12.- El Cliente

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Tras comprobar la soledad del resto de las habitaciones de la casa, Lincoln regresó a la cocina, donde había dejado esposados a los dos sicarios bajo la atenta custodia de Charlie, Cory y Boston, protegidos con las pistolas de aquellos.

Lincoln había hecho sentar al hombre que había detenido fuera junto al que había esposado dentro, y los había atado el uno al otro al pie de la nevera y el horno, sobre trozos de cristales, cerámica blanca, azúcar, especias, colillas de porros que explicaban el olor pesado de la cocina, y un papelito de chicle de fresa.

A aquellas alturas, Lincoln no se sorprendió mucho de que fuesen viejos conocidos de Charlie y Cory.

—Son los hombres que me asaltaron en el motel de Nebraska —le explicó Charlie, tras colocar la mesa y las sillas en su sitio.

Cory le mostró el mensaje en el móvil que los había traído a Kansas a Boston y a ella.

Lincoln se secó las manos en el pantalón sin mucho éxito, tomó el móvil y leyó:

Cory, reúnete conmigo a la 13:00 en la gasolinera. He llamado a un taxi para ir al aeropuerto.Voy a volver a Kansas a ver a Betty Buchanan. He recibido una llamada suya que puede cambiarlo todo. Te lo explico mejor en el avión. Por favor VEN, no quiero ir sola. CUENTO CONTIGO.Sé puntual. No puedo perder este vuelo.

Lincoln miró ora a Cory, ora a Boston. Luego, al móvil otra vez. Tomó la Glock de manos de Cory para ponerla en las de Charlie, e hizo un gesto a su novia y su hermano para que lo siguiesen fuera de la cocina porque quería hablarles.

Charlie dejó el arma sobre la mesa. Se sentó en una silla, se cruzó de piernas delante de los dos asesinos, y empezó a interrogarles:

—¿Quiénes sois?

Ellos la miraron con un respeto que no había conseguido Lincoln todavía.

Lincoln estaba muy enfadado. En el vestíbulo de la casa, a pocos pasos de la lluvia torrencial, se volvió a Cory y le dijo:

¿Qué era lo que pensabas que estabas haciendo?

Cory puso las manos en jarras y exclamó:

—¡Ni se te ocurra darme un sermón! Por si no te has dado cuenta, la culpa de que esto haya pasado es tuya. Sí, tuya, porque te desentendiste, le aconsejaste a la pobre chica que se olvidara de todo y se te olvidó decirle que tú también lo harías. Pero yo te conozco, Lincoln York Osheroff, tus pensamientos no son secretos para mí. No pensabas hacer nada. Pero yo no soy como tú, y a diferencia de ti, a mí se me remueven las entrañas cuando veo una injusticia. Y ella lo sabe y confía en mí, por eso no es de extrañar que me escribiese pidiéndome ayuda. Al parecer no era cierto, pero yo pensaba que sí. ¿Qué esperabas que iba a hacer, eh? ¿Negársela como has hecho tú? Pues esa no soy yo. ¡Y si piensas que tu novia es una de esas personas que se quedan sentadas leyendo el periódico mientras otros se ahogan delante de sus narices, estás muy equivocado y mejor harías liándote con Eva Scarlatti!

—¡Eh! —protestó Boston, ofendido en nombre de Eva.

Cory se cruzó de brazos y se quedó mirando a Lincoln con aspecto ceñudo. Había terminado de hablar.

Era el turno de Lincoln, que como toda respuesta se volvió hacia su hermano pequeño y le dijo, con el mismo tono de reproche que usase con Cory:

¿Qué era lo que pensabas que estabas haciendo?

—No me hagáis enfadar. Cuando me enfado, suceden cosas a mi alrededor. Cosas desagradables.

Uno tenía un feo moratón en el pómulo derecho. El otro parecía ser el de mayor edad de los dos, quizá porque llevaba bigote. A la blanca luz de la lámpara de techo de la cocina se revelaban espigados, de pieles rubias tatuadas, y sus miradas oscuras y sus rasgos embrutecidos se parecían mucho. Charlie los miraba con fijeza.

—Se supone que no tenías que volver aquí —cedió el del bigote, el más próximo al papelito de chicle de fresa y la silla más cercana.

—Cuidado con lo que dices, imbécil —le advirtió el del moratón, con voz y mirada ásperas.

Cállate tú —dijo Charlie. Los hombres la miraron. Se dirigió al más reacio a hablar:— Si vuelves a interrumpir, lo lamentarás. Y al del bigote:— Sigue. Dime quiénes sois y por qué queréis matarme.

