1. RIP, querida libertad.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

—¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? —chilló aterrada la frenética mujer, sus manos temblaban bajo el leve peso de su futuro.

—¿Estás bien, Sarah? —preguntó a gritos una voz femenina desde alguna habitación de la casa, logrando que la mujer se encogiera en sí misma en terror.

Con movimientos frenéticos, Sarah se limpió el sudor de la frente con su mano libre. Sus ojos estaban agrandados en pánico, sus pies se movían a un ritmo raudo sobre el suelo de porcelana blanco del baño. Ella no estaba preparada para enfrentar la verdad, la responsabilidad ya la estaba sofocando y apenas era el comienzo.

Sus ojos se movieron automáticamente hacia el afrentoso objeto en sus manos, las dos rayas rosadas que mostraba la pequeña pantalla se burlaban de su miedo. Sabía que tenía que aceptarlo, ya no quedaba otra opción. Era el décimo test que hacía en la pasada hora y todos habían mostrado el mismo resultado: positivo.

No le quedaba duda, estaba embarazada.

Ahora solo había un problema por resolver…

¿Quién diablos era el padre?

Dos días después…

—Creo que deberíamos agrandar el pedido de este mes. La mercancía apenas nos dio abasto la semana pasada y tuvimos que solicitar más para completar las compras extras de las clientas. ¿Qué opinas?

Lana alzó la vista de las gráficas en su Tablet ante el silencio sepulcral de su mejor amiga, quién, aparentemente, había elegido la petrificación como su nuevo pasatiempo.

—¿Sarah? —La rubia chaqueó los dedos frente al rostro de la estatua humana, sin lograr reacción alguna—. ¿A caso me estás escuchando?

Con un gruñido exasperado, Lana se levantó de la silla hacia la máquina de café en la esquina de la habitación y llenó la taza con la bebida mágica que, con seguridad, haría mejor trabajo que ella en despertar a los muertos. Con una sonrisa malévola, echó tres turrones de azúcar en la taza y le agregó diez… no una, ni dos, ni cinco, ¡sino diez gotas de vainilla!

A veces, ni siquiera ella entendía porque Dios le había regalado una mente tan perversa.

Satisfecha, la rubia caminó de vuelta al escritorio y depositó la taza de café frente a su amiga con el letrero de ‘Las zorras también beben café’ hacia ella.

La reacción deseada no se dio a esperar, con un sutil olfateo del fuerte aroma, la desenfocada mirada de Sarah fue volviendo poco a poco al presente. Sus ojos cayeron sobre el milagro más maravilloso de la humanidad. Su boca se llenó de agua, incitando a su lengua a humedecer sus labios en espera del néctar de los Dioses.

En algún lugar lejano de su cerebro, una vocecita fastidiosa intentó recordarle que el Néctar de los Dioses no era precisamente café, sino licor; pero en esos momentos a nadie la importaba realmente los hechos; mucho menos a Sarah, adicta al café, obsesiva al trabajo, y futura madre paranoica.

La CEO y presidenta de Davis Beauty Queens agrandó sus ojos ante el inesperado recuerdo de que, por los próximos ocho meses, tendría un residente permanente en su vientre.

—¡Ay, Dios mío! Voy a ser una pésima madre. De seguro lo dejaré botado en alguna parada de autobús.

—¿El autobús? ¿Qué autobús? Si tú no tomas uno desde la secundaria —inquirió la rubia, confundida por las palabras repentinas y sin sentido que habían escapado por los labios de la pelirroja.

»Además —agregó la muchacha en tono reconfortante—, Flory nunca permitiría que lo abandonaras en un lugar tan poco digno de él como una sucia parada. Estoy segura que, si lo haces, te estaría diciendo puta hasta el día de su muerte. Y mira que yerba mala nunca muere.

Lana sonrió para sus adentros. Ella aún guardaba el secreto de que había sido ella quién le había enseñado esa palabra al loro. Pretendía ser una broma que el animal olvidaría más adelante, pero no. Flory no era un ave que se tomara sus enseñanzas a la ligera. Y la pobre Sarah y apenas había logrado que el loro parara de gritarle repetidamente puta a todas horas del día.

