30 | La perfección que esperaba

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—¿A qué te refieres con que "no era lo que esperabas"?

Sin mirar a Josh, Ashton abrió su taquillero en el vestíbulo del instituto. Era lunes por la mañana y durante todo el viaje en el Chevy rojo del chico, Josh le había estado reprochando contarles a sus amigos lo que ocurría con él.

—Si alguien se entera... todos se burlarán de mí, Ash. Y todos sabrán cómo hacerme daño. Será una vergüenza. Se suponía que quedaba entre tú y yo.

—Y así fue —se defendió Ashton—. Liz lo averiguó porque es lista.

—Pero Liz no lo entiende.

Ashton cerró de golpe su casillero. Estaba clavando los ojos oscuros en los de Josh, que resplandecían.

—¿Porque nunca ha tenido un problema real? —repitió, y los ojos verdes de Josh relampaguearon.

—¿Te lo dijo?

—Me lo dijo Mel —repuso Ashton, dirigiéndose a la escalera principal, y Josh lo siguió.

—Pero hablamos el viernes —protestó—. ¿En serio en un fin de semana te enteraste de todo?

—Los padres de Liz se están divorciado —lo cortó Ashton—. Su madre nunca está en casa, ella no sabe con quién irse. Su madre le ha dicho que no le importaba a quién eligiera. Tiene que cuidar a su hermana pequeña porque la mayor se fue de la casa. Me parece un problema suficientemente real. Ah, y no le va bien en la escuela, aunque lo parezca.

Su tono de voz había cambiado. En silencio, Josh lo acompañó escaleras arriba, hundidas las manos en los bolsillos del jogger negro; de repente, la culpa lo obligaba a morderse los labios hasta arrancarse el pellejo.

Quizá debía de haberlo pensado dos veces antes de reprocharle cosas a Liz de las que no tenía ni idea. Al final, sí era un ignorante, justo como ella había dicho.

—A lo mejor no entiende cómo funciona tu enfermedad —prosiguió Ashton en voz baja—, pero se lo puedes explicar. Puedes escribirle una carta.

—No quiero que una chica lo sepa.

Ashton lo miró de reojo, pero no dijo nada. Se imaginaba por qué.

Le asustaba que Liz no supiera manejarlo, igual que le había aterrado que su mejor amigo lo rechazara o se burlase de él. Ni siquiera sus padres entendían qué pasaba por su cabeza cuando veía la comida frente a él, así que no podía esperar que un compañero de clases lo hiciera.

Hasta que no atravesaron el pasillo, de camino a la clase de Inglés, Josh no volvió a despegar los labios:

—No quiero que haga preguntas —aclaró— y que se lo cuente a Melanie, y Melanie se lo diga a alguien más, y toda la escuela se acabe enterando.

—Estás exagerando.

—Zac no me vería igual si lo supiera —repuso Josh— ni Tristan. Y si me molestan... acabarán molestándote porque somos amigos y...

—¿Eso es lo que te preocupa? ¿Crees que dejaré de ser tu amigo?

Ashton se había detenido para mirarlo a los ojos, arqueada una ceja. Y Josh, resignado, se encogió de hombros. Era lo que le había preocupado desde el principio.

—Sí.

A Ashton se le escapó una leve risita de incredulidad.

—Josh, si alguien te insulta, él dejará de ser mi amigo, no tú.

Durante la clase de Inglés, que compartía con Ashton, sacó a escondidas su cuaderno nuevo de dibujo y, en una de las hojas del final, porque nunca rellenaba las páginas en orden, comenzó el boceto de los lacitos negros que se habían entremezclado en los mechones rubios de Liz el viernes anterior, como los recordaba.

Necesitaba hablar con ella, aunque no quisiera, porque le debía una disculpa. No podía exigirle a nadie que le comprendiese si él no se esforzaba en escuchar a los demás.

—Deberías enseñárselo.

Josh alzó la cabeza de golpe.