El del moratón alzó la barbilla con soberbia y, en un arranque de ira, dijo:

Vete al infierno, perra.

En el acto, se le movió la cabeza hacia la pared con una brusquedad repentina. Extraño tic. En su mejilla rasposa quedó impresa la marca de lo que parecía una mano derecha.

El afectado volvió la cabeza para mirar a Charlie con ojos asombrados. Abrió la boca, pero volvió a cerrarla.

Charlie parpadeó. También ella se mostraba sorprendida. La marca enrojecida se desdibujaba poco a poco, como vaho en el cristal de la puerta de un horno.

—Nos contrataron hace un par de semanas —confesó el del bigote, testigo del inesperado tic.

Charlie giró la mirada hacia él.

—¿Para qué? —aún no podía dejar de ver la marca de la mano invisible en el rostro del otro.

Pero el delincuente confeso se mostraba ahora de nuevo distraído, no la miraba a ella, sino a algo encima de él mismo, algo que no podía ver aunque quisiera... Charlie siguió su mirada y percibió un suceso sutil, misterioso, en la cabeza de él: Los pelos se le movían como cuando la brisa se pasea por el trigal y forma el efecto de ondas con las espigas, que se le rinden a su paso antes de volver a su estado natural y permanecer inmóviles.

Se miraron de nuevo, con expectación. Bajo su bigote, al criminal volvió a soltársele la lengua:

—Para vigilarte y, si era necesario, asustarte.

Su mirada se desplazó ahora hacia su izquierda, se movió como si sintiese algo a su lado. Encogió los hombros. El papelito del chicle se aplanó. La silla más cercana se alejó un poco, sin ruido.

Charlie tomó aire y continuó como si no se hubiese dado cuenta de nada:

—¿Quién os contrató?

¡Joder, cállate ya, gilipollas, vas a hacer que nos maten! —intervino otra vez el del moratón.

Pero su compañero habló deprisa:

—No nos dijo su nombre. Nos contrató a través de un amigo que le dio nuestro número. Nos ponemos en contacto por teléfono. Nunca le hemos visto la cara. Sólo oímos su voz. Lo llamamos el Cliente. Por favor, por favor...

—¿Por qué no tenía que volver aquí?

—Por favor, no me mates, por favor...

—No te voy a hacer daño, sólo contesta a lo que te pregunto.

—No puedo, no puedo, por favor...

—Porque se te dijo que no lo hicieras, ¿vale? —intervino el del morado en el pómulo, con mirada desafiante y actitud chulesca.

Sobre la mesa, la Glock giró lentamente para corregir su ángulo de tiro y enfrentarse a él. La chulería se le desinfló un poco.

—Lo que se me dijo fue que olvidase a Bethany Bell... —dijo Charlie— ¿La alcaldesa Barnes está detrás de todo esto?

—Ni este ni yo conocemos a nadie llamado así.

—No tenía que venir... ¿Y por eso os pusisteis a disparar, porque no me esperabais?

El del moratón chasqueó la lengua. Echó otro vistazo a la mirada sin fondo del cañón. Suspiró.

—Joder, sí esperábamos a alguien —dijo—. Te esperábamos a ti. Nos avisaron de que venías. Se nos dijo que no debías llegar. Pero nosotros no teníamos tiempo de ir a Aderly para impedirte nada, porque estábamos aquí, creyendo que en el Camaro venías tú también.

—¿Qué pensabais hacer con Cory y Boston, mantenerlos secuestrados de por vida?

—Chúpame la p... —Hizo un gesto de dolor, como si se hubiese mordido. Escupió sangre—. ¡Japuta! —Otro gesto de dolor—. ¡Maldita sea! ¡Para ya! —Le dirigió una mirada feroz con el labio inferior ensangrentado y exclamó:— ¡Esperábamos órdenes!

—¿De ese cliente vuestro?

—Sí, joder, ¿de quién iba a ser? —Volvió a escupir sangre.

Charlie meditó un momento. Luego, dijo:

—¿De quién es esta granja? ¿No es de los Buchanan?

El del bigote temblaba, encogido, y parecía rezar con la cabeza gacha y los ojos cerrados. El del moratón siguió afrontando el interrogatorio por los dos:

—Sí lo es. Pero estarán fuera unos días.

—Qué apropiado... —dijo Charlie.

—El Cliente sólo nos dice lo justo.

—¿Quién era la mujer con la que hablé la otra vez, la que dijo que se llamaba Betty Buchanan?

—Betty Buchanan, imagino.

—¿Y el del tractor, el que supuestamente era el señor Buchanan, quién era?

—Buchanan, digo yo.

