Cristina de Suecia

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Cristina nació en el año 1626, en un momento muy difícil de la historia europea, las naciones protestantes se enfrentaban a las católicas en lo que más tarde se conoció como guerra de los 30 años. Su padre el rey de Suecia esperaba un heredero varón dispuesto a ponerse al frente del ejército, pero la fortuna le deparó a Cristina. Su sexo no varío los planes que su padre tenía para ella, recibiendo la educación que habría recibido el príncipe en caso de haber sido un chico, incluyendo equitación, esgrima y manejo de armas de fuego, aunque sin descuidar una intensa formación ilustrada propia de la época.

El 7 de diciembre de 1644, en el gran salón de las Tres Coronas, Cristina se sentaba en el trono que una vez ocupó su admirado padre. Ataviada con un aparatoso manto de terciopelo rojo, el color imperial y según testigos «bien peinada, lavada y empolvada», algo inusual en ella, aceptó la dimisión de los regentes y asumió la total responsabilidad del gobierno de Suecia. La reina prometió bajo juramento «respetar y defender la Iglesia luterana, los privilegios de los nobles, apoyar al Senado y cumplir la Constitución». Para cuando Cristina fue coronada, se puso fin a la guerra de los 30 años. Estocolmo ya atraía a algunas de las mentes y talentos más importantes de Europa, uno de los que viajó a Suecia fue el filósofo francés Rene Descartes, a quien Cristina contrató para que la instruyera.

En 1645 firmó el tratado de Bromsebro con Dinamarca, obteniendo importantes concesiones, y agilizo las negociaciones de los tratados de Westfalia, dando un decisivo paso para la conversión de Suecia en una gran potencia.

La reina se sumergió en las tareas de gobierno con todas sus energías. Apenas dormía unas horas y se levantaba a las cuatro o las cinco de la mañana para leer y estudiar. Pasaba las noches en vela leyendo tratados de derecho, textos históricos, matemáticos y de astronomía que eran sus preferidos junto a las obras de Catulo, Ovidio o Platón. A los pocos días cayó enferma víctima del agotamiento, la tensión nerviosa, y sufría frecuentes achaques.

Aunque se sabía que la reina no tenía ningún interés en contraer matrimonio, en su entorno se empeñaban en casarla cuanto antes, pues debía tener hijos que garantizasen la continuidad de la dinastía. Entre sus pretendientes se encontraban Federico Guillermo de Brandeburgo, el candidato ideal para su madre, Fernando IV rey de Hungría, el rey Juan de Portugal, el rey de Polonia, el gobernador de los Países Bajos y hasta el rey de España Felipe IV. Este monarca, al quedarse viudo, mandó a la corte sueca a su embajador Saavedra para intentar convencer a los miembros del gobierno de las ventajas de un matrimonio español. Cristina, con suma diplomacia, dejó claro que por el momento no buscaba marido, y desde luego el poco agraciado Felipe IV, «abúlico, mujeriego empedernido y pésimo gobernante», no le atraía lo más mínimo. Pero la insuperable aversión al matrimonio de la soberana desbarató todos los planes. Entre los candidatos el único por el que mostró algo de interés, al menos en su primera juventud, fue su primo Carlos Gustavo. Hijo de los condes palatinos y compañero de juegos en el castillo de Stegeborg, durante siete años se profesaron un tierno amor infantil, como atestiguan las cartas, redactadas en alemán, que se mandaban.

Pero ya en su adolescencia, Cristina no sentía ninguna atracción por este joven regordete, de manos húmedas, párpados cargados y bastante torpes. Para demostrar su fidelidad a la reina y sus aptitudes en el campo de batalla, en 1642 el príncipe Carlos Gustavo obtuvo permiso para irse a Alemania y reunirse allí con el ejército sueco. Pero cuando el joven regresó a casa tres años más tarde, y a pesar de haber demostrado su valor en el frente, la reina le recibió con frialdad. Ante la insistencia de su primo, convertido en héroe nacional, Cristina le consoló declarándole que le nombraría su sucesor en el trono y príncipe heredero del reino.

En 1654 abdicó, nombrando a su primo Carlos Gustavo como su heredero al trono. Su viaje a Roma incluyó estadías en varias ciudades europeas católicas, donde fue recibida con grandes festejos. Alejandro VII acababa de ser elegido como Papa y quería restaurar la imagen de la Iglesia católica, que quedó dañada después de la guerra. Cuando ella llegó a Roma, en diciembre 1655, el Papa le comisionó un espectacular carruaje diseñado por el afamado escultor y arquitecto Lorenzo Bernini. Sin embargo, fiel a su estilo rebelde, Cristina eligió llegar hasta la ciudad del Vaticano montando un caballo blanco. Su estadía en Roma comenzó con pura pompa. Incluso se le concedió el uso de un gran palacio, el Palazzo Farnese, y las grandes familias romanas la agasajaron durante meses.

El 13 de febrero de 1689, Cristina de Suecia sufrió un repentino desmayo. El médico le diagnosticó una erisipela en la pierna derecha, un mal que hacía años la atormentaba. Tras unos días guardando cama con fiebres altas y repetidos desvanecimientos, pareció mejorar. La inesperada curación fue celebrada como un milagro con grandes fiestas en la ciudad en las que participaron los artistas favorecidos por la reina. A pesar de su pronta recuperación a los pocos días volvió a recaer. Al ver que su fin estaba próximo, Cristina pidió al Papa, también gravemente enfermo, que le perdonara sus excesos y se hiciera cargo de su servidumbre. El pontífice sin demora le mandó su absolución y le anunció que iría a verla personalmente cuando se encontrara mejor.

En la madrugada del 19 de abril la reina falleció serena en su lecho, en la única compañía de su confesor y de su inseparable Azzolino. Tenía sesenta y dos años y mantuvo hasta el final su genio y figura. El cardenal, al que Cristina siempre amó, la veló día y noche junto a su cama. Envejecido también y delicado de salud, sobreviviría unas pocas semanas a su amiga y protectora. Cristina de Suecia dejó escrito que deseaba ser amortajada de blanco y sepultada en el Panteón de Roma, sin que su cuerpo fuera exhibido y en una ceremonia sencilla. Sus últimas voluntades no fueron cumplidas. El cardenal Azzolino y el papa Inocencio XI decidieron darle un solemne funeral de Estado y que sus restos mortales descansaran en la basílica de San Pedro en el Vaticano. Su cuerpo embalsamado, envuelto en un vestido blanco brocado en oro y cubierto con un manto de armiño, fue enterrado con su pesada corona y cetro en la sagrada cripta de San Pedro. Un honor sólo reservado a los pontífices y a unos pocos emperadores. El mejor epitafio de esta mujer enigmática, ambigua y rebelde lo escribió ella misma: «He nacido libre, he vivido libre y moriré libre»

Cristina fue una de las sólo tres mujeres enterradas en las grutas del Vaticano, una necrópolis que se extiende por debajo de la Basílica de San Pedro. Hoy aún descansa allí, al lado del papa Juan Pablo II.

Entrada escrita por FabyDolce

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