Ashton estaba de pie, junto a su mesa, contemplando dibujar a Liz de perfil. Y enrojeció a tal velocidad que se vio obligado a cerrar el cuaderno y guardarlo en su mochila para disimular que la sangre le había encendido las mejillas. Había oído la campana del recreo sonar, pero no pensó que Ashton se levantaría tan rápido de su sitio ni que nadie vería sus dibujos.

—Nunca le enseñaré nada.

—¿Cuándo me regalarás un dibujo?

—Jamás.

Era mentira, y Ashton se dio cuenta cuando lo vio sonreír.

Sin embargo, aunque planeaba acercársele durante el recreo para pedirle unos segundos, no encontró a Liz por ninguna parte. Esperó, mientras untaba los cubitos de patata en salsa barbacoa, a que llegara, pero Melanie se sentó sola frente a él. Y el resto de la media hora, se limitó a escuchar a Ashton y a Luca de fondo.

Antes de dirigirse al salón de estudio a última hora, donde continuaría ayudando a Liz a prepararse para el SAT, Ashton le preguntó si quería ir el sábado a su casa.

—Tengo que ayudar a mi padre con un traslado —le dijo mientras guardaban sus libros en las mochilas—, pero no quiero hacerlo solo. No lo soporto.

Un poco aturdido, Josh se giró a él, pero no asintió al momento, sino que perdió la mirada por el pasillo antes de fijarla en Ashton.

Y este frunció el ceño.

—¿Me estás oyendo?

Josh suspiró.

—¿Dónde está Liz?

Ashton se encogió de hombros.

—Me dijo Mel que no pudo venir. A lo mejor está enferma.

—¿Crees que sea por mi culpa?

—¿Por qué sería tu culpa? —repuso su amigo, extrañado, y Josh no supo qué decir.

Tal vez porque la última vez que se vieron le echó en cara ser una insensible y no tener empatía por nadie excepto por sí misma, y por acusarla de compadecerse de sus minúsculos problemas como acumular grasa en los muslos cuando su vida entera era perfecta.

—¿No le has preguntado?

Ashton negó, encogiendo los hombros como si mandarle un mensaje a Liz fuera un evento que ocurría con la misma frecuencia que un eclipse solar.

—¿Quieres que lo haga?

Pero Josh negó.

La llamaría él mismo, aunque nunca lo había hecho antes. De hecho, la única vez que le escribió a Liz, en octubre de hacía dos años, había sido para preguntarle si iría a la fiesta que organizaría Ashton en su casa. No le interesaba, sino que el mismo Ashton le había pedido que se lo preguntara, ya que él estaba conduciendo en ese momento.

Después, le había enviado unos apuntes de la clase de Biología que ella le solicitó. Nunca más volvió a meterse en ese chat.

Sin embargo, en contra de todo pronóstico, llegó a casa aquella tarde y, después de agarrar la caja de comida china que su madre había comprado para cenar, una para cada uno, subió a su cuarto y la apartó sobre el escritorio.

Primero le mandó un mensaje, corto, en el que le preguntaba cómo estaba.

Bloqueó la pantalla inmediatamente después, porque no creía que respondiera. Probablemente tenía entrenamiento con las chicas del equipo de porrista o, si estaba enferma, habría optado por pasar la tarde durmiendo.

Sin embargo, no tuvo que esperar más de dos minutos para recibir una respuesta: «Bien, ¿y tú?»

Resoplando por los nervios, Josh tecleó en respuesta que no la había visto ese día en la escuela ni en el salón de estudio.

«Se me olvidó el borrador de Literatura.»

Josh esperó en silencio unos segundos, de pie en el centro de su dormitorio. No estaba en la misma clase de Literatura que Liz, pero compartían a la misma profesora, la señora Baker.

«¿No puedes entregarlo mañana?»

«Ni siquiera lo he hecho» le confesó ella en un veloz mensaje, y Josh hizo una mueca para sí.

«¿Quieres que te ayude?»

Hubo un momento de pausa. Veía las burbujas del mensaje aparecer y esfumarse bajo el nombre de la chica, porque escribía y borraba, y por fin, un "sí, por favor" convenció a Josh de marcar el icono del teléfono. Prefería llamarla mil veces a mandar mensajes y fotos innecesarias hasta aclarar todas sus dudas.

