14.- Como gato y ratón

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Una vez que un criado se hizo cargo del Jaguar para aparcarlo en los garajes, y Charlie y George atravesaron la casa a través de un corredor lleno de estatuas de bronce, candelabros de plata, tapices antiquísimos, retratos enmarcados y rosetones en lugar de ventanas, se encontraron con el resto de invitados, a cada cual más refinado en el vestir, en una de las terrazas con vistas al este.

El servicio había preparado un lunch a base de bocaditos de jamón ibérico importado, tacos de queso, gambas con mayonesa casera y caviar rojo acompañados con vino selecto y zumos de frutas.

Aquella terraza resultaba ser un buen lugar para celebrar el almuerzo, pues se hallaba protegido del sol por la fachada a aquella hora, el paisaje era agradable y existía el espacio suficiente para una gran mesa y las sillas necesarias, y aún sobraban muchos metros cuadrados, pero según comentó un viejo mayordomo a George, cuando éste lo saludó y se interesó por el asunto, una de las señoras se había quejado de que hacía frío, de modo que se había optado por servir el almuerzo en uno de los salones de la casa.

Charlie empezó a disfrutar del primero de los bocaditos, recordándose que debía dejar sitio para lo que pudiera venir después.

George tomó una copa de oporto y le animó a ella a aceptar una. Charlie rehusó con una sonrisa, al tiempo que comprobaba que, como suele ser usual en estos casos, en la terraza ya se habían formado grupitos de invitados, y que ella, por fortuna, podía contar con George para pertenecer a alguno de ellos.

A aquella cita familiar asistieron todos los miembros destacados de los Bell, la mayoría de los cuales Charlie creía erróneamente conocer desde la fiesta.

No conocía, por ejemplo, al abuelo Irving, de noventa años, quien la otra vez se hallaba indispuesto. Se conducía en una moderna silla de ruedas eléctrica que dirigía con la mano derecha, la única extremidad aparte de la pierna del mismo lado que podía mover porque, según le explicó George antes de presentárselo, había sufrido un ictus hacía dos años que le había provocado la parálisis del extremo izquierdo del cuerpo, tema que le advirtió no tocar. Era un hombre grueso, quizá por su postración en la silla de ruedas, quizá lo había sido siempre, George no se lo aclaró a Charlie y a ella tampoco le pareció un detalle importante del que hablar. Por otro lado, a la joven le llamó la atención su semejanza física a Orson Welles y Ernest Hemingway en sus últimos años, los dos concentrados en una sola persona. Su parecido se veía reforzado por su voluminosa barba canosa y su ceño fruncido, que sugería un carácter fuerte.

Sí conocía a la abuela Edith, de ochenta y uno, que según recordaba, era la anfitriona de la fiesta. De todos modos, como George no se la presentó en aquella ocasión, hoy sí lo hizo. Se conservaba bastante bien para su edad. Era una mujer alta y de constitución ancha, que debía de haber sido bastante bella en su juventud. Tenía los ojos azules y rasgos afilados, y solía peinarse con un moño elegante teñido de rubio pajizo que le daba un aspecto elegante y cuidado. Su mirada conservaba el porte propio del que está acostumbrado a mandar y a ser obedecido, rasgo que hacía recordar bastante a la alcaldesa de Aderly.

George le presentó también a su tío, el candidato Alexander M. Bell y a la esposa e hijas de este, ausentes todos la otra vez por motivos de agenda.

El candidato, de cincuenta y seis años, era un hombre alto y apuesto, de maneras cordiales y voz muy agradable al oído, que poseía un marcado don de gentes. Su sonrisa era amplia y luminosa —Charlie le sospechó carillas dentales— y tenía los ojos azules y vivos, libres de la frialdad de los de la abuela Edith y ajenos a la brutalidad que manaba de los del abuelo Irving.

Su bella esposa, Renata, era una mujer alta, rubia y elegante, amante, por lo que parecía, de las joyas y el buen vino.

Sus dos guapas hijas, Constance y Margot, de trece y doce años, igualmente altas, rubias y elegantes, eran fanáticas del zumo de frutas.

