51 | Mejor que yo

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—¿Está Liz?

Aquella se había convertido en la pregunta habitual de Josh cuando pasaba por el condominio de la muchacha. Cada vez que volvía de algún viaje, pasaba primero por un gran almacén para comprar una caja de galletas, o un tarro de helado, y luego se presentaba en casa de Liz.

Su padre ya estaba tan familiarizado con el ruido de su motor que, mientras Josh subía los escalones, lo escuchaba retirar el cerrojo de la puerta. Y con una amplia sonrisa, asomaba la cabeza y hacía la misma pregunta de siempre.

—En su cuarto —respondía su padre.

Era viernes por la noche y Liz, con una gran chaqueta del equipo de fútbol puesta y shorts vaqueros, salió casi trotando de su dormitorio para arrojarse al cuello de Josh.

—¡Pensaba que no nos veríamos hasta el sábado! —exclamó, casi alzando los pies del suelo para colgarse de él.

Se veían tanto como podían, pero no era suficiente.

—Lo siento, no pude evitar hacer una última parada.

La había abrazado por la cintura, pero se separó de ella en cuanto Liz ejerció una leve presión en sus hombros y luego lo revisó desde los jeans desgastados hasta el cabello rubio.

—Te ves guapísimo.

Lo decía en serio, e incluso apretó un poco sus brazos, pero él se rio sin querer y tuvo que bajar la vista para que no lo viera sonrosarse más.

—Es solo de cargar cajas.

Le entregó el tarro de helado de galleta y Liz le preguntó si quería quedarse a cenar pizza con ella, pero Josh negó.

—Mi madre también pidió pizza para cenar y me están esperando —le dijo, aunque la mueca en su rostro delató que hubiera preferido la opción que su novia le presentaba—. Te prometo que la semana que viene pasaremos más tiempo juntos.

Liz se cruzó de brazos.

—Sales otra vez, ¿no?

Con cariño, Josh acarició uno de los mechones rubios de Liz, sosteniéndolo en su mano, aunque las hebras caían de una en una sobre el pecho y hombro de la chica, conforme él deslizaba los dedos.

—Es la primera vez que salgo del Estado.

De camino a los estacionamientos del condominio, le contó que se iría a Dakota del Sur. Ya había anochecido, pero el cielo mantenía ese intenso añil que se cernía sobre ellos; una brisa sacudió el cabello dorado de Liz y la chica se abrazó a sí misma para evitar enfriarse.

Iría a Dakota del Sur. No eran más de cuatro horas, pero a él le vibraba el corazón en el pecho cuando pensaba en las grandes autopistas, con sus señalizaciones verdes y blancas, alejándose de la casa de sus padres.

—No me molesta conducir —explicó Josh; hundidas las manos en los bolsillos, bostezó— ni bajar las cajas. Pero sentarme a hacer cuentas y rellenar tablas de inventario es lo más aburrido del mundo.

Liz sonrió.

—Te irá genial, como siempre.

Allí parado, con el cabello salvajemente revuelto, mientras la miraba a los ojos, Josh memorizó su rostro recortado contra la oscura carretera. Eran unas simples palabras, pero despejaron todas sus dudas: Liz lo quería.

Cuando llegó a casa, su familia ya estaba atacando las pizzas, incluido el pequeño Joe, que junto a su padre, tenía la boca llena de tomate.

Su madre fue la primera en preguntarle cómo le había ido y si quería cenar, y cuando Josh estaba a punto de lavarse las manos por el sudor frío que lo recorría cuando veía la pizza, su teléfono vibró.

—Ahora bajo —le aseguró a su madre.

Ashton lo estaba llamando, y rara vez llamaba o le escribía, por lo que no dudó en descolgar al ver en la pantalla el nombre de su mejor amigo.

No especificó por qué quería hablar con él, ni tampoco Josh preguntó, sino que esperaba que tarde o temprano lo mencionara. Tan solo se interesó por lo que hacía y, cuando Josh le dijo que venía de casa de Liz, Ashton se sorprendió de que siguieran juntos.

—¿Ya lo habéis hecho? —inquirió Ashton.

Josh se rio.

—¿Solo piensas en eso?

—No hay mucho más en lo que pensar.

Pese a que no se interesó por su peso o su relación con la comida, Josh se moría por decirle que creía que había encontrado un balance.

Que era capaz de jugar con su hermano sin que le punzase el pecho, que comía a las nueve de la noche si tenía hambre, que ya no se acababa el paquete de patatas solo porque podía, sino que lo guardaba para más tarde.

Pero Ashton no preguntó.

—¿Vais a romper antes de que ella se vaya a la universidad? —inquirió, y Josh frunció el ceño.

—No creo, ¿o debería hacerlo?

—Minneapolis está a ocho horas en coche.

El rubio se encogió de hombros.

