39.- El ataque

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Aquel día, a la hora del almuerzo, los hermanos Wordsworth siguieron desde un televisor de un bar de Saint Paul la rueda de prensa que Dictina Holden, acompañada por la alcaldesa Barnes, ofreció a los medios.

La nueva sheriff de Aderly se había visto en la necesidad de convocar a la prensa para informar al mundo de que la desaparición del pequeño Jade Evans no estaba, en su opinión, relacionada con los recientes asesinatos acaecidos en su localidad, y por los cuales los aderlienses se hallaban de luto. La investigación sobre el deceso de la pareja de jóvenes seguía en marcha, sin sospechoso por el momento. Por otra parte, se había puesto en marcha un dispositivo de búsqueda para encontrar al niño, en el que participaban vecinos y agentes de la ley. La alcaldesa confirmó que había establecido un minuto de silencio por los dramáticos hechos.

El comunicado de la agente Holden y la alcaldesa Barnes fue recogido por el principal canal de noticias del país, que emitió asimismo un vídeo de fotografías de los Novios del Cuento, publicadas por ellos mismos en sus redes sociales.

Mientras las dos profesionales hablaban a cámara frente a un micrófono, los Wordsworth almorzaban hamburguesas y patatas fritas, y bebían sendas Budweisers. No hablaban entre ellos, solo veían la televisión. Cuando terminaron de comer, ya hacía un rato que el canal de noticias hablaba de fútbol americano. Degustaron tranquilamente sus cervezas, pagaron su cuenta y se marcharon. Nadie reparó en ellos, porque nada había en ellos que llamase la atención.

Horas más tarde, cuando ya había oscurecido y las farolas de Aderly se hallaban encendidas, la encontraron paseando por la acera de la calle principal junto a un niño al que daba la mano.

Luego, la vieron pararse y hablar con el chaval durante un tiempo que a ellos les pareció eterno. Por fin, entraron en la casa.

Pero cuando ya iban a ponerse el pasamontañas y los guantes para forzar la ventana de la cocina, tuvieron que esconderse deprisa, porque ella volvió a salir.

Los Wordsworth se guardaron sus complementos de trabajo en el bolsillo de sus abrigos y rápidamente se agazaparon detrás de un coche estacionado en la calle 24. La observaron avanzar a buen paso durante varias manzanas en dirección al centro y, de nuevo, siguieron sus pasos a una distancia prudencial.

Ella no los detectó en ningún momento. Y confiada y segura de sí misma atravesó la calle y, en el cruce, se dirigió hacia el este, donde pareció que esperaba a alguien. Poco después, caminaron detrás de ella a lo largo de un buen número de verjas sepultadas en setos tupidos y ramajes oscuros que asomaban a la solitaria calle 13. Cuando su objetivo llegó a la última casa, saltó el muro con una agilidad que nunca le hubiesen sospechado.

Los Wordsworth llegaron a aquel mismo punto apenas medio minuto después, y aguardaron algo junto a la verja cerrada: un ladrido, un zumbido oculto que se acciona, el motor de un vehículo acercándose.

No sucedió nada.

Así que de nuevo se pusieron sus pasamontañas y sus guantes negros, y saltaron también el muro.

Los hermanos Wordsworth se acercaron al edificio central con sigilo, sus pies deslizándose quedos sobre el césped, sus cabezas esquivando los brazos helados de los cerezos, sus ojos vigilantes en todas direcciones, preparados para detectar cualquier tipo de luz, cualquier sombra, cualquier movimiento; sus oídos, atentos a cualquier pisada, cualquier respiración, cualquier crujido.

Nada se veía, nada se oía.

Y entonces, sorpresa: La puerta de entrada a la mansión había quedado entreabierta.

¿Era una buena noticia?

Desde el punto de vista de un ladrón, la respuesta había de ser que sí: La casa era de tres pisos, de un blancor azulado debido a la noche, con ventanas sin enrejar. Numerosas promesas de alto valor reposaban sin duda allá dentro... No había rastro de perros ni cámaras de vigilancia. Y resultaba innecesario forzar la entrada principal.

La luna llena iluminaba las tripas salpicadas de sombras de aquel hogar vulnerable, delatando una soledad que les resultó deliciosa a los dos hermanos por igual.

