Capítulo 1

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En las misteriosas tierras Rumanas, hay un lugar perfilado por escarpadas montañas, encapotados valles y densos bosques envueltos en un aura enigmática, conocido como Transilvania y allí, a la sombra de los Cárpatos, se yergue la ciudad fortificada de Sighisoara donde la realidad y el mito se entrelazan narrando una única historia...

Algunos decían que había sido la niebla que envolvía a la ciudadela desde hacía días, la responsable de traerlo de vuelta, porque la oscuridad alberga cosas aterradoras y la bruma obstaculizaba el paso de los rayos solares ensombreciendo el panorama. Otros, en cambio, afirmaban que eran las pesadas cadenas del pasado las que nunca lo dejaban marcharse del todo de esas prístinas tierras que lo vieron nacer —y «renacer» si cabe—. Cualquiera fuese la causa, los rumores concordaban en que «Vlad Dracul», más conocido como el Conde Drácula, había regresado y no había vuelto solo, sino en compañía de aquel maldecido hijo de la licantropía: el Hombre Lobo.

Nunca me consideré un individuo supersticioso, razón por la cual mi propiedad no estaba resguardada con ningún tipo de ritual sobrenatural de protección, al contrario que las de la mayoría de la gente del pueblo, cuyas entradas eran lavadas con agua bendita a diario y decoradas sus puertas con collares de ajo y crucifijos. Incluso los pobladores más fanáticos y osados llevaban a cabo una morbida ceremonia cuando perdían a un ser querido: cortaban la cabeza de sus difuntos y le prendían fuego para luego proceder al entierro, mientras clamaban plegarias por el descanso eterno del alma. Todo a fin de que el cuerpo no volviera a levantarse de la tumba convertido en «algo» más.

Me volví creyente, sin embargo, después de aquella maldita llamada de WhatsApp.

Debí sospechar que algo andaba mal desde que el celular captó señal de Wifi un lunes, cuando de casualidad se conectaba los sábados. Pero, pese a aquella «señal» (metafórica y literalmente hablando) la conversación había transcurrido con total normalidad:

—Buenos días—respondí a la brevedad.

—Buenos días, ¿hablo con el dueño de la taberna «La copa escarlata»?—inquirió mi interlocutor. Por el acento advertí que se trataba de un oriundo, quién además poseía cierta distinción.

—Así es. Soy Cosmin Ionescu, ¿en qué puedo ayudarlo caballero?

—Estaba interesado en la adquisición de su establecimiento, si aún sigue en venta—expresó, sin mayores presentaciones, yendo directo al grano.

Su interés me generó un gran entusiasmo, ya que llevaba largo tiempo intentando vender sin el menor éxito, y quizá fuese aquel sentimiento el que me motivó a acceder a una entrevista inmediata, sin hacer más preguntas por esa vía.

Al poco tiempo, tuve a los compradores —porque el que me habló por teléfono vino acompañado de un socio—en la puerta de mi local.

Fue recién en ese momento que reconocí a los monstruos, aunque se presentaron en su forma humana por supuesto. No obstante, el ojo entrenado sabe distinguir a un demonio, y yo había sobrevivido varios gobiernos como para reconocer a los leviatanes que estaban parados frente a mí con la insólita propuesta de comprar mi vieja taberna para transformarla en un moderno restaurante.

Cualquier ápice de expectativa se diluyó ante el descubrimiento de su condición monstruosa. Además comenzaron a surgir interrogantes. ¿Por qué individuos con sus características deseaban poner un negocio de tal calibre en aquel lugar?

Lo cierto era que mi edificio se encontraba emplazado en la zona más recóndita de la ciudadela, cercana al bosque y aunque tenía el mejor vino a sus destartaladas puertas solo llegaban la escoria de la sociedad.

Así que, armandome de coraje, decidí confrontarlos.

Los «señores de la noche» al verse descubiertos, finalmente se presentaron como el Conde Drácula y Mr. Lupei, confirmando mis sospechas.

También expusieron sus argumentos para la compra (tan sólidos como prédica sacerdotal) y llegué incluso a comprenderlos; al fin que solo eran un par de monstruos civilizados que ansiaban ser considerados miembros funcionales de la sociedad actual y brindar un servicio a la comunidad a través del negocio del restaurante, el cual podía llevar progreso a la región atrayendo a turistas que gustaran de típicos platillos en una zona tranquila, paisajística y que a su vez estuviese ligada al casco histórico de la ciudad.

