32 | Ser idiota

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Zac, el quince, abrió con tres pasos agigantados; aunque Tristan se había sentado con su nueva amiga y una compañera de esta a dos escalones de él, además de Karrie, Josh no quiso unírsele. No le apetecía verlo echarle el brazo encima a sus amigas, ni usar frases que nunca usaría con ellos solo para hacerlas sonrojarse, ni meterse con Karrie por lo seca y cortante que era.

Tampoco se sentía solo.

En aquel instituto, era raro que alguien pensara que estaba solo cuando era el mejor amigo de Ashton. Más bien, lo veían como ese chico introvertido y artista que se dedicaba a plasmar en papel y grafito lo que se negaba a captar con una cámara.

La puesta de sol tiñó de naranja el campo; sumergido en el bullicio en torno a él, Josh capturó la esencia de aquella muchacha llena de vida en papel a lo largo de dos horas de juego. Liz agitaba los pompones de brillos dorados y plateados contra el mostaza del sol; con el paso de las horas, el cielo se nublaría, apagando los colores. De reojo, trataba de seguir el juego sin sentirse culpable por no participar.

No era bueno para el fútbol.

No tenía el talento de Ashton o la fuerza de Zac, o la velocidad de Luca. Hacía semanas que no habían vuelto a preguntar si volvería a los entrenamientos pese a no saber que su padre se lo había prohibido porque era obvio que Josh no tenía un don especial.

Y estaba tratando de hacer las paces con esa realidad mientras que todo lo que Ashton quería era enorgullecer a sus padres.

Aunque antes lo había observado con envidia, porque quería lucir igual de bien que él haciendo incluso el ejercicio menos estético y armonioso, ya no pensaba lo mismo.

Cuando vio que su equipo había llegado a la línea de anotación, dejó de dibujar para observar a su amigo. Lo único que vio fue que, en cuestión de segundos, Ashton había volado para patear el balón.

Y cruzó entre los dos postes.

Un extenso suspiro de alivio abandonó los labios de Josh. No se movió, ni siquiera un milímetro, aunque el graderío comenzó a temblar. Tan solo cerró los ojos. Sabía lo que significaba para Ashton. Sabía que, años más tarde, todos los que habían presenciado aquel gol de campo, sin importar cuántos kilómetros recorrieran para alejarse del Saint James o de Kearney, seguirían hablando de ese touchdown lo que les quedaba de vida.

El marcador, adornado de lucecitas brillantes, detuvo la puntuación.

Otra vez lo habían conseguido.

—¡Josh! ¡Josh!

Tardó varios segundos en darse cuenta de que alguien lo llamaba, porque entre los gritos ensordecedores y el alboroto tanto en el campo como en las gradas lo aturdían. Y cuando miró, tratando de distinguir de dónde procedía la voz, vio, entre destellos plata, confeti y estudiantes que cruzaban, aún en el campo, fija la vista en el graderío, a Liz Louissant.

Y cerró el cuaderno y guardó sus lápices para bajar.

Ashton aún estaba liberando adrenalina y gritos que le arañaban la garganta en el centro del campo, estampando su pecho con el de cualquiera que se le cruzara, así que Josh optó por ignorarlo.

Siempre sería el mejor.

No estaba seguro de que le permitiesen acceder al campo moteado de confeti de colores, bajo los enormes reflectores que imitaban la claridad del día, pero se abrió camino a empujones, colgando la mochila del hombro, hasta alcanzar la entrada.

Y lo siguiente que supo fue que Liz había impactado contra su cuerpo.

—Josh, gracias.

De pronto, le llegó el aroma a fresas y a café helado. Los brazos de Liz rodeaban sus costados; presionó sus costillas y él dejó de respirar por un momento.

—Pero...

—Pasé el SAT.

Aunque preocupado por si alguien los estaba mirando, porque las demostraciones de afecto en público nunca le habían gustado, Josh dejó de mover los dedos nerviosamente sobre el omoplato de Liz para devolverle el abrazo. Había sonreído sin querer.

Él, de piel naturalmente helada, ardía por culpa de la rapidez a la que se movía su sangre; ella sudaba frío. Y por un instante, se preguntó si, por primera vez, podía decir que tenía una amiga.

Por desgracia, se le atascaron las palabras en la garganta y lo único que consiguió farfullar fue un débil "felicidades".

La sentía contra su pecho, pero el temor a que notase cuánto peso había ganado, aun si Liz nunca había hecho comentarios al respecto, le cortaba el aliento. No quería que oyera sus latidos disparados por el miedo, ni sintiera la ansiedad en las vibraciones de su cuerpo, ni reparase en el ancho de su cintura.

Liz ni siquiera se inmutó.

En cuanto Ashton se acercó, trotando y dando voces, como de costumbre, ella lo soltó, justo a tiempo de que Josh lo oyese preguntar "¿no hay abrazo para mí?"

—Apestas, Moore —replicó Liz.