—¿De qué estás escribiendo? —fue lo primero que le preguntó cuando la chica descolgó el teléfono.

Sin embargo, Liz no contestó al momento, sino que Josh la escuchó tomar una profunda bocanada de aire.

Y sospechó que estaba llorando.

—¿Estás bien, Liz?

—El borrador vale diez puntos —la oyó murmurar, y él asintió.

—Pero no importa si no lo entregas. Con el poema final...

—En el trabajo anterior saqué dieciocho de veintisiete. No quiero reprobar Literatura, Josh.

Volvió a jadear y, aunque él no podía verla, se imaginó que sacudía los hombros, temblando. Sus cuerdas vocales vibraban, amenazando con quebrarse.

Josh dejó escapar un largo suspiro.

—No vas a reprobar.

—Jamás en la vida sacaría un sobresaliente en un poema aleatorio.

—La señora Baker te conoce —intentó convencerla—: sabe que siempre entregas todo a tiempo y estudias tanto como puedes.

—Eso no hará que me regale diez puntos. Y el poema... será el más mediocre que hayas leído.

Sollozaba y se sorbía la nariz, controlando sus nervios sin éxito. Josh, en un vago intento de consolación, dejó el teléfono sobre la manta de su cama, con el altavoz puesto, para abrir su mochila y sacar la lista de contenidos que debían incluir en la versión final del poema.

—¿Has elegido una emoción? —inquirió él, sentándose a la orilla del colchón antes de agarrar su libreta.

—Sí. Pero no quiero que lo leas.

El poema trataría de una emoción que describirían a través de los cinco sentidos, pero resumir sus largos pensamientos en una frase de menos de diez palabras no entraba en las habilidades de Liz.

—No estoy esperando nada brillante.

—¿De qué lo has escrito? —quiso saber ella.

Algo temeroso, Josh se mordió el labio inferior.

—Del amor —confesó, aunque en un murmullo a causa de la vergüenza—. ¿Y tú?

—De la ira.

—No es mala idea —intentó asegurarle, pero la escuchó resoplar—. Déjame leerlo.

—Tampoco rima.

—Lo corregiré.

—Pero no te burles de mí.

—Nunca haría eso.

Sabía mejor que nadie lo dolorosas que llegaban a ser las burlas y el sarcasmo, y cómo cortaban el alma. Nunca se había burlado de nadie y nunca lo haría.

—Pero lee el tuyo primero.

Aunque sopló, Josh procedió a leerlo. Solo así conseguiría que la chica se diera cuenta de que tampoco él era un erudito de las figuras literarias ni del manejo de las palabras, y se sentiría cómoda para recitarle el suyo.

Sus metáforas tampoco eran las mejores: las había escrito rápido, porque no quería perder el tiempo. Los exámenes le estresaban más que un simple poema, así que se limitó a componer uno y corregirlo hasta quedar satisfecho con el resultado.

—Te toca.

Línea a línea, Liz leyó su poema en la voz más monótona y aburrida que fue capaz, y él esperó a que hubiese acabado para confesarle que lo había hecho bien.

—¿Tú crees?

—Sí.

—¿Soy inteligente?

—Sí.

Lo dijo más rápido de lo que quería, pues no lo contempló, y le pareció que Liz contenía la respiración. Probablemente no lo había pensado antes.

—¿Y por qué siento que he escrito una estupidez?

—Porque no somos poetas —se quejó Josh—. Está bien, Liz. Tiene todo lo que la señora Baker pidió. Y las metáforas son válidas.

—¿Debería cambiarlo?

—No.

La chica debió tranquilizarse, porque suspiró aliviada. Guardó silencio apenas unos segundos, en los que Josh giraba la página de la lista y repasaba los puntos a corregir del poema, como la ortografía y los signos de puntuación.

—Mándame una foto y comprobaré que hayas escrito todo bien.