Alexander y su esposa, observados por sus dos educadas hijas, conversaban con el hermano mayor de él, Sherwood Bell, de sesenta y un años, un hombre tan parecido a su padre que sobran las descripciones. Lo único que lo diferenciaba del abuelo Irving eran la silla, los pelos canos de la barba y el número de arrugas. Sherwood acababa de llegar de un seminario en Cambridge, Massachusetts.

Al candidato lo acompañaba, además, su amigo y jefe de seguridad, que fue al único que George no presentó a Charlie. De él sólo dijo a esta que lo llamaban señor Doyle.

El señor Doyle, distante, contenido, siempre a un paso por detrás de su jefe, al que claramente superaba en edad, era un hombre alto y moreno, de ojos azules y una complexión atlética que, quizá, como Charlie, estaba más acostumbrado a vestir ropa cómoda que aquel elegante traje azul marino que vestía a modo de uniforme de trabajo. Parecía ser entusiasta de la sombra y nada del vino ni del zumo, y tampoco se le vio probar bocaditos de ninguna clase. Era un hombre que parecía ver y oírlo todo, y, al mismo tiempo, ser capaz de guardarse para sí lo que veía y oía. Más de una vez y de dos, cruzó una mirada con Charlie, aunque no le transmitió en ella otra cosa que un «sé que estás ahí».

Charlie no divisó a Barbra Barnes por ningún lado, y pronto nació en ella la esperanza de que la madre de George no apareciese finalmente, que hubiese tenido que acudir a un imprevisto. Pero no tuvo suerte en este sentido: la alcaldesa apareció en la terraza del lunch cinco minutos antes de que el mayordomo avisase de que todo estaba preparado en el salón grande. Apenas si tuvo ojos para Charlie y George. En cambio, se mostró muy simpática con sus sobrinas, Constance y Margot, y sus hermanos Alexander y Sherwood, a los que dedicó mucho tiempo porque al parecer hacía mucho que no los veía, y a los que explicó que acababa de atender una larga llamada telefónica de su marido, quien aún no había regresado de su viaje de negocios.

—¡Quién te ha visto y quién te ve, Alex! —dijo seguidamente la alcaldesa a su hermano pequeño, con una sonrisa que Charlie jamás hubiese creído que tenía—. ¡Y eso que aún no has llegado a la Casa Blanca! ¿Y tú, Sherwood, qué es de tu vida?

Charlando entre ellos, los Bell fueron pasando al salón y dejando atrás a Charlie, que no se atrevía a dar un paso tras una gente que parecía no tener el menor interés en ella.

George la tomó del brazo y le dijo:

—¿Algún día me perdonaras por hacerte pasar por esto?

Charlie sonrió. Mientras entraban en la casa, George añadió, con un tono cómplice:

—Te agradezco que hayas venido, de verdad. Mira, tú sólo sé tú misma y deja que se muerdan entre ellos...

El almuerzo se sirvió en un salón que llamaban el de las doce columnas, porque se sostenía entre una docena de columnas jónicas. Allí el color blanco, la madera y los acabados dorados de los muebles eran predominantes. Un enorme ventanal presidía toda una pared y daba al jardín delantero, en medio del cual la fuente, con su ángel de mármol pisando la cabeza del león, devolvía la luz de sus alas al sol.

Aquel salón era capaz de albergar una robusta mesa de caoba de casi una decena de metros de largo y dos de ancho, y tres fastuosas lámparas infestadas de joyas auténticas que colgaban a unos veinte metros de altura.

La luz entraba a raudales, aún así se encendieron todas las luces, lo que debió de ser del desagrado del señor Doyle, pensó Charlie, y muy del agrado de la compañía eléctrica.

La elegante y brillante mesa estaba engalanada con su mejor traje, a la altura de lo que se esperaba de los Bell. Grandes candelabros de oro con cirios de miel, servilletas de seda con encajes delicados, vajilla de porcelana china y cubertería de oro en sobremesas nacaradas que contrastaban exquisitamente con la madera oscura.

