Capítulo 8: Mentiras y recuerdos

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Abrieron el tanque con cuidado y una densa neblina salió del interior. Erskine, nervioso, se acercó y observó atónito que allí ya no había ningún muchacho debilucho y asmático. En vez de eso, encontró a un hombre corpulento y pálido. Parecía como si de un bloque de mármol hubieran tallado el cuerpo perfectamente cincelado de un dios grecorromano. Desmayado y con la ropa rota por haber crecido tan rápido en tan poco tiempo, Steve despertó jadeando, completamente desorientado. Phillips había enmudecido. Incapaz de articular palabra, dio dos pasos atrás mientras ayudaban a Steve a salir del tanque.

—¿Qué ha pasado?

—Ya está, Steve. Completaste la transformación, ha sido todo un éxito —dijo Erskine, maravillado.

—¿Cómo se siente, señor Rogers? —exclamó el coronel.

Steve miró a su alrededor y después a sus manos, respirando de forma pesada.

—Más alto, coronel —contestó este, incrédulo.

—Rápido, denle un nuevo uniforme. Ahora el verdadero trabajo acaba de comenzar para usted —ordenó a los soldados que obraron al momento y le tendieron un uniforme de gala recién planchado.

*

Ascendió por la trampilla del barracón abandonado y se topó un panorama desierto impropio de un día ajetreado de entrenamiento. Prácticamente todo el campo se encontraba rodeando una vieja radio en la que estaban anunciando el bombardeo continuo a la plataforma de Pearl Harbor. La multitud se hallaba silenciosa, el desasosiego y en terror se habían adueñado de sus caras. Algo iba muy mal. Llovía a cántaros y eso para Steve era un mal presagio.

—Señor. —Una voz rompió de pronto el silencio. El capitán Phillips se encontraba detrás de Steve que observó se adelantaba y se cuadraba ante ellos—. Han bombardeado Pearl Harbor. Los japoneses nos han declarado la guerra.

—Pónganme con el jefe del Estado Mayor del Ejército —dijo Phillips adentrándose rápidamente en una de las barracas.

Steve vio que a Bucky le cambiaba el rostro a un gesto de desconcierto absoluto y se observaron en silencio. Bucky parecía no querer mantener el contacto visual por mucho tiempo mientras que Steve, con fiera mirada lo escrutaba esperando obtener del otro una reacción diferente. Un gesto de derrota, quizá. ¿Pero qué era realmente lo que esperaba encontrar en su rubor, en sus ojos avergonzados?

*

Las tropas comenzaron a reagruparse. Todo el mundo trabajaba y se preparaba en silencio para el largo viaje. Steve, observado por sus superiores y por la agente Carter con recelo trabajaba día y noche en el servicio de inteligencia saboteando todos los mensajes encriptados que el servicio secreto decodificaba. Bajo la atenta mirada de Erskine, Steve mantenía a raya a la inteligencia americana mientras, al otro lado del mundo, las tropas de Hitler avanzaban imparables y sin ninguna oposición a su paso.

Comenzaron a mandar a los primeros escuadrones de defensa al terreno enemigo, pero ni siquiera la colaboración con Inglaterra podía hacer frente a las hordas alemanas que se desplazaban por Europa y el pacífico con total tranquilidad y seguridad. Y gracias al ataque de Pearl Harbor, Schmidt habría aprovechado la confusión del país para huir a Alemania. Todo marchaba según el plan.

Todo, hasta que Erskine apareció muerto en su despacho y Steve comenzó a sospechar que la verdadera guerra había comenzado. Carter había empezado a mover sus fichas en el tablero y Steve seguía sin conocer la identidad de su misterioso ayudante en el cuartel general. Esperaba que no le llevase ventaja durante mucho tiempo.

Una noche, tras haber conseguido tumbar todo un pelotón nazi ayudado por los conocimientos de Steve, el grupo de inteligencia incluido la señorita Carter, accedió al barracón de la cantina. El recién nombrado capitán, se había convertido en toda una celebridad por su nuevo aspecto, fornido y varonil, pero él seguía rechazando la compañía de su escuadrón y de aquellos que trataban de desafiar su fuerza o de admirarla. Se sentaba solo frente a la barra y dejaba que los demás le observaran con curiosidad. Pensó, con ironía, que pese a todo lo que le habían hecho, seguía siendo un bicho raro.

Ya no tenía a fantasmas en su cabeza que lo atormentasen y por primera vez en su vida se sentía liberado. Un nuevo sentimiento se había adueñado de sus sentidos y le habían dotado a sus rasgos faciales recién adquiridos de un extraño gesto de amargura. Era el odio. El odio hacia aquellos que en un principio lo ignoraron, lo maltrataron o le hicieron el vacío y ahora se percataban de su existencia.

