31/10/16, Barcelona.

—Cuéntame de nuevo esa leyenda, mami —pidió aquel niño de adorables pecas con las manos juntas.

—Alberto, ya te la he relatado más de mil veces —dijo su madre mientras se acomodaba en el sillón de la sala.

—¡Es que me gusta mucho! —insistió. La muchacha rodó los ojos, pero segundos después, sonrió con dulzura.

—Está bien, tú ganas. —El pequeño saltó con entusiasmo y se apresuró a colocarse al lado de su progenitora. Ésta respiró profunda y serenamente, lista para repetir la historia que le contaba a su hijo todos los otoños desde que nació—. Hace muchos, muchos años, un día a finales de octubre, un grupo de jóvenes decidió salir a explorar los lugares donde harían truco o trato el treinta y uno. Se acercaba Halloween y estaban hambrientos de aventura; soñaban con encontrar algún fantasma deambulando por las calles o un zombie saliendo de las tierras donde lo habían enterrado cuando falleció. La mayor de la pandilla propuso ir a visitar un edificio a las afueras de la ciudad con muy buena fama por sus dulces, así que aceptaron; debían estudiar los sitios donde pedirían chuches antes de atacar para que no hubiera decepciones.

La chica se encontraba pensativa, acariciaba el cabello castaño de su hijo con suavidad, pero su vista no se apartaba del gran ventanal que tenía enfrente, en el cual rebotaban gotas de agua debido a la tormenta que se aproximaba.

Ella ya había vivido ese día, ese en el que comenzó y, al mismo tiempo, terminó la aventura.

Y todo por culpa del maldito piso 13.