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Santa Martha, Tamaulipas, 1978.

No despidieron a Itan porque la casa, sin Diana, se sentía triste. Aunque ella era solo una sirvienta, siempre tenía una palabra amable para quien se le acercara. Sus ojos oscuros y serenos le transmitían a Raquel una calma inusual, y su voz suave tenía el poder de apaciguar su corazón atribulado. Así que ni siquiera contemplaron la posibilidad de deshacerse de ella, además de que Matías jamás lo hubiera permitido.

Cuando no se afanaba en los quehaceres domésticos o en el campo, Itan se ocupaba de Raquel. Con tantas desgracias ocurridas, los nervios de la mujer quedaron destrozados y tenía que ser atendida con regularidad por personal médico. Sin embargo, Itan, todas las tardes iba y le contaba historias, en muchas de las cuales Diana vivía y era feliz. Esas historias eran como un bálsamo para el corazón de Raquel, que encontraba en ellas un consuelo momentáneo.

Debido a la tragedia de Diana, no se realizaron las fiestas decembrinas. La mansión, que solía llenarse de luces y risas en Navidad, quedó sumergida en una perenne oscuridad, y la llegada del año 1978 ocurrió sin pena ni gloria. Itan, ya con siete meses de embarazo, se movía con un poco más de lentitud cuando realizaba las faenas del campo. Sin embargo, gracias a las ropas abultadas que le iba cediendo Cora, podía pasar como si tan solo hubiera engordado debido a las comidas generosas que recibía de manos de la india, quien siempre tenía un plato extra para ella.

—Pa' que tu hijo salga fuerte, cómete todito —le insistía Cora con preocupación cada vez que le servía un poco más.

Cora había dado a luz a su hija Itzel hacía unos cuatro meses, y la llevaba a todas partes en su rebozo. La pequeña Itzel, con sus grandes ojos curiosos y risueños, azules como los del padre, estaba siempre cerca del calor de la estufa y la protección de su madre. No existía la una sin la otra, y así sería para siempre, permaneciendo siempre juntas, aun en la celda de la cárcel del pueblo, olvidadas por todos, inclusive por mí.

Itan no había vuelto a encontrarse con Lope desde aquella vez que le pegó tremendo susto en los plantíos, y de eso ya había pasado mucho tiempo, así que pensó que tal vez había sido despedido por el capataz. Mejor para ella. Una tarde en la que Severo y Matías andaban en la capital, y sabiendo que hacían falta manos para la abundante cosecha, Itan, siempre intentando sentirse útil, salió al campo para ayudar, mientras Raquel, abusando de tés relajantes y pastillas antidepresivas, disfrutaba del entumecimiento de la razón.

Itan se ajustó un canasto a cada lado de su cintura para unirse a la labor y ayudar a los jimadores en lo que hiciera falta. A pesar de su estado, su fuerza era comparable a la de cualquier chico sano y fuerte de su edad. Salió del cobijo de la casa Obregón y se internó en la parte trasera, donde los agaves con sus hojas largas y puntiagudas formaban filas interminables que se extendían hasta donde alcanzaba su vista. El aire estaba impregnado del aroma húmedo y terroso de la tierra y plantas, y del sonido rítmico de los machetes cortando las hojas.

No obstante, a medida que avanzaba, Itan comenzó a sentirse inquieta, buscando a Lope en todas direcciones porque de pronto le sobrevino un temor desmedido de volver a encontrarse con ese desgraciado. A lo lejos divisó a Don Juan, uno de los jimadores más experimentados, y se acercó a él con una sonrisa para preguntarle en qué podía ayudarle. Viendo su condición, sus mejillas encendidas por el frío invernal, y su vientre abultado, el hombre le sonrió y le contestó que mejor se regresara por donde había venido y que con tremenda barriga más le valía ponerse a descansar.

—¡Pero si mi fuerza ahora vale por dos! —expresó Itan, rechazando la propuesta de Don Juan.

El hombre la miró con preocupación y negó con la cabeza.

—No sé cómo los patrones aún la hacen trabajar tanto, usté muchachita debería guardar reposo.

—Es que ellos no saben —respondió Itan, refiriéndose a Severo y Raquel, quienes aún seguían ignorando su condición.

—Pues 'tonces están re ciegos.