Una bellísima alfombra árabe cubría buena parte de las baldosas de mármol blanco. Sobre ella, las sillas eran robustas, de respaldo alto y a juego con la mesa. Y sobre esta, entre los candelabros, grandes fuentes de fruta de piel colorida y brillante refulgían como soles.

Los anfitriones, Edith e Irving, ocuparon sendas cabeceras de la mesa, y a su lado fueron sentándose sus invitados:

A la derecha de la abuela Edith, se sentó la alcaldesa Barnes, y, por orden, le siguieron las sillas de Renata y sus hijas, y Alexander Bell, cuyo brazo derecho limitaba con el espacio reservado para la silla de ruedas del abuelo Irving.

A la izquierda de Edith se sentaron su nieto George, Charlie y Sherwood, cuyo asiento coincidía justo enfrente de su hermano Alexander y al lado del abuelo.

Los sirvientes, uniformados de negro y guanteados de blanco, empezaron a actuar. Tras ellos, en la cocina, todo estaba preparado para servir sobre aquella mesa ensaladas césar con hojas de capuchina, espárragos verdes, consomés, langostas, cordero asado, salsas variadas, caviar rojo, tarta de manzana y de trufa y nata, varias botellas de vino tinto y de zumo y de agua natural con y sin gas...

Iban por el primer plato, y como entre Charlie y sus compañeros de mesa parecía haberse producido una distancia de más de una milla, George, siempre tendente a facilitar las cosas, dijo a Charlie:

—Aquí mi tío Sherwood, donde lo ves, trabaja en la prima hermana de Bell Techno, Bell Pharma.

—¿Y la diferencia es? —dijo Charlie, que se había quedado igual.

Fue el propio Sherwood quien le contestó, haciendo muestra de su buen oído:

—Que la primera se dedica a las comunicaciones, y Bell Pharma a la investigación.

—Mi hermano mayor, entre otras cosas, es físico teórico, como Einstein —dijo Alexander, orgulloso.

—Salvando las distancias —dijo Sherwood, con una media sonrisa.

—A veces bromeamos entre nosotros sobre quién tenía razón, si Einstein o él —dijo Alexander, riendo.

—Se refiere a la mecánica cuántica y la desigualdad de Bell —dijo George al oído de Charlie, que por su expresión no entendió ni una palabra—. Luego te explico.

—Aún no lo veo claro, eso es todo —dijo Sherwood a Charlie, con un guiño—. No sé por qué, sigo siendo incapaz de ver las variables ocultas.

—No seas tan humilde, querido. Estás entre gente que te conoce y te entiende bien —intervino la abuela Edith. Y a Charlie:— Por supuesto que ve todo lo que es posible ver, y lo invisible, también. Sherwood tiene tres doctorados en Física, Química y Matemáticas. Es catedrático de Física Teórica en Harvard, presidente de la Fundación Bell, que está dedicada, como sabrá, a la cura de la leucemia, y actualmente trabaja como jefe del equipo de investigación que ha desarrollado un fármaco contra el cáncer de páncreas en Bell Pharma.

—Aún está en fase de prueba —quiso aclarar Sherwood.

—Ah —alcanzó a decir Charlie, sin que se le ocurriese nada mejor que decir.

—Esperemos que no llegue usted a conocer nunca ese medicamento —dijo el abuelo Irving, con algo parecido a una sonrisa.

Charlie no supo si sonreír era lo que tocaba, porque le pareció que la sonrisa del abuelo, si lo era, no llegaba a sus ojos.

—Ni que lo conozcamos el resto —dijo George, para romper el hielo.

Todos rieron la broma esta vez.

La abuela Edith comentó luego:

—La verdad es que tu investigación es más útil que la de ese doctor Andrade, Sherwood. Lo suyo ayuda, claro, pero no salva vidas, como lo hace la tuya.

Todos parecieron estar de acuerdo en eso, excepto Charlie, que no conocía ni al doctor mencionado ni la investigación a los que los Bell se referían, pero no se le notó la ignorancia en este asunto porque sonrió, condescendiente.