—Pensaba recorrer esa distancia de todas maneras, si ella no puede.

—¿No te da miedo que se enamore de alguien más?

Josh no respondió. Sí le asustaba, porque la universidad no se parecía en nada a la secundaria. Probablemente conocería jugadores de fútbol de verdad y no le faltarían chicos que quisieran invitarla a salir, probablemente más altos y fuertes que él, y sin la mitad de sus inseguridades.

Oyó a Ashton soplar.

—Olvídalo, no quería...

—Si eso pasa —interrumpió Josh—, le pediré que sea honesta. Es mejor terminar si se enamora.

—No, Josh, no creo. Estoy seguro de que te quiere de verdad.

—Tal vez soy yo el que no sabe qué está haciendo —le confesó en voz baja—. Gustarle a Liz no entraba en mis planes.

Aunque siempre había soñado con casarse, no creyó que encontraría a alguien con quién hacer su vida. Quería enfocarse en dibujar, tomar cursos de arte, trabajar conduciendo el tráiler y recorrer todo el país, pero, al final, deseaba construir su propia casa, en mitad del campo en Kentucky, de dos pisos, con un establo y un gallinero, y vivir aislado del mundo, rodeado de lienzos, animales y bosque.

Y Liz soñaba con mudarse a California, viajar a Europa y quizá obtener algún papel en una serie de cable para hacerse un nombre propio.

—No quiero ilusionarla si no tengo idea de a dónde iremos a parar.

—Tampoco puedes saberlo. Solo puedes ser feliz mientras dure.

Pero Josh quería que durase con todo su alma.

—No puedo dejarla ir así de fácil, Ash —admitió—. Es... como si intentara reemplazarte a ti. No es posible. No se encuentran dos personas iguales en esta vida. Y Liz... es mi primera amiga. Mi primera novia. Es tonto, ya lo sé. Pero no soy como tú. No con cualquiera me siento cómodo. Y si puedo hacer que esto con ella dure para siempre, quiero saber cómo.

Un incómodo silencio reinó durante unos segundos y Josh comenzó a morderse el labio hasta arrancarse la piel. No estaba acostumbrado a decirle cómo se sentía respecto a nadie, porque Ashton solía burlarse de él cuando lo veía enamorado, pero en esa ocasión, no hubo bromas ni risas flojas a través del teléfono.

Y Ashton, en lugar de bromear, suspiró profundamente.

—Eres mucho mejor que yo.

Josh curvó una comisura. 

No era sarcasmo.

—¿Puedes repetirlo?

Ashton chasqueó la lengua.

—Hablo en serio, idiota —protestó—. No podría estudiar como tú, ni vivir sin cerveza (¿cómo lo haces?) ni tener solo una novia tanto tiempo. Te lo tomas todo demasiado en serio. Tu recuperación también. Y lo haces porque eres así. Y a lo mejor... te molesto porque yo no puedo.

Había bajado la voz y Josh, confundido, tomó el celular de su cama para comprobar que seguía hablando con Ashton y no se había quedado dormido. No era algo que su mejor amigo le diría, aunque tal vez por teléfono le resultaba más fácil.

Ashton nunca confesaría eso en voz alta.

—¿Estás enfermo?

—Estoy cansado. —Estaba triste, pero no lo diría—. Por eso sueno como un imbécil. —Trató de reírse y no funcionó—. Te echo de menos.

Estaba vacío.

Y por el tono húmedo de su voz, Josh dedujo que había bebido de más, como ya era la costumbre.

Alzó una mano para acariciar el cuello de la sudadera beige que usaba. Por primera vez en varios días, su reflejo no le incomodaba tanto. La mandíbula parecía más definida, no afilada; las ojeras habían desaparecido. Incluso se atrevería a asegurar que su cabello crecía con más fuerza.

Ashton sopló.

—Olvídalo. Sigo mareado del golpe que me diste. Te vas, ¿no?

—Sí. Pero, Ash —lo detuvo Josh antes de que el otro colgara—. Cuídate, ¿vale?

—Tú también.

Hubo un breve silencio y Josh pensó que le diría que lo quería.

Que alguno de los dos lo diría. 

Pero Ashton colgó y Josh, a la orilla de la cama, clavada la vista en la pantalla del celular, se preguntó si debería habérselo dicho él.

Para cuando Josh bajó a la cocina de nuevo, Shelby ya no estaba. Había subido a su habitación a hablar por teléfono, el pequeño Joe se vio obligado a entrar a la bañera y su madre debía de encontrarse preparándole las toallas, porque el único que continuaba en la sala, recogiendo las servilletas, cajas y vasos de la mesa, era su padre.

—¿Quieres?

Cuando su padre le ofreció uno de los cartones donde había juntado los pedazos de pizza, el chico no pudo mover ni un dedo. Repentinamente, sentía las manos y la boca grasientas de aceite; se le aceleraron los latidos.