—Está bien. ¿Irás al siguiente juego?

Un poco desconcertado, Josh alzó la cabeza.

Había enterrado los dedos entre las hebras rubias de su cabello, hincado el codo en la rodilla, tan concentrado en leer atentamente la lista que no entendió que se refería a los partidos de fútbol hasta que recordó que ella era la capitana de animadoras.

—Lo veré desde las gradas —dijo.

—¿No vas a volver a jugar?

—No.

—¿Por qué?

Josh suspiró.

—Mi padre me hizo salirme del equipo para que no perdiera más peso.

Silencio. Largo y tedioso, hasta volverse asfixiante.

El chico tragó con fuerza.

Miró de reojo el teléfono para asegurarse de que los segundos siguieran corriendo y no hubiese colgado por accidente. Probablemente ella no sabría qué decir y él odiaba ponerse en situaciones así. Tenía que deshacer la nube de tensión que pesaba sobre su cabeza, pero justo cuando separó los labios, Liz se adelantó:

—Josh.

—Dime.

—Lamento lo del viernes. Las cosas que dije.

Durante unos segundos, Josh premeditó lo que contestaría. Si uno de los dos debía disculparse, era él.

Sacudió la cabeza.

—No, yo...

—Tuve que haber hecho algo más que ofrecerte comida como si eso fuera a arreglarlo.

—Lo hiciste lo mejor que pudiste. Y si hubieras hablado conmigo, no te habría escuchado.

—Merecías saber que me importaba.

La boca del chico se secó.

Inseguro, Josh quitó el altavoz para llevarse el teléfono a la oreja.

—Pero ya lo sé —repuso—. Yo también lo siento, Liz. Tienes razón, no sé nada de ti. Y estaba pensando tanto en mí que no me di cuenta. Fui muy egoísta.

—Un poco.

—¿Por eso no viniste? —quiso saber entonces Josh—. ¿Por lo que pasó el viernes? ¿O porque se te olvidó el borrador?

No podía ser tan importante como para provocar que una chica decidiera asistir o no a clases, o eso quería creer. A través de la línea, escuchó cómo Liz se sorbía la nariz.

—Normalmente esto no pasa —aseguró como si quisiera convencerlo—. Me quedé con mi hermana porque mis padres no estaban. Tampoco pude ir a mi entrenamiento. No fue un día divertido.

La voz se le había agudizado hasta quebrarse. Josh la oyó sollozar y, como no esperaba que se lo explicara, sino que creyó que él tendría que preguntar directamente y eludir el hecho de que Ashton se lo había contado, se paralizó.

No sabía qué decir, mucho menos en una llamada o por mensaje. No podía abrazarla. No podía hacer más que quedarse en silencio y esperar a que una frase inteligente alumbrase su mente.

Pero cuando dejó de escucharla, supo que Liz había silenciado el micrófono de su móvil. Y soltó el aire que había estado conteniendo:

—Lo siento. Siento que no esté siendo un buen día. Si hay algo que pueda hacer... lo que sea, dímelo.

Casi de inmediato, Liz trató de destaparse la nariz inspirando.

—Eres la única persona que me ha llamado hoy —susurró—. Eso ya es mucho.

Él recorrió con la mirada su habitación.

No sabía cómo ayudarla, no tenía nada que sugerirle. Tampoco la conocía lo suficiente como para recurrir a la solución que la tranquilizaría.

—¿Algo más concreto?

Suavemente, Liz se rio.

—Ve al siguiente partido —le pidió—, pero siéntate más cerca.

Josh hizo una mueca. No se sentaba cerca del campo porque, si Karrie o Melanie, o la novia de turno de Tristan traían comida, no quería estar comiendo en primera línea de campo.

—Es que...

—Por favor, Josh. Todos te adoran, aunque no lo creas, y los chicos te echan de menos. ¿Te veré allí?

El nudo que sentía en la garganta se deshizo. Liz no lo sabía, pero una ola de calidez abrigaba el estómago de Josh cada vez que alguien insinuaba que él importaba.

—Sí.

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