13. El cruce de dagas

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Oasis Sumido, 270 aps (Escala de presión abisal)

Después de hacer una fogata vigilando los alrededores de cualquier peligro y de asar varios peces para cada persona, nos hacemos hueco bajo el refugio con nuestros bolsos de cuero. No me puedo quitar su mirada de la cabeza. Jamás pensé que podrían existir Cuervos con esa habilidad. ¿O es magia? Estoy furiosa, muy furiosa. Y avergonzada, porque lo desgraciadamente guapo que es lo habré pensado como diez veces cada vez que me propongo analizar sus reacciones y termino perdiéndome en sus rasgos marcados o su mirada intensa. Una intensidad que no sabes si te gusta o si te inquieta. O en su torso musculoso, ese que apretujó contra mi cuerpo para sacarme de la batalla de los Devoracielos.

Oh, sí. Estoy muy furiosa.

Mis pensamientos son míos y llevo demasiado tiempo urdiendo mis planes como para que venga él a entrometerse. Aplasto la mochila con mi mejilla al acurrucarme y cruzo los brazos sobre mis costillas. Las dagas se me hunden en el corsé como la única protección a la que puedo aferrarme en este momento. Siento que el vientre me tiembla del cúmulo de emociones que he experimentado hoy. Y de miedo, lo admito. No por las criaturas que habitan el abismo, sino por el peligro que supone lo que ha sucedido hace un rato. Kowl se alejó en busca de los Jefes de Tropa tras eso y no ha vuelto a aparecer por el oasis. Tengo que estar lista para lo peor.

Cuando creo que sigo manteniendo alerta mis cinco sentidos, varios toquecitos en el hombro me abren los ojos de sopetón y me doy cuenta de que me había quedado dormida.

—Rawen, ¿estás despierta? —me susurra la voz de Gwyn.

Me restriego los párpados pesados y me enderezo sobre mis codos mientras enfoco el oasis en calma frente a mí. En la gran roca anaranjada que hay a unos metros del refugio diviso a Mei y Nadine haciendo guardia, apenas visibles en la penumbra de la noche.

—¿Qué ocurre?

Gwyn está sentada con las piernas encogidas junto a Vera, se lleva un dedo a los labios en un gesto de silencio y me sonríen con complicidad. A mi lado, Nevan ronca con la boca abierta y el ceño arrugado. Pondría la mano en el fuego a que ni soñando deja de protestar.

—Le estaba diciendo a Vera que me gusta mucho tu trenza. —Gwyn se recoge entre los dedos algunas ondas rubias—. Ya ves lo rebelde que es mi pelo.

—¿Nos peinarías algunas trencitas? —me pregunta Vera sacudiéndose la melena pelirroja.

Pestañeo confusa. Si alguna de las doncellas en mi hogar me hubiese despertado para que le haga una trenza, habrían acabado sirviendo a otro señor que no fuera el general Harold. Sin embargo, intento tomármelo con el mejor humor posible, puesto que no debería de haberme dormido en primer lugar.

—¿No sabéis haceros trenzas? —inquiero, luchando por mantener un tono amable.

—Sí, sí sabemos —me responde apresurada—. Es que... no podemos dormir.

Arqueo una ceja. Me pregunto si Vera sabe lo mal que se le da mentir.

—En realidad, queríamos hablar contigo y conocerte mejor —confiesa Gwyn y los mofletes se le ruborizan al instante—. Nos caíste genial desde que le plantaste cara a Arvin en la garita.

La situación es tan extraña e imprevisible para mí que tardo unos segundos en percatarme de que ambas están siendo sinceras. Me incorporo con cuidado de no despertar a mis compañeros, que sí están aprovechando su tiempo libre para descansar, y acepto su petición esbozando una sonrisa a duras penas.

—Solo me dejé llevar por mi mal carácter —me excuso recordando al imbécil de Arvin machacando mi brújula bajo su bota.

—A nosotras nos pareciste muy valiente.