—No.

"No eres normal. Nunca serás una persona normal."

—¿Cómo te lo pasaste con tu novia?

Josh apretó los labios. Quería llorar, porque bajo la ropa, sentía su cintura gruesa y sus pectorales perder la definición. No tenía pliegue inguinal marcado al bordillo del pantalón de deporte ni abdominales que mostrar. Tal vez, si se enfocaba en la conversación, dejaría de sentirse culpable.

—Bien.

—Es idéntica a tus dibujos.

Un destello de ilusión resplandeció en los ojos de Josh cuando miró a su padre. Se había fijado.

—Es muy bonita —fue todo lo que dijo.

Gustarle a Liz Louissaint, capitana de las animadoras, de cabello de oro, ojos rasgados, nariz perfilada, piel de marfil y muslos contorneados, cual escultura maestra, nunca había cruzado su mente.

—Tienes un viaje largo la semana que viene, ¿verdad?

—A Dakota del Sur.

—¿No acabas muy cansado de conducir?

—No —admitió Josh—. Tengo más energía que antes.

Su padre asintió.

—Sí —concordó—. Tu cuerpo ha sabido repararse. De lo contrario, cualquier esfuerzo te haría sentir que vas a desmayarte.

Aunque el chico no contestó, aflojó poco a poco los puños cerrados, hasta abrirlos. Su padre no tenía ni idea de que muchas veces había estado a punto de desvanecerse por correr en clase de gimnasia o jugando al fútbol en el primer año de Bachillerato. Pero cuando lo mencionó, sin apenas darle importancia, como si pensara en voz alta, Josh se preguntó si tendría razón.

Su aparato digestivo, a pesar de los años de malos tratos, seguía funcionando. Podía ver y caminar. No había sufrido consecuencias en los huesos ni sus dientes se caían. Su corazón había recuperado el ritmo regular y ya no tenía taquicardias inesperadas. Y al darse cuenta de que su cuerpo funcionaba, dejó de quejarse mentalmente de su físico para agradecer esos pequeños milagros.

—¿No vas a cenar? —insistió su padre, volviéndose a él antes de apartar el cartón de la isla de la cocina y limpiarla.

El estómago de Josh rugió. El chico se acercó y tomó un pedazo; como estaba frío, no pensó en la grasa ni el aceite. Ayudó a su padre a limpiar la isla y lavar los vasos, y después este le ofreció la botella de refresco.

Aunque su primer pensamiento tenía que ver con las calorías vacías, Josh no dejó que lo frenara para probarlo.

—Me alegra verte comer —le dijo su padre con sequedad.

Josh hizo una mueca.

—Gracias por no decirlo delante de todo el mundo —respondió de la misma manera.

Detestaba que su padre se fijara en si comía o no. Sabía que no lo hacía con la intención de molestarlo, pero a él le incomodaba.

Lo que no sabía era que su padre recordaba al Josh de catorce años que lloraba porque no quería quitarse la camiseta cuando iban a la playa y que pedía ensalada sin pollo ni aliño en los restaurantes de comida rápida, al de quince que acribillaba a su hermano con preguntas sobre deporte, al de dieciséis que hacía una dieta tras otra en secreto y al de diecisiete que tiraba y regalaba la comida.

Josh recordaba la obsesión como fotografías en blanco y negro de caras vacías y lugares solitarios.

—Lo siento —murmuró de pronto—. Siento haberos preocupado.

Su padre no dijo nada, así que él creyó que no lo había escuchado, pero al fin suspiró.

—Los domingos no trabajas, ¿verdad?

Josh lo miró desconcertado.

—No, ¿por qué?

—¿Quieres ir a correr?

Su padre mordió un pedazo de pizza y Josh, que se preguntó si lo diría en serio, arqueó una ceja.

—Si no me gritas, sí.

Vio a su padre reprimirse para no curvar la comisura derecha.

—No digas tonterías, no voy a gritarle a mi hijo —farfulló—. Iremos a tu ritmo.

Entonces Josh sonrió. Su padre era frío y exigente, excepto con el pequeño Joe, que ya tenía diez años y se llevaba los abrazos y los apodos de cariño. Si Josh no hubiera visto a su padre besar a su madre, habría dicho que no tenía sentimientos.

Por eso, de haber sido el de antes, hubiera preferido quedarse en casa, comiendo a escondidas, mientras su madre hacía la compra, pero su vida ya no giraba en torno a la comida.

Su padre salió de la cocina, pero antes de bajar el pasillo hacia el dormitorio, se volvió una última vez:

—Por cierto, Josh —llamó, y el chico se asomó a la puerta; la alta e imponente figura de su padre, en una de esas ajustadas camisetas verdosas que usaba en el ejército, se recortaba contra la luz del pasillo—, come lo que quieras.

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