La alcaldesa Barnes, que hasta ese momento no se había dignado a mirar a Charlie, se volvió hacia ella ahora y pareció forzarse para decir algo más o menos agradable:

—Lleva usted un vestido elegante, querida. ¿Lo llevaba la última vez, no es cierto?

Qué obsesión con el dichoso vestido, se dijo Charlie, quien contestó con una sonrisa cerrada. Al mismo tiempo, era consciente de que, de haber sabido que el resto de los comensales vestirían de gala como para acudir a los Óscars, tampoco hubiese podido conseguir otro a la altura de aquel evento, porque su economía jamás había llegado, ni llegaría, a la milésima parte de lo que estaban acostumbrados los Bell.

Charlie se esforzó por integrarse del único modo que se le ocurrió, cambiando de tema:

—He visto que en la entrada tienen un emblema en el que pone Nobis sumus quod sumus. ¿Qué significa?

Renata dijo, con aspecto sorprendido:

—¿No sabe latín, querida? ¿Acaso no es la intelectual que George nos ha hecho creer? —Y sonrió para suavizar sus palabras, pero al mismo tiempo esperaba una respuesta.

—«Nosotros somos quienes somos» —tradujo, amablemente, George.

—Ah. Interesante —dijo Charlie, y bebió un poco de agua para disimular lo que pensaba: que su duda sonaba mejor de lo que la respuesta había venido a aclararle.

—Sherwood será quien acabe con la vejez de una vez y para siempre —dijo Alexander ahora.

—Sí, asesinaré a todos los que cumplan cincuenta.

—¡Oh, Sherwood, deja de bromear con estas cosas! —exclamó la abuela Edith, fingiendo estar escandalizada.

Charlie sonrió y dijo, con naturalidad:

—La idea es atractiva, pero la vejez y la muerte forman parte, al fin y al cabo, de la vida. Quiero decir, el planeta es limitado, como sus recursos. Si la vida se prolonga más allá de lo naturalmente esperable, ¿cómo sostener el sistema y dónde íbamos a meternos todos?

Había sonado bien en su cabeza, un razonamiento perfectamente lógico. Le sorprendió el silencio con que fueron acogidas sus palabras.

Fue la alcaldesa Barnes quien se animó a decir lo que, al parecer, el resto de su familia estaba pensando:

—Si Dios quería que en la Tierra hubiese espacio de sobra para todas sus criaturas, entonces, ¿por qué creó a un ser capaz de inventarse a sí mismo y llegar a ser inmortal?

Charlie miró a George, pero él también esperaba su respuesta, así que dio rienda suelta a lo que opinaba, si bien esta vez se esmeró en elegir cuidadosamente sus palabras:

—El hombre es mortal... Pero, en fin, ¿quién es capaz de meterse en la mente de Dios? Lo que sí sé es que el hombre no es Dios, y es el hombre quien está jugando a serlo.

—¿Insinúa usted que la Ciencia es un juego, querida? ¡Qué divertida que es usted! —exclamó Barbra Barnes, mientras un guante que parecía surgir de la nada le servía por su derecha.

—No, lo único que digo es que el que el hombre pueda hacer algo no significa que deba hacerlo.

Sherwood le hizo una pregunta:

—Entonces dígame, ¿qué opina sobre las células madre y su utilidad sobre las enfermedades de la vejez, la paraplejia o la amputación? ¿No deben investigarse sus aplicaciones porque la regeneración celular puede dar lugar a la creación de seres humanos y esa es cosa divina?

—Creo... que está bien... que las grandes mentes se pongan al servicio de los demás en temas como esos..., pero de ahí a crear vida de modo artificial o a mantener vivos indefinidamente a los millones de personas que ya existimos, en fin, la idea es atractiva como he dicho antes, pero no la veo necesaria. La vida ya se encarga de regularse sin intervención humana ni divina, no sé si me explico.

—Nacer y morir de modo natural como hasta ahora, quieres decir, no en un laboratorio —dijo George, tratando de ayudarla a salir airosa del extraño embolado que parecía estar creándose allí.

Charlie le devolvió una sonrisa suave.

