16 | Corazón valiente

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—Mamá, tengo un trastorno alimenticio.

La madre de Josh, que estaba metiendo los platos enjuagados en el lavaplatos, se enderezó lentamente para mirar a su hijo. Josh, que medía lo mismo que ella, de repente se sintió terriblemente pequeño.

La madre de Josh dejó de meter los platos en el lavavajillas para, despacio, enderezarse y mirar a su hijo. Josh, aunque medía lo mismo que ella, de repente se sintió terriblemente pequeño.

Esperó en silencio hasta que la mujer se hubo secado las manos en los vaqueros desteñidos. Sus tristes ojos azules parecían cansados, tal vez porque su padre no estaba, y Josh ya se estaba preparando para oír que los desórdenes no existían y a él no le pasaba nada cuando ella lo sujetó del brazo.

—Ven aquí, cielo.

Atrajo a Josh hacia ella y él descansó la cabeza en su hombro. Los latidos descontrolados del muchacho se sosegaron cuando percibió la calidez del cuerpo de su madre.

Era una mujer alta, con el pelo rubio muy corto, que nunca se ponía joyas ni vestidos; tenía un corazón de flores tatuado en el tobillo izquierdo, sonreía con tristeza y olía siempre a detergente de almendras y coco.

—Encontré los laxantes que compraste, pero no se lo dije a tu padre —le explicó en voz baja, frotándole la espalda con cariño; su grave voz retumbaba en el pecho de él—. Estoy aquí para ti, para lo que necesites. No sabes cuánto te quiero, Josh.

Besó su cabeza y Josh contuvo el aliento.

—Por favor, no le digas nada a papá.

A pesar de que había hablado en un murmullo, su hermana alcanzó a escucharle, y lo entendía. Su padre no era el hombre comprensivo, paciente y con empatía que necesitaban en casa; más bien, era un sargento frío y duro que no esperaba nada de ellos. Quizá por eso Shelby evitaba encontrarse con él en la misma casa y Josh había entrado en un bucle de no comer, atracarse y limpiarse con laxantes.

—Dime cómo puedo ayudarte —prosiguió su madre, separándose de Josh para mirarlo a la cara—. Si necesitas un psicólogo o...

—Me han asignado un consejero en la escuela —interrumpió él, hundiendo las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Y un médico. Me ha diagnosticado depresión, ansiedad y anorexia.

Por un momento, le dio la impresión de que se refería a alguien más y no a sí mismo. No sonaba real. ¿Él tenía anorexia? Ya lo sabía, pero decirlo en voz alta era obligarse a creerlo, y una mitad de su cerebro no sentía que estuviera tan enfermo como un anoréxico de verdad. Él solo fingía serlo.

Pero su madre no le dijo que eso no existía ni que estaba exagerando, sino que se cruzó de brazos.

—Siempre he querido ayudarte —murmuró— y no sabía cómo hacerte ver que tenías un problema, porque ni yo entendía cuál era. Pero te adoro, Josh, y lo que sea mejor para ti, eso quiero.

En su imaginación, él había llorando mientras se lo confesaba, pero en ese momento, fue incapaz de derramar una sola lágrima. No procesaba que se lo hubiera dicho, ni que su madre reaccionase con semejante delicadeza. Llevaba años presionándose por destacar y lo único que había conseguido era odiarse. Pero ni Shelby, ni el señor Brown, ni su madre lo habían culpado, ni juzgado. Y quiso creer que Ashton tampoco lo haría.

Esa noche, se sentó a escribirle una carta en papel de dibujo. No tenía claro lo que quería decir, de modo que inició con un sencillo "Ash, tengo un desorden alimenticio" antes de alistar nueve puntos en los que le especificaba qué le serviría y qué no.

No necesitaba más condenación ni juicios que los de su propia enfermedad, ni soluciones rápidas e instantáneas. Que le dijeran que comiera no servía, porque el problema no era la comida, sino lo que pensaba de sí mismo. El problema era que no creía que él valiera, ni que su cuerpo fuese bonito, ni que nadie lo quisiera nunca. Creía que decir que tenía hambre estaba mal, que otros chicos se burlarían de él si engordaba, porque se suponía que no debía tener una autoestima tan frágil.

A las chicas les preocupaba su peso, no a los hombres. Pero a él sí le importaba.

El viernes, esperó a que Ashton entrase a la ducha del vestuario para acercarse a su mochila, la que siempre le pedía que le cuidara para que nadie se la llenase de mostaza, ya que Josh no se duchaba allí. Y en cuanto murió la conversación que sostenía con Luca, ya que Tristan se abalanzó sobre este, Josh abrió la cremallera y metió la carta de papel en la mochila de Ashton.

No le dijo nada después de que saliera, ni en el coche de regreso a casa de los Higgins, porque la última vez se habían peleado.

—¿Hoy no te pesaste? —murmuró con cierto rencor.

Josh miró sus manos, huesudas y amarillentas, surcadas por venas pálidas que desaparecían en sus antebrazos. Empezaba a arrepentirse de haber escondido la carta en su mochila. Por un instante, quiso girarse hacia los asientos traseros y sacar el papel antes de que la leyera, pero era imposible: su amigo se daría cuenta y le preguntaría qué era.

—No —dijo al fin—. No quiero saberlo.

Para variar, había desayunado cereal en casa; en el comedor, Ashton notó que había probado los burritos de carne picada del comedor. Pero no se había percatado de que, a mitad de su comida, Josh se detuvo porque se sentía culpable. Y observado. Y tan inseguro como cuando tenía trece años. No oía a sus amigos, sino que la enfermedad le gritaba que no merecía comer más.

A Josh le aterraban las calorías vacías de la crema ácida y el queso, pero no lo evitó. Y Ashton se dio cuenta.

—¿Estás vomitando?

Sus ojos verdes centelleaban. Odiaba que lo cuestionase, que asumiera lo peor de él en lugar de interesarse por una vez en su vida por cómo estaba.

Contempló sus manos, huesudas y amarillas, marcadas por venas pálidas; sentía la pesada mirada de Ashton sobre él desde que habían abandonado el instituto.

—No —admitió él.

Y como Ashton no contestó, Josh supo que no le creía.

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