Sin embargo, Owen, el mayor, sospechó que una propiedad de muros altos, verja y jardines podados, necesariamente había de tener algún tipo de sistema de seguridad.

En efecto: existía un panel de códigos que denotaba la presencia de una alarma. A Owen le resultaba extraño que la Chica Rara la hubiese desconectado al entrar, y no la hubiera vuelto a conectar... A menos que la esperaran. Pero entonces, no entendía semejante descuido con la puerta... Owen Wordsworth quiso asegurarse y miró atrás, pero tampoco esta vez descubrió cámaras, ni en las ramas de los cerezos, ni en el umbral, como tampoco las había visto en la verja antes de saltar el muro. Allí sólo había visto otro panel de códigos.

¿Podía resultar así de fácil?

Era extraño. Era sospechoso. Podía ser peligroso.

La Chica Rara era capaz de todo; no tenía por qué preocuparse de ninguna situación extraña, sospechosa o peligrosa. Por lo que sabían de ella, podía haber forzado aquella puerta con la mente. Podía haber dejado fuera de juego una manada de doberman. Arrancado, sin tocarlo, cualquier cable de alarma. Por lo que sabían de ella, era posible que fuese capaz de todo eso, al igual que fue capaz de darles una paliza a los dos allá, en Nebraska...

Finalmente, Owen, el más osado de los dos, se arriesgó a meter la nariz más allá, aferrando su pistola con las dos manos. Su hermano, como siempre, lo siguió. No tenían toda la noche para hacer lo que habían venido a hacer.

La luz de la luna era suficiente para sus ojos inquietos. Ahora sólo debían encontrar el rastro de su presa y seguirlo.

Los gruñidos y bufidos de Rajasi les hicieron detenerse en mitad de las escaleras. 

Pero aún les sorprendió más cuando la luz de la lámpara del salón grande se encendió y, detrás del gato, apareció la señora de la casa anudándose en la cintura una bata de seda color marfil.

¿Quienes son ustedes? —les preguntó Ingrid, justo antes de ver la puerta de su casa abierta de par en par detrás de ellos.

Owen reaccionó de inmediato. Alzó la pistola en un movimiento brusco y exclamó:

¡Abajo o te mato de un tiro en la cabeza, perra!

A los Wordsworth no les costó mucho reunir en el salón a los residentes de la casa blanca de Aderly, que a esas horas no habían tenido tiempo de sumirse en un sueño profundo. No eran muchos en ese momento los que se hallaban allí: Ingrid, Apley y la señora Yu. Y Rajasi, que se había escondido. Los mellizos no se encontraban en sus habitaciones, y no había ni rastro de Charlie Angel.

Los hermanos ataron las manos mediante cordones a sus tres secuestrados, y los obligaron a sentarse juntos en el sofá del salón grande.

A pesar de que se les había exigido silencio, el pintor Apley se interesó pronto por June y Vernon:

—¿Y los niños, qué les han hecho ustedes a los niños?

¡Cierra la boca, joputa! —le gritó el irascible Owen—. Si no es para decirme dónde está la negra, calla o te tragas una bala.

En ese momento, llegó su hermano Wilson, tras haber inspeccionado el resto de la mansión.

—No está —dijo.

—La vimos entrar. Tiene que estar. Y de aquí no nos vamos hasta haber hecho lo que tenemos que hacer.

—He mirado por todas partes —replicó su hermano.

—Mira mejor.

Sigilosa, en el sofá, la señora Yu se sacó de la manga derecha de su bata una lima de uñas con mango de nácar. Aquella lujosa lima, regalo de su señora, servía, además, como abrecartas.

Ingrid, sentada a su lado, la asió como si no se hubiese dado cuenta de que alguien le pasaba nada.

El pintor notó el ligero movimiento de las manos de Ingrid y el ronco ruidito que hacía la lima al contacto con el cordón, y trató de poner cara de despistado y de perfecto inocente, como la propia Ingrid y la señora Yu.

Había sido una noche muy larga y todo indicaba que el día que recién comenzaba también lo sería.

Los agentes Díaz y Ryder se encontraban fuera de la casa de los Osheroff fumando sendos cigarrillos, tomándose el primer descanso en muchas horas y, de paso, aguardando la llegada de Charlie Angel.