A pesar de la renuencia del jornalero, Itan trabajó con ahínco el resto de la jornada, cortando con la coa las pencas de la planta, dándose muy breves descansos para tomar agua y descansar, y dirigiendo de tanto en tanto la mirada a la casa, preguntándose si acaso Matías ya habría regresado de la ciudad. A medida que la jornada llegaba a su fin, el sol se deslizaba con lentitud hacia el horizonte. Los jornaleros ya mostraban signos de cansancio. Algunos, como Don Juan, se enderezaban, estirando sus espaldas doloridas, limpiándose el sudor de la frente con las mangas. Otros bromeaban y hacían comentarios sobre la cena que les esperaba en casa. Habían recolectado varias cabezas de agaves, muy pesadas y voluminosas, que serían entregadas al camión que las esperaba al pie de la carretera, con destino a la destilería.

El capataz recorría la plantación, asegurándose de que los últimos detalles se cumplieran antes de terminar el día y dejar libres a sus trabajadores. Andaba con su característico andar firme y con su larga vara de madera con la que daba órdenes. Don Juan trajo dos mulas para cargarlas con las piñas recolectadas hasta lo máximo que los animales pudieran soportar. Itan se ofreció a llevar unas cuantas en la carretilla, pero Don Juan se lo impidió.

—Ya basta, niña, o parirás un niño muerto.

A Itan se le estremeció el corazón y entonces supo que era verdad, tenía que tomar un descanso. Pensó que lo mejor sería regresar a la casa y ver cómo se encontraba su patrona.

Ya se retiraba Don Juan cuando el capataz le salió al paso.

—¿Dónde anda tu hijo? —le preguntó, lanzándole una mirada aguda y penetrante.

Don Gera, el capataz, era bien conocido por ser un hombre rudo, con un vozarrón grave y firme que hacía que los trabajadores lo escucharan con atención. Era estricto y no toleraba la negligencia o la pereza. No obstante, también era un hombre justo.

—Es que anda enfermo otra vez —se excusó Juan—. Segurito ya pa' la próxima semana se reporta con usté.

El capataz rio, sabiendo que Don Juan le mentía.

—Dile a Lope que a mí el que me la hace, tarde o temprano la paga —amenazó.

A Itan se le cayó el alma al suelo al escuchar el nombre de Lope y al saber que, desde hacía mucho tiempo, ella había entablado amistad con el padre de su abusador, el abuelo de la criatura que cargaba en sus entrañas.

—Como diga, patrón —concedió el hombre y se fue triste, caminando con sus mulas, una a cada lado.

—Y tú, niña. Ya vete a descansar —ordenó el capataz.

Itan obedeció, aún contrariada por el descubrimiento que acababa de hacer, agradeció inclinando levemente su cabeza y se despidió hasta el día siguiente. Y con el sol tiñendo la plantación con tonos rojizos y dorados, se adentró por los caminos tan conocidos que la llevarían de vuelta a la casa Obregón. No obstante, la calma no le duró mucho. Su corazón empezó a latir con fuerza cuando un siseo suave emergió de entre las plantas, como si un montón de insectos se deslizaran por el suelo polvoriento. Se detuvo para escuchar. Su corazón comenzó a latir con fuerza mientras el sonido se repetía más y más fuerte, haciendo eco en la plantación. Las sombras de los agaves comenzaron a moverse ligeramente, como dando paso a algo que se arrastraba. Itan respiró hondo, intentando calmarse. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que la figura de Lope emergiera de entre los cultivos, caminando hacia ella con pasos arrastrados. Lo acompañaba una marea ondulante de serpientes que emergían del averno, serpenteando en un baile infernal. Sus ojos brillaban con un fulgor maligno, y destellaban sus colmillos venenosos. Los ojos de Itan se ensancharon con horror, y con el corazón martilleando su cuerpo se paralizó.

—Te encontré, florecita —se mofó Lope, mientras las serpientes con sus lenguas bífidas comenzaban a danzar alrededor de sus brazos extendidos—. Y ahora te vienes conmigo —exclamó con una risa que resonó como un eco macabro.

Las sombras alargadas de la tarde parecían engullir a Itan, mientras sentía cómo su visión se volvía borrosa y sus fuerzas menguaban. La figura de Lope se acercaba, sus ojos colmados de un odio enfermizo y una sed inexplicable de venganza.