—Hipócritas —dijo para sí dando un trato a su vaso de whisky. Por lo visto, con su nueva constitución, ahora le era imposible emborracharse y olvidar que era quien estaba destrozando a las tropas americanas desde el interior—. Ojalá pudiera matarlos a todos.

¿A todos? ¿También mataría a Bucky? Como los demás, amigo le había causado daño y había jugado con él y su corazón. Que hubiera escuchado de Carter la verdadera razón por la que hizo aquello no cambiaba el hecho de que había sido un acto egoísta e irresponsable.

—Se te ve deprimido. —La voz de Carter lo sacó de su pensamiento recurrente. Este no se dignó siquiera a mirarla, sino que continuó observando taciturno a su vaso medio vacío. Ella se acercó a él y prosiguió con su inesperada amabilidad, poco propia de ella—. ¿Por qué no te vienes a tomar una cerveza con nuestros amigos?

—Yo no tengo amigos —respondió Steve secamente. Entonces la observó con una mirada recriminatoria esperando espantarla. Ella tragó saliva y continuó tanteando el terreno.

—Pues, entonces, podemos bailar...

—Vaya —exclamó Steve chasqueando la lengua, sarcástico—. ¿Ahora le intereso, señorita Carter? Creo que la última vez que hablé con usted estuvo a punto de pegarme una bofetada. No sé qué habrá podido suceder que ahora de pronto me habla con amabilidad. ¿No se habrá dado un golpe en la cabeza?

Carter, consciente de que la situación no estaba yendo como ella quería, intentó un último recurso conciliador, con una sonrisa excesivamente amable.

—Quisiera disculparme. No me he portado como debía y la pague muchas veces contigo.

Steve arrugó la nariz y presiono sus finos labios. Su rostro se contrajo en un gesto de desprecio.

—Gente como usted se ha pasado la vida abusando de mi confianza y de mi persona. Por muy amable que ahora intente parecer, sé que en el fondo es una serpiente venenosa en busca de una pareja de una sola noche —dijo encarándose con ella, en susurros amenazadores—. ¿Por qué no me trata mal como hasta ahora? ¿En que he cambiado? Sigo siendo el mismo enano incompetente de siempre, señorita Carter.

Ella frunció sus labios pintados de carmín en un gesto desagradable.

—Eres un maldito desagradecido, Rogers —siseó ella—. Me enferma. Jamás encontrarás a nadie con ese comportamiento.

—Me da igual. No es momento para pensar en esas cosas, la guerra ha empezado. ¿Cree que tengo ganas de intimar con usted en estos tiempos que corren? Y aunque estuviéramos en un periodo de paz, usted sería la última persona con la que lo haría —dijo Steve—. Ahora márchese. Déjeme solo.

—Siento lo de la muerte de Erskine —dijo de pronto ella, intentando mostrarse empática pese a lo sombrío y gélido de su gesto—. Estaba muy unido a usted.

Él, dándole la espalda, se bebió lo que le quedaba en la copa de un solo tragó.

—Sí —mintió Steve impasible—. Era alguien muy preciado para mí.

Entonces, en un arranque pasivo agresivo, tiró la copa con furia al suelo y está se hizo añicos sobre sobresaltando a Carter y provocando el estupor en los tertulianos más próximos a la barra.

Steve abandonó el bar dejando a la mujer con la palabra en la boca y se encontró con un temporal de mil demonios. La lluvia de otoño arreciaba fuertemente sobre los metálicos tejados de los barracones. El chapoteo de las gruesas gotas de lluvia producía un estruendo similar al de miles de ametralladoras.

Le traía sin cuidado lo que la gente hubiera podido pensar de aquella violenta reacción. ¿Qué esperaban por parte de él si durante todo ese tiempo le habían hecho caso omiso y tratado como el estiércol? ¿Esperaban encontrar reciprocidad? ¿Confianza? ¿Alguien a quien seguir hasta el final? Maldita escoria, pensó frustrado.

Anduvo por entre las barracas dejando que el agua empapase por completo su uniforme y su cuerpo. Su pelo había empezado a apelmazarse y aquel aspecto de perro mojado le daba un aire triste, solitario. Como un alma en pena que vaga sin rumbo fijo entre las ruinas de un silencioso cementerio de hormigón y metal.

De pronto escuchó voces de varios hombres tras el barracón más apartado. Con lentitud, se aproximó y tras doblar la esquina se topó con una violenta escena débilmente iluminada por la luz titilante de una farola cercana; tres hombres amparados por la oscuridad y cuyos rostros no podían distinguirse bien, le estaban dando una paliza a otro que se hallaba tendido en el suelo embarrado.

—Me das asco, marica de mierda. Todos los de tu condición deberían ser enviados al matadero con los cerdos. —Steve reconoció la voz del hombre que había hablado con Peggy y se precipitó sobre él con la rapidez de un rayo, aportándole de un empujón de su víctima.