Al mismo tiempo, esperaban noticias de sus compañeros, por si habían dado con los Wordsworth, a quienes buscaban en Saint Paul tras dar con varios testigos que aseguraban haberlos visto en una boca de metro cercana al hospital donde estuviese ingresado Lincoln.

A esas alturas, los agentes del FBI, al igual que Dictina Holden, habían hablado con casi todos los sospechosos, pero ahora mismo, aparte de los Wordsworth, quien más les interesaba era Charlie Angel, cuyo testimonio aún les faltaba para cuadrar los datos de que disponían. Se suponía que la joven se hospedaba en la casa de los Osheroff desde el incendio de la casa de huéspedes del pueblo, pero quizá seguía en el bosque buscando a Jade... Los agentes no deseaban preocupar a la familia Evans con una desaparición más, o algo peor. No querían precipitarse. Pero lo cierto era que nadie, y habían preguntado a muchos, la había visto desde la víspera, cuando se separó de sus amigos. Esto no era extraño, no obstante, dado que todo el mundo, incluidos sus amigos, tenía su atención puesta en rocas, agujeros, matorrales y en las aguas del lago y del río. Por añadidura, Díaz sospechaba que a muy pocos les importaba ahora mismo Charlie Angel, que, además, no era del pueblo.

La señorita Fitt sí se interesó por ella. Desde su punto de vista, Charlie debería haberse encontrado con Cory y Boston cuando los del FBI los instaron anoche a reunirse para interrogarlos a solas en la casa. En cuanto observó a través de la ventana de su habitación que los dos agentes se hallaban apostados en la puerta, se puso su bata y salió a preguntarles por la joven.

Detrás de la señorita Fitt llegó, en pijama y descalzo, Tommy, que escuchó a Díaz calmando a su abuela:

—No se preocupe, señora. Verá que la chica aparece pronto... —Su vena de detective, sin embargo, se despertó a continuación:— ¿Ha recordado si le dijo algo, adónde pensaba ir, si había quedado con alguien?

—No, como le he dicho, trajo a Tommy y volvió a salir.

—¿Es este Tommy? —dijo Díaz.

Los tres se volvieron hacia el niño, que los observaba con timidez desde el umbral.

—¡Qué ojos más bonitos tiene! —añadió Díaz, con una sonrisa.

La señorita Fitt frunció el ceño al mirar a su nieto. Tanto le impactó verlo que ni siquiera reparó en la ausencia de ropa de abrigo del pequeño... Y es que era la primera vez que le sorprendía en los ojos aquel color. No sólo eso. Se dio cuenta de que el niño... ¿la veía?

Los tres adultos se quedaron observando el extraño efecto hipnótico de un rostro de piel negra y ojos azules.

Tommy los sacó pronto a todos de su fascinación por él:

—Hay muertos en casa de Vernon —dijo.

De repente, la señora Yu se abalanzó hacia Owen con intención de destrozarle los ojos a arañazos.

El balazo impulsó a la sirvienta hacia atrás, cayó sentada en el sofá.

Ingrid se levantó de repente, lanzó su brazo hacia delante, alcanzó con la lima la garganta de Owen.

Owen descubrió que aquella lima tenía el filo de una navaja. Se llevó las manos al cuello. La sangre le chorreó entre los dedos. Se tambaleó. Se le cayó el arma. Ingrid le dio una patada, se desplomó, moribundo. La sangre salpicó en todas direcciones.

Se oyeron pisadas rápidas en los escalones, tras la puerta que daba acceso a la biblioteca.

Ingrid retrocedió con agilidad. Pegó la espalda a la pared. Se llevó la mano al bolsillo de la bata. La puerta se abrió con brusquedad a su lado.

Wilson primero vio el cadáver de su hermano. Luego a Apley, todavía sentado con las manos a la espalda junto al cuerpo inanimado de la señora Yu.

Wilson se giró en redondo. Ingrid le sopló a la cara un extraño polvo blanquecino a la altura de la nariz. Cegado, retrocedió.

Con un rápido movimiento, Ingrid le segó los tendones de la mano armada.

Wilson soltó la automática y un alarido. Aterrado, trató de cortar la hemorragia con su otra mano. Su sangre regaba la alfombra.

