Las puertas de enero

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Bienvenidos, ciudadanos al Foro Romano. En nuestras calles se desborda la ciudad que, ignorante de la forma que se proyecta ante el mundo, resulta ser el más divertido de los circos.

Abran paso, no permitan, que las túnicas de seda y fino hilo de los patricios se manchen con lodo. Peor mencionar que los caballos no tienen el menor respeto por los dioses, mucho menos la estación de los mortales. A ustedes, los comunes, plebe sin nombre, con gusto dirigiría unas palabras, pero, ante todo, la amistad se conserva con decencia y sinceridad: al foro sólo le interesan las monedas en su bolsa. ¡Inviertan! ¡Recompensen el esfuerzo de los mercaderes, y tal vez los dioses le concedan parecer más por el precio pagado!

El mercado, el banco y la estación de cambio están llenos a capacidad. Los soldados de la Legión IX  han decidido tirar su salario en las plazas, los burdeles y las tiendas antes de marchar a las tierras salvajes de Britannia. Benditos sean los salvajes, que mantienen al imperio con ojo vigilante y garantizan que nuestros bien amados soldados, consideren la vida corta y digna de celebrarse.

Los templos están igualmente atestados, siempre pasa en el invierno, cuando las noches se hacen más largas y los vientos recios traen olor a salitre hasta el centro de la ciudad.

Si observan con disimulo, verán a una que otra hermandad de solteronas llevando panes dulces al templo de Venus. No importa que tan bien escondan sus ofrendas al fondo de sus canastillos tejidos, el desesperado escote de sus ropas les delata. Horror de horrores, maldición propia de Anteros, llegar a la madura edad de quince sin encontrar un esposo.

Aquellas, que por otro lado han sido recompensadas (tal vez en demasía) por los dioses desde Himeneo hasta la propia Juno, se abren paso con sus enormes panzas a punto de reventar a caminar los jardines del templo de la diosa, dejando ofrendas de cintos de color rosado o azul, para pedir buena estrella a las vidas que habitan en sus vientres.

Terneros a Zeus, la sangre y la carne en sacrificio humeante, libaciones al Tíber, dios y río cuyas aguas dotan a la urbe de vida y muerte. Piedras preciadas a Hermes quien, por casualidades y humor del variado panteón, es patrón tanto de mercaderes como de ladrones. ¡Por favor, a nadie comente, que esas telas finas que han llegado de la costa de África, de verdad traen la estampa de las aduanas de entrada... es solo que, a veces las tintas andan aguadas!

¿Y quién somos? Esa es la pregunta, ilustre ciudadano. Antes que nada, gracias por prestar su oído. Somos los sacerdotes del templo de Janus y guardamos las Puertas de Enero. Nuestras son las salidas y las entradas, los tiempos de paz y de guerra, las tiradas de monedas al aire y todo aquello que exija pensarse dos veces.

Nuestro templo no es nada de ostentoso, ese no es nuestro jue... llamado. Somos no más que un nicho junto a los templos antiguos de piedra negra, un hueco en la pared, menos que un efímero pensamiento en las mentes de los asistentes al foro. Una oferta de buena mercancía, un político elocuente, una cara bonita y probablemente olvidarán mirar a nuestras puertas, siempre abiertas.

Nuestras ofrendas no son abundantes, pero como los mendigos no son dados a escoger, donde otros sacerdotes encuentran palabras poéticas y acciones heroicas para ganar adeptos, nuestro secreto es no hacer o decir nada. Tenemos, sin embargo, el particular talento de escurrirnos entre las gentes y aguardar con paciencia el final de los servicios del día. Siempre hay algo para los pacientes: retazos de telas de colores para remendar nuestros atuendos, un pedazo de carne ahumada sobrante del sacrificio, una copa de vino dulce entre tantas dejadas en honor al río; después de todo, una ebria deidad puede premiar a la ciudad con una crecida de aguas y eso no es nada conveniente.

Con paciencia, ayuda del vino y una que otra palabrita, de vez en cuando se logra ablandar el corazón de una virgen endurecida y acaba uno comiendo el dulce pan de Venus sin necesidad de la aburrida plegaria. Todo es paciencia y cuestión de saber acomodar las palabras. Si algo nuestro dios nos ha enseñado es que la complejidad del universo se divide en dos palabras: Si o NO, tan sencillo como eso.

Ahora disculpe, mi buen ciudadano, que creo que alguien toca a las puertas de mi templo y hoy estoy de turno para escuchar confesiones... ¿Cómo? ¿Qué? Pero, que está pensando usted acusarme de farsante con este devoto, le aseguro que nada recordará una vez despierte. Ese pedazo de pan que ha estado comiendo por la última media hora esta amasado con una medida de acanto y belladona. Cuando despierte de ese mareo que está sufriendo ahora, me agradecerá que lo he acomodado aquí a la sombra de este árbol. Mire, que tiene usted cara de tener algo de sátiro en su sangre... si se concentra en lugar de pelear contra el efecto, le aseguro que se levantará con la sensación de haber fornicado en los Campos Elíseos con una de esas ninfas que hacen honor a su nombre. Que no se diga que no hice algo bueno por usted, ciudadano...