Ashton, pegado el cabello negro a la frente, la observó regresar con el resto de las chicas del equipo de animadoras, alzadas las cejas. Y cuando se quedaron los dos solos, Josh liberó el aire que hasta entonces se había quedado retenido en sus pulmones.

—¿Qué acaba de pasar?

Josh lo miró. Ashton apestaba a sudor y tierra húmeda.

—Pensaba que tú lo sabrías.

Sin embargo, el chico arrugó la nariz como si fuese una de las suposiciones más repugnantes que a Josh se le hubiesen ocurrido.

—Nunca puedes confiar en la capitana de las animadoras.

Se dirigieron juntos al estacionamiento, fuera de las luces y del ruido, y de la gente. Tardaron más de lo que Josh habría supuesto, porque a Ashton no le preocupaba detenerse cada tres o cuatro pasos para distraerse con un saludo o una respuesta rápida a algún amigo a la lejanía, o abrazar a quien se atreviera a tocarlo pese al hedor a lodo que desprendía su sucio uniforme.

Debido a la lluvia de finales de marzo, una agobiante humedad se adhería ahora a sus pegajosos cuerpos. Bajo el cielo negro de Kearney, las voces y felicitaciones se disipaban, hasta que solo sus pies resonaron contra la grava y arena.

—Ha sido tu mejor touchdown.

Ashton sonrió de lado al oír a Josh.

—El mejor de la temporada —confirmó.

Caminaban con la vista clavada en el suelo: Josh hundía las manos en los bolsillos, Ashton cargaba su mochila a la espalda. La camiseta manchada de césped de Ashton se le ajustaba al pecho; se le habían arrugado los pantalones blancos en torno a los muslos.

Sus padres no habían asistido al partido; de hecho, el padre de Ashton no estaba interesado en lo más mínimo en su pasión por los deportes. Y aunque no lo dijera, su corazón se agrietaba un poco más cada vez que no lo veía ni molestarse en llegar al final, o a recogerlo.

—Deberías volver al equipo —dijo Ashton.

Aunque los brazos y espalda de Josh se habían endurecido, su abdomen seguía liso, sin lonjas ni abdominales. Era pura carne blanca flácida.

—Si tuviera tu cuerpo, jugaría con gusto —protestó Josh.

—Por eso: para que definas bíceps y...

—Peso casi lo mismo que tú y no me veo como...

—Te ves sano y feliz, que es lo que importa.

—A las chicas les gustan los tipos como tú.

—Audrey Whig, la animadora que parece modelo de pasarela, anda con Grady.

Josh volvió la vista a la arena.

Eso no le consolaba: al revés, le carcomía la mente imaginar que acabaría en el mismo estado que un chico con sobrepeso del que todos se burlaban y con el que Audrey estaba solo porque él era popular y uno de los chicos más románticos del equipo.

"Vas a ser como Grady."

Y de pronto Ashton le apretó la nuca.

—Sabes que alguien te quiere cuando no le importa si estás flaco o gordo —dijo—, cuando tienes dinero y cuando no. En las buenas y las malas, ¿no lo has oído?

Sacó la llave del bolsillo de su mochila para acercarse al Chevy rojo y abrirlo. Una vez se desplomó en el asiento de copiloto, esperó a que Ashton arrancase para despegar los labios de nuevo.

—¿Puedo decirte algo? —preguntó, y Ashton, que se estaba abrochando, se giró despacio hacia su amigo. Los ojos verdes de Josh no lo miraban—. Pero no te rías.

—¿Qué?

—Hoy hago un mes limpio de atracones.

Su amigo esbozó una lenta sonrisa. No lo diría, pero estaba orgulloso de él.

—Tenemos que celebrarlo. ¿Vamos por cerveza? —Al ver el rostro de Josh descomponerse, Ashton se rio—. Es broma, haremos lo que tú quieras.

—La ansiedad no se ha ido —replicó Josh—. Tengo más desde las pastillas. Y como de más, porque no siempre tengo chicle, y no puedo controlarlo. ¿Qué voy si una chica que me gusta cree que no soy suficiente por...?

—Para, hermano, vas muy rápido.

Josh tragó con fuerza.

En el fondo, le preocupaba mucho más de lo que podía expresar, pero Ashton lo interrumpía antes de que comenzara a deslizarse sin control por esa espiral negativa de pensamiento.

Ashton soltó por fin el cinturón para seguir conduciendo por el empedrado hasta salir del aparcamiento trasero de la escuela.

—Deja de querer controlarlo todo, porque se te olvida vivir lo que está pasando. Y si una chica ve lo que te pasa y prefiere a otro, que se vaya —sentenció—. Algunas niñas son malas y juegan con tu mente, y tú tienes que aprender a mandarlas al infierno. Si me entero de que te dejas manipular por alguna, te reventaré. No eres idiota, Josh. No lo somos, aunque la gente que no nos conoce, y a veces también los que sí, lo piensen de nosotros.

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