34.- Juegos de un chico extraño (Parte 2)

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Charlie atravesó la gruta,  y, finalmente, se agarró a las raíces para ayudarse a salir de ella al otro lado.

Descubrió que asomaba a un bosque frondoso en pleno día. Gris y húmedo, ciertamente tristón, pero bañado de luz diurna. 

Un ciervo alzó la testa y la observó con orgullo, mientras ella salía y gateaba para ir a sentarse a la sombra de un nogal cercano, donde trató de vencer su profunda extrañeza.

El cérvido echó a correr para refugiarse en la foresta.

¿No era aquel el pozo donde cayese antes de acudir a rescatar a Cory y a Boston a Kansas con Lincoln?, se preguntó Charlie, mirando en derredor con ojos bien abiertos. ¿No era aquel el bosque donde le disparó aquel viejo gruñón, el que le lanzó el dogo alemán que a punto estuvo de comérsela y del que a duras penas escapó para ir a pedir ayuda a Lincoln? Se le parecía mucho.

Sí, pero...

Pero, aquel bosque, ¿en el salón de la casa de la familia Johansson? Y no era sólo eso: De donde venía era de noche y las calles se mostraban solitarias, dado que todo el mundo se hallaba en el bosque buscando a Jade u obedeciendo el toque de queda en su casa... Aquí era de día, no hacía demasiado frío y se oía... Sí, se oía una voz poderosa, lejana por la distancia, que le llegaba desde su derecha.

Anonadada, Charlie decidió dejarse guiar por aquella voz, y caminó entre las coníferas y los altos helechos durante un rato hasta llegar a una aldea, en la que no se atrevió a entrar, pero que observó con ojos de niña curiosa:

Descubrió que era aquel el mundo de un hábil orador, grande y barbudo, mezcla de Papá Noel y Gandalf el Blanco pero sin gorro, que vestía una túnica blanca y empuñaba un largo bastón denegrido sobre una plataforma de madera húmeda y vieja. A un paso detrás de él se encontraban dos mujeres jóvenes muy serias, una rubia y otra morena. Esta última poseía una belleza exótica. Las dos, como el orador, vestían lo que parecían túnicas de tela de saco.

En ese momento, el supuesto Gandalf , cuya voz era potente y agradable al oído, se dirigía a una treintena de entregados oyentes, mayores de edad la mayoría, humildemente vestidos también:

—Nosotros no matamos la vida. Somos vida. Así que damos vida. Cuidamos la vida. Sanamos, reparamos, construimos. Amamos, no destruimos. El Gran Padre nos mira con ojos atentos y sabe cuándo nos desviamos del camino que nos señaló. Y dice que quienes se desvían de ese camino, de amor y vida, nos pone a los demás piedras en los pies. ¿Qué es lo que queréis vosotros: caminar de rodillas por una senda de piedras, o correr libres sobre la hierba fresca de la tierra infinita del Gran Padre? 

Su público lo observaba con gran respeto.

—Decidme: ¿Quién está dispuesto a vagar por el desierto de los impíos, de los pecadores, de los perdidos, de los olvidados y los expulsados de las tierras del Gran Dios? Porque yo os digo que esa senda es la senda del castigo divino y del dolor. Y quien haya hecho esto, el que haya acabado con la vida de esa pobre criatura, no merece otra cosa...

La expectación entre los oyentes era tal que nadie parecía percibir la presencia de Charlie.

Ella, por sus propios motivos, seguía fascinada.

Estupefacta.

Atónita.

Se guardó por fin la linterna en el bolsillo. No la necesitaba para ver que estaba rodeada de un puñado de cabañas de aspecto rudimentario enclavadas en el barro, había muchas cuerdas de las que tendían vestidos, camisas y pantalones antiguos de distintos tamaños, bombachas, enaguas. Jaulas toscas con algunas gallinas, un corral con mulas, cabras y cerdos, dos carretas con cajas y maderas. Cerca de una de ellas había un tronco cortado por la mitad junto a una pila de leña y un hacha clavada en un taco.

Un terrier pardo, pequeño y sucio, apareció desde el bosque, olisqueó una de las ruedas de una carreta, orinó, se paró para rascarse detrás de las orejas y desapareció entre la gente. En primera fila, el grupo de hombres, mujeres y niños de distintas edades elevaban sus ojos hacia el apasionado orador.

