Ofrendas

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Noche de Samhain
En las inmediaciones de la colina de Tara
Irlanda, Año 130 DC

La última noche de verano se asomaba. El sol recién se escondía tras la colina de Tara, rociando el verde de la hierba con agonizantes toques dorados. Los residentes de la villa de Tamhair sabían que el festival pronto daría comienzo.

Temprano en la tarde, los pastores habían reunido el ganado, llegando a casa junto con las bestias después de largas estadías en los pastizales. Guiaban sus pasos con canciones, mientras uno que otro sabueso se asomaba entre las vacas para asustarlas de vuelta al sendero.

Al llegar, los animales escogidos serían degollados y asignados de acuerdo a la costumbre: carne para los hombres, sangre para los dioses. Los cortes se salaban y ahumaban para garantizar comida durante el azote del invierno. La sangre se esparcía, todavía humeante con vida en las raíces de los árboles de roble, fresno y acacia plantados desde tiempos inmemoriales por los primeros habitantes de la villa en honor al Trísquele. Uno por protección de madre, otro por eterna belleza de doncella y el último para aplacar la furia de la hechicera. Unidos, representaban la triple diosa.

Los troncos se pintaban en ese viscoso rojo, lo suficiente como para durar los meses de alargada oscuridad sobre la tierra. La primavera les descubriría con colores gastados y ausentes del olor a herrumbre; agotados después de meses de esfuerzo de procurar la supervivencia de los mortales.

Era lo justo, darles una última ofrenda, después de todo, esa noche necesitaría más que nunca protección divina. Terminaban los días de Luz y comenzaban los días de Sombra.

El pueblo estaba llamado a ofrecer esa noche a Samhaim, desde que la primera estrella se asomara en el horizonte hasta el rayar del alba. Era un periodo de introspección, donde las fogatas encendidas durante la noche hablaban de historias olvidadas y cada crujir de la madera doblegándose ante las llamas, cubría los pasos de algo o alguien vagando en la oscuridad.

Los escogidos a presentar ofrendas salían a los campos abiertos, con rostros cubiertos por máscaras de madera pulida o fino cuero; sus facciones ocultas del hambre y la lujuria de los dioses nocturnos. Cumplían con su trabajo. En una mano llevaban antorchas hechas de calabacines verdes las cuales, al final de su jornada, dejarían a la orilla del camino. Sobre su hombro izquierdo, cargaban un saco de jugosas manzanas rojas pulidas al punto de resplandecer en la tenue luz. Ambas se presentaban como ofrendas para los muertos. El fruto, para calmar su hambre, las lámparas para volver a delinear con toda certeza el camino de vuelta a ese lugar que divide lo visible de lo invisible.

Ya para cuando su labor se vio terminada, el verano parecía haber desaparecido y la noche comenzaba a cuajarse en gotas frías de rocío que se posaban sobre la hierba. De acuerdo a la costumbre, no volvieron a sus casas. Se refugiaron en la posada a las afueras de Tamhair; un establecimiento sin nombre de burdas paredes de roca y barro endurecido cubiertas por un techo a dos aguas de alquitrán revestido con paja. El lugar de reunión tenía una función limitada: calmar la sed de los vecinos y evitar que extraños se acercaran al pequeño pueblo, ofreciéndoles techo y algo que pasaba por estofado una vez estuviesen ebrios en vino barato.

La noche de Samhain, sin embargo, la hospedería se convertía en un punto de convergencia, un templo transitorio, cuya cualidad etérea desaparecería con los primeros asomos de la mañana. Lo que transformaba el recinto en algo sagrado no eran las libaciones (el vino seguía siendo igual de agrio y la sidra extremadamente dulce) o las exequias a los caídos (hombres superando sus miedos, se agarraban más de la camaradería que ofrece un corazón latente). Las que transformaban esas cuatro paredes en un recinto sacro eran, sin lugar a dudas, las historias.

Tradicionalmente surgían en un principio tímidas; producto de alguna ocurrencia mundana o evento del día. El advenimiento de la oscuridad las iba haciendo más detalladas, extensas y tocadas de fe. Las palabras, de manera instintiva, se convertían en devociones, los tragos en el puente entre lo humano y lo divino y los recuerdos en réquiems a los muertos. Esa noche sin embargo, los asignados a presentar la ofrenda parecían carecer de tiempo o ganas. Comenzaron a beber antes de cumplir con sus deberes, aprovechando que por cortesía, la noche del festival la cerveza fluía gratuita.

