Fuego

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La primera vez que Mia le prendió fuego a algo tenía cuatro años. El olor a café recién hecho empezaba a llenarlo todo cuando un despiste paterno, efímero como una chispa, bastó para que la pequeña trepara a un taburete de la cocina y expusiera aquel trapito con estampado de ardillas a la llama, azul por el butano, que no tardó en devorar aquel bosque de felpa diminuto.

El brillo del fuego se tatuó en las retinas de Mia como se quedan grabadas las luces de la Navidad. Sentía una mezcla de felicidad y adrenalina, un cóctel hipnótico que servía de dique a esa carcajada que le trepaba por la tripa y se revolvía dentro de ella, intentando salir. Fue la primera vez que se le erizaron los pelos de los brazos y sintió un cosquilleo raro entre sus piernas.

-¡Se quema algo, Julian! ¡Huele a quemado en la cocina! ¿Dónde está Mia? ¿Dónde está la niña?

-¡Tranquila, tengo a Mia! -Julian había cogido a la niña en brazos y había, instintivamente, agarrado con la mano desnuda el trozo de paño en llamas y la cafetera de aluminio para echarlos al fregadero y sofocar las llamas.

Mia se partía de risa mientras su padre se retorcía de dolor con la mano bajo el grifo del agua fría.

-Muy bien, mi chica, ¡es que es una alegría de niña! -Rebeca, la madre, felicitaba el carácter de su hija, tan maduro, tan valiente, tan preparado para las adversidades de la vida-. Eres muy valiente, Mia, ¡eres increíble!

Pronto Mia comprendió que aquella emoción no podía ser una cosa de un día, que ella merecía mucho más que un vértigo aislado como un punto en el horizonte destinado a hacerse pequeño con cada cosa que pasaba en todos esos momentos desabridos que conformaban su rutina de colegio, recreo, comida, deberes, merienda, parque, ducha, televisión, dormir y vuelta a empezar...

En su mundo atestado -como el de casi todos los niños- de rituales absurdos y refuerzos intermitentes, como esos sábados de helado que dependían de lo bien o lo mal que se portara, como esos tirones de mofletes de la abuela que acababan, o no, compensados con un Chupachups, o como esos diez minutitos más de tele que se le concedían según lo oscuras que fueran las ojeras de su madre, Mia por fin había encontrado algo que le producía un subidón más grande que todos aquellos estímulos juntos.

El fuego, al estar naturalmente prohibido, era algo que no le llegaría como premio a discreción de los mayores. Era una tragaperras amañada para cuya recompensa no tenía que pedir permiso y el resultado atraía la atención de los adultos y le acarreaba vítores y privilegios por su temple ante lo extremo.

Por supuesto, aquello no se desprendía de una consciencia elaborada, Mia no era capaz de sopesar los detalles de esa transacción entre su mundo y el mundo de los adultos. Era un placer primitivo y, por primitivo, irrefrenable, algo que iría con ella -o contra ella- en todas las etapas de su vida. Como en todas las veces que fingió un orgasmo y consiguió una actuación de Oscar: la sangre agolpándose en determinados rincones de su cuerpo, la piel erizada en cada poro, los latidos aumentando sin tregua, la respiración entrecortada, todo gracias al recuerdo de aquellas primeras llamas devorando el trapo de la cocina, ennegreciendo el aluminio de la cafetera, dejando una huella amarronada en el azulejo y la piel tirante y blanquecina en la mano de su padre.

Era esa imagen, la de la palma de la mano que una vez sujetó su mundo transformada en un queloide limitado, insensible, la que hacía que Mia se sintiera en control de la situación y, concretamente, en control de los hombres que la amaban. Su lenguaje del amor se componía de dolor, sacrificio, violencia y, cómo no, fuego. Era la clase de entrega que esperaba. Su capricho, su fetiche, su ramo de rosas emocional. Como una de esas tragedias que devoran mundos, Mia viviría por y para las réplicas de ese evento que le enseñó a ser quien planteara las reglas del juego, a no aceptar una disposición al amor que no equivaliera a la propia disposición a la muerte.

Erick había estado dispuesto a mucho por ella, pero nunca a tanto, nunca suficiente. Por eso Mia siempre supo que la suya era una de esas relaciones desechables que mueren a manos de cualquier postor, ni siquiera había que esperar a alguien mejor, con que apareciera alguien, a secas, bastaba, porque Erick era luz, sí, pero una luz que se consumía como cualquier otra llama, hasta ser solo cenizas. Daba igual cuánto la quisiera o todo lo que hiciera, siempre había espacio para esperar un poco más.

Ay, Mia... ¡Qué hijas de puta son las expectativas! Cuando das con ese idiota dispuesto a morir por ti que has esperado toda la vida, te das cuenta de que ya no te basta, de que ahora necesitas a uno dispuesto a matar por ti. Y ahí es cuando todo se jode una vez más y vuelves a lo de siempre, a cerrar los ojos, al trapito de las ardillas, a ese éxtasis de la primera vez cuyo duelo nunca se acaba porque, después de la primera vez, ninguna otra podrá serlo. Estás condenada. Estás maldita.

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