***

El sacerdote limpió las migajas de sus ropas y como lo prometido es deuda, acomodó al ciudadano al pie del almendro, junto a la fuente. A los ojos de todos sería un borracho más, haciendo un espectáculo público de sus padecimientos privados en el foro.

El hombre sonrió para sí mismo, una vez al año se le obligaba confesarse, pero para aquellos cuya vida era una empresa dedicada al cinismo, el escoger un infeliz al cual decirle el secreto mejor guardado entre los dioses era su actividad preferida, temporada tras temporada. Llegado hasta la puerta, tras de escuchar el sonido de la insistente campana, se sorprendió de encontrar a un soldado.

El soldado llevaba tatuada la insignia del estandarte de la legión de IX, triunfante sobre Hispania y exaltada a la fama por César, cuando se bastó con ella para arrasar Galia. Por otro, la espada corta y el laurel que juraba fidelidad al pueblo, representado en el senado. El sacerdote desapareció la sonrisa de su rostro, joven o no, un soldado no era asunto de juego.

— ¿En qué puedo ser de servicio honroso combatiente? ¿Viene usted con intención de ofrecer libación y sacrificio al dios de las dos caras?

El sacerdote no sabía que hacer. La armada por lo general siempre se congregaba en los templos de Marte, dios de la guerra o en el caso de la novena, a pesar de ser tan notoria en asuntos bélicos, Cesar les consagró a Venus y más de uno hacia ofrendas a la diosa del amor antes de una incursión. El soldado no parecía estar perdido, solo fuera de lugar. Entró al templo, su mirada fija en los laureles esculpidos desde la puerta hasta el altar.

El templo era tan pequeño -o tal vez el hombre tan alto- que alcanzó a trazar con sus dedos el contorno de las hojas, frágiles hojas que hablaban de victorias pasadas y victorias por venir. El templo de Janus, por costumbre permanecía abierto en tiempos de guerra y cerrado en tiempos de paz, pero era de todos sober que la Pax Romana se sostenía a fuerza bruta y las puertas permanecían desde hace siglos abiertas. El hierro cansado y ensangrentado por el toque de la herrumbre se negaba a cerrar.

—Vengo a ofrecer libación y ofrenda. Vino, pan y moneda — contestó de manera sobria.

Era apenas un muchacho. De haber escogido otra vida, de tener otra suerte, su rostro irradiaría juventud. A pesar de su constitución fuerte, había algo de dejadez en su mirada, su rostro indudablemente se había endurecido con las batallas, sus brazos mostraban las cortaduras recibidas en el campo, cada una un testimonio silente a la resistencia de la más eficiente máquina de guerra jamás concebida.

—Por supuesto, pero... ¿Por qué no sacrificar a Marte, en su templo rojo, o buscar el favor de la Venerada? El dios de rojo nunca está conforme sin sacrificio y la diosa, bueno, digamos que he visto a más de uno caer bajo su furia y sus celos y sufrir enfermedad de amor. No necesariamente esa que hace llorar al corazón, pero aquella que provoca el peor de los ardores en la orina y hace ciertas cosas inservibles antes de su tiempo...

El sacerdote, a pesar de ser pillo y cínico por naturaleza, aún tenía una onza de respeto, dedicada a aquellos que impunemente podían destrozarle el cráneo. Le sería mucho más fácil deshacerse del hombre que atenderlo en las puertas y ofrecerle un mal consejo.

—Porque he tenido una epifanía en suelo Galo, y me temo volver a tenerla en Britannia. He visto a tu dios, profeta, cara a cara en el campo.

El sacerdote guardó silencio. Janus no era dios de las batallas, su reino era simplemente el de las posibilidades. Ni siquiera sus sacerdotes lo tomaban en serio. Todas las suplicas eran contestadas con un puede que sí, puede que no. Pero, ¿quién era para negar a un creyente?

— ¿Le ha visto usted mi buen soldado? ¿Y cómo se ha revelado mi Señor, si no le importa contar?

—Le he visto en la sangre que brotaba de la herida de mi compañero, sus dedos recibieron el fluir de su cuerpo como otros reciben vino. Fue una estocada de suerte de manos de un galo moribundo quien con su último aliento logró acertar el filo de una lanza entre el amarre del casco y el pecherín de mi amigo. Yo rematé al bárbaro, cercenando su cabeza y luego con ambas manos traté de controlar el sangrado de mi compañero, ante la vista de tu dios, sus ojos serenos fijos en mis manos tocadas de sangre, su respiración marcando el paso de la vida que se desparramaba sin sentido desde el cuello de mi hermano hasta mojar el suelo. Allí se quedó, observando como quien se fascina con un fresco, hasta que entregó su espíritu. Luego, como quien hace una caridad, lanzó una moneda para pagar su viaje; plata para pagar por una vida, frio metal por rojo de sangre. Marcus, su nombre era Marcus y fue como mi hermano desde la infancia...

