34. Los fantasmas de nuestras familias

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Arcos Perdidos, 949 aps (Escala de presión abisal)

He perdido la cuenta de la cantidad de escalones que he pisado a estas alturas y mis talones sobrecargados me lanzan punzadas hasta las rodillas.

Lo peor es que, de no ser por esos pinchazos, ya no sentiría los pies. El descenso de esta última columna se está convirtiendo en un camino sin fin. Hace un buen rato que pasamos el piso cero y continuamos bajando escaleras hacia plantas sin viviendas ni un número en la pared que nos indique cuánto falta para hallar la salida, aunque cada peldaño es un recordatorio de lo lejos que estamos de la superficie. Nadie se atreve a quejarse porque estar vivos ya es un milagro de por sí, sobre todo ahora que la ausencia de Tyro pesa sobre el grupo como un manto de plomo. Sacudo la cabeza cada vez que pienso en la inminente muerte por inanición de sus padres o en el Khanasomet especiado al que quería invitarme mientras me narraba los descubrimientos que había hecho y anotado en su libreta de criaturas. Me palpo el bolso con amargura y suelto un suspiro, hastiada. Al menos, conseguí rescatar su cuaderno.

Me fijo en las manchas que me cubren las botas. Luego, abro los dedos y veo el oscuro carmesí incrustado en el relieve de mi piel. La sangre del Picafauces se ha secado y aún no puedo creerme que lo haya asesinado con mis propias manos. El corazón me vibra hambriento cuando recuerdo el instante en que le arrebaté la vida. Ahora que prima la supervivencia individual, me alegro de que mis compañeros no me viesen hacer eso. De hecho, les he contado que me escabullí gracias a la niebla y que la sangre pertenece al cadáver de Tyro. Prefiero que me subestimen, que nadie sepa de lo que soy capaz por sobrevivir o por defender a los que me importan, y que si llega el momento de enfrentarme a quien sea, no conozca mis fortalezas.

Porque quien conoce tus fortalezas tiene el poder de combatirlas.

Y eso me convertiría en un blanco fácil y previsible.

A partir de una planta indeterminada, el aire del ambiente se torna denso, cargado de una humedad pegajosa que se nos adhiere a los pulmones y nos obliga a hacer un esfuerzo extra en cada respiración mientras observamos atónitos cómo las paredes lisas de los pasillos anteriores van dando lugar a otras sin baldosas, agrietadas y pedregosas. Conforme profundizamos, nuestro alrededor se va oscureciendo hasta que nos engulle la sensación de claustrofobia. Apenas divisamos las siluetas de los demás y el suelo ha dejado de reverberar nuestras pisadas porque se nos ha empezado a acumular tierra bajo los zapatos. De pronto, las escaleras se acaban, el pasillo se estrecha. Avanzamos en fila por un pasadizo que parece querer cerrarse sobre nosotros. Oigo a Dhonos discutir con Nadine que ya deberíamos de haber encontrado el portón de salida y que hace diez años él no estuvo en este lugar. Yo tampoco me fío de este camino. Pego mis manos a los lados y noto cómo la superficie rocosa y húmeda me araña la piel. El pasillo se ha estrechado tanto que apenas hay un par de centímetros de distancia entre mis hombros y las paredes rocosas.

Es como bajar al inframundo.

No hay mapa que nos guíe ni luz que nos permita ver. La sensación de claustrofobia unida a la incertidumbre hace mella en todos. Nuestros alientos sofocados rompen el silencio cuando Nadine profiere un quejido porque algo afilado le ha atravesado el brazalete de cuero. De pronto, el grupo enmudece al atisbar la luz tenue que se filtra al fondo de este pasadizo. Nos apresuramos en recortar la distancia con esa posible salida mientras el espacio va reduciéndose hasta que tenemos que posicionarnos de costado para poder seguir avanzando.

Es una enorme grieta abriendo la roca.

