45.- El monstruo en el armario

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Con gran dificultad, la doctora Leigh logró darse la vuelta. Se agarró al cabecero del asiento posterior para enderezarse y atisbar a través del parabrisas trasero, repetidamente agujereado.

Se asustó aún más: Un hombre armado se les aproximaba a la carrera.

Una de las balas del agente Díaz había reventado el neumático trasero izquierdo del todoterreno. Como consecuencia, el vehículo había ido a meter el morro en una zanja anegada de agua. Él se encontraba ya a una treintena de metros de la casa cuando atrás, en la casa, su compañera batió de un tiro definitivo a Bunker...

Ryder abrió más la puerta... Y recibió una patada que la desarmó. La osada agente del FBI se sobrepuso enseguida y aferró con las dos manos la muñeca de la desconocida que le había atacado, para alejar de sí el cañón de su arma. Las dos mujeres acabaron cayendo al suelo y rodaron. 

Más huellas de barro y sangre se sumaron a las que ya había en el aterrador recibidor de  los Buchanan.

Bajo tierra, las cosas se desarrollaban más tranquilas, si bien no dejaban de ser extraordinarias...

Tras abrir la puerta del túnel subterráneo, a la pobre luz del búnker, al fondo en un rincón, más allá del catre y la silla con su orinal, los tres amigos descubrieron a una mujer acurrucada.

Tenía el pelo de un rubio oscuro, espeso y tan alborotado que parecía no haber sido peinado durante años. Vestía un camisón blanco sucio e iba descalza. Tenía vuelta la cara hacia la pared, y de vez en cuando los miraba entre los mugrientos mechones que cubrían su rostro, amedrentada por su presencia.

Cuando se repuso de la primera impresión, Charlie se aproximó con suavidad a la andrajosa desconocida, pero por mucho cuidado que puso en su aproximación, no pudo evitar que la pobre mujer se apretase contra el rincón, muy asustada.

Se armó de paciencia y sonrisas. Y poco a poco, con palabras dulces, consiguió que la desdichada volviese de nuevo la cara hacia ella, y observó esta vez que debía de tener entre veinte y treinta años. Le pareció que sus rasgos, a pesar de la suciedad y las marcadas ojeras, eran bellos; y que sus ojos, de una intensa tonalidad azul, poseían una marcada ingenuidad infantil. Estaba muy delgada y olía mucho a sudor y a excrementos, como si hiciese mucho que no se aseaba.

Aguantando la repulsión que la cercanía de aquel cuerpo sucio le producía por su olor, Charlie la observó un poco mejor y percibió algo más, algo que la asustada joven abrazaba entre la pared y su cuerpo. Algo que al mismo tiempo ocultaba con su camisón y su espesa y asalvajada melena.

¡Por Dios..! —susurró, al darse cuenta de lo que era.

Afectada, Charlie se levantó y le dio la espalda.

Boston la abrazó en un acto de protección.

Cory se acercó entonces y descubrió también lo que la mujer estrechaba entre sus brazos. Se llevó una mano a la boca. Dio un paso atrás.

Boston sintió una fuerte curiosidad por lo que sus amigas habían descubierto y que tanto las afectaba, así que dejó a Charlie en brazos de Cory y se agachó junto a la desconocida. Se dio cuenta de que ésta se hallaba acuclillada entre lo que parecían varios palos largos y blanquecinos llenos de suciedad enredados en harapos.

La mujer miraba a Boston con la tristeza y la inocencia de una niña abandonada. El joven alargó una mano hacia su rostro ovalado de mejillas sucias. Asustada, ella apartó la cara y se apretó más contra la pared.

Boston, cuidadosamente, le apartó un poco el pelo hacia un lado. No tardó en ver lo que había detrás de aquella leonina melena castaña: una calavera humana.

¡Joder! —exclamó, levantándose de un salto.

Lo que aquella desgraciada mujer abrazaba era un esqueleto vestido con ropas de mujer.

Deseosos de dar la alarma sobre lo que ocurría allí, se dirigieron a la puerta. 

No tardaron en darse cuenta de que ésta contaba con un mecanismo gracias al cual tendía a cerrarse sola, como las puertas de los frigoríficos. Además, carecía de pomo por este lado, por lo que no se podía abrir desde dentro.

Cory descubrió un taco de madera cerca del umbral, que les hubiese servido para impedir que la puerta se cerrase tras ellos, pero ya era tarde, no sabían que lo necesitaban y ahora se encontraban en una difícil y desagradable situación: encerrados en el búnker, a expensas de que alguien les abriese desde el otro lado. Por si no tenían suficiente con su mala suerte, allí abajo seguían sin cobertura.