Itan sintió que el suelo se abría bajo sus pies y, con el miedo como su único acompañante, al fin reaccionó, lanzándose hacia adelante en una carrera desesperada por escapar. Sus pies golpearon el suelo con un ritmo frenético; el pánico nublaba su mente mientras corría sin rumbo. Una de las serpientes infernales se le enredó en la pierna y la mordió, ocasionando que cayera de bruces. Itan intentó seguir, pero el veneno pronto comenzó a nublarle la razón.

Lope, presa de aquella posesión y aquel pacto que había hecho con Marian, levantó a Itan y, de una bofetada, terminó por aturdirla. La aventó con desprecio al suelo y luego la puso boca arriba. Itan vio, como en una visión, cómo el desgraciado se soltaba el cinto una vez más, dispuesto a violarla. «No, por favor», rogó. El nido de serpientes que acompañaba a Lope comenzó a morderla por todas partes, pero una de ellas clavó con certeza sus colmillos en su vientre, como para asegurarse de que la criatura muriera. Itan aulló de dolor. Pero nada parecía terminar ahí; Itan vio con horror cómo la serpiente roja de Lope, grande y nauseabunda, tal y como la recordaba, se erguía ante ella, abriendo sus fauces, amenazante, dispuesta a destrozarla por dentro. Lope le desgarró la falda y las enaguas. Itan, horrorizada, emitió un grito ahogado que nadie escucharía, nadie salvo aquel hombre que se había proclamado como su protector.

***

Matías llevaba rato sintiéndose inquieto. Luego de visitar las instalaciones y apalabrarse con la nueva destilería, que poseía una infraestructura más grande y adecuada a los volúmenes de producción de la finca, sintió ese súbito presentimiento de regresar a casa, declinando la invitación de la directiva a tomarse unos tragos luego de cerrar el trato.

—Yo me vuelvo para la casa —le dijo a Severo—. Usted quédese si quiere.

Pero tampoco Severo se quedó, pues conocía los alcances de la clarividencia de su hijo, aunque continuara aferrándose a su escepticismo para no enloquecer. No pensó en que pudiera tratarse de Itan sino de Raquel. Volvieron pues, a toda prisa, y llegaron en el tiempo justo. Matías escuchó el grito de Itan en su corazón.

—Deme la pistola, papá —le exigió a Severo en el auto, quien, viendo la agitación de su hijo, no dudó en dársela, no sin antes aclararle—:

—No hagas nada de lo que puedas arrepentirte, hijo.

Matías ignoró la advertencia, bajó del automóvil y corrió como enloquecido por los plantíos, siguiendo el rastro de Itan, sintiendo el horror en su sangre.

«Nunca más», se dijo a sí mismo. «No lo permitiré, nunca más.»

Ante las sombras de la inconsciencia de Itan, un grito de furia resonó en el aire. Una figura emergió de entre las sombras. Matías, enardecido, se abalanzó sobre Lope, poniendo a Itan a salvo.

—¡Aléjate de ella, maldito! —rugió Matías.

Lope se detuvo en seco, sorprendido por la repentina aparición de Matías. Las serpientes comenzaron a dispersarse, asustadas por la presencia del nuevo contendiente. Matías y Lope se enzarzaron en una lucha feroz, sus cuerpos chocando y rodando por el suelo mientras intercambiaban golpes.

Itan, debilitada por el veneno, observaba la escena con ojos vidriosos. La esperanza y el miedo se entremezclaban en su mente, mientras la lucha continuaba a su alrededor. Matías, con una fuerza sobrehumana, logró someter a Lope, estrellando su cabeza en el suelo en repetidas ocasiones, empapando sus manos con su sangre. Cuando el agresor se sintió vencido, comenzó a llorar pidiendo perdón. Matías sacó la pistola y le apuntó en la frente.

—¿Fue este maldito, verdad? —le preguntó a Itan.

Ella no contestó, muerta de miedo y de dolor. Se incorporó un poco, tan solo para vomitar, pero no hacía falta su respuesta, Matías lo sabía.

—¡Llevo esperando este momento mucho tiempo, desgraciado! —le gritó a Lope, quien continuaba gimiendo, pidiendo piedad. La serpiente roja, antes poderosa, ahora yacía flácida e inútil entre sus piernas.

—No me mate, patroncito... —chilló Lope, rogando en su interior que las víboras regresaran, o aquella criatura oscura que le había prometido la gloria, pero para su horror le habían abandonado.