Nadine no duda en dar el primer paso en cruzarla. Tras ella, vamos saliendo de uno en uno y, al atravesarla cuidando que la superficie no me cause ninguna herida en la piel descubierta o rasgue el tejido de mis prendas, la luz cegadora del exterior me deslumbra durante unos segundos. Cojo una bocanada de aire perfumado que me embota el olfato. Me cuesta adaptarme a la iluminación, pero en cuanto lo hago contemplo maravillada el bosque que se despliega ante nosotros. Los árboles, cubiertos por una capa de musgo esmeralda, se alzan impetuosos hacia el cielo en copas frondosas que se mecen al compás de la brisa fresca, desde donde se cuelan diminutos rayos del atardecer y se difuminan en un resplandor plateado por el velo de neblina que nos rodea. Me deshago de los tapones de oídos enseguida. El silencio del bosque solo es interrumpido por el murmullo del viento y los gemidos de alivio de mis compañeros.

No soy la única que trata de convencerse de que este paisaje es real. Vera me imita pisoteando repetidas veces la alfombra de hojas caídas y ramitas retorcidas que se extiende a nuestros pies. Por un instante, su sonrisa me contagia la ilusión de lo que significa estar lejos de esas bestias voladoras. Sin embargo, la alegría de haber escapado a los Arcos Perdidos se esfuma de repente, cuando divisamos un par de siluetas a unos metros de nosotros y se nos congela el pecho.

—¡Eh, chicos! ¿La otra bifurcación también tenía salida? —nos grita Kalya mientras se da palmaditas en los hombros y se acerca con Arvin al lado.

Nadine trastabilla al retroceder un paso, amedrentada, y es Dhonos quien le sujeta los hombros desde atrás con la misma expresión desencajada que debemos tener el resto. Delante de mí, Kowl se lleva la mano despacio a la empuñadura de su espada.

—¿Qué hacéis... aquí? —inquiere Nadine con la voz ahogada.

—Nuestro camino tenía un agujero en el suelo —explica Arvin sacudiéndose la media melena rubia entre los dedos—. Rodamos por un túnel repleto de ramas y mierdas que me han roto la camisa.

—Es un alivio que ambas bifurcaciones tengan salida, porque no habríamos podido subir de vuelta —dice Kalya dirigiéndose con los brazos abiertos hacia Mei para abrazarla, hasta que ver su nuevo corte de pelo la detiene en seco—. ¿Qué diantres te ha pasado?

Me planteo la posibilidad de que el cansancio me esté jugando una mala pasada, de que estas dos personas que dábamos por muertas o perdidas sean una mera alucinación, pero me temo que no lo es. Una punzada de fastidio se me hunde en el pecho. Aunque no le había dado importancia en el momento porque ya los habíamos dejado atrás, tener de vuelta a Arvin y al dúo de primas no me hace ni pizca de gracia. Tras un segundo de desconfianza, Nadine suelta el aliento contenido y corre a abrazarlo hundiendo el rostro en su cuello. Arvin titubea, pero termina apretujándola contra él ampliando los labios en una sonrisa incrédula.

—¿Hace cuánto que habéis llegado? —les pregunta Kowl en tono pétreo.

Yo también me lo pregunto, sobre todo teniendo en cuenta la apariencia tan fresca que tienen los dos pese a la vegetación que se les ha incrustado en la tela de las vestimentas. Arvin hace un mohín de duda antes de estrecharle la mano a Kowl, que relaja la tensión en sus hombros ante un gesto que solo parecen entender los dos.

—¿Minutos? —contesta el rubio en una risotada, como si fuera obvio—. ¿Qué demonios os pasa?

—Nosotros llevamos... días —dice Nadine apartándose de Arvin para señalarle la grieta por la que hemos llegado— cruzando los Arcos Perdidos.

—¿De qué estás hablando? —Arvin vuelve la mirada a ella y luego a todos nosotros, uno por uno, analizando el horrible aspecto que tenemos—. ¿Es una broma?

El silencio fúnebre del grupo habla por todos. Sus rostros empiezan a empalidecer al percatarse de la gravedad del asunto y Nadine sigue tan aterrada como el resto cuando les resume el calvario que hemos vivido estos días y las dos bajas que hemos sufrido. Incluso les enseña las barritas restantes en su bolso. Sí, esto debe de ser una broma, porque cuando nos giramos para inspeccionar la grieta que hemos atravesado para llegar al Bosque de los Anhelos, nos encontramos con una vasta pared de piedra grisácea repleta de hiedras retorcidas, tan ancha y alta que es imposible definir dónde termina. Este no es el aspecto que tenía ninguna de las columnas de los arcos anteriores.