Charlie consiguió encontrar un sitio mejor desde donde espiar, tras una de las carretas, en el extremo del grupo, y descubrió, con el mismo asombro que la abrumaba desde que pusiera un pie en la casa de los Johansson, lo que los árboles no le habían permitido percibir hasta ahora: que a un par de metros del charlatán se alzaba una gran pila de leña, y que sobre ella se hallaban, sentados espalda contra espalda, dos hombres atados de pies y manos. Una soga los unía el uno al otro por el torso.

Al pie de la pira apagada se hallaba una mujer negra vestida con un vestido ajado y oscuro que le llegaba hasta los pies. Su rostro estaba bañado en lágrimas. El hombre, seguramente el líder de aquella comunidad, la señaló con energía desde la tarima y dijo:

—Esta mujer ha venido a mí para decirme que es una madre que busca a su hijo. Pero ya todos aquí sabemos que su búsqueda es inútil. Que no lo encontrará, porque el hijo de esta madre es un niño ahora perdido en la Senda de los Expulsados. Sí, lo sabemos, esa desgraciada criatura de luz fue expulsada, pero ese niño no era un pecador, no se merecía que lo arrojaran fuera de la tierra del Padre. Él nació de un vientre de luz. Estos dos hombres —Señaló a los maniatados sobre la pira apagada con un índice acusador— son hijos de la abominación que los cegó, y ellos, en el nombre del Enemigo de los Hijos de la Luz, arrancaron a ese niño de los brazos de su madre con el único propósito de satisfacer sus instintos más oscuros y alimentarse de la sangre de un inocente. La maldición que los guía aún permanece en ellos, y el Padre ha dictado sentencia: Las puertas de su reino no se abrirán a los hijos de la Abominación. Y así dice: los hijos de la Abominación permanecerán fuera de la luz y regresarán adonde nacieron. Estos hombres nacieron en el estómago infecto de un demonio que surgió de la oscuridad y del fuego, y allí es donde han de regresar...

La madre llorosa asía un palo cuyo extremo, a una mirada del orador, un muchacho encendió con una cerilla.

Charlie buscó con la mirada espectadores disconformes con el más que sospechoso cariz que estaba tomando aquel extraño discurso...

—No creo que quieras ver eso —le dijo una voz masculina, cercana y agradable.

Charlie se volvió, sobresaltada por la intromisión. No le vio de inmediato, así que fue como si le hubiese hablado el aire.

—Me refiero a que quizás no decidiste venir para ver una ejecución.

La voz provenía de la carreta de atrás. Charlie dio varios pasos hacia un lado, por el extremo más alejado del grupo. Vio la cola feliz de un perro sobresaliendo tras una de las ruedas.

—¿Me equivoco? —insistió la voz.

Dio unos pasos más. Percibió una sombra entre los radios.

Allí había alguien sentado.

Un paso más... Dos...

Y por fin le vio:

No estaba sentado, sino acuclillado frente al dueño de la cola alegre, un golden retriever pardo. Vestía cazadora y vaqueros negros, y estaba enfrascado en rascar bajo las orejas del perro, para evidente satisfacción del animal.

Charlie se paró justo enfrente de él.

El desconocido era un joven esbelto, de sonrisa suave y carismática que le dibujaba hoyuelos alargados a ambos lados de las mejillas. Tenía desenfadado pelo castaño oscuro y una mirada serena y amistosa.

El golden, jadeante, observó a Charlie con ojos soñadores y una amplia sonrisa perruna rodeando su larga lengua colgante.

El desconocido la miró también. Ladeó la cabeza, acentuó su bonita sonrisa, y repitió:

—¿Me equivoco?

Charlie, seria, sólo le miró.

El joven apartó de sí al perro porque deseaba levantarse. Charlie hubo de alzar la barbilla para seguir mirándole a los ojos. Se fijó que eran de un inusual gris azulado.

—Las ejecuciones nunca son bonitas de ver —comentó él ahora, apoyando una mano en la carreta.

Desvió la vista por encima de la cabeza de Charlie, hacia su izquierda. Charlie siguió su mirada y vio la pira.

—¿O sí?

—¡Claro que no! —reaccionó Charlie, por fin—. Y no podemos permitir...

—Claro que no. Pero estamos en una época y un lugar muy lejanos a los tuyos —la interrumpió él—. Créeme, sea lo que sea que tenga que suceder sucederá, aunque la Historia no lo cuente.

Charlie volvió a mirar al desconocido con interés renovado:

—¿Sabes de dónde vengo? ¿Qué lugar es este?