Charlie se quedó mirando el ojo de la cerradura y se le ocurrió que:

—A lo mejor podemos usar algo para sacar la llave del otro lado de la cerradura y recogerla por debajo de la puerta...

Inmediatamente, se pusieron a buscar algo lo suficientemente fino que pudiese servir a su propósito.

A sus espaldas, la silenciosa secuestrada los observaba con ojos desorbitados. Y, de pronto, se llevó las manos a los oídos y empezó a chillar. Los huesos que abrazaba se desplomaron ruidosos a sus pies llenos de mugre.

Charlie, Boston y Cory se volvieron a la vez hacia ella. Charlie volvió a intentar calmarla, pero resultó ser una mala idea:

La desconocida reaccionó revolviéndose con agresividad inesperada. Sus chillidos de sufrimiento y miedo se volvieron gruñidos.

Asustados por su cambio de actitud, los tres amigos pegaron sus espaldas en la puerta del búnker, mientras la observaban gritar como un animal, golpearse la cabeza con los puños, moverse como loca de un sitio a otro.

De pronto, por alguna razón, la Mujer Salvaje miró a Cory entre las greñas de su cabello enmarañado. Y salió lanzada hacia ella con un alarido, mostrando sus dientes cariados.

Boston, haciendo caso omiso de de su pierna y cabeza doloridas, se tiró contra ella como un jugador de rugby para proteger a Cory. El joven y la salvaje forcejearon en el suelo. Boston trató de contenerla colocándose a su espalda mientras le hacía algo parecido a una llave de lucha libre. Ella mostraba una energía endemoniada, gruñía y chillaba, era una bestia incontrolable. Se revolvió, le mordió con furia en un brazo, él gritó de dolor.

Charlie y Cory corrieron a ayudarle, y los tres se enzarzaron con la Mujer Salvaje en el suelo, sujetando brazos, resistiendo golpes, esquivando arañazos y mordiscos y patadas, tratando de controlar aquella explosión de ira, de sobrevivir ellos y de protegerse los unos a los otros.

Y así fue hasta que su contrincante, que hasta ese momento parecía poseer una fuerza sobrehumana, se relajó. Al igual que su ataque, también su calma fue extraña, porque fue de repente, como si se hubiese quedado sin fuerzas de golpe.

Jadeantes y confusos, los tres amigos aflojaron las fuerzas en torno al cuerpo que agarraban, pero no la soltaron. Pronto escucharon un musical entrechocar de huesos, y al seguir la mirada de la salvaje mujer, también ellos se relajaron de inmediato y quedaron anodadados:

El esqueleto vestido de mujer estaba flotando en el aire frente a ellos.

Dejaron de respirar durante unos segundos. Y en el silencio profundo de las recónditas entrañas de la granja de los Buchanan, se estremecieron al ser testigos del baile de aquel andrajoso esqueleto, que se movía como una grotesca marioneta que colgase del techo manipulada por hilos y manos invisibles.

La Mujer Salvaje no reaccionaba, y, en realidad, tampoco ellos, así que poco a poco la fueron soltando del todo. Y entonces ella, sintiéndose libre, se abalanzó hacia su esqueleto para abrazarse a fémures, tibias y peronés, completamente descarnados bajo aquel faldón deshilachado y mugriento, mientras los tres únicos testigos de aquel hecho extraordinario permanecían arrodillados, rendidos en el suelo todavía, con ojos asombrados.

Y cuando dulcemente aquel vestido huesudo se inclinó, los radios y los cúbitos, unidos a sus falanges, metacarpianos y carpianos, rodearon la espalda de la pobre mujer, y fue como si el esqueleto devolviese el abrazo.

La mujer gimió como una niña pequeña. Y el esqueleto descendió hasta permanecer rendido en sus brazos tiernos, y ella unió su pecho a las costillas solitarias, mientras apoyaba dulcemente su mejilla en el pómulo de la calavera, eternamente sonriente, y, como en un milagro, dejó de ser salvaje y volvió a parecer humana.

Cory dijo a Charlie, en un susurro:

—Espeluznante, pero funciona. ¡Buena idea!

Charlie, Cory y Boston observaban la escena todavía ensimismados, cuando sonó un chasquido, y la puerta, dulcemente, se abrió a sus espaldas.


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