguardó, en silencio y paciente, durante muchos años; pues sabía que eso era tan solo el inicio de todo.

La Guerra de Intervención Estadounidense le otorgó al Mayor un número significativo de almas. Tanto soldados mexicanos como estadounidenses murieron en combate. Los estadounidenses lamentaron la pérdida de los caídos en batalla, así como de aquellos que sucumbieron a enfermedades como la fiebre amarilla, todos fueron enterrados en territorio enemigo, en fosas comunes y lejos de su patria. Por otro lado, la cifra de pérdidas entre soldados mexicanos y civiles fue aún mayor. México perdió la guerra y comenzaron las negociaciones para una supuesta paz, cediendo más de la mitad de su territorio nacional, incluyendo la república fallida de Texas, a través de la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo. Se estableció una línea divisoria y el Río Bravo marcó la frontera, dividiendo en dos el territorio de la Villa de Laredo.

Diecisiete familias que quedaron del lado estadounidense comenzaron su diáspora y regresaron a territorio mexicano, fundando la ciudad fronteriza en el estado de Tamaulipas. Estas familias llevaron consigo los huesos de sus difuntos, desenterrados, para darles cristiana sepultura en el lado mexicano. Pero los sepulcros serían todo menos cristianos, pues las tumbas quedaron en el territorio del Mayor, sirviendo como su alimento.

León I se estableció en el lado mexicano, al igual que las diecisiete familias, y comenzó a construir la finca poco a poco, sobre el suelo manchado y maldito. Sin embargo, para León, esas eran meras supersticiones, y durante los primeros años de su vida todo fue bien y abundante, pues el mal, aunque latente, no podía manifestarse. La puerta entre ambos mundos estaba sellada; necesitaba una fractura, una grieta por la que colarse.

Y entonces apareció Gabriel

Gabriel, el quinto hijo de mi abuelo León I, nunca fue considerado para algo mejor que haber nacido. Como expliqué antes, el primogénito era aquel en quien la Providencia debía derramar todos sus dones y llevar orgulloso el nombre de León. Con Gabriel, esa tradición se rompió, ya que mientras el primogénito moría en una cama soñando aún con las vírgenes que se bañaban en el convento, Gabriel marcó la diferencia. Sin embargo, para lograrlo, tuvo que recurrir a las artes más oscuras.

Desde que nació, algo parecía distinto en Gabriel, lo que llevó a León I, de manera inconsciente, a apartarlo del resto de la camada. Su nacimiento fue complicado; el parto casi llevó a su madre a la tumba, ya que el niño venía de nalgas y era cabezón. Tenía el aspecto de una comadreja asustadiza: muy pequeño y delgado, pero con una frente prominente. Fue la comadrona quien lo ayudó a venir al mundo y lo acogió como a su propio hijo y le dio de mamar, porque a Lidia, su madre, nada más de verlo la leche de los pechos se le cuajó.

Esta comadrona era una mujer negra, una esclava que Leon I había comprado junto con una cuadrilla de hombres para arar el campo, cuando todavía algunos hacendados escapaban de la ley que abolía la esclavitud. El niño desarrolló un vínculo tan profundo con su nana esclava, de quien se sabe poco y cuyo nombre tampoco trascendió, que siempre la reconoció como su madre. El pequeño, con cara de ratón asustado, mamó de los pechos abundantes de la joven negra hasta los siete años, (situación que ambos escondían, pues la indignación que se reflejaba en la cara de Leon cada vez que encontraba al niño prendido de la teta de su nana los llenaba de vergüenza).

Durante su infancia, su nana le enseñó acerca de la entidad sobrenatural última, llamada de distintas maneras en diferentes culturas, le habló sobre los espíritus intermediarios, inculcándole la creencia de que existía un mundo espiritual paralelo al mundo físico, donde los espíritus tenían la capacidad de influir en casi todos los asuntos humanos. Le transmitió la idea de que todo lo que se hiciera en el mundo espiritual tendría su resultado en el plano terrenal.