Él pareció que iba a contestar, pero en vez de eso pasó por su lado y empezó a alejarse. Intrigada, Charlie le siguió.

—¡Eh!

Pero no desapareció. Rodeó la carreta, y cuando Charlie se detuvo junto a él, dijo, bajando el tono de su voz:

—Todos los que estamos aquí vinimos buscando una nueva oportunidad. Por ejemplo, ¿ves a esa mujer de ahí, la de los rizos rubios y el pañuelo rojo? —le preguntó, bajando la voz.

Charlie siguió su mirada. Asintió.

—Es Vicky. Era prostituta en Nueva Orleans, la última paliza la decidió a dejar todo atrás —le explicó él—. El tipo de al lado es Jack, un comerciante de Nueva York al que robaban más que vendía. La pareja que está a su lado, Emma y Paul, son de Chicago. Perdieron a cuatro de sus cinco hijas por la tuberculosis, al parecer vivían en un antro lleno de humedad y apenas podían pagar el alquiler. Se trajeron a la pequeña cuando oyeron que en Minnesota había una comuna en la que se podía comenzar una nueva vida. La niña enfermó poco antes de que llegaran. La enterramos cerca del lago.

Guardó silencio durante un momento. Luego, añadió:

—La verdad es que Papa Sam los ha ayudado mucho, a todos, a su manera... A veces es un rollo escucharlo repetir lo mismo, la luz, la oscuridad... Pero si quieres comenzar de nuevo, aquí puedes hacerlo. Papa Sam y sus Hijos de Luz nos acogen a todos, siempre que respetemos sus reglas, claro, la mayoría ya las has escuchado antes... Básicamente, hay que ser buena gente. No pide mucho, a cambio de trabajar duro la tierra, criar gallinas y cabras, lavar la ropa en el río o pescar en el lago. La tierra de luz de Papa Sam no es infinita ni tan generosa ni tan luminosa como él dice, pero sí es suficiente para todos.

—Oí que hablaba de un dios y de un padre...

Notó que el perro le lamía la mano. Charlie le sonrió y le acarició la cabeza. El animal se sentó, apoyó la mejilla en la cadera de Charlie y alzó más el hocico, mientras entrecerraba los ojos.

—Papa Sam, el Gran Dios, el Gran Padre, ¿qué más da? —dijo el joven, metiéndose las manos en los bolsillos—. Habla en tercera persona de sí mismo la mayor parte del tiempo. Pero nos da igual. Somos perdedores, tenemos mala suerte. Lo hemos perdido todo y él nos da una razón y recursos para continuar. ¿Qué más podemos pedir?

Se miraron. Era triste lo que había contado, pero sonreía, y su sonrisa, aun cerrada y suave, era pícara, encantadora, contagiosa, y sus ojos claros seguían mostrándose serenos y amigables.

Charlie le devolvió la sonrisa por primera vez. Él se volvió a ella totalmente, se cruzó de brazos y dijo:

—Adivina mi nombre y te diré qué hago aquí.

—¿Que adivine tu nombre? —se extrañó Charlie, rascando ahora la oreja derecha del perro, que cerró los ojos, jadeando feliz.

—Te diré lo que quieras saber.

—Sí, por favor. Estoy flipando con todo esto. Dime dónde estamos. ¿Qué está pasando? ¿Cómo es posible esto?

—Adivina mi nombre y te lo diré.

Charlie se alzó de hombros y le dijo:

—Dímelo, sin más.

Él guardó silencio. Su sonrisa se le antojó ahora enigmática. Charlie chasqueó la lengua y dijo:

—Pues no sé... ¿Bob? —Fue lo primero que le vino a la cabeza.

Él aguantó su mirada perpleja sin variar de expresión. Luego, rodeó la carreta de nuevo para alejarse, otra vez, de ella. El golden retriever le siguió de inmediato.

Charlie echó otro vistazo al grupo y a su apasionado líder. Seguía sin entender lo que estaba pasando. Sin creerlo del todo. Pensó en regresar por donde había venido y hablar con sus amigos de aquello, que alguien más fuese testigo de lo que sucedía.

Pero la actitud de este joven la intrigaba demasiado. Él tenía respuestas que Cory y Boston no tendrían. Y estaba allí mismo.