La sonrisa de ambos contrastó con la seriedad del abuelo Irving, que, con el ceño fruncido, dijo a Charlie:

—Quizá usted y sus seres queridos gozan de buena salud, joven. Y son todos capaces de tener hijos.

—No creo que se refiera a eso —dijo George—... ¿Era eso lo que querías decir, Charlie?

Charlie, que empezaba a temer que no acabaría su primer plato antes de que se le enfriase, se sintió en la necesidad de seguir explicando su postura:

—No, a ver, en el caso de vencer la enfermedad y la esterilidad sí lo veo bien. Me refiero a la creación en cadena de seres humanos como en el mundo de Aldous Huxley. No me veo dentro de un mundo feliz lleno de ovejas Dolly. A ver, esto tampoco es lo que quiero decir...

—No hace falta que se esfuerce tanto, muchacha —dijo Sherwood—. La hemos entendido. Se pregunta hasta dónde puede llegar el hombre gracias a la Ciencia.

—Exacto —dijo Charlie, satisfecha por haberse hecho entender por fin.

Le retiraron el primer plato, que se le había enfriado ya, y pronto le fue servido el segundo.

—Gracias —dijo a la sirvienta. Y a los demás:— No estoy en contra de la Ciencia, entiéndanme bien. Por supuesto que nos es útil y necesaria. Eso es cierto, pero también lo es que lo hicimos realmente bien durante una época muy larga, en la que sin ayuda de ella ni de Dios inventamos cosas como el fuego, la agricultura, la escritura...

Los Bell se le echaron encima. Eso sí, educadamente, y por turnos, que parecía que lo hubiesen ensayado. La abuela Edith fue la primera que abrió fuego:

—Según eso, hoy la vida del hombre sería muy diferente, querida. No existiría la farmacología, ni la electricidad, olvídese del cine, del teléfono, de los ordenadores, no habría aviones ni satélites...

—Seguiríamos viviendo en cuevas —dijo la alcaldesa Barnes—, comiendo alcachofas cultivadas por nosotros mismos, divirtiéndonos con historias sobre dioses inventados a la luz del fuego, vistiendo pieles de animales, llenos de melanomas y rogando a los espíritus y a la luna no morir de una tos persistente o de ese dolor de estómago provocado por carne en mal estado...

—Gracias a la Ciencia, la vida puede ya escapar de la Tierra y salvarse de la mordedura de una mamba negra —convino Renata Bell—, aunque es de suponer que la vida no necesita salvarse, que existe en otros planetas sin intervención humana, que el hombre no necesita jugar a ser Dios, porque la vida, simplemente, es.

Su esposo, Alexander, tomó la palabra:

—Y qué es la vida, eso estudian algunos. Físicos teóricos muchos de ellos —señaló a su hermano—, porque la física engloba a las demás ciencias, como la química, la biología, la filosofía, la astronomía, las matemáticas... Los deportes no serían lo que son sin ella, ¿cierto? ¿Y qué decir de la termodinámica, la ingeniería, la geofísica, sino que las desconoceríamos?

Margot se animó también a dar su opinión:

—Todo tiene que ver con todo. Nosotros mismos estamos formados por partículas que siguen las mismas leyes que las estudiadas por la física.

—Incluso la guerra es parte del juego —dijo Alexander Bell—. ¿O no es cierto que la hostilidad existe también entre los animales inferiores? Si podemos definir la guerra como una lucha por la supervivencia, entonces los carnívoros están en guerra contra los herbívoros. Y unos y otros están en guerra entre ellos también, como bien sabían Lorenz y Goodall. Sólo menciono un par de datos: Gombe, 1974-1978, y Sabi-Sand, 2006-2012. La vida no tiene conciencia, señorita Angel. A la vida lo único que le interesa es sobrevivir.

Charlie dudó si enfrentarse a ellos, pero no pudo evitarlo:

—No me han entendido. Lo que quería decir es que, al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene conocer algo que se llama kaón, que encima es un nombre arbitrario? ¿No es mejor investigar para curar una enfermedad rara?

