11 | El peligro de jugar

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Como Ashton Moore no lo dejó solo a lo largo de toda la semana, Josh no volvió a hablar con Lydia, ni siquiera en clase. Lo seguía incluso a los baños y le repetía que no se atreviese a probar nada que se pudiera convertir en una adicción.

—Esa niña está de fiesta hasta las tres o cuatro de la mañana —le aseguraba— y ha andado con tanta gente que lo más probable es que tenga una infección. No te interesa andar con la reina de la cocaína, créeme.

Aunque la veía de lejos, Josh no se acercaba por inseguridad. Pero tampoco se sentía cómodo cerca de Ashton. El último viernes antes del inicio de las vacaciones de verano, se sentó en el comedor con un plato lleno de hot dogs. Y Josh, a su derecha, lo miró de reojo. Lo siguiente que supo fue que Tristan, igual que Luca y Zac, habían traído también los suyos.

—Inténtalo, Josh.

Josh negó tan rápido como pudo. Daba igual que las chicas dijeran que era asqueroso y repulsivo: a ellos no les importaba. Normalmente se excusaba con que iría al baño durante esas absurdas carreras, pero en aquella ocasión no pudo, porque Ashton lo agarró del brazo.

—Vamos, ¿por qué no?

El corazón de Josh comenzó a acelerarse. Si se negaba, sabía que alguno de los chicos, Tristan con mayor seguridad, insinuaría que era gay y nadie lo defendería, ni siquiera Ashton. Y odiaba verse en esa situación.

—Apostaría mi coche a que eres el que más come de todos.

Josh apretó la mandíbula. Sentía sus mejillas empezar a arder, porque sabía que tenía razón, y le avergonzaba admitir que pasaba hambre tanto como que sufría más atracones de los que ellos podrían imaginar.

—Déjalo en paz, Ash.

Josh bajó la cabeza. Liz Louissant, la capitana de las animadoras, había intervenido, pero él quiso morirse. Si una chica lo defendía, se burlarían más.

Y Ashton le quitó importancia riéndose como siempre:

—¿No ves lo flaco que está? Da igual cuánto coma: no engorda.

—Pero no quiere comer.

—¿Quieres jugar tú? —la retó Ashton, y Liz hizo una mueca de asco.

De hecho, las chicas estaban dispuestas a irse para no tener que verlo; Josh, en cambio, tuvo que quedarse.

No miró en ningún momento: llamarían la atención de las mesas alrededor, porque eran tan ruidosos al comer y agarrar los vasos para bajar la comida que él se sentiría tan incómodo que enrojecería otra vez.

—Come, Josh.

A Josh se le había cerrado la garganta. Si los miraba, lloraría, y no quería que nadie notara que se le habían cuajado los ojos de lágrimas.

La presión en el pecho le impedía respirar. Su ansiedad crecía a un ritmo vertiginoso, pero no lo demostraría. Cruzado de brazos, con la vista clavada en la mesa, sus sentidos se nublaron: ya no veía la comida, ni el plato, ni oía los gritos de los chicos del comedor.

Sabía que las niñas rodarían los ojos, que a nadie excepto a los muchachos les divertían esos concursos, y él sería el único raro en la mesa que no soportaba estar ahí.

Se odiaba.

Odiaba escucharlos, odiaba que hubiera dos o tres vasos por persona en la mesa, que apilaran los platos y tiraran restos de comida al suelo, que alzaran la voz y consiguieran estar bajo los reflectores de todo el comedor, y más odiaba a Ashton por obligarlo a quedarse.

—Por tu culpa vamos a perder —lo oyó decir con la boca llena.

—No tengo hambre —protestó Josh a media voz, pero Ashton se limpió la boca para seguir.

—¿Desde cuándo eres una florecita?

Y Josh no aguantó más.

Se apartó de la mesa de mala manera para reprimir las ganas de empujar a Ashton y salió tan rápido como pudo del comedor. Quería vomitar. El fuerte olor a aceite, a salsas y queso le revolvía el estómago, así que dejó de importarle si Ashton se enojaba con él, o si Liz lo seguía con la mirada, tan confundida como los chicos por su actitud. Si se quedaba allí un minuto más, vomitaría, y acapararía la atención para convertirse en lo verdaderamente asqueroso de aquella competición.

Con lo que no contaba era que, al salir del baño en cuanto sonó la campana de final del receso, Ashton Moore lo esperara fuera.

