Capítulo 2: Marielle

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El padre de Steve murió en extrañas circunstancias y el niño, que no había podido declarar nada de lo sucedido, pues un aparente estado de conmoción le impedía recordar y contar nada, comenzó a vivir con otros padres, los Rogers. El chico que adoptó su apellido, fue creciendo en silencio y con discreción en el seno de aquella encantadora familia de clase media, compuesta por los progenitores Alec y Martha y su hija natural, la enfermiza y delicada Marielle Rogers. Steve había congeniado enseguida con ella y su carácter fue perdiendo rudeza a medida que conocía a la pequeña y se hacían grandes amigos. Pronto dejó de recordar la triste y dolorosa infancia que había vivido, de la desaparición de su madre y de las torturas a las que su padre le había sometido. Hydra ya no significaba para él más que un mal sueño del cual había podido despertar. Ahora era libre. O eso creía él.

Marielle padecía una extraña neumonía que al parecer no tenía cura y tanto Alec como Steve tuvieron que trabajar casi sin descanso para pagar medicamentos que aliviaran a la joven de su dolor crónico de pecho. Sin embargo, justo después de que estallara la bolsa en el 29 las cosas se empezaron a poner feas para la familia y con el despido del padre y el pobre sueldo del chico, la vida de Marielle pendía de un fino hilo a punto de deshilacharse. Steve trabaja de sol a sol como mozo de recados en un almacén, cerca del Hudson. Como no tenía fuerza suficiente para cargar con mercancías, iba de aquí para allá portando mensajes de su patrón o incluso ayudaba con la contabilidad gracias a sus conocimientos de economía adquiridos a la fuerza durante su estancia con su padre.

De esta manera, tenía el favor y la simpatía del patrón en su bolsillo, pero no la del resto de la plantilla. En muchas ocasiones le habían maltratado física y psicológicamente y cuando volvía a casa, debía ocultar a su familia las secuelas para que no se preocuparan, sobre todo su hermana pequeña. Lo era todo para él y le encantaba verla tocar el piano cuando volvía a la calidez del hogar. A veces se sentaba junto a ella y se pasaba las horas viendo y escuchando cómo practicaba escalas, valses y hasta ragtimes cuando se sentía con más fuerzas para ello. En una de esas ocasiones, él tuvo que sujetarla para que no se cayese de la banqueta, desfallecida por el agotamiento. Steve recordaba que afuera llovía y ella se quedó mirando a través de la ventana los nubarrones.

—Hay algo que me hace sonreír en este tiempo de perros —dijo ella con voz ronca entornando sus ojos soñadores—. Los mirlos cantan mejor después de la tormenta. ¿Te habías fijado?

Él negó con la cabeza. La verdad es que jamás había reparado en un detalle como aquel. Hacía tiempo que no se permitía perder su tiempo valioso en contemplar el entorno a su alrededor. Quizá si lo hubiera hecho, la muerte de su hermana no le habría supuesto el mayor de los golpes tiempo después. Si hubiera estado más tiempo con ella. Si hubiera podido ganar más dinero y no le hubiera despedido para que al menos comprar opiáceos y que no sufriera una muerte agónica...

Uno de los mozos del almacén se había ensañado con él desde que llegó y sus palizas eran reiteradas. Lideraba una banda callejera y faltaba continuamente a su trabajo, pero el patrón no se podía permitir echarlo, ya que era uno de sus chicos más fuertes para montar la carga en los muelles. Fue la razón por la que Steve llegaba a casa con moretones que siempre trataba de ocultar con la ropa holgada que heredada de Alec.

Despidieron a Steve una tarde en la que el jefe vio a este cubierto de sangre, dolorido y cojeando. A lo lejos, el otro joven se mofaba de su forma de caminar. El chico intentó explicar al superior lo que allí había sucedido, pero solo obtuvo como toda respuesta:

—Quiero que te marches de aquí, Rogers. No me puedo permitir tener a un trabajador que pierde el tiempo en su puesto —dijo este con frialdad.

Por eso en medio del salón silencio, que antaño fue un remanso de paz y alegría y música cuando Marielle tocaba su instrumento favorito, Steve se acercó hasta el ataúd abierto de su hermana y llorando de rabia e impotencia, recordó a su verdadero padre. Su rabia, su violencia inculcada. Y entendió que tenía que dejar de ser una carga para los demás. Sólo la violencia le daría el descanso eterno al recuerdo de Marielle.

Tras el velatorio subió a su habitación y se cambió de ropa. Se vistió de forma sencilla y se abrochó una chaqueta que no llevaba desde hacía tiempo pero que aún le servía. De pronto, de su bolsillo cayó el envoltorio de un caramelo. Steve lo recogió con extrañeza y se dio cuenta que era del mismo dulce que Bucky le había regalado años atrás. Bucky... Hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en él. Podía ir a visitarlo porque sabía dónde vivía, pero nunca había tenido el valor de agradecerle aquel detalle. Quizá más adelante fuera a hacerle una visita. ¿Se acordaría de él?