El posadero escuchaba con atención las palabras pesadas y llenas de mosto que se elevaban desde las mesas. Sacerdote del altar de la ebriedad, su trabajo consistía en mantener las copas llenas y el estofado cociéndose en el hueco de la chimenea mientras llegaba la hora.

Dermot Finneghan, quien había atendido el festival desde sus años jóvenes, ahora un viejo cegado por azules cataratas, estaba sentado en una mesa solitaria en la esquina opuesta a la algarabía. Ya varias veces había llamado la atención a Bradon el posadero, sobre el desbordar de palabras soeces y faltas de sentido común cuando apenas la noche comenzaba. El viejo se sentía en libertad de hacerlo, conoció al padre de Bradon y una que otra vez, cuando el posadero viajaba fuera de la villa o simplemente renegaba de sus obligaciones como padre, Dermot y su esposa Adyna cuidaban de Candanee, su pequeña hija. Año tras año, y aunque ya incapaz de pagar tributos en campo abierto, el anciano aparecía en la taberna, con el fin de honrar a dioses y recordar ese círculo de amigos y fieles ya rendidos ante la muerte.

—Son hombres Dermot, y han estado por meses solos en esos campos abandonados por los dioses con vacas y ovejas por compañía. Bien portados están, y si por mí fuera, traería hasta un par de buenas hembras las cuales ayudaran a dar rienda suelta a los instintos y de esa manera, la mañana me encontraría más entrado en ganacia.

—¡Te desconozco Bradon! ¡Que tu apego a la moneda no te haga olvidar lo que implica esta noche! Hay una razón para que estos hombres permanezcan aquí, entre estas paredes sin llegarse aún a sus casas. Solo los dioses saben qué o quién pudo haberles seguido el rastro desde el campo.

El viejo no resentía el peso de sus palabras. Desde la caída del sol estuvo escuchando a los escogidos para ofrecer la ofrenda y su mueca de hastío ya se hacía evidente en su solemne rostro. A su juicio no eran aptos. Con los intentos de infiltración romana desde Britania, algunas de las costumbres antes consideradas sagradas se estaban perdiendo a pasos agigantados. Las emergentes generaciones mezclaban sus ritos con aquellos dedicados a Pomona y las devociones se hacían cada vez más erradas. Le era frustrante atestiguar tal desprestigio.

Del otro lado del establecimiento alguien pidió un tarro de cerveza oscura.

—Candanee, hazte útil y lleva esa cerveza a la mesa- Bradon vociferó a su hija. Tal era el desdén y el desamor en su voz que conmovió al viejo a alejarse de sus cavilaciones. La chiquilla tenía si acaso unos siete años. Se movía por la taberna con la velocidad de un ratoncillo y de manera igualmente imperceptible, haciéndose visible solo cuando su padre lo requería. El contenedor de la bebida espesa y amarga quedaba muy alto, por lo que alcanzó un taburete de madera y llegando a la altura deseada. Vertió con una destreza inesperada para alguien de tan corta edad y de manera eficiente se presentó en la mesa. El silencio ante la presencia de la pequeña, provocó que Dermot se esforzara por hacer sentir su presencia, podía sentir, si tal cosa se prestara a describirse de tal manera, las miradas ladinas de uno que otro carente de moral siguiendo los pasos de la niña.

El hombre que ordenó la bebida pasó su mano sobre la corona de la cabeza de la muchachita. El despeluzar ese cabello color de la castaña era una forma de mostrar agradecimiento por el pronto servicio. Más que eso, para deleite de la chica, el hombre hurgó en su bolsillo y produjo una moneda cobriza. La pequeña estiró la mano para recibir su recompensa dejando ver varios moretones que complementaban el contorno de sus delgados brazos. Uno de los presentes apretó los labios, en el intento de no delatar el extraño placer que las marcas de violencia le provocaban. El desapego de Brandon hacia su hija era notable; era un asunto que no se guardaba en silencio entre las paredes de su casa, ya eran participes hasta los extraños. El hombre que ofreció la moneda miró a la niña con desapruebo, como si en manos de la criatura estuviese esconder la conducta detestable de su padre.