No tardó en alcanzarle, y el supuesto Bob, sin mirarla ni dejar de caminar, le dijo algo que no era precisamente lo que Charlie deseaba oír:

—Destilo alcohol de manzana y lo intercambio por huevos, peces del lago, leche de cabra o ropa limpia, según vaya necesitando.

Cogió un palo del suelo y lo lanzó varios metros en dirección al bosque. El golden retriever corrió a buscarlo.

Charlie maquinó un modo de hacerle hablar. El resultado fue este:

—¿He acertado?

—¿El qué?

—Tu nombre. ¿Es Bob?

—¿Tú qué crees?

—Oye, de verdad, dime qué es este lugar... Me has dicho que me dirías lo que sea...

—¿Eso dije?

—Si acertaba tu nombre...

—¿De verdad?

—¡Sí!

Le cortó el paso y se miraron a los ojos otra vez. Charlie fruncía el ceño. No le gustaba que la ignorasen ni que jugasen así con ella.

—¿Qué has venido a aportar tú? —le preguntó él entonces, sin inmutarse. Pero ya no sonreía.

—¿Aportar?

—Algo sabrás hacer.

Charlie suspiró y dijo:

—Oye, te voy a ser sincera. No tengo tiempo para esto. No voy a adivinar tu nombre, no voy a adivinar nada. Tu nombre no me importa tanto como el hecho de que me encuentro en una situación bastante extraña. Es obvio que tú también eres ajeno a esto, pero que te has acostumbrado. A mí me faltan días para eso, quizás semanas. Puede que años. Pero nunca sabré cuánto tiempo necesitaría para eso, porque no voy a estar aquí más de lo necesario: tengo mi vida y quiero volver enseguida a ella. Si estoy aquí es porque estoy buscando a tres niños, así que...

—¿Tus hijos?

Charlie parpadeó, confusa.

—No. Son blancos.

—Son blancos, pero podrían ser tus hijos.

—Bueno, sí, pero no es el caso...

—Marla y Brandon, esos dos que están al lado del carro con la leña, tuvieron un hijo negro hace dos años.

—Bueno, ella es negra.

—Tu marido podría ser blanco.

—No estoy casada.

—¿Tampoco tienes novio?

—Te digo que no soy madre.

Él alzó las manos a modo de rendición y sonrió.

—Vale, ya vamos progresando —dijo—. No eres madre y buscas a tres niños blancos. ¿Por qué los buscas?

—Se han escapado de casa.

—Puede que tuviesen una razón.

—Seguramente. Pero han dejado atrás a unos padres muy preocupados.

—Si sus padres fuesen el refugio y el apoyo que ellos necesitan, ¿se hubiesen escapado de casa? —inquirió «Bob».

De nuevo, Charlie le miró con curiosidad.

—¿Eres psicólogo?

Él se sonrió y se acuclilló para dar una nueva tanda de caricias al perro.

—¿Lo eres tú? —preguntó a su vez.

—La cuestión es que eso no lo sabes —dijo Charlie, poniendo las manos en jarras.

—¿Cómo lo sabes tú, si no eres ni su madre ni su padre?

Charlie chasqueó la lengua, impaciente. «Bob» era irritantemente escurridizo. Se cruzó de brazos y le preguntó, harta ya de juegos dialécticos:

—¿Me vas a ayudar o no?

El joven alzó las cejas, suspiró y miró hacia el grupo, a su derecha. El perro aprovechó para darle un lametón en la mejilla izquierda.

Un fulgor incipiente comenzó a crecer más allá del mar de nucas atentas.

El joven se enderezó de nuevo y caminó hacia el bosque, guiando a Charlie en sentido contrario al grupo y al fulgor. No le resultó difícil atrapar su atención de nuevo:

—Quizá los haya visto —dejó caer, misterioso.

Esperanzada, Charlie quiso asegurarse:

—Dos son blancos como la leche y tienen los ojos azules. Son mellizos, hermano y hermana. El otro es un niño moreno de la misma edad, unos doce años.

Mientras hablaban, se introdujeron entre las coníferas. Desde allí ya no era posible ver ni escuchar a la gente de la comuna. El golden retriever los seguía alegremente, olisqueando aquí y allá.

«Bob» decía:

—Bueno, en fin, no hay muchos niños por aquí, ¿sabes? No sé si te has fijado, los únicos que hay son los de la familia Peabody, que van de los siete a los quince, pero ninguno ha dejado padres preocupados, ni delante ni detrás. Me consta que toda la familia estaba ahí antes, en hilera, en primera fila.