Y de pronto, como un fogonazo, una idea acudió a su mente. Sabía exactamente lo que iba a hacer a continuación. Salió de la casa y se dirigió a los muelles del río Hudson. Cualquiera que lo hubiera visto lo habría confundido con un vagabundo, pero por suerte para él, Nueva York a esa hora era un desierto. Nadie iba a reparar en su presencia excepto aquellos a los que quería ver. Descendió por la calle hasta llegar a los almacenes cuya puerta desvencijado estaba abierta y se internó en una de las casetas de mercancía.

Escucho voces procedentes de varias gargantas masculinas, pero no distinguió entre ellas la voz de H, que era así cómo llamaban al tipo que había hecho que lo despidieran. Se escondió tras una pila de cajas y alzó la cabeza para poder escudriñar amparado por su escondite al grupo de golfos. Como se temía, no estaba el jefe de la banda, pero si uno de sus compinches, Zeter. Quizá podría cobrarse su venganza con uno de ellos. Ya dejaría a H para más adelante.

—H ya no vende más polvo de ángel. El muy hijo de puta se piensa que le voy a comprar a uno de sus primos y no pienso hacerlo. No tengo garantías de que sea de fiar por muy familiar suyo que sea. Seguro que es más caro.

—Quizá deberíamos darle una oportunidad y fiarnos... El primo de H es un tío importante y tiene una buena mercancía, según dicen. Además, dice que ya no quiere seguir colaborando tanto con el grupo —dijo otro.

—Ni hablar. Como si es el puto Papa de Roma vendiendo cocaína. Él no es mi mejor amigo de toda la vida, ni hemos estado juntos. H sí, de modo que no voy a confiar en el primero que se presente con la miel —exclamó Zeter iracundo—. Os podéis ir a la mierda si eso es lo que pensáis.

—Ey, tranquilo, tío —contestó otro de los jóvenes en tono conciliador.

—Creo que deberíamos irnos. Se hace tarde y yo tengo que volver a casa —dijo el primer interlocutor—. Y Zeter está de muy buen humor, es mejor dejarlo solo.

—Eso, marchaos de vuelta a casa con mamá. Cobardes, que sois una panda de cagados —gritó el tipo arrojando al grupo un trozo de madera para que le dejaran en paz.

Steve se frotó las manos para darse calor. Ahora era el momento. Tras permanecer de cuclillas esperando la oportunidad, se incorporó con lentitud y se situó en frente del trabajador que en ese momento se estaba liando un cigarrillo. El chico permaneció quieto hasta que Zeter se dio cuenta de que alguien le estaba observando.

—¿Qué quieres? —dijo examinando con detenimiento y de arriba abajo a Steve hasta identificarlo—. Ah, eres tú. ¿No se supone que te habían despedido, Rogers? ¿A qué coño has venido?

Steve no contestó y se mantuvo silencioso. Ese gesto hizo que el otro se levantase como un resorte, lleno de ira, dispuesto a abalanzarse sobre él. El mucho delgaducho dio un paso atrás.

—Te he hecho una pregunta. ¿Quieres que te zurre otra vez como hizo H? ¡Contestame, niñato!

Otro paso más hacia atrás. Zeter estaba casi sobre él. Estaba preparado para su puñetazo así que continuó con su silencio.

—Te vas a enterar, pedazo de mierda —dijo Zeter alzando el puño para pegarle.

Fue entonces cuando sucedió. Como antaño hiciera Bucky, Steve echo a un lado, Zeter perdió el equilibrio y con un gemido de sorpresa se precipitó al vacío, hasta acabar despanzurrado en el suelo de la pensadora de la caseta. Como un cazador, había atraído su presa hasta su coto de caza y con elegante movimiento, lo había matado sin mancharse las manos de sangre.

Se subió la cremallera de su chaqueta y con un gesto neutro, desprovisto de pena o compasión, dejo atrás al cadáver de uno de los hombres que lo había torturado. Podía ver la imagen de la delicada Marielle observándolo con sus ojitos de cordero, implorando y buscando arrepentimiento en el corazón del muchacho. No lo encontró. Steve arrugó el gesto, pasó a través de su recuerdo y dejó atrás los almacenes y a su antiguo yo.

Se topó con una misteriosa figura a la salida, ataviada con gabardina y un sombrero fedora cuya ala le ocultaba el rostro.

—He visto lo que has hecho —anunció con una voz cavernoso.

Steve, atónito e incapaz de entender cómo había podido ser descubierto tan pronto, hizo un ademán de querer escaparse, pero el hombre misterioso lo retuvo por la muñeca. Steve, alarmado intento zafarse retorciendo su brazo, pero al momento se detuvo cuando escuchó:

—Si no quieres que cante y te lleve a las autoridades, vas a hacer algo por mí y por la memoria de tu padre. Tienes que entrar en el ejército. Ya sabes cuál es tu cometido. —Su voz tenía un extraño acento.

—¿Quién es usted? —dijo Steve temblando de terror. El hombre se levantó el ala de su sombrero y a la luz de una farola cercana, Steve pudo entrever los rasgos marcados y emaciados de, lo que parecía ser, una calavera del color de la sangre.

Hail, Hydra.





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