—Si te regalo esta moneda... ¿qué harás con ella? - preguntó el cliente levantando la recompensa y obligándole a seguirle con la mirada.

—Pues compartirla con Dermot— contestó la chica sin vacilar, mientras saltaba como un perrillo para tratar de alcanzar la propina. El tipo volvió a meter la moneda en su bolsillo, regalándole una desilusión.

— ¡Niña tarada; ni para ti ni para el vejestorio aguafiestas!— Prontamente se unieron en una carcajada los presentes mientras Candanee, herida en su orgullo se retiró a su esquina designada. A Bradon le hizo mucha gracia la ocurrencia y aprovechando la ceguera del amigo de la familia, compartió una sonrisa de complicidad con el ebrio ofensivo, mientras que su voz, aparentando seriedad anunciaba:

—Vamos animales, a ver si recuperan la cordura. Dermot me ha dicho que hemos perdido el camino esta noche y merecemos oír una buena historia para poner nuestras cabezas de nuevo en orden. Apúrate hombre— dijo refiriéndose al ciego— busca algo en tu repertorio e ilústranos. Mientras, para hacer el asunto más pasable, otra una ronda gratis a todos.

Los vítores hicieron rugir el recinto. Mientras que el anciano, ignorante de ser víctima de las burlas del posadero desconsiderado, se levantó para comenzar su relato. El peso de los años y la ausencia de vista no restaban a su presencia. Dermot Finneghan era una mole de hombre a cuya sombra, incluso Bradon palidecía. Con una altura considerable, el exceso de peso que alcanzó con la edad e inactividad provocada por su limitación física, en lugar de hacerle ver debilitado, le daba un aspecto macizo. Su barba completamente emblanquecida crecía abundante cubriendo desde un poco más abajo del pómulo hasta la base del cuello. Su voz era su cualidad más engañosa. Cuando comenzaba a narrar, de cerrar los ojos, sus interpelados pensarían se trataba de un hombre joven. Las historias le regresaban el gusto por la vida. Estaba a punto de comenzar cuando se abrió la puerta de la taberna.

Un mozalbete, de algunos veinte años hizo su entrada. Se resguardaba del frío ajustando su capucha, la cual, siendo de un borgoña intenso, acentuaba la palidez de su piel y el oscuro de su cabello y sus ojos. Marcado sobre la suave fábrica de su capa, se realzaba en pintura azul el sello de la casa de Riondall, lo que le identificaba como emisario de los caudillos que gobernaban el norte. Para ese entones los reinos del Norte de Britania, las Tierras Altas y los caudillos del Este de Éirie se habían probado en batalla contra las huestes romanas una y otra vez hasta provocar que el imperio más poderoso del mundo conocido detuviera su marcha y levantara una muralla para dividir a los pueblos celtas de los intereses de Roma. El corazón del viejo latió con regocijo pensando que un probado devoto a Samhain les acompañaba esa noche.

—Disculpen— el recién llegado presintió haber interrumpido algo importante—. Me dirijo al sur, a Faolain, con una encomienda. Está tan cerca la hora y no es conveniente andar al descubierto.

El joven estaba en lo cierto. Afuera, el viento estaba tomando fuerza, despejando las nubes y dejando tras de sí un sonido ahogado que imitaba un quejido. La luna se acercaba al zenit, marcando el paso a la media noche y los espíritus, tanto los amables como los malvados comenzarían sus rondas siguiendo el orbe de plata en su viaje al este.

—Sea bienvenido. Este es un lugar amante de las buenas costumbres— respondió el anciano acomodando su rostro hacia el lugar de donde provenía la voz.

—Claro, viajero—añadió Bradon, adivinando que la bolsa de terciopelo ceñida al ancho cinturón de cuero aceitado del joven debía estar colmada de piezas de oro, dignas del estandarte en su manga-. Sírvase de tomar asiento, aquí el viejo estaba a punto de contar una historia. Candanee lo atiende mientras Dermot hace lo suyo.