—¿Qué demonios te pasa?

Josh tragó con fuerza.

Si Ashton ya lo intimidaba, en ese momento se sintió menguar hasta desaparecer. Sus latidos no habían aminorado, y cuando se encontró acorralado contra la pared por el otro chico, que sí tenía una espalda ancha y brazos fuertes, supo que no podría luchar contra él.

El año anterior, se habían abalanzado el uno sobre el otro tantas veces que ya no le quedaba duda de que no podría ganarle. La diferencia era que en aquellas ocasiones solo jugaban, porque se retaban a vencer al otro, ya fuera en el gimnasio de la escuela o en casa de Ashton, y Josh accedía no solo porque le gustaba luchar, sino por quemar calorías. Pero ese día, se dijo, si Ashton lo empujaba dentro del baño y le daba una paliza, nadie se enteraría y él no podría defenderse.

—¿Por qué tienes que ser tan dramático? —le espetó—. ¿Qué es lo que te molesta?

Josh chasqueó la lengua.

—No te importa.

Intentó apartarse, pero Ashton se lo impidió al presionar una mano en su pecho.

—Sí me importa, idiota. No es justo que me trates así. ¿No sabes decir lo que te pasa?

—Que llamas la atención —masculló al fin él en voz baja— de todo el mundo, y no me gusta.

—No te gusta porque no eres tú el centro del mundo.

Josh clavó los vibrantes ojos verdes en los de Ashton, oscuros como el café, y tuvo que apartar la mirada por culpa del miedo.

—Déjame.

Le temblaba la voz, y las manos, y las rodillas, y no quería que el otro se diera cuenta.

—No, tú mírame —repuso Ashton, avanzando un paso hacia él—. Ya estoy cansado de que seas un puto egoísta. Si es por envidia...

—¿Otra vez con eso?

—¿Entonces por qué no me miras?

Sin previo aviso, Josh lo empujó con todas sus fuerzas, y la espalda de Ashton chocó contra la pared opuesta, en el estrecho pasillo entre los baños.

—¡Porque te odio, Ash! ¡Por eso!

Aquella tarde, volvió a casa con Shelby. No le gustaba recurrir a ella, ni Shelby lidiaba con los cambios de planes con facilidad: ella tardaría en llegar a casa porque saldría con sus amigas, pero primero tuvieron que dejar en casa a Josh, que ignoró las miradas de reojo de Mikayla, la amiga de Shelby al volante, hasta que hubo llegado a casa.

No habló con Ashton durante las vacaciones; Ashton tampoco lo llamó ni le escribió, aunque Josh lo pensó varias veces. Ashton no pensaba rogarle mientras que Josh tenía miedo de que, al volver al instituto, Ashton lo rechazara frente a todos, y no le dejara sentarse con ellos, y se convirtiera de nuevo en el chico marginado que siempre había sido.

Pero no había acabado junio cuando descubrió que solo le quedaba una pastilla, considerando que los cien laxantes también habían desaparecido.

Entonces decidió no continuar con el menú. De todas maneras, hacía semanas que Shelby no mencionaba el tema, por lo que él tampoco le diría que pensaba dejarlo, sino que simplemente un día aumentó sus horas de ejercicio, porque ya pesaba cuarenta y nueve kilos.

No conocía otra cosa.

A las dos o tres de la madrugada, se infiltraba en la cocina para comer pan y queso rallado junto al refrigerador, directamente de la bolsa. En cuanto su madre se iba, corría hasta que las calorías quemadas en el monitor lo convencían de bajarse. No contaba calorías porque cruzaba el límite todos los días.

A sus dieciocho años, era incapaz de cuidarse. Y le aterraba vivir así, pero no sabía pararlo.

Un sábado a principios de agosto, aprovechó que su madre estaba en el supermercado y Shelby seguía durmiendo para escabullirse de su habitación a la de sus padres y sacar la báscula de debajo la cama. Aterrado, se subió, una vez su ropa quedó repartida por el suelo, y la báscula señaló cincuenta y dos kilos con trescientos gramos.

No podía continuar así.

En menos de un mes, volvería a clases y no permitiría que nadie notara que había ganado peso o se burlarían, y perdería la escasa autoestima que le quedaba. Así que regresó a su cuarto, descargó otra vez My Fitness Pal en su teléfono y estableció su límite calórico en quinientas.

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