Impávida, Ingrid le arrebató el pasamontañas con una mano. Lo empujó contra la pared con la otra.

Bajo su pelo alborotado, Wilson parpadeó, su mirada se volvió vaga, perdió expresividad.

¿Quién os ha enviado aquí? —le preguntó Ingrid, con voz y mirada de hielo.

Wilson no parecía sentir ya dolor, ni miedo, no parecía sentir nada. Su sangre y la de su hermano había alcanzado la bata de Ingrid Johansson, el sofá, la alfombra, la puerta del sótano. También la piel y las ropas del pintor, que se acercaba desde el sofá, estaban manchadas de sangre ajena. Pero era como si aquella horrible, sanguinolenta situación no tuviese nada que ver con él.

Apley se había acabado liberando por sí mismo, a costa de dejar en carne viva la piel de sus muñecas. Al contrario que Wilson Wordsworth, él sí parecía sentir angustia por toda una vida.

—El Cliente —se oyó decir Wilson, con voz algo pastosa.

¿Quien es ese cliente? —siguió interrogándolo Ingrid, con el ceño muy fruncido. Sus pupilas, clavadas en las del intruso, eran alfileres.

—No lo sé.

¿Dónde está mi hija?

—No lo sé.

¿Quién es Charlie Angel?

—Una escritora. Está investigando el asunto de Bethany Bell. El Cliente nos ha ordenado matarla.

Ingrid apartó la mano que tenía apoyada sobre al pecho de Wilson y retrocedió un paso, mientras sus ojos, duros y gélidos como punzones, permanecían enganchados en la mirada extrañamente vacía del menor de los hermanos Wordsworth.

Apley, a su lado ya, se apartó el pelo de su frente sudorosa con una mano temblorosa, dejándose una mancha de sangre en la frente.

De repente, Ingrid empuñó la lima de otra manera. Avanzó el paso que retrocediese, e iba a apuñalar a Wilson en el corazón, cuando Apley, alarmado, se le abalanzó y atrapó su muñeca con su mano derecha para impedírselo.

Ingrid giró la cabeza hacia su amante y le miró con la fiereza de una leona.

—Eso no es necesario —dijo Apley, en voz baja, razonadora—. Hay que llamar a la policía y explicar lo que ha pasado...

Sorprendido, Apley sintió que ella trataba de zafarse sin que en su mirada hubiese otra cosa que una resolución peligrosa. No la soltó. Ella le clavó las afiladas uñas de la mano libre en la diestra.

Wilson pestañeó. Sus ojos mostraron un miedo repentino. Un fuerte pinchazo le recorrió el brazo desde el pulgar de la mano derecha. Su rostro se contrajo en una mueca de dolor abrumador.

—Ingrid, ¿qué tienes? Escúchame, Ingrid, hay que llamar a la policía... —insistía Apley, forcejeando con ella.

Wilson Wordsworth aprovechó para escapar: se movió hacia un lado y corrió hacia la puerta.

Pero no pudo llegar.

Su carrera a la libertad se truncó como si de repente se encontrara enfrentado a un vendaval. Acabó avanzando paso a paso, gritando de miedo y dolor, dando tumbos, mientras sus ropas y su piel se abrían como si estuviese recibiendo latigazos.

De repente, se le abrió el cráneo de un golpe brutal. Fue a caer de rodillas más allá del sofá y de su hermano asesinado, a apenas metro y medio de la salida.

Wilson sangraba por todas partes, y hasta vomitaba sangre, pero no había muerto aún. Con la cabeza fracturada terriblemente, permanecía encorvado sobre sí mismo. Apoyaba su frente en la alfombra, como rogando a Dios un destino favorable, un milagro redentor, el perdón.

Pero allí estaba Ingrid Johansson, para aclararle dónde diablos se había metido: Con un brusco movimiento, la dueña de la casa se liberó de Apley. Avanzó con decisión, se colocó a la espalda de Wilson, le tiró del pelo para alzarle la cabeza con brusquedad y, sin dudarlo un instante, le rajó la garganta de parte a parte.

Fue demasiado para Apley. Antes de que Ingrid soltase a su víctima, decidió huir, buscar un teléfono, no formar parte de aquello. Rodeó a Ingrid y su víctima, y corrió hacia la salida.