—¿Por dónde habéis venido?

—Ya te lo he dicho. Había un agujero que...

—Os habéis saltado los Arcos Perdidos —deduce Kowl—. Vuestra bifurcación era un atajo.

—Os dije que la desgracia nos acompaña desde el principio —salta Dhonos en un gruñido exasperado y se aleja del grupo con las manos en la cintura para pasear en círculos erráticos con la vista clavada en los crujidos de las hojas.

Está claro que el reencuentro le hace la misma poca gracia que a mí, aunque él no se esfuerza en ocultarlo porque su peliaguda relación con Arvin y con la prima de Kalya ha sido evidente desde el principio.

—¿Cómo es eso posible? —inquiere Kalya y el ceño le tiembla al arrugarse—. Kirsi, ¿sabes algo?

—No —responde la chica echándoles una ojeada a los informes entre sus manos—. Jamás se han registrado atajos, elusión de niveles o diferencias en el transcurrir del tiempo... al menos, dentro del abismo —explica observándonos a todos, aunque ha agachado la vista antes de desvelar eso último.

Y me temo que es por miedo a que nos surjan más preguntas que no debería responder.

—Kirsi —la llama Vera, con un velo de horror cruzándole la mirada—. Cuando salgamos del abismo, ¿cuánto tiempo habrá pasado?

—Eso es... incierto.

—¿Por qué no se nos informó de esto en ningún momento? —se exalta Thago.

—¡Porque es incierto!

—¡Pero...!

—La última vez habían pasado varios meses. —La voz de Dhonos nos interrumpe resonando en el espacio abierto entre los árboles—. Nuestros diez días en el abismo fueron casi cuatro meses en la superficie.

Thago se tropieza con una rama rota del suelo y cae de espaldas, blanco como la tez petrificada de Nevan. De ser cierto lo que ha dicho Dhonos, puede que ya hayan pasado un par de meses ahí fuera. Que incluso los padres de Tyro, a los que él pretendía salvar con un buen puesto en la Corte Real, ya se hayan muerto de hambre. Si a mí, que no tengo intención de salir viva del abismo, se me retuercen las entrañas provocándome una intensa arcada, no quiero imaginar cómo se sentirán mis compañeros. O cuánto tardarán sus familias en darlos por muertos y llorar sobre lápidas vacías, sin saber que para nosotros no han pasado ni diez días.

Vera me rodea un brazo, conteniendo el llanto, y veo en sus ojos el terror de haberse convertido en el fantasma de su familia. De pronto, se distingue una diferencia abismal entre nosotros que divide la tropa en dos bandos: los que más tienen que perder ahí fuera se derrumban mientras que otros contenemos nuestra reacción porque unos meses no nos cambiarán la vida. La desesperanza ya nos acompañaba de antes.

No tenemos nada que perder.

Pienso en mi padre, en cuántos días habrá vivido ya sin mí y en si habrá conseguido rehacer su vida, y miro de reojo a Dhonos, que discute con Nadine y Kirsi en cuchicheos. No lo culpo de habérnoslo ocultado; habría sembrado el caos y dudo que el número de voluntarios para bajar al abismo fuese tan alto si esa información saliese a la luz. Pero entiendo que él fuera era el único en la tropa maldiciendo cada minuto que desperdiciábamos aquí dentro. Hay otros que tampoco reaccionan, como Kowl, Nadine y Nevan, aunque es difícil predecir sus razones porque, por algún motivo, siento que todos nos hemos vuelto peligrosamente impredecibles desde que hemos pisado este bosque. No, desde la aparición de Arvin y Kalya. El cinismo tira de mis comisuras.

¿Acaso hay alguien de rango mayor en quien podamos confiar?

Nevan tenía razón.

El abismo se encarga de arrebatarnos la cordura, la esperanza y todo cuanto nos quede para que al final nos abandonemos a la idea de renunciar a la vida. Muchas veces he comparado este lugar con el infierno. Hasta entonces era una metáfora. Ahora descubro que es la cruda realidad.