—Y Annie Buchanan era Annie Buchanan, ¿no?

El hombre ladeó la cabeza y contestó con síntomas de aburrimiento:

—No conozco a ninguno de los tres. Por mucho que me cortes la lengua, me golpees y me amenaces con volarme la tapa de los sesos no puedo decirte otra cosa.

—¿Y de Bethany Bell qué me puedes decir?

—No sé nada de ninguna Bethany Bell. El Cliente sólo nos dice lo justo —le recordó—. Te he dicho todo lo que sé.

Se oyeron pasos y apareció Lincoln seguido de Boston y Cory, los tres traían cara de pocos amigos.

—Bien. Ahora os toca a vosotros... —empezó Lincoln.

El tipo del bigote lo miró con ojos asustados. El del moratón echó la cabeza hacia atrás con aire fatigado.

Lincoln puso las manos en jarras. Centró su mirada en el del moratón y, al observar su actitud, le dijo:

—Vas a hablar, te lo aseguro.

Miró al otro.

—Y tú también —añadió.

Más tarde, reunidos en el recibidor, entre la luz y las sombras, Lincoln diría a los demás:

—Para empezar, ni siquiera sabemos si nos han contado la verdad. No son más que dos esbirros contratados por alguien especialmente interesado en ti, Charlie. Ya he hablado con estos dos, contigo y ahora toca hablar con ese Cliente. Es quien está detrás de todo esto, sea lo que sea.

—Estos dicen que esperaban órdenes para actuar porque no sabían qué hacer con vosotros —dijo Charlie.

—Esperemos la llamada de ese Cliente, entonces —sugirió Cory.

—Pero eso puede llevarnos mucho tiempo —intervino Boston—. No tenemos idea de cuándo se podrá en contacto con ellos —razonó.

Lincoln hizo un ademán para que se callaran y dijo:

—Pero lo hará. Pero tienes razón, Boston, por eso vamos a dividirnos: Charlie, tú eres la que más corre peligro aquí, ya lo hemos visto, así que debes mantenerte al margen por ahora. Vuelve a Aderly y espera a que me ponga en contacto contigo. Yo me quedaré aquí a ver si obtengo algún resultado.

—¿Qué hacemos nosotros? —quiso saber Cory.

—Os volvéis a casa con Charlie y me esperáis allí.

—¿Qué vas a hacer tú, los vas a detener? —preguntó Boston.

—No, no tengo jurisdicción. Llamaré a los compañeros de aquí para que se encarguen ellos, después de la que han liado los detienen seguro.

—Pero...

—Yo me encargo, ¿vale? Me juego el cuello a que tienen abierto algún expediente. No tardaré en enterarme. Más tarde hablaré con Sira, de una manera u otra conseguiré el número con el que estos se han estado poniendo en contacto. Lo que ayudaría es que una vez lleguéis a casa, os mantengáis escondidos durante un tiempo mientras busco al cerebro de este tinglado. Ese es el que nos interesa. Mientras siga pensando que tiene la sartén por el mango, seguro que cometerá algún error. Estos son simples esbirros, los que hacen el trabajo sucio del otro, es a él a quien hay que atrapar. Ahora iros y no os dejéis ver por ahí. Si el tipo cree que seguís secuestrados será más fácil que caiga en la trampa.

Cuando se encontraban ya los dos delincuentes esposados en el asiento de atrás del Mustang, Charlie se acercó a Lincoln, quien estudiaba la ubicación en el móvil de Cory de pie junto al vehículo, y le dijo:

Vasablar e Ytutambién no parecen muy contentos...

Lincoln se sonrió, sin dejar de mirar la pantalla del teléfono. Charlie, en cambio, lo miró preocupada. Añadió:

—Ten cuidado, Lincoln, por favor. Yo... No tenía idea de que esto podía llegar a ser tan peligroso.

Lincoln la miró entonces y le dijo:

—No te preocupes. Estoy preparado. Los que tenéis que tener cuidado sois vosotros tres.

—¡Ay, Dios mío...! —exclamó Cory.

Charlie y Lincoln se volvieron. Cory sujetaba su raqueta de la suerte junto al maletero abierto del Camaro.

La raqueta estaba agujereada, la red destrozada, sus hilos centrales colgaban como fideos hervidos.

—Esto no puede ser bueno —se lamentó Cory—. ¡No puede ser bueno en absoluto!

Lincoln se volvió a Charlie, le puso una mano en el hombro para infundirle confianza y le dijo:

—Aguanta, Charlie. Pronto descubriremos qué está pasando.

—Algo horrible se aproxima —sentenció Cory, desde atrás.

No se equivocaba.


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