Cuando Gabriel cumplió diez años, Leon tuvo que ceder buena parte de sus tierras como indemnización a los esclavos comprados en ilegalidad, y a pesar de que siempre les dio un trato justo y les construyó viviendas en los territorios de la finca, se salvó por un pelo de ser juzgado so pena de muerte, tal como lo marcaba el Decreto contra la esclavitud, las gabelas y el papel sellado, perdiendo así, como Santa Anna, mas de la mitad de su territorio. La nana quedó libre, y se fue a vivir al pueblo y durante mucho tiempo se convirtió en la maga, la bruja que manipulaba las fuerzas ocultas, con hechizos tanto benéficos como maleficios malignos, o eso decían.

Lidia pensaba que, al llegar a la adolescencia, el chiquillo crecería y sería tan robusto como su padre y sus hermanos, pero no fue así. Conservó su aspecto demacrado y larguirucho, demasiado endeble para el trabajo de campo. Leon lo envió a estudiar fuera, porque mientras más lejos estuviera de ver sus ojos hundidos, amoratados y extraños, la familia se sentiría mejor. Gabriel recorrió el mundo, sumergiéndose en diversas culturas y religiones, siempre en busca de su verdadero propósito en la vida. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, también se sentía resentido y olvidado. El amor de las mujeres resultó estar negado para él y se consolaba con el afecto que compraba de las prostitutas que calentaban su cama por un par de horas.

Anduvo por el mundo, pero nunca se olvidó de su nana, porque el lazo que los unía trascendía el tiempo y el espacio. La mujer le había mostrado el mundo espiritual y, sin quererlo, le señaló el camino para encontrarse bajo el dominio del Mayor.

No se le presentó como aquel Mefistófeles de Fausto, tampoco firmó un documento con su sangre, ni tampoco vendió su alma, o puede que sí. La charla con el Mayor se dio en aquel vestigio del árbol que escuchó la primera maldición. Ya no era más que un tocón; había sido derribado muchos años atrás, a saber si por Leon o por los conquistadores. Su follaje había cesado hacía largo tiempo, pero estaba más vivo que nunca.

La promesa fue sencilla y el trato exitoso. Gabriel aseguraría un futuro repleto de sueños ambiciosos, pero a cambio, como siempre hay algo a cambio, el Mayor se cobraría el favor con la sexta y última generación. Cómo parte del pacto, Gabriel encontraría una buena mujer, una esposa fértil que por fin lo amara, y con la que aseguró su descendencia para así garantizar el pago.

¿Por qué habría de importarle a Gabriel Obregón el destino de aquellos que jamás conocería? Pensar en la sexta generación era algo tan lejano que no le interesaba. Una vez completado el pacto, y tras vislumbrar la oportunidad dorada con el «intrépido gigante de músculos de hierro», como lo llamó el político liberal y escritor mexicano Guillermo Prieto, Gabriel se sumergió en la construcción de las primeras líneas de ferrocarril en México y se acercó al brillante y general dictador mexicano que permaneció en el poder durante treinta y pocos años, convirtiéndose así en el primer Obregón en incursionar en la política. Y si bien el apellido Obregón ya era respetado, gracias a Gabriel se convirtió en sinónimo de abundancia.

Fue solo así que su padre, León I, al fin lo reconoció como el mejor de sus hijos, hasta que se enteró del pacto; pero para entonces ya era demasiado tarde y la maldición afloraba. La línea generacional de Gabriel se preservó, mientras que la de sus hermanos se volvía infértil para siempre.

A pesar de todo el éxito obtenido. Gabriel nunca se separó de su madre negra. Le construyó una hermosa casa en el pueblo (que muchos años después se quemaría sin una aparente explicación) y volvía a ella siempre que podía, para acogerse en su regazo, hasta que ella murió y la leche de sus pechos, que todavía alimentaban a un maduro Gabriel, finalmente se secó.

«Cuando él venga, no solo caerá tu familia, mi niño —le advirtió antes de morir en su lengua natal, aquella que Gabriel también conocía—, sino todo el pueblo junto con él. Y si no se detiene, su mal no terminará ahí.»

«Para eso falta mucho, nana —le respondió en su idioma—. Y para entonces yo ya estaré muerto, enterrado junto a tu ataúd.»

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