Hoy que estoy lejos de ti es que me encuentro felíz.

Suena increíble, pero es así, felicidad esa que tanto anhelaba y jamás encontraba por estar junto a ti.

Aun el vago y borroso recuerdo sigue en mi mente.

Te encargaste de destrozar por completo cada parte de mi, y no digo que toda la culpa te confiera a ti, pues yo también lo permití.

Permití que desgastaras mi brillo, que enterraras aquella persona felíz que alguna vez fuí, convirtiéndome a mí misma en una muñeca de trapo sin vida.

Ahí estaba yo, intentando armar tus pedazos, otra vez. Porque estabas roto, perdido, o eso me hacías creer.

No merecías a esa persona que fuí, esa que estaba a tu lado, peleando a capa y espada por ti.

Volvías de una forma retorcida, cada momento, en una nueva herida.

Hoy en día quizás todavía creas que no soy capaz de comprender tu dolor, y tal vez tengas razón.

El cielo sabe que lo intenté y aun así no lo logré, porque yo núnca te hubiera destrozado de una forma tan cruel. Mi alma quedó tan rota que me hiciste odiar está ciudad, la ciudad que alguna vez ame.

Hubo quienes me lo advirtieron, eras malo para mí, pero al igual que una niña encaprichada, no quise escuchar sus palabras.

El tiempo pasaba, y con él sentía que mi alma se hundía en la más larga de las noches, sin encontrar una salida.

La niebla hacía que no pudiese ver con claridad quién eras en verdad.

Sólo podía ver a lo lejos la gran ciudad de papel esa que creaste para que te terminará por querer.

Pero no, no me querías, aún así no querías dejarme ir, y me resultó tan asfixiante que escapé y comencé a huir.

De pronto, aquella niebla se transformó en una silenciosa lluvia, que logró abrazarme y llevarse consigo cada herida.

Y aunque esos recuerdos sigan allí, por primera vez en mucho tiempo, me sentí más felíz que nunca estando lejos de tí.