LO QUE DURA UNA ESTACIÓN

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Me dijiste una vez que las continuas esperas a las que te sometía te enseñaron a replantearte el tiempo. Tus días ya no duraban lo mismo que duraban los días de los demás. Tus semanas eran una prolongación arbitraria de una despedida, de un "hasta pronto". Incluso llegaste a pedirme que trazara un calendario, que dividiera solo para ti, y en pedazos que nos acomodaran a ambos, los días, las semanas, los meses y los años. En momentos así demostrabas que me creías capaz de todo, menos de irme para siempre. 

De tanto que me preguntaste terminé diciendo que me iría durante una estación y luego, al volver me quedaría una estación o una estación y media. Quizás, si las cosas salían bien, dos estaciones. 

-Pero, ¿cuánto dura una estación?- preguntaste, intuyendo que nada tenían que ver con las hojas quebradizas del otoño o las lluvias de pétalos de la primavera. 

-No lo sé. Tú decide- te dije y te tardaste lo que otros llaman dos días en darme una respuesta. 

-Midamos las estaciones con libros. Cuando llegues me leerás uno en voz alta y te irás cuando el libro se termine. Luego, cuando no estés, yo leeré otro y volverás cuando lo termine. 

Respondí a tu idea con una sonrisa, la primera de muchas largas sonrisas que aparecerían en mi rostro durante las innumerables estaciones que compartimos. Sonreía cuando me veías llegar y de inmediato ponías un libro de muchas páginas entre mis manos para que comenzara la lectura. Y también sonreía cuando me despedías con aquel que leerías en mi ausencia: siempre de poca extensión, libros que empezabas y terminabas en lo que los demás llaman una tarde, obligándome a volver.

Por muchas estaciones, tu tiempo y el mío se acoplaron. Mis sonrisas iniciaban con el libro que leíamos juntos y terminaban con la primera de las palabras de solitaria lectura que salía de tu boca. Me iba solo cuando tú lo permitías y volvía sabiendo que así lo habías dispuesto. Pero con el correr del tiempo, usando el concepto vago que usan todos, los libros que preparabas solo para ti comenzaron a ser tan largos como aquellos que leíamos juntos. 

Desde entonces mis períodos sin sonreír se sentían, a mi juicio, como un libro en blanco cuyas muchas páginas debía hacer girar, una tras otra, sin que nada me dijeran. 

Cuando se acercaba el final del enésimo libro que leíamos juntos, te pregunté por ello, por la extensión de tus libros y de los nuestros. Me miraste con ojos repletos de una espera ya satisfecha o, lo entendí después, con otro tipo de espera reemplazando a la antigua. 

-Las estaciones sin ti son más largas ahora- dijiste.

-Sí, lo sé. ¿Por qué son más largas ahora?

-Porque me preparo para la estación de la que no volverás. 

-Yo siempre voy a volver.

Sonreíste. No como lo hacía yo, sino al contrario, como el negativo de una fotografía. De golpe tomé consciencia de ti y de mí, de tu espera que se acortaba y de la mía que solo estaba por iniciar.  


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