Nadie dice nada de camino a las profundidades del bosque y, si lo hacen, no me entero porque estoy absorta en mis pensamientos. Solo continúo la estela de pasos en la tierra musgosa, atenta al comportamiento de mis compañeros por si ellos divisan cualquier amenaza en el territorio mientras me mantengo cerca de Nevan y me aferro a Vera como si en realidad fuera yo quien la consuela en silencio.

Al cabo de un rato, cuando empieza a caer la noche, deciden que la mejor idea es detenernos en un claro del bosque para encender una hoguera, calentarnos y descansar un rato antes de seguir al amanecer, puesto que la mayoría de las criaturas de este nivel son Soplones, unos búhos que acechan a sus víctimas de noche y las detectan por la temperatura corporal de cada una en movimiento.

—Generar un campo de calor en una zona mediana será suficiente para camuflarnos hasta que vuelvan a entrar en estado de letargo —nos explica Nevan a las dos en cuanto nos disponemos a buscar ramitas secas en la zona, consciente de la locura que nos parece encender una fogata en medio de un bosque del cuarto nivel—. Es lo más seguro durante la noche.

Luego, Nadine se arrodilla frente al altar de ramas, hojas caídas, trozos de corteza y hongos secos y saca un pedernal de su bolso con la mandíbula tensa en una mueca de concentración mientras los demás formamos un círculo en torno al cúmulo de materiales que primero despide un débil humo y después comienza a crepitar alimentándose de la madera. El resplandor del fuego no tarda en reflejarse en nuestras miradas exhaustas. Vera se ha sentado a mi lado con su libreta entre las piernas cruzadas, dibujando en el mapa el camino que nos ha traído hasta aquí. Nevan a mi izquierda se limita a abrazarse las rodillas con la vista perdida en la ondulación de las llamas que, por un momento, engullen el claro de sus ojos como si pasasen a formar parte de él.

—No me jodas —exclama Kalya echándole un vistazo al informe que está redactando Kirsi—. ¿Xilder ha muerto atravesado por un Picafauces?

—No tuvo la suerte de tomar tu atajo —se mofa Mei y, a diferencia de algunos que la fulminamos en silencio, Kalya le ríe la gracia.

—A Gwyn la asesinó un Sacránimo —le cuenta Kirsi sin detener el movimiento de su dedo sobre la hoja.

Los hombros de Vera se contraen rígidos a mi lado. Se acaricia la pulsera, esa trencita rosada por la sangre de Gwyn, y suelta un suspiro tembloroso antes de continuar el boceto del camino.

—Cabe mencionar que, de haber sido por Dhonos, yo también sería una baja ahora mismo —canturrea Mei.

—¿Por qué dices eso?

—No lo sé, pregúntale a él, que ha intentado matarme en varias ocasiones.

Ante la mala cara de Kalya, mis ojos sobrevuelan los rostros de mis compañeros hasta enfocar a una persona en particular. No a Mei, sino a Dhonos. Sé lo que está buscando ella y él debe de saberlo también, porque decide ignorarla pese a que la piedra con la que estaba afilando la hoja de su espada se le escurre entre los dedos.

—¿Dhonos? —inquiere Kalya en tono desafiante.

—Justo por lo que acaba de hacer tu prima —interviene Kowl con la misma amenaza intrínseca en su voz—. Hablar de más.

—No es motivo para asesinar a alguien.

—Por eso sigue viva —masculla Dhonos hundiendo la piedra en el suelo de un manotazo.

—Cuida tu lengua en mi presencia —lo advierte Kalya—, será tu cabeza la que ruede como le pongas las manos encima.

El comentario queda suspendido en el aire como una daga a punto de salir precipitada en cualquiera de las dos únicas direcciones. Nadie hace nada. Dhonos no responde, aunque alza la mirada con el odio contenido torciéndole el semblante y la atmósfera se carga de hostilidad al instante. A pesar de que no es de mi incumbencia, sueño con el día en que Kirsi redacte la baja de Mei Phiana'rah en sus informes. La manera en que reprime una sonrisilla de superioridad al haberlo enfrentado a Kalya me revuelve el estómago y hace que las dagas me ardan furiosas en el corsé, deseosas por arrancarle esa sonrisa de golpe.

Incluso el sonido del crepitar del fuego me molesta.

Cuando me percato de que los nudillos de Dhonos están blancos por la fuerza con la que está sujetando el mango de su arma, no lo soporto más.

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