La niña, como impulsada por un resorte se dirigió al caballero recién llegado. Le sirvió pan oscuro, queso de leche de cabra con infusión de miel y algo de vino tinto. El joven se sorprendió de que el tabernero pidiera un pago por sus servicios, pues la hospitalidad establecía no hacer recargos. Pero era comprensible, él era extranjero y las costumbres variaban de acuerdo a la calidad de las devociones. Pagó con una pieza de plata la cual Bradon acomodó en su bolsillo sin tan siquiera pretender ofrecer el merecido cambio. Tras haber sido prácticamente robado dos veces por el descarado tabernero, el joven hizo un espacio en el taburete para Candanee, considerando la naturaleza gentil de su pequeña sirviente, quien parecía avergonzada por todo el asunto y se aprestaron a escuchar la historia. El viejo comenzó.

—Por largos años los habitantes de Éirie hemos vivido en armonía con nosotros mismos y la naturaleza. Fue una lección aprendida del sobrevivir una guerra que atormentó incontables generaciones. Tanto así, que las leyendas cantan que el verde insistente de nuestros campos, ese esmeralda que se extiende de un lado a otro de la costa y que sobrevive hasta el más cruento de los inviernos, no cede ni se desvanece por ser testimonio a la sangre derramada. Las bajas fueron muchas y la victoria dulce, pues nuestra guerra no fue contra ejércitos de hombres. En este plano y al pie de la colina de Tara, los hijos de Thuata de Dannan, padres de los primeros hombres, vencieron a razón de hierro a los hijos de Fae...

El hombre seguía hablando con una voz grave. Uno que otro borracho interrumpía el relato con un eructo o alguna otra emisión corporal que provocaba una risotada, pero eso no parecía detener al anciano quien contaba la leyenda como si de ello dependiera que el sol saliera al amanecer. El joven heraldo parecía estar prendado de las palabras de Dermot, solo interrumpía la narración con un comentario por lo bajo, para asegurarse de que su pequeña acompañante en la mesa estaba entendiendo lo que escuchaban sus oídos.

—¿Te asustan los Aos Sidhe?— requirió saber de Candanee mientras le dejaba probar un dulce de pasta de anís que sacó de su bolso. La niña miró la confección con ojos golosos y echo el dulce a su boca sin pensarlo dos veces. El sabor a licor azucarado invadió sus sentidos. La pasta era algo gomosa y se pegó al cielo de su boca y entre sus dientes, pero aun así se las arregló para contestar.

—Solo un poco. El viejo Dermot siempre les deja ofrendas. Leche, crema y miel y el primer pan en salir del horno. Mi padre no lo cree necesario. Dice que no existen, que ya está bueno con los nuevos dioses de Roma y los dioses del huerto que nos atonormentan.— Su respuesta cándida y la imposibilidad de poder pronunciar correctamente "atormentan" hizo que el joven esbozara una sonrisa antes de continuar escuchando el relato.

—En noches como esta— continuó Dermot del otro lado- donde las sombras pretenden hacer presos a los mortales, debemos agradecer a las Morrigan, esas Tres que Esperan, el haber dado a las tribus de Dannan el secreto del hierro. Sin su intervención de calidad divina, seríamos presos de la voluntad de las hadas oscuras, cuyas exigencias se pagan con sangre.

—¡Por todos los demonios!— Interrumpió uno de los presentes—.Se ha acabado la cerveza y con eso se acaba el tiempo. Total, yo les termino la historia sin tanta pompa. Una de las Morrigan no me importa cual, le entregó sus buenas carnes al rey Dagda y para que este le guardara el secretito, ella le dijo como eliminar sus enemigos.

Sus carcajadas depravadas fueron en aumento, mientras que, tras ponerse en pie, tomó el tarro de cuerno pulido que le servía para contener su bebida y poniéndola en frente a su bragadura, imitaba asaltar de forma indecorosa el vaso con energéticas embestidas.

Un coro de risotadas y golpes sobre la mesa dieron por terminado el relato. Dermot hizo una mueca que se perdió entre el desapruebo y la desilusión y dejó caer el peso de su cuerpo sobre la silla.

Un chasquido de dedos y el resonar de un tarro contra la mesa anunciaron que el joven de las tierras del norte no había quedado satisfecho.

