Prólogo

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Leyendas, algunas aterradoras y otras no tanto. ¿Serán ciertas o no lo serán? En aquel pueblo perdido por una zona montañosa de Japón, siempre ha circulado una terrorífica leyenda. Una leyenda que ha sido transmitida de generación en generación. Demonios y monstruos que se pasean por el mundo de los humanos cuando el sol desaparece. Vienen en busca de carne fresca para alimentarse, y siempre están hambrientos. Al anochecer, más valía que te fueras rápidamente a casa si no querías caer en sus garras. Además, la leyenda también decía que debías marcar la puerta con un símbolo y trazarlo con sangre de animal. De lo contrario, esos seres podrían entrar en las casas y comerse a las familias. Familias enteras.

La pequeña (TN) estaba tirada sobre su futón. Ella pensaba que esa historia se la habían inventado todos los padres para que sus hijos no volvieran tarde a casa. Tenía que levantarse. Su madre le había llamado para desayunar, pero es que estaba muy a gusto entre las sábanas.

—(TN), cariño... No te voy a llamar más veces. Ya eres mayorcita. Tienes diez años. No te portes como un bebé —le advirtió la mujer, asomándose a la puerta de la habitación—. Si no te das prisa no podrás ir con tu hermano al pueblo.

—¡Voy! —exclamó la pequeña, levantándose de un salto. Ir con su hermano y ayudar a vender las cosas que su padre cultivaba era lo más divertido. Si no, se quedaba sola en casa jugando.

Se sentó en su cojín, en frente de su desayuno. Su padre ya había acabado y estaba preparando todo para que sus hijos fueran al pueblo. Su hermano, Hiromi, estaba ya acabando. (TN) cogió el tazón lleno de sopa de miso y le dio un trago. Puso una mueca de asco. Se le había enfriado. Una vez se acabó su desayuno, fue rápidamente a la habitación para vestirse. No quería hacer esperar a su hermano. Se puso unos pantalones, una camiseta, el calzado y, su kimono favorito encima.

—Llevaros esto también. Es una nueva receta que he estado practicando. Son dulces, seguro que conseguís venderlos también. Solo les he puesto chocolate, pero iré innovando —dijo la madre, mientras le ofrecía una cesta a (TN).

Ella miró el contenido con curiosidad. Eran bollitos en forma de rosquilla, cubiertos con chocolate. El chocolate se había enfriado, así que no se movía. A la pequeña se le hacía la boca agua solo con olerlo. ¡Pero no era para ella! Había que conseguir dinero.

(TN) se despedía de sus padres agitando la mano mientras seguía el pequeño camino que llevaba al pueblo. Su hermano llevaba la carretilla con algo de madera, carbón y otros materiales que su padre conseguía, no había frutas y verduras que vender. El invierno solía ser bastante duro. Ella llevaba las cestas con aquellos bollitos redondos con agujeros en medio.

No tardaron mucho en llegar a la calle principal del pueblo. Ahí se distribuía la gente para vender sus productos. Algunos tenían tiendas fijas, mientras que otros tenían puestos ambulantes. Ese era el caso de Hiromi y (TN). Su hermano ya tenía veinte años y era todo un experto vendiendo productos. Ella hacia lo que podía. Era todavía muy pequeña, pero siempre daba su mejor esfuerzo. Al parecer, su actitud hacía gracia a los pueblerinos, así que casi siempre acababan vendiendo una gran cantidad.

En invierno las nubes casi siempre tapaban el sol y anochecía más pronto, así que las tiendas no estaban abiertas hasta muy tarde. Todos en la calle estaban prácticamente recogiendo cuando apareció un forastero por la zona. Se escuchaban murmullos de la gente. La pequeña (TN) no prestaba atención. Habían sobrado cuatro bollitos de su madre y estaba ansiosa por comérselos. ¡Era una suerte no haberlos vendido todos! Notó que algo le estaba tapando la poca luz que había en la calle. Alzó lentamente la vista y se encontró con un hombre gigante. Era muy grande. Mucho más grande que cualquier hombre que había visto por el pueblo.

—Hola, pequeña. ¿Podrías venderme esos bollitos en forma de rosquilla? —preguntó aquel hombre. Su voz era muy profunda. No se le veía bien la cara, ya que la bufanda que llevaba puesta tapaba una gran parte de su rostro. Lleva la bufanda, pero no mucha ropa puesta. ¿No tenía frío paseándose así por las calles del pueblo? ¡Era invierno!

—Sí... —murmuró ella. Vaya, al final se había quedado sin. Los envolvió y se los pasó al tipo. Este leyó el precio en el cartelito y le dio unas monedas a la niña. Algunas más de las que ponía. Ella se miró las manos, sorprendida.

—Muchas gracias —se despidió, antes de empezar a alejarse. A alejarse con esas rosquillas que (TN) tenía tantas ganas de comerse. ¡Qué tipo tan extraño! ¿Volverían a verlo por allí?

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