—Pero tú no lo entiendes. Seguro que me olvidaré de alimentarlo, y de bañarlo también —murmuró Sarah distraídamente, sus ojos llenándose de lágrimas—. Seguro terminaré dándole veneno en vez de comida.

—Pero, cariño, no te tortures así. Si lo del veneno fue un error, no era tú culpa que las latas tuvieran el mismo color. ¿Que una tenía una calavera en ella con un letrero de advertencia? Puras tonterías, nadie lee las etiquetas de las latas de comida para animales —aseguró Lana con una sonrisa suave, aunque ella no estaba muy segura de que en verdad hubiera sido un accidente. Al menos, no las cuatro veces. Flory a veces podía ser bien irritante, y no culpaba del todo a Sarah por intentar asesinarlo de vez en cuando.

—Pero… y si lo dejo caer o lo confundo en la calle con otro bebé. ¡Soy capaz hasta de cambiarlo por un bebé negro! Aunque, no es que me acuerde muy bien de qué color era el padre tampoco.

—¡Imposible! Flory es verde y azul, como lo vas a confundir por un bebé negro —exclamó la rubia, horrorizada.

Su amiga se estaba volviendo loca, eso era un hecho. ¿A quién se le ocurriría que alguien podría confundir a un loro con un bebé? ¡Y muchos menos uno negro! Que tonterías.

Con una sacudida despreocupada de hombros, como queriendo desquitar todas las estupideces que hablaban su amiga y ella de arriba, Lana se inclinó sobre el escritorio y pellizcó las mejillas de Sarah, logrando que la atontada mujer despertara del limbo con un chillido indignante.

—Pero, ¿qué te pasa? ¡¿Por qué me pellizcas?!

—Llevas quince minutos mirando hacia la nada diciendo puras tonterías, por eso —fue su excusa para tal acto infantil, aunque en parte solo lo había hecho para fastidiarla—. Anda, tómate el café y cuéntame que te pasa porque ya no estoy tan segura de que estuvieras hablando de Flory.

Sarah suspiró, acunando la tasa de café caliente en sus manos. Tenía que contarle a alguien su secreto antes de volverse completamente loca. Eso era, si no lo estaba ya. Y aunque decidiera guardárselo para sí misma, como les explicaría a las personas la barriga de cerveza que ganaría en unos cuantos meses. No, era imposible esconder el embarazo, mucho menos a un bebé.

Aunque… la humanidad había avanzado mucho los últimos años, de seguro había alguna especialista en algún lado del mundo que le pudiera enseñar a un niño a ladrar en vez de llorar, y con poquito de pegamento aquí y de pelo allá, quería idéntico al animal. Sarah siempre había querido tener un perro.

Pero Lana merecía saber la verdad. Ella era su mejor amiga, su confidente, su compañera de alma, y de arma también, la mujer que mataría por ella y que luego la obligaría a esconder el cadáver como pago por los servicios prestados, y no estaba bien esconderle la existencia de su futuro sobrino.

—Estoy embarazada —soltó de repente. Sus ojos se agrandaron en pánico al fijarse en la rubia, que, ante la noticia, se había quedado petrificada en su silla frente al escritorio.

—¿Qué dijiste? Me lo puedes repetir por favor, como que no te entendí bien.

—Estoy… —La oficina se llenó de silencio tras la pausa incomoda—. Em-ba-ra-za-da —repitió la pelirroja lentamente, alagando las vocales para énfasis.

Lana pestañeó una vez, dos, tres, veces seguidas. Ella se negaba a aceptar lo que había escuchado. ¿Sarah, su mejor amiga, embarazada? ¡Imposible! ¡Pero si ni siquiera podía cuidar de su loro sin envenenarlo!