—¿Qué está pasando aquí? —exclamó Steve frunciendo los labios con severidad.

Sin embargo, no contaba con lo que iba a pasar a continuación; el desconocido se acercó a la luz y el capitán observó, mientras le cambiaba el gesto al de una desagradable sorpresa, cómo el rival esbozaba una sonrisa imposible de olvidar.

—Vaya, si es el capitán Rogers recién ascendido —replicó con sorna—. Al parecer hoy en día le dan el rango de capitán a cualquiera.

Era el matón de H. El comentario de su infancia en Brooklyn cobró entonces todo el sentido del mundo y pronto Steve Sintió como la bilis acudía a su garganta. Sus ganas de arrancarle el corazón con la mano se renovaron.

—Identifíquese ahora mismo, soldado —dijo Steve con la voz temblona por la ira. Carraspeó e intentó recobrar la compostura.

—Sargento Howard Stark, señor —dijo el tipo cuadrándose de forma burlesca. Sus compañeros le rieron la gracia y eso le insufló más ira a Steve—. ¿No nos hemos visto antes? Me suena tu cara.

—Márchese ahora mismo de aquí —respondió Steve tajante. Si seguía un minuto más frente a él, lo degollaría.

—¿Por qué? ¿Acaso defiende lo que hace esta escoria? —dijo Howard señalando a Bucky, la víctima que había sufrido los golpes y se encontraba en el suelo, desvanecido—. Es un borracho maricón. ¿No es nuestra obligación limpiar el mundo de los de su calaña?

—Se lo repito por última vez, márchese —dijo Steve desenfundando su arma reglamentaria y apuntando directamente a la cabeza de Stark, con un rápido movimiento.

El tipo levantó las manos en señal de rendición y dio varios pasos hacia atrás. Sus amigos lo secundaron.

—Vale, vale. Tranquilo. Ya nos íbamos, ¿verdad? Os dejaremos solos, tortolitos —dijo.

—Mañana reúnase conmigo. Voy a formalizar su consejo de guerra —contestó Steve, hierático. Howard arqueó la comisura en una mueca de asco.

—Lo que usted diga —dijo el otro escupiendo con desprecio y desapareciendo con sus camaradas en la lluvia.

Steve entonces se precipitó sobre el desvanecido cuerpo de Bucky y trató de reanimarlo susurrando su nombre y dándole pequeñas palmaditas en las mejillas.

—Bucky, despierta. Vamos...

Bucky jadeó entreabriendo los ojos y cuando estos se toparon con la oscura silueta del capitán una tímida sonrisa asomó en su boca.

—Les tenía contra las cuerdas —dijo Bucky con voz ronca.

—Ya lo veo —replicó Steve arqueado una ceja mientras lo incorporaba y lo hacía sentarse sobre el terreno enfangado—. ¿Cómo te encuentras?

—Mal. Creo que me echaron algo en la bebida —dijo Bucky masajeándose las sienes—. Dios, esto me servirá de lección para la próxima.

—Tengo que llevarte a la enfermería —dijo Steve.

—No —contestó entonces Bucky todo lo tajante que le permitió ser su estado aún de desvanecimiento—. Si voy y digo el motivo la agresión, me echarán del ejército.

—¿Qué motivo? Bucky, ¿de qué estás hablando?

—Me han pegado por ser maricón, ¿no? —dijo Bucky con una especie de risa irónica—. A estas alturas ya debe de saberlo todo el cuartel.

A Steve le latían las sienes con fuerza y sentía una especie de vacío en el pecho. Bucky estaba confirmando lo que le había oído decir a Peggy. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Decirle que durante todo ese tiempo él también había sentido lo mismo por Bucky o debía continuar con su máscara y evitar que su viejo amigo lo supiera?

—Bucky... Creo que aun así debería verte el médico —dijo Steve poniéndole una mano en el hombro

—He dicho que no es nada. Ya se me pasará —cortó Bucky fastidiado y apartando la mano del otro con un arisco gesto de su brazo—. Eres la última persona que quería que me viese en este estado. No es necesario que te quedes conmigo. Puedes irte, no quiero causarte más molestias.

Steve presionó los labios con enfado.

—No sé por quién me has tomado, pero no pienso dejarte aquí en la lluvia.

—Pues deberías porque no soy una persona cuerda y sana. Quizá lo que tengo sea hasta contagioso...

—No digas tonterías, Bucky. Tú estás perfectamente. Eres una persona normal. No; eres más que normal. Eres un buen hombre —dijo Steve desesperado por hacer entrar en razón al sargento.