—¿Así termina la historia? ¿O es que necesitan algo que les motive a continuar? ¿Oro será acaso suficiente?— El joven abrió la bolsa de terciopelo y extrajo de ella un puñado de monedas. Uno tras otro, obsequió a los presentes una pieza de oro, incentivo para comprar la atención de sus oídos y el despertar de sus sentidos. Incrédulos en un principio, varios de los hombres mordieron las piezas para asegurarse de la calidad del metal. Satisfechos, guardaron su oro, soñando lo que harían con él al llegar la mañana.

Para cuando el benefactor llegó hasta Dermot, el viejo pidió tocar el rostro de quien prometió hacerle rico en una noche. El caballero develó su capucha. Aquellos dotados de vista apreciaron unas facciones finas y estilizadas, de una gracia casi femenina. Unos ojos oscuros parecían absorber la luz de las velas, dando la impresión de que en sus pupilas estaban contenidas las estrellas. Sus labios eran rosados y delgados, pero algo en su expresión daba indicios de crueldad tras su sonrisa. Dermot, al tocarle pudo sentir los pómulos altos y definidos el cabello suave impregnado con olor a siempre verde  y un pulso extraño, como un segundo corazón que agitado, latía redoblando el esfuerzo de la arteria que corría por su cuello. Las manos del viejo temblaron al descubrir ese rostro y su voz, por primera vez, pareció llevar el peso de sus años.

—Con todo respeto, milord. El oro que ofreces no se compara al tesoro de tu presencia. Te ruego, si encuentras en tu corazón concederme tal honor, que me permitas terminar la historia. - Sus manos aún estaban posadas a los lados del rostro del hombre de cabello oscuro, así que pudo sentir la negativa en el movimiento de cabeza del joven, sin necesidad de que este emitiera palabras.

Bradon volteó la mirada y bufó frustrado. El visitante adivinó que el tabernero encontraba ridículo el declinar de Dermot, por lo que tomando la moneda destinada al anciano, la puso en manos del dueño de la posada, junto con lo que restaba de oro en su morral de terciopelo.

—Este es el pago a tu silencio, y a lo que he de llevar conmigo esta noche.

Sin más mediar, continuó la historia que los hombres interrumpieron.

—El esfuerzo de las Morrigan a favor de la humanidad fue sin duda encomiable. Los hijos de Fae, las hadas que por siglos atormentaron a los humanos fueron enviadas al otro plano. Los dioses fueron tan severos en su designio que no tomaron en cuenta una que otra disposición benigna entre los Sidhe, condenando a facciones que por siglos se mantuvieron distantes a tolerarse en compañía. Las tierras de Aval fueron divididas y repartidas entre los altares de Sombras hasta que, en manos de aquellos que una vez rigieron la tierra solo quedó un espacio. Habitan en este lugar, forjando con magia el pálido reflejo de aquello que a todos ustedes rodea y no valoran. Se dice que en las tierras de Aval las rosas tienen mil matices pero son carentes de olor, y sus espinas no hieren. ¿Se han preguntado a veces si los hijos de Fae no preferirían el dolor de una espina a la ilusión de una rosa? El día en que fueron empujados a vivir fuera de este mundo, perdieron no solo su poder; perdieron su alma. En noches como esta, están obligados a vagar junto con los espíritus, buscando ese elemento que dejaron atrás...

Todos recordaron las historias que escuchaban de niños, cuando sus padres, ansiosos por verles cerrar los ojos les advertían que debían dormir. Los Sidhe vendrían por sus almas para así pagar la ofrenda adeudada a los dioses ocultos en las sombras. Fue entonces que el viento arreció, arremetiendo desde la falda de la colina, batiéndose contra de la posada. La lluvia no se hizo esperar, regó el campo en violencia líquida cegando las luces de las calabazas. Ante el fulgor de un relámpago, pareció esparcirse roja por el espacio de un abrir y cerrar de ojos. Los espíritus, confusos y negados de alimento y camino por la furia del viento y las aguas, gritaban desgarrados de dolor uniéndose al caos. La ahora del aquelarre estaba sobre ellos y la historia no apaciguó a los espectros, pues no era narrada por un hombre de carne decadente y roja sangre.