—Y eso ni siquiera es lo peor —prosiguió con cautela, ajena al tormento interno de su compañera—. Hay algo muy importante que no te he dicho aún.

—¡No! — fue el grito de horror que abandonó a la rubia, quien se llevó las manos a la cabeza en desesperación, jalando de su ondeada melena hasta dejar un nido de enredos en su lugar—. Por favor, no me digas que es lo que estoy pensando. Ni siquiera tú podrías ser tan cruel —suplicó en tono desesperado.

Sarah bajó la vista hasta enfocarla en el roble oscuro de su escritorio, contando las grietas y manchas que marcaban las estaciones de su éxito. Avergonzada, un rubor suave pintó sus mejillas. La taza en sus manos ya se había enfriado hacía minutos, pero el agarre en la dura porcelana era lo único que impedía que sus dedos temblasen como hojas en la brisa.

Si esa había sido la reacción de Lana, la mujer más liberar que existía en el planeta tierra, no quería ver cómo reaccionaría su obsesiva y, además, católica madre.

—¡Ay, Dios mío! Es cierto, entonces. Te acostaste con mi hermano y ahora voy a ser tía.

Sarah brincó en el lugar, físicamente encogiéndose en el asiento con una mueca de puro horror en el rostro.

—¡¿Qué?! ¡No! ¿Cómo se te ocurre que yo me voy a acostar con el asqueroso pervertido de tu hermano? Lo encontré masturbándose mientras observaba a la Sra. Thomas bailar desnuda por la ventana de su cuarto en la Cena de Acción de Gracias.

La pelirroja hizo una mueca de asco ante el indeseado recuerdo y un escalofrío recorrió su cuerpo, poniéndole la piel de gallina. Esa era una memoria que quedaría grabada en su mente hasta el día de su muerte y no le hacía ninguna gracia tener que revivirla. Después de todo, solo alguien realmente inestable se masturbaría observando a una señora de setenta años.

Lana se llevó las manos a la boca para contener las arqueadas y cerro sus ojos con fuerza, intentando bloquear la imagen que quería colarse en su mente y perturbar su maravilloso sueño por el resto de su vida. Y lo peor de todo era que ni siquiera estaba sorprendida. Su hermano siempre había tenido gustos muy… peculiares en cuanto a sus relaciones amorosas. Si fue él mismo, quién aseguró haberse enamorado perdidamente de un caballo a los dieciséis años.

—Por favor, no digas más —suplicó.

—Únete al club. Por lo menos, alégrate que no eres tú quién vive en el edificio frente al suyo, en el mismo piso. ¡Con las malditas ventanas de los dormitorios paralelas! Ni siquiera podrías imaginar los horrores que he tenido que vivir por culpa suya.

Con un suspiro, Sarah dejó caer sus manos a los lados. Ni todos los conocimientos psicológicos del mundo la ayudarían a superar el trauma que había vivido.

—No puedo soportarlo más, mejor cambiemos de tema, por favor. —Lana sacudió la cabeza e inspiró profundo—. ¿Qué es lo peor de todo el embarazo si mi hermano no es el padre?

Con un respiro profundo, Sarah dejó ir a la pobre taza de café que, libre de toda culpa, había sufrido de su nerviosismo; y apoyó sus palmas en la fría madera del escritorio. Era hora de decir la verdad. Debía armarse de valor y simplemente escupir lo que debía decir. No podía seguir alargando la tortura.

—Estoy embarazada y… no sé quién es el padre del bebé —soltó apresurada, las últimas palabras escaparon con un chillido, arruinando completamente su plan de permanecer calmada ante el nuevo desastre que era su vida.

Un estruendo resonante llenó la habitación.

La puerta de roble rebotó contra la pared recién pintada en un rosado paste, logrando hacer una grieta notable en la pintura. Una señora en sus cincuentas, con una expresión iracunda en su rostro y las manos en puños que aplastaban un delicioso pastel de pasas, entró en la oficina. La furia en sus ojos era suficiente para causar que la temperatura bajara unos cuantos grados, logrando, de forma efectiva, congelar a todos en sus asientos.