¡Illumina! —oyó que Ingrid exclamaba, a su espalda.

Y entre Apley y la puerta apareció, surgido del aire mismo, un hombre alto y desgarbado, envejecido, muy delgado, de ojos saltones, rasgos aguileños y nuez muy prominente.

Apley se detuvo en seco, atónito.

El recién aparecido llevaba un curioso peinado, rapado por los lados, muy liso y pegado a la cabeza por arriba, y con la raya en medio. Vestía un chaleco negro sobre una camisa blanca y un delantal sobre unos pantalones negros. Parecía un barbero de principios de siglo y, de hecho, llevaba una navaja de afeitar, oxidada, en la mano derecha.

El Barbero clavaba su oscura mirada en los ojos asustados de Apley, que retrocedió rápidamente al ver cómo alzaba la navaja de afeitar contra él.

Al retroceder, Apley topó con lo que él creyó que era el cuerpo de Ingrid.

No lo era.

Al volverse, el pintor vio que contra quien había topado era una joven nipona sonriente. Tenía la cara maquillada por entero de blanco; los dientes, negros; y, coloreados de un modo bastante burdo, carmesíes los párpados y la boca. Llevaba dos moños, uno a cada lado de la cabeza, y vestía un ajado kimono escarlata con cinturón negro, abierto en uve desde el cuello hasta el estómago. El vertiginoso escote mostraba un pálido torso salpicado de agujeros de bala.

Detrás, a unos pocos pasos a la derecha de Ingrid y del cadáver desangrado de Wilson Wordsworth, se hallaba un adolescente demacrado, de pelo pajizo peinado hacia la derecha, que tenía un ojo azul y el otro blanco y sin pupila. Vestía ropas de la Norteamérica de los sesenta, con marcas nítidas de una soga en la garganta.

Al otro lado del salón, al pie de la escalera, se hallaba otro hombre, este vestido con una bata blanca llena de sangre coagulada, que tenía unos ojos enormes por el aumento de sus gafas y que mostraba quemaduras horribles en forma de casco en la cabeza.

En el centro del salón, justo detrás de Ingrid y los cadáveres de los Wordsworth, y mirándole como todos los demás, se encontraban ahora, precisamente, Wilson y Owen Wordsworth, con sus gargantas seccionadas.

Los Hermanos portaban sendas pistolas automáticas.

El Doctor, un bisturí.

El Chico, un bate de béisbol.

La Geisha, una espada corta japonesa.

Ingrid y su rasgada mirada de hielo se hicieron a un lado. El Barbero y los otros cinco espectros avanzaron hacia Apley a la vez.

Aterrado, Apley se lanzó escaleras arriba. Se salvó por milímetros del bisturí. Rajasi le bufó y erizó el lomo cuando pasó a su lado en dirección a la habitación del fondo.

Rápidamente, Ingrid, con su afilada lima de nácar en la mano, siguió a Apley adelantándose al Doctor, que empezaba a subir. Cuando llegó arriba, le salió al paso Henrik.

—Adiós, ángel —dijo este.

Y la empujó con brusquedad hacia atrás con las dos manos.

Ingrid perdió el equilibrio y rodó escalera abajo para ir a quebrarse el cuello en el último escalón.

Los seis asesinos la rodearon y se quedaron mirándola, todos inexpresivos excepto la Geisha, a la que, al parecer, seguía pareciéndole divertida la situación, pues sonreía todo el tiempo.

Arriba, Apley agarró el colchón de la cama donde yaciese Peter y se lanzó sobre él, con sábanas y todo, a través de la ventana. El colchón impidió que se rompiese la cabeza contra el camino empedrado que lindaba con el jardín, pero no que se golpeara brutalmente las piernas contra las repisas de las ventanas y la fachada.

De pronto, Henrik, en lo alto de la escalera, y el grupo de asesinos, junto al cuerpo desvanecido de Ingrid, miraron hacia un rincón del salón.

Y de la nada aparecieron Jade, June y Vernon, dados de la mano.

En cuanto los vio, June exclamó:

¡Exite!

Y Henrik, los Hermanos, El Barbero, La Geisha, El Chico y El Doctor desaparecieron. También Vernon desapareció.