Miró a Sherwood buscando apoyo, y de pronto recordó que él era físico teórico y otras muchas cosas, pero no médico. De todos modos, pensó que, como investigador que perseguía vencer el cáncer, él tendría una opinión.

Ciertamente, Sherwood la tenía, y la expuso:

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

Alexander Bell la miraba con extrañeza:

—¿De verdad no ve la relación del átomo con el fin de la Segunda Guerra Mundial?

—Habla de la bomba atómica —dijo Charlie, enrojeciendo.

—Por ejemplo —dijo el candidato—. Pero no crea que me olvido de la energía que lleva la luz a su casa y que pronto empujará su coche, y me atrevo a decir que hasta la atenderá en el bar, señorita Angel.

—La cuestión es, ¿existiría siquiera el concepto de bomba fuera del contexto de una guerra? —osó decir Charlie.

Alexander Bell sonrió, mirando a su alrededor como buscando apoyo:

—No está hablando en serio, ¿verdad? ¡Simplifica las cosas adrede! —dijo.

—Simplifico porque si el precio de ver por la noche significa la capacidad de matar a millones de personas, me pensaría seriamente mi inversión, la verdad —dijo Charlie, empezando a enfadarse.

—¿Acaso cree que las guerras no son necesarias para esa vida que tanto defiende? —le preguntó Alexander Bell frunciendo el ceño ligeramente.

—Me pregunto dónde está la frontera entre los barcos abarrotados de gente que huye de sus hogares por culpa de una guerra y la necesidad de obtener beneficios, del coltán, petróleo o lo que sea...

—Oh, vamos. ¿En serio? ¿En qué momento esta conversación ha degenerado hasta llegar al punto de echar la culpa de la migración a la Ciencia? —dijo Alexander Bell, sonriente.

—No a la Ciencia, a los hombres que la utilizan en pro de sus intereses.

—Entonces estamos hablando del bien y del mal que habita en el corazón del ser humano. Me había asustado usted. De pronto creí que deliraba.

—¿Es delirante la idea de que la inteligencia mal utilizada lleva a la destrucción?

—Para crear a veces hay que destruir —dijo Alexander, serio ahora.

—Dudo que fuese eso en lo que pensaba Einstein cuando participó en la creación de la bomba atómica.

—¿Y en qué pensaba ese caballero, lo sabe usted?

—Está escrito que luego se arrepintió mucho.

Alexander hizo un amplio ademán, miró a los demás y dijo:

—Y a la opinión de la señorita Angel sobre el alma de Einstein se reducen siglos de investigación científica y decenas de miles de horas de experimentación en busca del conocimiento. Hemos retrocedido a la prehistoria en, digamos, ¿cinco minutos?

El señor Doyle apareció en el salón para decirle algo al oído, y Alexander Bell cambió de actitud. Con una sonrisa menos tensa, dijo:

—Tengo una llamada que atender. Quizá podamos proseguir esta conversación en otro momento, señorita Angel. —Y a su familia:— Disculpad. Nos vemos luego.

Y abandonó la mesa seguido de su jefe de seguridad. Su marcha dejó un silencio profundo y cierta tensión.

Charlie parecía haberse quedado sola en medio de una multitud que la observaba y frente toneladas de comida olvidadas sobre una mesa tan grande que la hacía sentir pequeña.

George, que al igual que sus sobrinas había logrado terminar su ración de postre, miró a las dos niñas. Y quizá le pareció que les había afectado la discusión, porque les dijo:

—Yo lo que pienso es que la Tierra es un ser vivo. Con su pelo verde y sus pulmones de madera, sus venas de agua y su corazón ardiente, tan fogoso que a veces le sale por los poros y le crea verrugas en su piel de arena, suave y bonita por lo demás. La Tierra, como nosotros, tiene que aguantar a bacterias buenas, que le polinizan las flores; y a bacterias malas, que se le comen el pelo. Y a parásitos, nosotros, que somos como virus que la enfermamos cada dos por tres. Ah, y también tiene sus emociones.

Sonrió a Charlie, pero esta vez ella no tuvo fuerzas para devolverle la sonrisa.