—Arvin me da bastante miedo —murmura Vera encogiéndose de hombros.

—Pues a mí me aterra Dhonos. ¿Qué clase de persona se presenta voluntaria a la expedición después de haber sobrevivido a la primera?

¿Qué clase de persona se enfrentaría a la muerte una segunda vez por voluntad propia? Sonrío cínica, dándome por aludida.

—Una persona retorcida y suicida —digo.

De repente, alguien a mi espalda se remueve y suelta un ronquido que nos eriza la piel ante la idea de que haya sido Dhonos al habernos escuchado. Falsa alarma. Solo es Kirsi sufriendo alguna pesadilla por cómo arruga la cara en una expresión de terror.

—¿Queréis una trenza como la mía o...?

—Un par de ellas, finas.

—Está bien.

Aún no puedo creerme que me hayan despertado para semejante tontería. Me coloco detrás de Gwyn y empiezo a entrelazar finas hebras rubias mientras me convenzo de que es la oportunidad perfecta para ganar aliadas aquí dentro.

—¿No tenéis la sensación de que en el abismo nuestros deseos se emborronan?

—Creo que te entiendo. Como si los deseos que teníamos en el exterior perdiesen importancia —afirma Gwyn moviendo la cabeza. Varias hebras escapan y me inflo los pulmones de paciencia—. Mi deseo siempre ha sido ser Sanadora en la Corte Real para ofrecerle mi magia a los exploradores que sobreviven al abismo.

—Es decir, tu deseo es trabajar una vez cada cinco años —se burla Vera y a ambas se nos hinchan los mofletes de la risa que nos esforzamos en reprimir.

—Porque también quiero casarme, tener muchos hijos y tener tiempo para dedicarme a mi familia —dice enfurruñada—. Ningún trabajo en Khorvheim está tan bien pagado como ese ni te da tanta libertad.

—¿Y ya no quieres nada de eso?

Termino de atarle las dos trencitas con algunas hierbas secas que he encontrado en el suelo y Vera intercambia el lugar con Gwyn, que no parece tener muy clara la respuesta.

—Supongo que sí, pero aquí... —Esconde la cara entre sus brazos cruzados sobre las rodillas—. Es como si el abismo jugase con mis sentimientos. No puedo dejar de pensar en un chico. Me gusta desde hace un par de años, cuando ambos íbamos a la Escuela de Cuervos, aunque él asistía a un curso superior.

—Xilder Tyropher —me revela Vera ladeando el rostro con una sonrisilla.

—Es como si todos mis deseos se viesen opacados por...

—El abismo sabe lo que quieres en el fondo de ti. —La voz me escala la garganta desde una parte tan honda de mí que me asusto de mis propias palabras.

—¡Claro, tiene sentido! Tu deseo oculto tras todos los demás era el amor, Gwyn.

Unos gruñidos en la otra punta del refugio nos mandan a callar. No les quito razón, deberíamos estar dormidas para ser efectivas y no un lastre al amanecer. Hace rato que el sueño se ha vuelto plomo en mis párpados y el hecho de no ver a Kowl por ninguna parte empieza a importarme cada vez menos. Debo descansar todo lo que pueda hasta que llegue mi turno de guardia. Me apresuro en trenzarle el segundo mechón pelirrojo a Vera, se lo ato y ella se ajusta las gafas regalándome una amplia sonrisa al girarse.

—Gracias, Rawen. Eres la mejor.

—Eres todo un descubrimiento —comenta Gwyn guiñándome un ojo.