Al final vendí (y no tuvo nada que ver con su generosa oferta monetaria) ¡Todo fue en pos del bien general!

El problema vino cuando «los caballeros monstruosos» se interesaron también en la casa donde vivía, la cual lindaba con la taberna.

—Sería viable comprar también esta propiedad para instalar aquí un Hostal—reconoció el Hombre Lobo—. Para los turistas que quisieran pasar aquí la noche—añadió.

—¡Es una magnífica idea!—corroboró el Conde—. Compraremos la casa también—decidió.

—Esta es una decisión que debo consultar con mi esposa, ya que la casa nos pertenece a ambos—expuse.

La respuesta no fue de su agrado. Ambos me dirigieron sombrías miradas y me obligaron a hablar a la brevedad con mi cónyuge, quien se negó a vender. Aunque después no tuvo más opción que poner el sello en el contrato (así fuese con la mano amputada de su cuerpo tieso)
Su negativa había signado su destino de forma trágica y también el mío. Pues la tiranía impera aún en tiempos «modernos y civilizados». 

Después de aquel evento cerraron la venta y me liquidaron—financieramente hablando—pero, ¿de qué me servía el dinero cuando ya me habían arrebatado a mi ser amado?

Quise entregarles la vida yo también, pero los monstruos malinterpretaron mi petición y me convirtieron en su empleado. De manera que asumí el rol de gerente del Hostal. Lo peor fue que no podía huir de mi suerte aunque quisiera, pues me encontraba en una especie de trance o estado de servilismo temporal y cada vez que el efecto comenzaba a evaporarse me topaba con los penetrantes ojos del Conde y volvía a caer en su hechizo una vez más.

Los días sucesivos a la apertura de ambos negocios fueron los más intensos, porque si bien el Hostal y el restaurante empezaron a funcionar con poco personal, como eran «la novedad» del pueblo convocaron una gran afluencia turística. De esta forma, más y más agentes de talento comenzaron a aglomerarse en las puertas del establecimiento patrocinando a sus clientes que venían de todas partes. En especial cuando se abrió la codiciada vacante de chef (el último había sido devorado por el Hombre Lobo en una de sus «crisis lunares»)

—El chef que represento tiene«La receta de la felicidad». Hace el mejor «Chocolate» con «Un toque de canela» del mundo—decía uno.

—Mi cliente es apodado «El gran Chef». Sus recetas están«Fuera de carta»—contrarrestaba otro.

—La mía era «La cocinera del presidente». Es digna de «Un gran restaurant». 

—¡Mi chef prepara un «Ratatouille» para llenar el «Estómago»! Ummm «¡Bon appétit!»—alardeaba otro.

La realidad era que todos los candidatos estaban a prueba un tiempo pero, por uno u otro motivo, fracasaban. En especial porque su estilo gastronómico no le convencía a los jefes y no les quedaba otra opción que cenarlos a ellos.

Un día empero, llegó al lugar un huésped peculiar. El joven, que aparentaba unos veintitrés años de edad, venía de otras tierras, pues su acento extranjero lo delataba, aunque eso no era extraño ya que era costumbre recibir turistas de regiones diversas. Lo inesperado fue que solicitó una estadía en el Hostal por tiempo indefinido y no llevaba consigo más que lo que tenía puesto, además de una pequeña maleta de mano, y un gastado cuaderno de apuntes que asomaba del oscuro impermeable que cubría casi la totalidad de su esbelto cuerpo. Más tarde supe que el chico provenía de Lituania y era descendiente de familia noble, aunque había quedado huérfano a temprana edad. Su fortuna podía ser cuestionable, pero su intelecto y sofisticación hablaban por sí mismos, cualidades que le otorgaron la simpatía del Conde.

Además, y más importante, mostraba sorprendentes habilidades culinarias, y una agudeza olfativa que dejó atónito hasta el mismo Hombre Lobo.

Estos fueron motivos sobrantes para que lo emplearan en el restaurante, incluso bajo sus propios términos, situación que me sorprendió bastante. Aunque era notorio que ese joven tenía algo especial, por no decir «escandalosamente sombrío».

La cocina era su «recinto sagrado» y nadie más que él y los señores oscuros podían entrar ahí. Pero ni siquiera ellos tenían acceso a las misteriosas recetas que el muchacho escribía en su cuaderno.