Los presentes en la taberna, seis sentados a la mesa, lamentaron haber dejado sus armas en la entrada. Uno de ellos corrió hacia la puerta, tambaleándose. Con cada paso intentaba espantar su borrachera. Una sola estocada de hierro culminaría con la vida del narrador que les amenazaba, pues seguramente se trataba de un Sidhe.

Al abrir la puerta nada encontró, excepto a Candanee quien, en algún momento entre la interrupción del relato de Dermot y el toque de la medianoche, se escurrió fuera del recinto para tirar las dagas y espadas cortas al fondo de un pozo.

—¡Maldita muchacha! ¡No sabes lo que has hecho!

Trató de atraparla, pero la chiquilla volvió a esquivarle y corrió para tomar la mano del joven de cabellos oscuros, el único quien le había mostrado algo de caridad esa noche. El borracho, viéndose afuera trató de escapar, pero no le quedó más remedio que volver al encierro de la posada. No bien dio un par de pasos afuera, la noche se estremeció con aullidos infernales que provenían de la franja boscosa que se levantaba a la orilla del camino.

Los muertos de la villa, incapaces de encontrar el sendero de vuelta al mundo espiritual, volvieron a aferrarse a sus restos mortales. Ahora se arrastraban sobre sus piernas, animados por una magia antigua y tocada por maledicencia. Formaban un cerco, cerrándose sobre la posada. Un  olor fétido se coló por la puerta, recordando a los presentes que apenas dos dedos de anchura en un marco de madera les separaban de una pesadilla. Formas podían divisarse entre el tablado, haciéndose más evidentes con cada paso.

La piel de esos cadáveres era una colección de piezas mal concebidas, desde el verde carcomido de gusano hasta el amarillo rendido ante el sol de verano, ese que se pega al hueso en lugar de corromperse. Ojos, algunos hundidos en sus cauces, otros simplemente ausentes; humor vítreo esparciéndose por las cuencas como pesadas y pútridas lágrimas, se concentraban en él con ansias homicidas.

El instinto le hizo correr despavorido y cerrar las puertas tras de sí, gritando aterrorizado.

—Pensé que había comprado su atención y su silencio con mi oro, pero ya lo dijo el viejo Dermot. Los que hoy se allegaron a estas cuatro paredes carecen de intenciones y respeto. Confórmense con saber que al menos su villa está exenta. Hoy tendrán la oportunidad de morir como héroes.

El joven ya no necesitaba cubrirse con un disfraz mortal. La media noche descubrió su verdadera naturaleza. Sus facciones se afianzaron. El rostro que escondía bajo su máscara no era desagradable, pero poseía una de esas bellezas salvajes que inspiran temor. Su cabello, largo y lacio no era rubio, era áureo; producto de fibras de metal animado que parecía moverse en voluntariosas ondas al caer sobre sus hombros. Orejas puntiagudas e incisivos levemente alargados completaban facciones que hacían imposible la idea de humanidad. Ojos de igual tonalidad que su cabello, observaban con un grado de apatía el triste cuadro humano que se presentaba delante de él. Los Sidhe odian los ruegos y no tienen paciencia para las lágrimas.

—Debieron haber escuchado al viejo. Una simple historia pudo salvar sus vidas, pero les fue preferible olvidar las razones de esta noche. Dermot bien lo sabe. Anda buen hombre—dijo, dirigiéndose al anciano a quien le regaló una sonrisa complaciente que Dermot pudo presentir en el afecto con que profirió las palabras—.Con la seguridad de que vas a sobrevivir esta noche... ¿Puedes explicarle a estos hombres como cayeron en mis manos? ¿Puedes recordarles las costumbres?

—A los espíritus y heraldos de Samhain- comenzó el anciano tras mojar sus labios secos con el pasar de la lengua—se les recibe desinteresadamente. En noches como esta no se vende favor, pues  es imposible distinguir carme de espíritu o humano de alguien que solo pretende serlo. A los vivos y a los muertos, a los dioses y a aquellos quienes forjaron nuestras fortunas se les honra con historias que deben ser escuchadas.

—Muy bien— intervino Auberon, príncipe coronado de Fae—; a esto he de añadir que de los hijos de Fae no se reciben regalos. No se reciben toques, ni aunque simulen afecto y no se recibe comida de las tierras de Aval, a no ser que quien la pruebe, se arriesgue a verse preso por un deseo incontenible de visitar mi mundo.