La Muerte, no obstante, se quedó flotando, irreverente e inexpugnable, en el ensangrentado salón, para dejar claro a todos quién era la verdadera reina allí, y, de paso, atenazar el corazón de los vivos.


Díaz y Ryder entraron en la propiedad sin permiso. Los gemidos de dolor que se escuchaban más allá de la verja los convencieron de que la situación requería una acción rápida y contundente.

Ellos no necesitaron valerse del punto débil del muro, pues tenían suficiente altura como para vencerlo desde cualquier sitio. Una vez sus pies volvieron a tocar el suelo, no tardaron en encontrar el origen de los gritos: 

Un hombre que se arrastraba lastimosamente por el césped, en dirección a la verja. Más allá de él, tirado de cualquier modo contra la fachada, se veía un colchón enredado en sábanas blancas.

Díaz y Ryder se arrodillaron junto al hombre y trataron de calmarle, sin éxito. Pronto se dieron cuenta de que el pobre desgraciado se había roto las piernas. Sin embargo, la mayor preocupación del herido era otra:

¡Está loca! —gritó fuera de sí en cuanto los vio, mientras agarraba los brazos de Díaz con ojos y manos enloquecidos—. ¡Está loca! ¡Y ellos no son humanos! ¡Quieren matarme!

—Cálmese, ¿a quién se refiere? ¿Quién quiere matarle? —le preguntó Díaz.

¡Por favor! ¡Por favor! ¡Sáquenme de aquí! ¡Están muertos, todos ellos están muertos!

—Díaz —llamó Ryder, que se había acercado primero a observar el interior a través de una ventana, y luego a la puerta, que estaba entreabierta.

¡La cerraron! —gritó Apley—. ¡Ellos la cerraron! ¡No entren! ¡Es una trampa! ¡Los matarán! ¡Nos matarán a todos!

Y volvió a hincar los codos en el césped y a arrastrarse hacia la salida, haciendo caso omiso del dolor de sus piernas destrozadas y gimiendo horrorizado.

Díaz y Ryder, desenfundaron sus pistolas reglamentarias, les quitaron el seguro, se pusieron de acuerdo con una mirada... Díaz se colocó a la izquierda de la puerta; Ryder, a la derecha. Una segunda mirada. Un asentimiento. Ryder abrió un poco más la puerta de la casa, advertidos del peligro y de la locura a los que estaban a punto de enfrentarse...

De pronto, escucharon el timbre de un teléfono.

Ryder dio una patada a la puerta para abrirla de par en par. Díaz se plantó en el umbral dispuesto a disparar... Se contuvo: Primero vio los cadáveres y la sangre esparcida por todas partes. Luego, a la joven que buscaban y a dos niños, que los miraban inmóviles desde el fondo del salón.

Tensos, con cautela, Ryder y él entraron en la casa, ella por la derecha, él por la izquierda. Rodearon la escena de lo que parecía un intento de robo con trágicas consecuencias. Ni la joven ni los niños, posibles víctimas y testigos del hecho, reaccionaban.

El teléfono seguía sonando.

Mientras Ryder, arma en mano, seguía inspeccionándolo todo para cerciorarse de que no siguiese algún otro ladrón oculto en la casa, Díaz se acercó a uno de los cuerpos, el que llevaba un pasamontañas. Se acuclilló junto a él y tomó el móvil del bolsillo de su pantalón con la mano libre. Pulsó el botón de recepción de llamada y se lo llevó a la oreja.


Al otro lado de la línea, el señor Doyle tuvo el presentimiento de que algo había salido mal: no era la reacción usual de Owen, que siempre contestaba con la clave antes de que él hablase. Colgó sin decir una sola palabra.

Su silencio le ayudaría algo en el juicio... Al menos, no lo comprometería aún más.

El señor Doyle se encontraba en Olympia, en uno de los baños del piso superior de White Rose, sabiendo perfectamente que sería esposado nada más pusiese un pie en el corredor... tal y como lo estaba siendo en la mesa del desayuno su jefe, Alexander Bell.

Agentes del FBI ya estaban leyendo al candidato sus derechos, sin importarles que su esposa e hijas estuviesen presentes.



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