—Los tres que yo digo, ¿los has visto?

—Pues... sip —confesó el misterioso joven, al fin.

Charlie abrió mucho los ojos, y con ansiedad, preguntó:

—¿Hacia dónde fueron, por aquí?

—Sip.

—¿Me estás llevando con ellos?

—Nop.

Se pararon en mitad de un solar cubierto de brezos magenta.

—Pero... ¿adónde leches me llevas entonces?

Él parecía entretenido ahora con el tallo de uno de los brezos, que acababa de cortar. El perro se sentó a su lado y lo miró con adoración.

—Aún no me has dicho por qué los buscas —dijo «Bob», empezando a curvar el brezo.

—Sí te lo he dicho: se han ido de casa, sus padres los están buscando. ¿No puedes entender que unos padres mueran por saber dónde están sus hijos, si están en peligro o...?

—No están en peligro.

—¿Has hablado con ellos?

—Puede.

—Es importante, Bob. ¿Dónde están?

Él frunció el ceño un poco y sonrió a medias, entre sorprendido e interrogativo.

—Tienes cara de llamarte Bob —dijo Charlie, alzando las cejas—. Si no me dices tu nombre, no te quejes de que te llame como me dé la gana.

—Vale —aceptó él, y se sacó del bolsillo una gomita con una mano mientras sujetaba el brezo curvado con la otra. Acto seguido, mordió la goma para partirla en dos.

Charlie se cruzó de brazos y le dijo:

—¿Y bien? Me has hablado del drama de Emma y Paul.

—Esos tres niños no se están muriendo —dijo Bob, enrollando la gomita alrededor de los extremos del brezo.

—El pueblo entero los está buscando.

Bob la miró, repentinamente serio.

—Eso no lo sabía —dijo.

Y mostró al perro el rudimentario frisbee que había hecho con el hermoso brezo antes de lanzarlo lejos. El retriever salió corriendo a buscarlo.

—Bob...

—Charlie.

Ella le miró con suspicacia.

—¿Cómo sabes cómo me llamo?

El joven le dio la espalda y siguió caminando. Charlie hizo un ademán de disgusto con los brazos, ¿por que él tenía la desconcertante costumbre de irse en cuanto le hacía una pregunta especialmente interesante? Una vez más, le siguió en busca de su respuesta, que, como esperaba, le llegó en cuanto lo alcanzó de nuevo:

—Eres la amiga de Cory, la hermana de Jade.

—¿Conoces a Cory?

—Conozco a Jade. Y sabes, puede que yo no sepa exactamente dónde están esos tres críos, pero él sí y nos lo va a decir —dijo Bob, y miró al golden retriever, que regresaba muy contento con el frisbee magenta en la boca.

Charlie observó primero al can, luego a Bob, que ahora no centraba su atención en ella, sino a algo detrás de ella. Se volvió y vio que el joven la había guiado, en una trayectoria semicircular, hasta una loma, desde la que se podía tener mejor vista de lo que pasaba en la aldea: No podía oír su voz desde allí, pero sí ver a Papa Sam y a sus atentos seguidores, a la señora con la antorcha y a los dos hombres atados sobre la gran pira, que ahora estaba encendida.

De nuevo, Charlie acusó una profunda angustia e impotencia, y también enfado.

—Eso no es justicia —empezó a decir—, eso es venganza y no debemos permitirlo...

—No pasa nada —dijo Bob, tranquilamente, a su lado.

—¿Qué? ¿Cómo puedes decir que...?

Él le señaló el cielo con los ojos, y Charlie vio lo muy encapotado que el techo del mundo se había puesto.

De repente, sonó un trueno espantoso. Al segundo, un chaparrón se desparramó con una furia tal que en tiempo récord apagó el fuego y empapó la madera y a toda la gente que allí se encontraba. La inmensa mayoría corrió a ponerse a cubierto. Varias personas se lanzaron a rescatar las prendas tendidas en las cuerdas, si bien ya era tarde para salvarlas del diluvio repentino.

Sorprendida, Charlie giró la cabeza hacia Bob, que le dirigía una mirada pícara bajo la lluvia desaforada.

—Ya te lo he dicho —dijo él entonces, con resignación—. Los que paramos aquí somos perdedores, tenemos mala suerte. Lo que intentamos o no sale, o nos sale mal.

El aguacero no arreciaba y también ellos echaron a correr en busca de un lugar donde guarecerse.




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