Esto lo dijo mientras sus ojos radiantes de posaban en Candanee, quien ya estaba devorando el tercer pedazo de pasta de anís sin prestar la menor atención al pandemonio que arreciaba afuera o al amago de violencia que se percibía entre esas cuatro paredes. Los hombres desesperados, buscaron en sus bolsillos para descubrir que el oro recibido se había tornado en hojarasca otoñal.

Bradon rugió, tratando de separar a la niña del Sidhe. Estaba tan molesto con su hija, a quien en parte culpaba por lo sucedido que prefirió arriesgarse a pegarle antes de actuar con cordura.Auberon lo detuvo con solo posar su mirada sobre él. El hombre sintió  como sus piernas quedaron  inmóviles y con seguridad primero se desgarrarían, antes de obedecerle.

—El pago recibido y tu blasfemia te hacen mío durante Samhain, criatura humana - observó con desprecio-. Ahora les ruego, mi cautiva audiencia, que para calmar los reclamos de esta noche me permitan culminar la historia que ustedes negaron a los muertos.

Volviéndose a Candanee, guiñó un ojo que destelló en cobalto.

—Los hombres una vez clamaron y juraron ante los dioses que la paz en este su mundo, dependería de nuestra retirada a otro plano. Los hijos de Fae, tanto malvados como justos aceptamos tal designio y se ser reyes pasamos a ser sirvientes de Luz y Sombra. Seis meses debemos servir a cada uno para garantizar nuestra existencia. Es por eso que la mitad de las veces vagamos entre ustedes concediendo favores y concretando fortunas. El cambiar de la primera hoja de otoño, al final del mes de Octubre marca el inicio de nuestros seis meses de servicio a la oscuridad. Es entonces que la Corte de Seelie cierra sus puertas y ventanas y permite que los Heraldos Oscuros de Fae conspiren y cobren en sangre. No solo eso, para garantizar la integridad de Aval, las sombras exigen siete almas sacrificadas ante su altar antes de que termine la noche de Samhain. A uno que otro en la Corte no le molesta sacrificar a un inocente... Sus manos, cuyos finos y largos dedos se extendían hasta convertirse en garras, testimonio de su involuntaria transición a Sombras, se posaron sobre el hombro de la extasiada Candanee.

—¿Eso es lo que exiges, milord?— Los nervios provocaron que las palabras salieran de la boca de Bradon escoltadas por un fino hilo de saliva-. Puedes llevarte a la niña. Es tuya.

Uno por uno, los hombres reunidos en la mesa, sin mirarse a los ojos, asintieron con claras afirmaciones en ser testigos de la ofrenda. Solo Dermot se mantuvo en silencio y escondiendo su rostro entre sus arrugadas manos, sollozó. Auberon contestó con la fría lógica que define a los hijos de Fae. 

—He dicho a uno que a otro... no necesariamente comparto esta visión. Siete almas se me exigen esta noche y les aseguro que en su eterno apetecer, a las Sombras poco les importa la inocencia. Sus palabras solo confirman lo acertado de mi decisión.-  Fue entonces que los presentes tomaron consciencia de su número; seis a la mesa y el tabernero, todos dispuestos a sacrificar a una inocente para verse libres de la muerte. Asunto que el príncipe de Fae había sellado en ellos como inevitable.

Auberon se acercó a Dermot. Temprano en la noche, el viejo había adivinado su verdadero rostro bajo una semblanza humana y temeroso, le permitió continuar la historia. Ahora el anciano lloraba ante el amargo desenlace.

—Eres motivo de sus burlas. No respetan tus canas y han olvidado que las cicatrices que corren por tus brazos fueron obtenidas en batallas nobles. Tu posición y tu sangre, noble druida exigen un altar y has sido relegado a una esquina hedionda a humedad. Aun así, de ellos te apiadas...

—Es la simple consecuencia de ser humano, milord. Por eso me atrevo a implorarte, deja a la niña conmigo.

El príncipese inclinó sobre el anciano, juntando su frente a la de Dermot. Respiró profundo, tratando de incorporar dentro de sí algo de ese sentimiento que llevó a derramar incomprensibles lágrimas. Los hijos de Aval pueden llegar a ser crueles en sus declaraciones, aun cuando pretendan traer consuelo.