El sacerdote hizo lo propio, la sobriedad del momento le llamaba a interceder y convertirse en el portavoz del designio de los dioses.

—Estas cosas suceden, terribles son, pero han de esperarse. La vida de un soldado se compromete con la violencia para que los débiles puedan descan... — El soldado prestó poca atención a las palabras del sacerdote, mas bien continuó con su testimonio.

—Lo vi por segunda vez, cuando la lluvia inmisericorde y sostenida provocó que cediera el terreno a nuestros pies, lanzándonos al más oscuro de los abismos.  Luchamos, brazo a brazo, latido por latido de nuestros ansiosos corazones, mientras el dios de las dos caras observaba quien surgía de entre el lodo para tomar una bocanada de preciado aire y quien moría en las entrañas de la tierra.

Esto no tiene nada de buen augurio — pensó el sacerdote mientras deshilaba nervioso las puntadas en su atuendo mal concebido. En su mente se veía sacrificado en su propio altar, tributo de un soldado enojado con la vida y desafiante de los dioses, pero el hombre de armas tenía algo diferente en mente.

—Verá usted, sacerdote, este dios casi olvidado me enseñó la mejor de las lecciones. — El soldado se volteó para mirarle. El velo de dejadez de sus ojos se había levantado y en su lugar se observaba claridad, y una particular paz en el marrón de sus pupilas—. No les importamos nada a los dioses. Ellos solo observan que hemos de hacer los mortales.  Si habremos de rendirnos o dar la batalla. Si estamos dispuestos a escuchar el no de nuestras circunstancias o si, desafiantes, nos atrevemos a arrancarle un sí de las manos al destino.

El sacerdote al fin encontró como sonreír,  tranquilo al pensar que por esa puerta había entrado un verdadero devoto.

Por todas las nieblas del Hades, ni siquiera él mismo lo hubiese podido explicar mejor cuando aún era un novicio y fiel creyente. Por primera vez en años sintió un peso levantarse de sus hombros. Encontró, sin tener que pasar penurias, un alma afín, otro alegre iluminado, quien compartía con él, el más grande de los misterios.

Invitó al soldado a encender las velas al pie del busto de mármol. El tembloroso anaranjado de la llama iluminó las caras del dios de la ambigüedad y las sombras dibujaron en sus labios una sonrisa que los escultores habían olvidado regalarle.

La última de las noches de diciembre se acercaba a su final  y pronto comenzaría el mes de Janus. Al toque de las doce,  el dios, en un ritual eclipsado por otras celebraciones, se levantaría de su reposo para abrir las puertas del año, congelando el pasado en el tiempo y marcando las vías al futuro. Caminos vacíos, encrucijadas sin marca, destinos inciertos para ser descubiertos por los mortales.

— Y dígame usted,  mi buen soldado... ¿A qué beberemos? — dijo mientras vaciaba el odre de vino en unas burdas copas y repartía el pan en platos de madera.

— Por los compañeros de batallas, por aquellos que luchan a mi lado, a los que mantengo vivos con la destreza de mi mano en la empuñadura de una espada... y por los que han muerto y de seguro morirán protegiendo mis espaldas.

— Brindemos — añadió el sacerdote —, por las posibilidades que se hacen nuevas cada mañana. Por jamás dejar de sentir sed, o hambre, o frío, porque tales cosas nos recuerdan que sólo somos mortales y el tiempo nos es preciado.

Y así se la pasaron, de trago en trago, de bocado en bocado, contando las horas, hijas de Saturno, que continuaban su avance hasta la media noche. Y allí con la luna alta en el cielo, sintieron ese terrible y sublime momento donde todo se detiene sólo para comenzar de nuevo.

El amanecer encontró al sacerdote atareado, buscando adeptos, personas de igual sentir que quisieran experimentar a fondo la ironía y el cruel humor de los dioses. Cerca del mediodía,  la legión marchó bajo las órdenes de su comandante y el sacerdote se abrió paso entre la multitud para saludar efusivamente al joven soldado quien, a pesar de haber compartido libaciones y secretos, jamás le ofreció su nombre. El joven, honrando su uniforme, no despegó su vista de la  marcha, solo el más leve movimiento de cabeza le indicó al  sacerdote que el soldado reconocía su presencia.

Y así desapareció en el horizonte, camino a Britannia, dispuesto a reírse de los dictámenes de los dioses junto con sus camaradas. Sabiendo, por seguro, que hay solo un dios, la posibilidad y cada enero, abre sus puertas.

Feliz Año Nuevo.

-Lynn S.

Esta se la dedico a WattpadMitologiaES se me hace que en tiempos pasados, para estas fechas, los dioses andaban  en extremo ocupados.

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