Gasolina

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-¿Podemos hablar?

-¿Tenemos que hacerlo?

-Erick...

Mia avanzó desde el umbral de la habitación y se sentó en el sofá junto a Erick. El pelo revuelto, las mejillas y el pecho todavía enrojecidos, los poros marcados, dejando escapar ese olor a otro que solo se distingue desde la territorialidad más primitiva.

Pasó sus piernas por encima de las de Erick, quedando prácticamente tendida a lo largo del sofá, y trató de darle un toque casi amistoso con una de sus rodillas en el pecho.

Erick envolvió suavemente con su mano aquella rótula intrépida.

-Sigues haciendo esto cuando la cagas...

-Diría que es un recuerdo desbloqueado -dijo, risueña-; me ha salido solo, con Robert nunca lo hice... por lo visto me sale solo contigo.

-¿Por qué sigues desnuda?

-Para que te acuerdes de mí.

-No necesito verte desnuda para acordarme de ti. Pero eso lo sabes de sobra.

-No sé por qué invité a Robert, ni por qué aceptó. Solo sé que te merecías algo mejor que esto.

-Sabes que me merecía algo mejor...

-Y que te lo mereces.

-Y, sin embargo, lo hiciste.

-Sí.

-¿Y te arrepientes?

-No.

Erick se liberó con delicadeza de las piernas de Mia y le dedicó una caricia fugaz en la mejilla, con la asepsia que da el dorso de la mano, con menos amor que lástima. Dejó el ordenador sobre la mesa baja que tenía delante y empezó a deambular por el salón, como un león de circo intentando desafiar a un domador sobre el que sabe que lo tiene todo perdido.

-Mia, necesito que conozcas a alguien. Me dirás que no y tendremos una bronca y cincuenta y cien hasta que alguno de los dos ceda. Esta vez no voy a ceder yo. Necesitas conocer a alguien.

-¿A quién?

-Mi candidato... bueno, el equipo del candidato, gente cercana... me han recomendado a una persona con la que puedes hablar sobre tus cosas.

-¿Un loquero?

-No, no es un loquero. Es un psicólogo, sí. Es importante que hables con él, pero no es un loquero. Es lo que necesito que hagas para evitar que acabes necesitando un loquero de verdad.

-Sé que querrás que me vaya de casa -Mia lanzó aquella frase como una maniobra de distracción, un arrebato que podría parecer de miedo, pero escondía, como los posos de un café envenenado, la certeza de la respuesta que obtendría.

-Yo no he dicho eso.

-¿Y qué quieres entonces? -Se levantó con un movimiento limpio, elegante como elegantes son esas piruetas que hacen las patinadoras sobre hielo, y se plantó delante de Erick, bloqueándole el paso-. ¿Sabes qué haces tú cuando yo la cago? Infinitos. Caminas haciendo infinitos en el suelo. Bueno, infinitos u ochos, la verdad es que nunca lo he sabido. ¿Qué son?

-No lo sé, nunca me he parado a pensar en ello. Mia, el psicól...

-¿Y en mí? ¿Piensas mucho en mí?

-Todos los días. Todo el tiempo.

-Bueno, es que, claro... menuda gilipollez de pregunta, ¿verdad? Si me tienes metida en tu casa, si te he jodido los planes de comprarte otro piso...

-Mia -la interrumpió cogiendo su mentón con sutileza-, desde antes de que pasara todo esto. Pienso en ti todos los días. Todo el tiempo.

-¿Quieres tener una relación tóxica conmigo?

-Llegados a este punto, ¿por qué no?

-Tampoco sería la primera vez...

Una oleada de risa nerviosa se coló entre ellos y acercaron sus caras hasta pegar sus narices, como el preludio de un beso de esquimal. Pero no hubo roce juguetón, sino quietud, silencio, como quien se calla y cierra los ojos para escuchar el crepitar de las llamas de una chimenea.

-Lo que pasa, Erick, es que yo no sé si te quiero.

-Yo tampoco sé si te quiero a ti, Mia. Pero sé que quiero hacer lo que haga falta para que seas feliz y estés en paz.

-Por lo menos no me odias, como todos.

-No creo que ese todos que dices pueda incluir a mucha gente.

-Pues... si yo te contara... ¿Sabes, Erick? A mí me gustaría ser de esas chicas que se ganan a sus suegras y que sonríen como idiotas en las fotos con sus maridos y que tienen bebés a los que visten como muñecos antiguos... pero yo no puedo ser así, yo no soy eso.

-¿A dónde quieres llegar? -Erick sujetó con un gesto firme los hombros de Mia, que ahogó una mueca de dolor por apretón involuntario sobre el mordisco que Robert le había dejado en uno de ellos.

-Yo no te he contado todo.

-¿Todo? ¿Del polvo con Robert o de qué?

-Del incendio.

-¿Del incendio? ¿Puedes...

-Ser más específica, sí. Perdona... De este último incendio, el del coche. Hay algo que nadie sabe y que nadie puede saber, pero necesito contártelo.

-Entonces cuéntamelo.

-Yo no quería destrozarle el coche a mi marido. Ya está.

-Mia, creo que nos conocemos demasiado bien como para que me digas eso...

-Te juro que te estoy diciendo la verdad. Nunca se trató del coche, de romperle algo material, de dejarle sin algo -Mia cogió una manta del sofá para secarse las lágrimas y, acto seguido, se la echó sobre los hombros, como si intentara taparse con ella-. Habíamos bebido más allá de cualquier límite y acabamos discutiendo, porque él decía que se veía siendo padre, pero no conmigo. Dijo que estábamos bien, genial, usó la palabra genial, pero que nuestro matrimonio estaba condenado al fracaso. En nuestro quinto aniversario, en nuestra cena para, supuestamente, celebrar cinco años de casados. Le pedí un hijo y me dijo que hacía tiempo que quería uno, pero que no me veía como la madre...

-Lo siento, Mia...

-Para una vez que lo hago bien, ¿sabes? Dijo que estábamos genial...

-Ya. Lo siento muchísimo...

-Entendí que lo nuestro había tocado techo para lo bueno y necesité que tocara techo para lo malo, para que tuviera sentido eso que él me estaba diciendo. Nadie rechaza a su mujer como madre si de verdad todo está tan genial. Así que le eché de casa a empujones y con algún que otro puntapié. Le grité que se largara. Habíamos discutido así antes, hacía mucho tiempo, un par de veces o tres, y esas veces Robert había pasado la noche durmiendo en el asiento trasero del coche...

-Mia, ¿qué me estás queriendo decir? -Erick interrumpió con la voz destemplada, como un alumno al que le toca justo la pregunta que se olvidó de estudiar-. El coche apareció calcinado por completo en vuestro garaje y no solo por el cóctel molotov que le tiraste, sino por la gasolina que le habías rociado y por los bidones abiertos que dejaste debajo. Tú querías...

-Yo pensé que Robert estaría dentro, como en las otras peleas. Durmiendo.

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