Yo intenté perpetrar la cocina en dos ocasiones —en mis breves momentos de lucidez—ganándome azotes por parte de mis amos y la promesa de hincarme el diente de seguir entrometiendome. Pero era imposible no hacerlo cuando las cosas se ponían más y más inquietantes.

A veces, cuando me topaba con el cocinero, descubría su mirada fija y penetrante puesta sobre la mía. Recuerdo incluso que un día elogió el tono añil de mis ojos, situación que me hizo dudar de sus «preferencias afectivas».

Otras veces llegaba a darme cuenta que los huéspedes del Hostal no tenían registrada su salida. Tenía memoria de haberlos visto dirigiéndose al restaurante, pero no de su regreso.

Era probable, sin embargo, que varios inquilinos se marcharan directamente desde ese lugar, sin pasar por el Hostal, haciendo entrega de la llave a los dueños, dado que estas aparecían «mágicamente» en la recepción al día siguiente o tal vez todo tenía que ver con mis lagunas mentales. Pero... ¿Y las maletas? Nunca recordaba haberlos visto trasladandose con equipaje.

La verdad era que no tendría certeza de nada hasta estar completamente despierto. Así que aproveché los lapsus de sensatez para urdir un plan.

Usaría un elixir que solía preparar mi difunta esposa para el mal de ojo para cegarme temporalmente justo antes de que el Conde llegara a hipnotizarme. Si no podía ver, su embrujo no tendía poder sobre mí. Entonces tendría el tiempo suficiente para infiltrarme en el restaurante y descubrir cuál era el verdadero platillo que «se cocinaba» allí.

Llámenme incauto e inconsciente si gustan, pues lo más inteligente hubiera sido huir de allí teniendo la posibilidad, pero fue la curiosidad y no la hipnosis, la que obnubiló mi juicio en ese momento impulsándome a actuar de esa forma y cuando mostré un ápice de arrepentimiento por aquel comportamiento impulsivo e ilógico ya era demasiado tarde.

La noche que escogí para infiltrarme, los señores oscuros darían una celebración especial, conmemorando los doce meses de apertura y ofreciendo un buffet tan distinguido y exquisito que atraería a media ciudad.

Todo empezó bien, no solo porque el Conde no se había percatado de la trampa, sino porque había recordado la existencia de un pasaje que conectaba mi antiguo hogar con la despensa de la taberna (actual restaurante), el cual me garantizaría una rápida y segura entrada si contaba también con la suerte de que no lo hubieran clausurado durante las remodelaciones.

Habiendo recuperado la visión y después de asegurarme de que mis jefes se habían marchado, me encaminé al armario de blancos del Hostal y comencé a testear las paredes hasta dar con el cerrojo de la puerta invisible que conectaba ambos ambientes. Al abrirlo comprobé con satisfacción que no había sido clausurada, por lo cual pude cruzar al cuarto contiguo de manera inmediata.

Luego maldije que se me hubiera pasado el efecto de la ceguera tan rápido. La marea de imágenes desagradables me embargó provocándome un vómito vertiginoso.

Suspendidos de gruesos ganchos de hierro colgaban del techo varios cuerpos humanos. Sus deformes bocas silentes, sus ojos ciegos, sus miembros cercenados y esa ilusión de flotar en el aire daban la impresión de estar frente a aterradores espectros blancos.

Pese a que algunos llevaban la marca de la muerte desde hacía meses (hecho que pude confirmar cuando logré dominar mis emociones) sus cuerpos estaban muy bien conservados debido a que los habían mantenido refrigerados. Algunos incluso estaban en proceso de ser descongelados y seguían goteando por los muñones, formando pequeños charcos en el suelo.

Al margen del terrorífico hecho, no podía afirmar que todo resultaba absolutamente chocante a los sentidos.

Había ausencia de hedor en el aire. La descomposición era imperceptible tanto por el estado de conservación como por las múltiples hierbas aromáticas que habían sido estratégicamente ubicadas en el recinto y me atrevería a decir que en el interior de los cuerpos, que estaban vacíos de órganos, pero prolijamente suturados. Y otra cuestión era que cada pieza había sido colocada perfectamente en orden, formando dos hileras simétricas divididas por sexo biológico. De un lado estaban ubicados los cadáveres femeninos y del otro los masculinos (era incuestionable la estética del asesino)

No se debía ser adivino o erudito para saber el fin que habían tenido las piezas faltantes.