Les sonrío en respuesta y nos disponemos a dormir. En un par de horas me toca hacer guardia, así que me acurruco de nuevo apoyando la cabeza en mi mochila y procuro conciliar el sueño mientras pienso en padre, en cómo se habrá tomado mi partida o la carta que le dejé en mi escritorio. Pienso en el disgusto que habrá sufrido al perder a la última hija que le quedaba, en su decepción y en cómo hablarán de mí en la muralla de Mhyskard al no haber hecho mi juramento como guerrera. Padre abofeteará a quien sea si lo encuentra mancillando mi honor con palabras, aunque las crea ciertas en su corazón. Pienso en Rawen Kasenver, en sus sueños rotos, en las partes amoratadas de su cuerpo por nuestro enfrentamiento y en mi traición, que la estará haciendo llorar hasta la madrugada. También imagino la desesperación con la que habrá acudido al Consejo de Expediciones para informarles de que hay una intrusa en la expedición.

Es una pena para ella que nunca le revelase mi nombre completo o mi apellido.

Y que nadie pueda bajar a este lugar para detenerme, porque los humanos no soportan la energía del abismo sin las reliquias que portan Nadine y Arvin. Cierro los ojos arrebujándome en la capa, sumiéndome en la culpa por el daño que les habré hecho a las pocas personas que aún quiero y en la satisfacción de saber que nada podrá frenarme ahora.

—Rawen, es tu turno —me anuncia alguien al oído.

He dormido tan profunda que me cuesta despegar los párpados y saber qué día es. Dónde estoy. Quién huele a esas flores de colores vívidos del oasis. Me sacude el hombro y emito el mismo gruñido que solía dedicarle a padre cuando nuestros días libres coincidían y me preparaba el desayuno. El rostro pecoso de Tyropher aparece delante de mí. Entiendo que a Gwyn le guste, es guapo y tiene una sonrisa por defecto que los hace encajar a la perfección.

—Hueles a mi infancia, Tyro... —digo somnolienta.

—Vamos, qué dices. Levántate. Kalya está sola allí.

Acepto su mano para erguirme, notando el calambre de cansancio en cada músculo de mi cuerpo, me cuelgo la mochila al hombro y le doy una palmadita en la espalda a Tyropher para agradecerle que me haya despertado con tanto tacto. Kalya está en lo alto de la roca anaranjada haciendo danzar una daga corta entre sus manos. Sus ojos rasgados, ensombrecidos por el flequillo recto negro, me estudian un breve instante y luego escupe un resoplido al clavar la hoja en la roca para poder ajustarse la coleta alta. Yo también resoplo al hacerme hueco a su lado y concienciarme de que me esperan varias horas soportando el sueño que me pica hasta en las pestañas.

—¿Ninguna amenaza por el momento?

—Este oasis es un maldito remanso de paz.

—Ensartar a una bestia es más entretenido que mirar a las musarañas —ironizo recordando las largas guardias que hacía en la formación de guerrera.

—Tú misma lo has dicho.

La observo con disimulo. Su belleza oriental escasea en Mhyskard. Por alguna razón, los linajes orientales decidieron migrar a Khorvheim incluso después de que la isla se dividiese en dos territorios. Y su parecido a Mei Phiana'rah es tan evidente que resulta imposible ignorar que deben de compartir lazos familiares de algún tipo.

—¿Mei es tu hermana?

Kalya no se corta en fulminarme con la mirada.

—¿A qué viene esa curiosidad? ¿Saber eso te salvará la vida aquí abajo?

Puede que no sea igual de impredecible que Dhonos, aunque sí comparten la ausencia de simpatía, que empiezo a pensar que es un requisito indispensable para formarse como Guardián en Khorvheim.

—Solo estaba pensando en que tenéis el mismo apellido.

—Somos primas —masculla de malas maneras.

Me lo imaginaba, pero no lo entiendo. El hecho de meter en el abismo a familiares y la alta tasa de probabilidad de que una de ellas muera durante la incursión es lo contrario a efectivo en estrategia general. Se arriesgan a que una víctima caiga detrás de la otra. O quizá soy yo, que estoy dándole demasiadas vueltas a una tontería. Las llamas de la fogata han quedado reducidas a brasas, e iluminan la zona con un tenue resplandor anaranjado que me evocan a la chimenea de mi hogar. La quietud del oasis es tan aburrida que cambio mi foco al cuerpo de Kirsi sacudiéndose mientras sufre alguna pesadilla, antes de comenzar a sollozar. Los demás están demasiado cansados como para preocuparse de la niña estirada del grupo.