Matías lo pensó y se dio cuenta de que matarlo no sería suficiente. El bastardo tenía que sufrir para siempre, para toda su vida. Entonces, en lugar de dispararle en la sien, como tanto lo había soñado y prometido a sí mismo que lo haría, bajó su pistola hasta situarla entre las piernas de Lope y cargó el arma. Lope gimió con horror cuando sintió el frío metal en su miembro, el mismo que había causado tanto infortunio, y del que toda su vida había estado tan orgulloso. Quiso rogar una vez más y gritar, pero Matías no le dio tiempo, y luego del disparo su pene desapareció, explotando en mil pedazos. La serpiente roja al fin había muerto. Lope emitió gritos desgarradores mientras Matías sonreía y se guardaba la pistola.

No le duró mucho el gusto, porque al voltear a ver a Itan, vio como también ella comenzaba a desangrarse entre las piernas, poniéndose grave, aullando de dolor. Segundos después, el capataz corrió a la escena seguido de Severo.

—El niño, Matías —lloró Itan—. Salva a mi niño.

Entre la confusión, Matías cargó a Itan en sus brazos y corrió con ella ignorando los gritos de Severo, quien, confundido, exigía una explicación. Nada le importó; que lo metieran a la cárcel si el maldito se moría; era Itan quien necesitaba toda su atención. Ya se ocuparía después de lo demás. Entró a la casa y subió con Itan en brazos, la puso cómoda en la habitación que había pertenecido a Marian, mientras le prometía, entre besos castos intercalados en sus manos y su frente, que todo estaría bien. Luego salió como alma que lleva el diablo a traer al doctor del pueblo.

***

Itan sufría una amenaza de aborto. Eso fue lo que el doctor dijo después de administrarle el antídoto para las picaduras de serpiente. Así fue como Raquel y Severo se dieron cuenta de que, además de Cora, la niña india también tendría un hijo.

Itan yacía inconsciente, su respiración era débil y sus ojos, aunque cerrados, se movían inquietos bajo sus párpados. Matías estaba sentado al borde de la cama, acariciándole una mano, notando lo pequeña y frágil que se sentía entre las suyas. Severo y Raquel estaban de pie, escuchando las indicaciones del doctor, aún confundidos por la abrupta situación.

—Hice lo que pude —aclaró el doctor Medina, un hombre de edad avanzada, pero con una mente y manos firmes—. El veneno ha sido neutralizado, pero ha perdido mucha sangre. El corazón del bebé late, pero necesitará de muchos cuidados y reposo si desean llevar el embarazo a término.

—¡Qué desgracia! —exclamó Raquel, frotándose las manos con nerviosismo, su voz reflejaba angustia y un poco de desprecio—. ¿Qué vamos a hacer con otra chica preñada?

Matías levantó la mirada, lleno de indignación y dolor por la falta de empatía de su madre.

—De ahora en adelante la dejarán descansar, y cuidaremos de ella y su bebé. Yo me ocuparé de todo o, si es necesario, contrataré a alguien más —dijo con firmeza—. Itan es parte de la familia.

Severo, quien había estado observando en silencio, intervino con dureza, recordándole a Matías quién era la autoridad en esa casa.

—No lo es —aclaró Severo—. Es una trabajadora más.

La tensión en la habitación se hizo palpable. Matías se puso de pie, enfrentando a su padre con una furia contenida.

—¡Itan es más que eso! —gritó, su voz resonó en las paredes.

—Ella ya tiene todo lo que necesita —respondió Severo con frialdad—. En esta casa le damos todas las comodidades y mucho más.

—¡Ni siquiera le paga un sueldo digno! —Matías respondió con rabia contenida—. Qué bien aprendió las conductas esclavistas de sus antepasados. ¡Las tiene bien arraigadas, papá!

Severo se encendió, porque la aseveración le dolió profundamente. Se acercó a Matías, amenazante, con ganas de darle unos buenos golpes para ver si así aprendía a no ser tan altanero y bocón, pero se contuvo porque sabía que su hijo tenía razón. Ellos se limitaban a darle a Itan lo que les sobraba y con eso se sentían más que bondadosos.

—No podemos ocuparnos de un niño del cual no sabemos ni siquiera quién es el padre —dijo en un tono más calmado, intentando recuperar la compostura.

Matías respiró hondo, tratando de controlar su ira. Sus manos temblaban ligeramente, pero su determinación no flaqueaba.

—¡Pues si ese es el problema, yo seré el padre de su hijo!

Severo miró a su hijo con incredulidad, mientras Raquel, pálida y con señales de estar entrando en un estado de shock, tomaba asiento en un taburete para no desmayarse.