Salí de la despensa, atravesé con sigilo la cocina (donde un alienado chef estaba trabajando) y entré al engalanado comedor.

Los invitados degustaban complacidos cada platillo ofrecido por sus anfitriones, fascinándose con la soberbia presentación, pero indiferentes respecto a lo que ingerían. Estaban siendo engañados en sus propias caras y ni siquiera su nariz, ni su paladar se percataban.

Me cuestioné si acaso yo también había sido incauto en ese aspecto. ¿De dónde salían los alimentos que comían los empleados? ¿No provenían también del restaurante? Una nueva náusea sobrevino, la cual descargué con fuerza en uno de los arbustos decorativos del salón, donde me ocultaba de la vista de los monstruos. A esas alturas era difícil distinguirlos. ¿Qué especie era más sanguinaria de las dos? Al menos mis jefes no se devoraban a sus pares.

—Su atención por favor—Empezó a hablar el Hombre Lobo quien vestía un elegante frac sobre su segundo traje, el humano—. Llegó el momento de presentar al artista culinario responsable de que de estas exquisiteces—La gente comenzó a agruparse formando un semi círculo en torno a las puertas que separaban la cocina del gran comedor, para dar la bienvenida a su genio gastronómico—.Con ustedes damas y caballeros, nuestro distinguido chef: el señor Hannibal Lecter—Ovacionado por cientos de palmas, un complacido cocinero agradeció a la multitud.

—Y ahora queridos—añadió el Conde, investido con su aire señorial—Después de este extraordinario manjar, llegó el momento del postre—. En sus insondables ojos se refugiaron todas las sombras circundantes y lo opuesto ocurrió en las orbes del Hombre Lobo que adquirieron un tono amarillo rutilante.

Fue en ese instante que los primeros gritos comenzaron a alzarse. Y se fueron incrementando mientras los anfitriones asumieron sus verdaderas formas y dieron rienda suelta a sus instintos depredadores.

En medio de la masacre logré colarme de nuevo en las cocinas, ya que las únicas puertas que habían asegurado los monstruos eran las principales, y llegué hasta la despensa con el terror helándome la sangre, pero no pude atravesar el pasaje pues Hannibal me estaba esperando.

De inmediato sopesé mis posibilidades: él era joven en comparación y quizá más ágil, pero era delgado y mi cuerpo era mucho más robusto, y tal vez más fuerte, además...

¡Al diablo! Hannibal llevaba un cuchillo en la mano.

—No te conviene matarme—intenté apelar a mi poder persuasivo—. Mis órganos no te servirían chico. Era dueño de la taberna que antes funcionaba aquí, así que imagina. La cirrosis es el mínimo de los males que me aquejan...

—¿Por qué piensas que voy a asesinarte?—inquirió Hannibal ladeando la cabeza mientras me observaba análitico—. Alguien debe irse de aquí con vida para difundir la historia y tú pareces tener aptitudes de narrador—elogió—. Sin embargo... No puedes privarme de un pequeño suvenires que me permita recordarte después de que te marches.

Actualmente, cuando narro los hechos mis memorias más claras de aquellos días son los ojos hipnóticos del Conde, los afilados colmillos del Hombre Lobo y el destello de la escalofriante sonrisa del cocinero lituano al abalanzarse sobre mí.

También me ha pasado que cuando cuento la historia, la gente mira mis amputadas falanges y pregunta si fueron mis dedos los que conservó Hannibal, pero culpo de eso al frío glacial que azotó la ciudadela la noche de mi huída y a mi incapacidad para moverme en las tinieblas. Por ello acabé perdido en el bosque y casi muero de hipotermia.

—Los dedos me los tuvieron que amputar—Explico una y otra vez. Luego me quito las oscuras gafas que cubren mis cuencas oculares vacías y escruto la nada perdiéndome en la nebulosa de mis recuerdos—Fueron los ojos. Hannibal siempre sintió especial fascinación por mis ojos.

N/A
El personaje de Hannibal Lecter ha sido adaptado a nuestra conveniencia para encajar en el relato, sin embargo quisimos mantener los rasgos más notorios de su personalidad (como su gusto por comer carne humana) y respetar también los origenes que le concedió Thomas Harris. De ahí que sea Lituano y descendiente de familia noble.

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