—Kirsi Kegelrich, la chica que caga oro y que solo está aquí para cumplir los deseos de su papi —comenta Kalya de forma despectiva y arruga la nariz en un gesto de repulsión—. ¿Le has visto el dedo índice?

—No la he visto escribiendo, si te refieres a eso.

—La punta de su dedo se transforma en la punta de una pluma, se afila y expulsa tinta. En otras palabras, una abominación. ¿Qué clase de magia puede ser esa?

—La tinta de la verdad.

—Eso dicen, habrá que verlo para creerlo —espeta poniendo los ojos en blanco.

Eso pienso yo. Por mucho que insistan en que las Informantes, todas femeninas y descendientes de un mismo linaje, solo pueden escribir la verdad con la tinta de su sangre, me cuesta creer que una humana con emociones pueda ser tan objetiva con la realidad que vive. ¿Acaso no fue una Informante la que redactó que la causa del ataque de aquel Cantapenas se debía a una grieta en el sello del abismo? Entierro las uñas en mis manos al cerrar los puños con esa rabia que llevo conteniendo cinco años. No se me olvida que, entre los asesinos de mi hermana, escuché una voz femenina, y me planteo la posibilidad de que haya bajado al abismo con el Príncipe. Fueron pocos segundos, pero vi cómo luchaba contra Orna. Podría reconocerla. Nada me gustaría más.

—Kalya —la llamo. Sus ojos oscuros se mueven despacio hacia mí, astutos y malintencionados como si ya supiese lo que voy a decir—. Te desafío a un duelo.

—¿Una cartógrafa desafiando a una Guardiana?

—Ambas tenemos dagas. Si prefieres subestimarme por un título, es tu problema.

Las comisuras se le estiran en una sonrisa ofendida. Le echa un vistazo a nuestro alrededor y luego al refugio. Creo que, si en algún momento se ha preocupado de no hacer ruido para no despertar a nuestros compañeros, deja de hacerlo. Salta de la roca y desenvaina la daga con la que estaba jugueteando hace unos minutos. La sigo y me coloco enfrente disimulando mi postura habitual de lucha.

—¿Eres una suicida cuando te aburres? —me pregunta con una mezcla de lástima y arrogancia en la mirada.

—No me gusta perder el tiempo —respondo extrayendo mi arma de las costillas del corsé.

—Tu desafío, tus reglas. Elige el golpe de derrota y que el destino hable.

—La muerte o la rendición.

—¿Estás tarada?

—Yo no he sido quien ha aceptado el desafío.

Kalya abre los ojos chispeantes, confundida, estimulada. Sé que es una chica orgullosa, que asume que ser Guardiana la hace superior al resto por tener habilidades físicas más desarrolladas. No se rendirá por voluntad propia, tampoco irá a matar, pero yo la llevaré al límite. Porque también sé pelear. Será la única manera de ver cómo pelea de verdad. Cómo mata. Necesito comparar sus movimientos con los que recuerdo.

Siempre me he preguntado cómo sería el enfrentamiento entre una Guardiana de Khorvheim y una guerrera de Mhyskard.

—Que el destino hable —dice.

Doy varios pasos lentos, examinando el espacio libre que tenemos, contando en mi mente cuántos pasos más podría dar en caso de necesitar retroceder. La sombra de los árboles se retuerce por el suelo arenoso. Adopto una postura lateral para ser un blanco difícil de alcanzar, poder esquivar mejor los ataques de Kalya y tener una visión periférica del entorno, y empuño mi daga con la mano dominante, apuntando a mi oponente.

—Me portaré bien —canturrea elevando la daga a la altura de su nariz afilada para adoptar su postura de inicio. En el reflejo de su hoja veo el brillo de malicia que le cruza la mirada.

—Espero que no te excuses en eso cuando pierdas.

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