—¡Pero qué tonterías dices! —exclamó—. ¡La chiquilla es una india y además es menor de edad!

Matías mantuvo su postura firme, sintiendo el peso de cada palabra.

—¡No me importa su clase social, y si se trata de la edad, me esperaré a que crezca o le pediré a su padre su consentimiento!

La ira de Severo ahora era evidente, sus ojos se llenaron de enojo y frustración.

—¡Y tener por consuegro al médico brujo! ¡Matías, te has vuelto loco! ¡Qué te pasa! No hace mucho tiempo enterramos a Marian, tu prometida, y ahora actúas como un desquiciado. ¡Acabas de dispararle a un hombre! ¿Y ahora me dices que quieres casarte con la india?

El recuerdo de Lope hizo que la rabia, que aún no abandonaba las entrañas de Matías, resurgiera en ese instante, nauseabunda e irascible. Sentía el veneno de la ira correr por sus venas.

—¡No me arrepiento y métame a la cárcel si quiere! ¡Ese desgraciado se lo merecía!

La discusión comenzaba a escalar, y la habitación ahora parecía más bien un campo de batalla emocional. Raquel, víctima de otro ataque de nervios, comenzó a cubrirse los oídos y a llorar. El doctor, que hasta ese momento había permanecido en silencio, corrió a su lado para auxiliarla.

—Me llevaré a la señora a su habitación —aclaró—. No es bueno que presencie esta escena.

Severo y Matías se quedaron callados, viéndose fijamente mientras el doctor salía de la habitación llevándose a Raquel consigo. Severo estaba asombrado por la actitud de Matías; al fin se daba cuenta de que su hijo amaba a Itan por sobre todas las cosas. ¡Pero qué ciego había sido! Ya antes lo había demostrado, cuando se lanzó a la fosa tras ella mientras las raíces malignas intentaban devorarla. Severo sacudió la cabeza, intentando no pensar más en aquel espantoso recuerdo. Matías, por su parte, esperaba la reacción de su padre, dispuesto a seguir defendiendo a Itan y a su amor por ella.

—No estoy loco, padre —aclaró decidido—. Solo quiero que Itan y su hijo estén seguros y felices. Haré lo que sea necesario para lograrlo. Y si eso significa enfrentarme a usted o a quien sea, no dude que lo haré.

Severo suspiró, sintiendo el peso de las palabras de su hijo. Sabía que Matías estaba dispuesto a todo, y eso lo asustaba y lo enorgullecía al mismo tiempo. Pero había algo más profundo que lo perturbaba: el dolor reciente de no saber nada de Diana, la conmoción que aún significaba para él lo sucedido con Marian, y el hecho de que su hijo acababa de dispararle a un hombre por amor a la india. Si en el pueblo se enteraban, él, aún con todas sus influencias, no podría protegerlo. Se horrorizaba al pensar que podía perder a su hijo también. No lo resistiría. Severo, derrotado, se sentó en el suelo, apoyando su cabeza contra la pared, se frotó las sienes y el cabello que, debido al sufrimiento, ya empezaba a encanecer. Matías de pronto lo notó más viejo, como si en ese instante los años se le hubieran venido encima.

—Matías, hijo, estás tomando una decisión precipitada —dijo, con su voz quebrada, atrás quedaba todo rastro de enojo—. Primero tenemos que ocuparnos de lo que sucedió. Allá fuera de seguro hay un hombre muerto. Y yo no podré protegerte —Severo rompió en lágrimas, llorando todas aquellas que no había derramado desde la desaparición de Diana. Se cubrió el rostro mientras sollozaba—. No quiero perderte a ti también, mijito.

La vista de su padre, reducido y llorando, conmocionó a Matías. Nunca había visto a su padre tan vulnerable, y en ese momento, sintió la verdadera magnitud de sus acciones. Arrepentido por su dureza, se acercó a su padre y le puso una mano en el hombro.

—Lo siento, papá. No quería causarte tanto dolor. Pero no puedo dejar que nada le pase a Itan. Yo asumiré la responsabilidad de mis actos y encontraremos una solución juntos.

Severo asintió lentamente, secando sus lágrimas con la manga de su camisa. Sabía que la situación era grave, pero también que no podía deshacer lo que ya había pasado. Miró a Matías con resignación.

—Haremos lo necesario para que Itan y su hijito estén seguros, te lo prometo. Pero ahora debemos ir a buscar al hombre y presentarnos en la comandancia.