Charlie observaba la botella de vino que tenía más cerca. Al final, se bebió otro vaso de agua.

—¿La tierra tiene emociones? —preguntó Constance a George, divertida.

George hizo un ademán y dijo:

—Que me diga alguien qué son los terremotos, las erupciones de los volcanes, los huracanes y las tormentas. ¿Y los días de sol y la calma en el mar? Rabietas y sonrisas. El tío George, puedes citarme.

—Corrientes telúricas subterráneas —dijo Constance—. Eco. El Péndulo de Foucault.

A través del ventanal, la niña vio al galgo gris inglés de su abuela, Simon, jugando con un globo rojo en el jardín, y arrastró la silla hacia atrás con la clara intención de ausentarse de la mesa para reunirse con él. Su estricta educación, no obstante, la obligó a mirar a su madre, atenta a su lado, y a pedir permiso:

—¿Puedo?

Renata le dio permiso con un asentimiento de cabeza, y a su hermana Margot también.

—¡Umbilicus George!—exclamó Margot, y le sacó la lengua, divertida, antes de seguir a su hermana.

Aunque aún quedaba comida en la mesa suficiente para un regimiento, fue el punto y final del almuerzo.

El abuelo Irving ignoró el trozo de tarta de manzana que le quedaba en el plato, se acabó su copa de vino, se secó los labios con la servilleta y movió las ruedas de su silla hacia atrás.

Sherwood se levantó para ayudarlo. Barbra Barnes y Renata dejaron también sus servilletas sobre la mesa sin terminar sus platos y se levantaron a la vez, sin decir una palabra.

La alcaldesa tomó las asas de la silla de su padre y salió del salón delante de Renata y Sherwood, que, educadamente, las dejó pasar primero.

Renata tomó del brazo a Sherwood y le dijo:

—Perdone, profesor, ahora que tengo la oportunidad, permítame preguntarle: Decir que lo que pasa aquí y ahora depende de algo que sucedió muy lejos en el espacio... es como decir que el aleteo de una polilla en Nueva York provoca un terremoto en Aderly, ¿verdad?

En la mesa habían quedado la abuela Edith, George y Charlie, que observaba su ración de salmón como si éste estuviese a punto de empezar a hablar.

La abuela observaba el rostro de George. Entonces, sonrió fríamente y dijo:

—Eres un soñador y un poeta, nieto querido. Deberías escribir libros.

Y miró a Charlie, que no sabía ya dónde meterse.

Mientras el resto de los Bell charlaban distendidamente en otro de los salones, Charlie salió a tomar el aire en una segunda terraza.

Como la primera, resultaba ser un lugar espacioso con una balconada gruesa recorrida por una hiedra desde la que se contemplaba un paisaje sosegado.

Allí abajo, en los jardines de ese ala, las niñas jugaban a mantener el globo fuera del alcance de Simon, que saltaba a su alrededor con la lengua fuera y la cola frenética.

Charlie se apoyó en la baranda y, sin pararse a pensar, buscó en su bolso el paquete de cigarrillos. Se colocó uno entre los labios, y entonces recordó el destino del mechero de plástico azul. Cerró los ojos, derrotada, y suspiró.

Entonces, oyó que le decían:

—¿Fuego?

Se enderezó como si hubiese sido sorprendida haciendo algo impropio. Al volverse vio que era el señor Doyle quien le había hablado. Llevaba un mechero de plata en la mano, que al parecer acababa de utilizar para encenderse su propio cigarrillo.

—Gracias.

Se sujetó el suyo entre los labios y permitió que él se lo encendiese. Agradecida, Charlie le sonrió con suavidad mientras decía:

—Hace mucho calor ahí dentro, ¿no le parece? No es raro que una se maree —dio una calada intensa a su cigarrillo.

Y todo, el humo, la sensación del papel, el olor, volvieron a traerle recuerdos placenteros y lejanos. Una oleada de sosiego, de objetivo conseguido, la invadió. Al mismo tiempo, sintió que la culpabilidad se le arrimaba demasiado cerca. Deseó no haber venido.