—La razón por la que llevaré a Candanee conmigo es que no vivirás lo suficiente para enseñarle todo lo que sabes. Samhain no contará contigo el año entrante; no en este plano. Con suerte, saldrás desde tu lugar de descanso a través del velo y verás, con tus propios ojos, que he cumplido mi palabra. En once meses y tres días, la niña estará de vuelta y este será su lugar, desde ese día hasta que Samhain lo considere necesario. Entiende que, tal vez, si logramos que los humanos vuelvan a los caminos que amenazan con olvidar, los dioses se apiaden de nuestra labor y nos devuelvan nuestras almas. Ahora, debo partir a hacer lo que me toca. Cuando el primer rayo de sol aparece en el horizonte en Éirie, el festival comienza en Aval y tengo siete cuerpos que entregar, para garantizar nuestra existencia.

Sus labios se posaron sobre la frente de Dermot y el viejo no sintió elterrible llamado esclavizador del toque un Sidhe, más bien algo parecido al temblar de unos labios que besan con amor y respeto.

Afuera, el caos, reconociendo que las palabras reconciliaron la historia y que ese espacio entre la media noche y la primera luz del día exigiría orden de parte de las almas, encontró a bien que cesara la tormenta.

Una vez el campo volvió a estar en silencio, los espíritus benevolentes que visitan la madrugada calmaron a los espectros inquietos mientras con suaves y tibias palabras reavivaron la luz de las calabazas. Los muertos en vida sedientos de sangre se reconciliaron con la tierra, sublimando sus deseos impuros en pos de un descanso eterno.

Las puertas de la posada se abrieron y los escogidos para el sacrificio pudieron ver, momentos antes de que sus ojos fueran cosidos y sus bocas selladas con flexibles hilos de plata, el desfile de los elementos tutelares de la tierra. Silentes, marcaban el paso de los malditos en  verdes luces de aurora, que acariciaban el cielo desde la entrada de la villa hasta el pie de la colina de Tara, lugar marcado como entrada al elusivo reino de Aval por solo esa noche.

Auberon convocó de nuevo una apariencia humana. Si algún curioso se aventuró a asomarse a la oscuridad que precedió el alba aquella noche de Samhain, solo vio un emisario acompañado de una niña, guiando una carreta de prisioneros silentes a ser entregados en las tierras del norte.

Para cuando el carro llegó a la falda de la colina con su macabro cargamento, la chiquilla estaba profundamente dormida, recostada del brazo del príncipe. Al despertar no recordaría la noche anterior y los abusos a los que le sometió su padre serían solo un mal sueño. Estaba marcada para pasar once meses y tres días en Aval. El reino de las hadas, donde el tiempo humano carece de lógica, le vería crecer en menos de un año hasta convertirse en una mujer. Adquiriría la sabiduría de aquellos que comenzaban a desaparecer de la faz de la tierra. En su cabeza estaría contenido el conocimiento de siglos y su corazón, latiría con la fuerza y la fe de alguien que entiende la importancia de apreciar maravillas con ojos de niña. Eso y más le esperaba al despertar en los salones de la Corte de Seelie, pero era preferible que dormitara durante su entrada, para evitar un último espanto.

Auberon entregó sus prisioneros tras cruzar el portal diamantino de las tierras de Aval. El reflejo del sol naciente en tierras humanas se invertía, y pintaba las aguas del lago que rodea el lugar donde habitan las hadas con el furioso violáceo y enmudecido naranja del atardecer. Samhain terminaba en la tierra y comenzaba para los hijos de Fae.

Los prisioneros, condenados a muerte que comprarían una extensión para el reino de Aval con sus vidas, fueron abandonados con ojos vacantes y bocas sangrantes en la oscuridad. A media noche serían consumidos por el averno y el altar de sombras, representado en Caorthannach, madre de demonios, desollaría su piel, roería sus huesos y entre gritos, consumiría sus almas. La agonía de los sufrientes sellaría el pasaje entre lo visible y lo invisible y guardaría el horror de la ofrenda nocturna, testigo fiel del cierre de un ciclo.

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