Matías asintió y aunque no sentía ni una pizca de remordimiento, su padre le había enseñado que debía hacerse siempre cargo de todas sus decisiones, buenas o malas. Dejaron a Itan al cuidado de Cora mientras salían al campo en busca del jornalero, pero cuando llegaron al lugar donde se había producido el enfrentamiento, no encontraron rastro alguno del hombre. Tan solo había un gran charco de sangre que ya comenzaba a secarse y un montículo de serpientes descabezadas. Buscaron por todas partes, hasta que vieron a Don Gera, el capataz, acercarse a ellos, agitado y con una expresión preocupada.

—Patrón —se dirigió a Severo—. Fui a buscar la carretilla para levantarlo del suelo, pero cuando volví, ya no estaba. Lo he andado buscando por todo el campo, pero no aparece, es como si la tierra se lo hubiera tragado.

Severo y Matías se miraron, perplejos. Esperaban encontrarse con un hombre herido o tal vez con un cadáver, pero en cambio solo había un montón de serpientes rojas muertas. La ausencia del cuerpo de Lope solo añadía más incertidumbre a la situación, ya de por sí caótica. A Matías poco le importaba si el desgraciado vivía o no, le había dejado un «recuerdito» para toda la vida, y si estaba vivo, el día en que se le ocurriera regresar él lo estaría esperando, con gusto. Severo, por el contrario, tenía un mal presentimiento que se le incrustó en el corazón desde ese día con una certeza asombrosa: el día en que Lope volviera, sería el último en su vida.

***

El hijo de Itan nació la madrugada del día siguiente. Dicen que él solito decidió salir del cuerpo de su madre, en la quietud de esa habitación. No lloró ni hizo ningún ruido, pero fue Raquel quien, en sueños, escuchó su llanto. Luego de caer en la inconsciencia provocada por los tranquilizantes y antidepresivos, en las brumas de sus delirios, escuchó el llanto de la criatura, fuerte y claro, a pesar de que dicen que mi hermano no habló ni hizo ningún ruido hasta los dos años.

Raquel abrió los ojos con esfuerzo, confusa y aturdida. A su lado, Severo la miraba con preocupación, con una mano en su hombro para reconfortarla.

—Tuviste una crisis nerviosa, querida. Te administraron sedantes —le explicó con tono suave cuando ella le preguntó qué pasaba.

—Pero... ¿el bebé? —Raquel intentó incorporarse, sus pensamientos eran un torbellino de confusión, pero en ellos seguía escuchando los sollozos—. ¿No lo escuchas?

Severo no oía nada, solo el gallo que cantaba, indicando que ya era hora de iniciar la jornada.

Raquel se levantó de su cama y caminó hasta la habitación donde estaba Itan, siguiendo el sonido de aquel llanto silencioso. Sintiendo con cada paso que daba, cómo la semilla de una nueva esperanza empezaba a florecer en los jardines de su eterna tristeza. Con manos temblorosas, abrió la puerta. Severo, inquieto, iba detrás de ella, incapaz de detenerla, pensando que quizás su esposa estaba experimentando un episodio de sonambulismo y que era mejor dejarla en paz.

Al entrar, Raquel vio a la joven sentada, iluminada por una luz diáfana que se colaba por la ventana. La escena era conmovedora: Itan tenía a su hijo en brazos, envuelto en una de las sábanas. Le cantaba una nana en su lengua materna, mientras lo mecía con ternura. A su lado estaba Matías, quien no se había separado de ella durante toda la noche. Exhausto, pero feliz.

Raquel se acercó con lentitud, sus pasos eran torpes y vacilantes. Observó al bebé, a su diminuto rostro enmarcado por un rastro de cabello oscuro. Era un hermoso niño con ojos grandes y azules que miraban curiosos, ávidos por conocer el mundo. Raquel sintió un nudo en la garganta, extendió una mano temblorosa y acarició su mejilla con suavidad. Entonces, estalló en lágrimas.

Severo se mantuvo en un segundo plano, sorprendido por la escena, pero sintiendo también en su pecho la misma emoción que Raquel. De alguna manera, intuía que aquel niño no solo representaba una nueva vida, sino también la posibilidad de redención y esperanza para una familia destrozada.

—Es hermoso —murmuró Raquel, con su voz quebrada por la emoción.

—Y es mi hijo —declaró con orgullo Matías.

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