—Cierto —convino él—. Y de hecho ha encontrado usted el mejor lugar de la casa para recuperarse. No hace frío en absoluto.

Se sonrieron con complicidad, pues precisamente el considerar que lo hacía era lo que los había llevado a todos a celebrar el almuerzo en el interior de la casa.

El señor Doyle adoptó una actitud relajada apoyándose en el antepecho de la terraza como ella había estado haciendo, y dijo, tras soltar su humo:

—Los Bell pueden llegar a ser difíciles. La mayoría ha estudiado en los mejores colegios y hasta el final, y por eso creen que están en posesión de la verdad.

—¿Y no es así?

—¿Usted qué cree?

Charlie sonrió y guardó silencio, por educación.

—Si le sirve de consuelo, todos tenían razón ahí dentro, incluida usted —añadió Doyle, mirándola pensativo.

—¿También respecto de la guerra?

—Permítame tranquilizarla: Estoy aquí en son de paz.

Su sonrisa era agradable y Charlie se permitió devolvérsela de nuevo.

—Usted es el guardaespaldas de Alexander Bell, ¿no?

—Sí. Me encargo de su seguridad. Y es todo lo que se me permite decir sobre él. Lo comprende, ¿verdad?

—Por supuesto.

Charlie siguió la mirada del señor Doyle, y ambos contemplaron el juego de las niñas y Simon un momento.

—No son como yo pensaba —comentó Charlie entonces.

—Mire, todo lo que hay aquí es pura apariencia —dijo Doyle.

Charlie asintió, pensativa y ambos se entregaron de nuevo al silencio, disfrutando de sus cigarrillos y de su mutua y pacífica compañía... Hasta que apareció George con actitud de haber estado buscando a alguien por todas partes.

—¡Ah, aquí estás...! Mi tío quiere enseñarnos el nuevo purasangre que ha comprado. ¿Usted tampoco lo conoce, verdad, Doyle?

El señor Doyle se volvió hacia George con educación y apagó su colilla en un cenicero que Charlie no había visto porque simulaba ser un jarrón de mármol en un rincón de la terraza. El guardaespaldas se disponía así a acompañarlos a las cuadras, pero Charlie se llevó una mano a la frente y dijo:

—No me encuentro bien, George. Preferiría que me llevaras a casa.

—Oh, vaya. ¿Quieres que llame al médico? Estoy seguro de que al doctor Schumacher no le importará venir a atenderte...

—No te preocupes, seguramente será la tensión. Tiendo a tenerla alta. Me tomaré una tila en casa, me tumbaré un poco y se me pasará.

George miró al señor Doyle, que hizo un gesto de «no soy yo quien vaya a decirle qué hacer, caballero».

El joven de nuevo regresó su atención a Charlie, y dijo:

—Está bien, te llevo a tu casa.

Charlie no tardó en ocupar el asiento del acompañante en el biplaza de George, y una vez él la excusó y se despidió de su familia, ambos salieron de las tierras de Bell Manor.

Pasó un rato y Charlie observó una actitud inusualmente reservada en George. Creyó entender la razón de su silencio y le dijo:

—De veras que me siento mal, George. No es una excusa para no estar con tu familia...

Y mientras hablaba, o precisamente porque hablaba, Charlie se sentía peor. El aire no ayudaba. Su mareo, ligero en la terraza, habíase tornado un poco más intenso cuando se sentase en el Jaguar, y ahora dudaba si aguantaría a llegar a casa de la señorita Fitt sin vomitar.

Apoyó la cabeza en el asiento, y se dio cuenta de que una intensa somnolencia acompañada de una debilidad muscular del todo inusual la invadían.

Para empeorar su malestar, el Jaguar hizo una ese precipitada en la carretera.

Charlie miró a George, al que creyó ver dar una cabezada.

—¿George?

George no hablaba.

—¿George?

George se dormía al volante.

¡George, despier...!

Fue lo último que Charlie llegó a decir antes de que el Jaguar se estrellase contra un árbol, saltasen los airbags y perdiese definitivamente el conocimiento.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro