41 | El primer beso

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Lunes lluvioso. Josh Higgins vio a Lydia Dashiell parada junto a las columnas de la fachada cuando se disponía a entrar al instituto. Cruzaron miradas; le pareció percibir ojeras bajo sus ojos, pero la ignoró y pasó al vestíbulo.

La noche anterior, mientras buscaba un hueco vacío en su cuaderno de Inglés, mientras estudiaba, halló un dibujo en una hoja suelta de Lydia, con su cabello oscurecido por el grafito del lápiz y el rostro delineado en trazos nítidos, perfilados los enormes ojos cristalinos y la pequeña boca.

Y lo guardó.

Lydia no siempre iba a clase. Faltaba dos, o a veces tres, días a la semana, y era costumbre que se la encontraran solo a la entrada o salida de clases. Por eso, cuando ese jueves en clase de Álgebra, después del examen de Inglés, la vio entrar con su bandolera, se le dispararon los latidos.

Esperó hasta el final de la clase, cuando sonó la campana, a tocarle el brazo antes de que Lydia se colgase la mochila semi vacía al hombro y tenderle la hoja de papel con su retrato.

Consiguió detenerla antes de que se colocara los enormes auriculares. Nervioso, se relamió los labios.

—¿Soy yo? —preguntó.

Un nudo amarró los intestinos de Josh. Por su tono, no sabía si estaba burlándose o impresionada.

—Sí. Quédatelo.

Si lo hacía una bola de papel y lo tiraba en cuanto abandonara el aula, como habían hecho las chicas a las que les había regalado dibujos cuando estaba en séptimo grado, no le dolería. No quería guardar ese dibujo.

—Solo para aclararlo —declaró ella mientras doblaba la hoja con sus pálidas manos—, sigo con Gerson.

Pese a que no lo decía de malas maneras, Josh captó la indiferencia con la que pronunciaba cada sílaba.

—No he insinuado que quiera nada contigo.

Lydia giró la cabeza hacia él para examinarlo de arriba abajo; un atisbo de sorna se manifestó en la sonrisa que reprimió, curvando solo una comisura.

—Genial —soltó—. No estás mal, pero tengo otro tipo.

Probablemente bromeaba, porque no se rio de él ni de su cuerpo; no obstante, Josh sintió cómo se le hundía el corazón en la caja torácica. De repente, le dolía el pecho y las cuerdas vocales.

No quería que le afectara lo que ella pensara, o dijera, porque la lástima que sentía por Lydia superaba el enamoramiento platónico que el año anterior había experimentado; lo que no podía evitar era cuestionarse si todo el mundo creía lo mismo que ella.

Tampoco llamaba la atención de las chicas antes debido a su terrible humor y su obsesión por sacar la calificación más alta, pero por lo menos pertenecía al grupo de amigos de Ashton Moore. No lo habrían aceptado (ni contemplado siquiera) de haber tenido el sobrepeso que cargaba antes.

No bajó al comedor. Guardó sus libros en la mochila, en piloto automático, y cuando Ashton lo abordó en el pasillo, preguntándole por qué iba en dirección a los casilleros, él le confesó que daría la vuelta al instituto.

—Quiero ver a Liz.

Sabía que las animadoras practicaban su coreografía cada martes y jueves en las tardes, pero tal vez, si tenía suerte, se encontraría a la única chica con la que alguna vez se había sentido cómodo comiendo.

—¿Por qué no la esperas en la cafetería?

Josh se encogió de hombros.

—Solo hablamos en privado —admitió, y por un momento su labio inferior vibró—. Cuando hay más gente alrededor, no suele dirigirse a mí.

Ashton hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta.

—No sé si es más estúpido que tú no le hables primero o que esperas que ella lo haga.

Y Josh resopló.

—Ya lo sé —se quejó—. Es una idiotez. Todo esto. No crees que yo...

Se calló antes de finalizar la pregunta, sin entender en qué momento se le había ocurrido que aquella fuera una posibilidad. Si Lydia, una chica con la que tal vez habría tenido oportunidad, no lo creía suficiente, era imposible que Liz sí.

Él no se parecía en nada a Jordan Brent.

Así que bufó.

—Olvídalo, quiero estar solo.

Igual que la última vez, no había nadie cerca del gimnasio. Lo más seguro era que ya estuvieran en el comedor, escogiendo sus bandejas, y él fuera el único inocente que creía que empujaría el gran portón rojo trasero y el oscuro interior se iluminaría a franjas, resaltando a la chica que quería ver.

No había nadie. El gimnasio estaba vacío; en las gradas, no avistó ni mochilas ni pompones, y no quedaba rastro de que alguien hubiera quedado allí olvidado.

Así que entró, despacio; dejó la mochila a un lado de las bisagras del portón y liberó el aire contenido.

Moría de ganas de llorar, pero ni una lágrima fluyó de sus ojos. Se le habían atascado, bañando sus pupilas; le sudaban las manos, colgado a cada costado. La humedad que el hiriente sol había alzado a través de las nubes desaparecía en el fresco interior. De haber dependido de él, se habría quedado allí el resto del día, hasta la hora de irse a casa.

Tomando una honda bocanada de oxígeno, se dirigió a las gradas de madera. Sus deportivas rechinaban contra el suelo reluciente, de modo que trató de dar pasos más ligeros y ahorrarse el ruido.

Le dolía el estómago, pero no quería comer. Se sentiría aún más débil si cedía ante el hambre.

Abrió la mochila y extrajo su cuaderno para repasar los dibujos que hasta entonces había hecho: Liz, en su uniforme de animadora; los reflectores del campo de fútbol, las mesas del comedor y el coche de Ashton; también había delineado a las ardillas que veía corretear desde su ventana en casa y, una y otra vez, la silueta enigmática de la chica. Parecía una muñeca.

Y él no había notado cuándo dejó de dibujar el cuerpo escuálido de sus sueños para plasmar a la capitana de las porristas.

Sacó un lápiz del bolsillo externo de la mochila para continuar el último dibujo a medias, el del camino empedrado.

—Josh, te estaba buscando.

El chico jadeó sin querer.

—¿Qué haces aquí?

Con su falda de tablas verde del uniforme y el cabello rubio atado en una coleta alta, Liz había presionado el gran portón para entrar al gimnasio. Las cintas blancas del lazo que llevaba en la cabeza se mezclaban con sus mechones, como destellos; el sol recortó la sombra de su figura contra la madera.

—Ashton me dijo que querías verme.

Pero Josh, nervioso de pronto, negó.

Apostaría lo que fuera a que sus mejillas se habían coloreado de ese rosado que le molestaba, como si se le acumulara el peso en el rostro.

—No es verdad.

Se sentía como un niño otra vez, escondido en el patio de la escuela primaria, evitando a los más grandes que podían robarle sus cosas. Haber crecido no significaba que hubiera ganado la madurez suficiente como para decir en voz alta que tenía miedo.

Sin embargo, Liz, que se cruzó de brazos, de pie frente a él, mantuvo la vista clavada en los nudillos que Josh constantemente se crujía.

Una de las manos de la chica se enfriaba por sujetar la botella de moca helado; no obstante, no traía su magdalena de siempre, por lo que Josh dedujo que la habría dejado en la mesa del comedor con la intención de regresar.

—¿Qué estás dibujando?

Por fin, él rodó sus ojos verdes hacia los de ella. Le picaba la nariz, pero sus lágrimas, al fondo de sus cuencas, habían desaparecido. Estaba sentado a solo un par de escalones de ella, que se había metido entre las gradas para detenerse frente a él.

—Un jardín —confesó.

—¿Puedo verlo?

Y antes de darse cuenta, la chica se había recogido la falda para sentarse un peldaño por debajo de Josh, que giró el cuaderno negro hacia ella. No quería que lo agarrase, pero le faltó valor para exigírselo de vuelta cuando ella lo sujetó entre las manos.

Revisó el grafito de los adoquines, aunque él le sugirió en voz baja no acariciar el lápiz para no mancharse los dedos. Cuando Liz pasó la página hacia atrás, Josh dejó de respirar. La observó analizar sus dibujos, desde las ardillas y los gorriones hasta los retratos en el campo de fútbol y en la cafetería, pero no hizo comentarios ni preguntas, ni siquiera al ver los bocetos de su perfil y su sonrisa, y los lacitos entremetidos en su cabellera.

Tal vez no se reconocía.

—Devuélvemelo, por favor.

Le temblaba el pulso, igual que la voz, pero la muchacha no esperó a que lo repitiera dos veces: le entregó el cuaderno negro y Josh, que ya estaba poniéndose de pie, lo apretó contra su pecho.

—¿Vienes a comer con nosotros? —inquirió Liz, levantándose a su vez, pero Josh negó. Había agarrado su mochila del suelo, nervioso.

—No tengo hambre.

—Estás haciendo esto casi todos los días —le rebatió ella, siguiéndolo por las escalerillas de las gradas—. Ni Tristan ni Luca ni nadie dirá nada de ti, ya lo sabes.

Cansado, Josh se detuvo junto a una de las paredes de colchonetas, cerca de la puerta principal del gimnasio, para jugar con los bordes desgastados de su cuaderno.

Otra vez tenía los ojos llenos de agua.

—Sigo engordando, Liz. No puedo parar.

Liberó un ruidoso suspiro. No esperaba que ella supiera qué decir o hacer, porque ni él mismo sabía ayudarse. Tampoco quería quedarse mucho tiempo allí o terminaría llorando a causa de la frustración, como siempre.

—Parará algún día —la oyó musitar, dando un paso hacia él—. No ganarás peso para siempre.

—No es lo que parece.

—Estoy segura de que tu cuerpo ha entrado en pánico por todo el hambre que le has hecho pasar y ahora no confía en ti —insistió Liz, que se acercó hasta detenerse frente a Josh; él se abrazó con más fuerza a su cuaderno—. Necesita tiempo para acostumbrarse a que lo alimentarás consistentemente. Pero si sigues restringiéndote, no aprenderá a fiarse de ti nunca.

—Es que quiero hacerlo bien —le aseguró—, pero no puedo. No puedo comer si me siento mal, si me están mirando, si no me gusta cómo me veo.

—Pero te ves bien, Josh. Cada día mejor.

Josh suspiró.

La veía aletear las pestañas, atenta a cada uno de sus movimientos y palabras, y como si su mente dejara de ignorar el espacio a su alrededor, de pronto ella era todo lo que existía. Su cabello dorado refulgía; las uñas pintadas de blanco contrastaban con la falda verde y la sudadera gris.

—Da igual, Liz —dijo—. Nunca le he gustado a nadie y está bien, pero es más difícil lidiar con eso si peso más. Antes, al menos, el problema era yo y no mi físico, pero ahora...

—Siempre me ha gustado tu sonrisa —lo cortó ella sin previo aviso; había apoyado una mano en la colchoneta a su izquierda, de pie contra la pared— y tus ojos. Se me hace adorable cuando tus mejillas se ponen rosas por el frío. —Hizo una pausa para humedecerse los labios—. Y... ¿sabes algo más? Me gustaste desde el día que nos conocimos.

Suavemente, Josh torció las comisuras, en un vago intento de sonreír, pero se rindió un segundo antes de conseguirlo. En voz baja, contestó:

—Lo dices para que me sienta mejor, ¿no?

Pero Liz no se rio, ni siquiera con el propósito de aliviar el silencio entre ellos, sino que alzó una mano y, con cuidado, acarició la mejilla de Josh. Lo siguiente que él supo fue que había dejado de mirar su piel para contemplar sus labios y, después de fijar la vista en sus ojos un segundo, lo besó.

Josh cerró los ojos automáticamente, y no se atrevió a abrirlos, igual que aguantó la respiración por si la molestaba. Si Liz hubiera apoyado una mano en su pecho, habría sentido sus latidos desbocados contra la palma.

Pero Josh no la apartó, ni se movió, sino que, congelado, permitió que Liz, de puntillas, sostuviera su rostro entre las manos, tanteando con sus dulces labios la boca de él. Lo besaba con tanta delicadeza que parecía flotar.

Ella tampoco respiraba. Sus dedos vibraban sobre la piel del chico; temía que sus pies fallaran y se tropezara. Pero mantuvo el equilibrio durante un par de largos segundos, hasta que el timbre del final de recreo desmoronó el místico silencio que los envolvía. Fue entonces, cuando Liz se separó de su boca con la misma suavidad con la que se había acercado, que Josh se arrepintió de no haber hecho nada para insinuar que no quería que acabase.

Porque sí quería besarla. Era el primer beso que daba en su vida y no sabía si se repetiría algún día.

—Eso también era para hacerte sentir mejor.

Y Josh le devolvió la sonrisa nerviosa que Liz forzó antes de, en un impulso errático, regresar a las gradas a recoger su botella de café ya frío y salir del gimnasio tan rápido como sus piernas podían caminar.

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