—Si fuera un buen hombre no te habría besado aquella vez en Central Park —soltó Bucky mirando a Steve directamente a los ojos con un gesto lleno de pena—. Pero no lo pude evitar. No puedo evitar ser un monstruo y tengo el presentimiento de que te alejarás de mí por ello. Míranos; siempre lejanos y distantes. Siempre separados condenados a no encontrarnos jamás.

Finalmente bajó la cabeza y dejó que su mojado flequillo cayera sobre su cara, empapada de lluvia, sudor y sangre de las heridas de su boca. Steve se alejó unos centímetros de él, incapaz de procesar toda aquella información tan repentina. Quería gritar que él también había pensado en ese beso día y noche y quería hacerlo cuanto antes para librar a Bucky de aquella tristeza que destrozada también el corazón del capitán. Verlo así, dolorido, borracho y con el alma rota por creerse que no era correspondido, era algo que Steve no podía soportar.

—Bucky...

—Siento lo que hice, Steve. Ya sé que no sirve de nada, pero cada vez que lo recuerdo, siento asco de mí mismo —dijo el sargento limpiándose los restos de sangre de la cara con la manga de su camisa rota—. Sentí celos de Peggy porque pensé que te gustaba. Lo malinterpreté y esa noche, que era la primera vez que nos veíamos en días, te dejé solo. Aunque ahora, seguro que no estás solo nunca más.

—No porque haya ganado algo de músculo voy a dejar que los que una vez me ignoraron, se acerquen a mí ahora —replicó Steve contrariado.

—¡Algo de músculo! —exclamó Bucky riendo tristemente—. ¿Pero te has visto? ¡Tienes la fuerza y la belleza de un dios!

—Sigo siendo el de siempre, Buck —dijo Steve entrecerrando los ojos a punto de romper en llanto. Sin embargo, no debía llorar. No debía mostrar ninguna debilidad, ningún sentimiento. ¿No debía? ¿Ni siquiera ante él? —. Nada ha cambiado. Sigues siendo... el único amigo que tengo.

—¿No estás molesto por lo que hice? —dijo Bucky sorprendido—. Aún me sigues considerando tu amigo. ¿Por qué?

Steve acabó por sentarse a su lado, ensuciándose el traje del todo.

—Claro, Bucky. Nunca has dejado de serlo. Es decir, claro que estuve molesto un tiempo, pero estaba más molesto conmigo mismo por no haberte dicho la verdad desde el principio —explicó Steve frotándose las manos para intentar entrar en calor y reprimir sus nervios—. Yo... sí que recuerdo el beso que nos dimos.

Bucky, interrogante, se acercó a Steve y lo miró con fijeza.

—Pero... me dijiste que...

—Te mentí porque me dio vergüenza reconocerlo —dijo Steve girándose para enfrentar la mirada del otro—. Pensé que solo había sido porque estabas borracho y te ibas a disculpar por ello y yo quise quitarle hierro al asunto. Si te hubiera dicho que estaba deseándolo, habrías pensado que estaba enfermo...

Bucky interrumpió a Steve acariciándole el rostro con delicadeza para terminar inclinándose hacia delante y besar sus labios temblorosas y húmedos por las gotas de lluvia. Aquella chispa que había sentido Steve por primera vez en el parque prendió al instante y pronto todo a su alrededor desapareció. Sus espectros le habían dejado solo junto con el hombre del que estaba enamorado. Incluso Hydra parecía ahora una amenaza lejana. Sólo existían ellos, la lluvia y aquel beso tímido que había empezado Bucky.

Entonces este se apartó un momento y se lo quedó mirando.

—Tenías razón —dijo risueño el sargento, algo más recuperado de los efectos de la sustancia desconocida que le habían dado—. Eres el mismo de siempre. Se siente como en casa.

Y Steve no pudo resistirse. Al diablo con su misión de llevar al país a la ruina. Al diablo con su cometido y su legado. Al diablo con el apellido Zemo.

Agarró la cara de Bucky y lo besó con extrema desesperación, como si temiera que desapareciese y todo eso no fuera más que un sueño, y, a continuación, lo abrazó con tanta fuerza que le hizo gemir de dolor levemente. Se apartó sobresaltado.

—Oh, Dios lo siento, Bucky.

—Solo tú te podías disculpar en una situación como esta —dijo él riendo—. Anda, vayamos a algún sitio a refugiarnos.

Steve le ayudó a incorporarse y lo agarró del talle para que caminara con más facilidad.

—Hay un almacén abandonado cerca del cuartel general —sugirió el sargento.

—Bucky, sigo pensado que debería llevarte a la enfermería...

Y nuevamente Bucky lo interrumpió con un beso, sonriendo.

—Ya te dije que no hacía falta. No es grave... Ahora solo quiero estar contigo.

Steve suspiró y sonrió ruborizado.

—Eres idiota.


—Soy tu idiota, que no se te olvide.


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