—¡Sarah Rose Davis! Explícame ahora mismo que está sucediendo.

***

6 meses después…
¿La sobreviviente?

La imagen de una mujer deslumbrante, radiante de felicidad se reflejaba en el espejo, su pelo de un color rojizo natural brillaba con nueva viveza, haciendo resaltar unos bellos ojos azules y dulces, voluptuosos labios de fresa. La piel pálida de la mujer, que antes precisaba de un leve bronceado para alcanzar la perfección, ahora había tomado un tono rosado claro y su suavidad era casi admirable.

¿Habían escuchado aquella frase que decía que el espejo nunca mentía?

Pues sí, era verdad, el espejo no mentía. Esa era Sarah mintiéndose a sí misma, porque su reflejo en el espejo imperial de su vestidor la había deprimido profundamente.

Los pasados seis meses habían sido una bella tortura para nuestra profesional del mundo de la belleza, desde interminables días de vómitos acompañados de su inodoro, hasta incesantes dolores de cabeza y muy dolorosas patadas. Sarah aún no lo sabía, pero la pequeña Sofía, desde la pancita de su mamá, ya había decidido que quería ser bailarina cuando creciera y se pasaba todo el día –y noche– practicando complicados movimientos y piruetas.

Y sí, ella se sentía radiante y feliz, pero estaba lejos de lucir deslumbrante ante los ojos críticos de una profesional como ella. Su pelo, ese del que tanto se enorgullecía desde que tuvo edad suficiente para admirarse en el espejo y reconocer lo que veía, era una maraña de enredos que no parecía cesar sin importar cuantos productos usara para arreglarlo. Su piel, que antes ya asimilaba a aquella de un vampiro, ahora estaba más argéntea que nunca, seca y apagada. Solo Dios sabía que Sarah se pasaba más de treinta minutos cada mañana untándose cada crema hidratante y tratamiento que se encontraba. Ya, incluso, había caído tan bajo como para probar todos los tratamientos naturales que aparecían en su varias búsquedas de Google sobre el tema.

Pero, aun así, nuestra alocada pelirroja hubiera elegido una y mil veces a la pequeña Sofía –o Sofí, como le llamaba su tía Lana–; porque, desde aquel primer ultrasonido, cuando vio a su bebé que se asimilaba más a un frijol que a un ser humano, Sarah se enamoró perdidamente. ¿Y quién podría culparla? Si la pequeña Sofía, frijol o no, era toda una princesa.

El insistente sonido de una llamada entrante llenó la habitación, interrumpiendo los pensamientos autocríticos de Sarah. Los ojos de la pelirroja se abrieron en pánico ante el sonido condenador. Ella reconocería ese tono macabro donde fuera.

La estaba llamando su madre.

Con la desesperación evidente en sus movimientos, la pelirroja comenzó a patear las ropas y los zapatos que estaban esparcidos por todo el lugar a un lado en busca de su móvil. Ella sabía que, encontrar un objeto tan pequeño entre toda esa avalancha de ropa, con una pansa que ya sobrepasaba a cualquier Récord Güines obstruyendo su vista, iba a ser toda una misión imposible. Pero, si Tom Cruise podía, entonces ¿por qué ella no?

El teléfono dio un último grito funesto antes de quedar en silencio, solo para volver a reiniciar su tortura apenas cinco segundos más tarde.

Sarah se contoneó incómodamente por el amplio espacio de su alcoba, adornada un tono azul pastel elegante y un toque de beige. Su pent-house en uno de los edificios residenciales más famosos de Nueva York era su orgullo y alegría –o al menos lo fue hasta que su vida dio un cambio radical de la noche a la mañana–. Le había tomado meses adquirir aquel hermoso y elegante lugar y hasta se había tenido que pelear con la mismísima Madonna por el contrato de alquiler.

—¡Diablos! —masculló Sarah cuando el teléfono dejó de sonar por segunda vez. Si no encontraba al susodicho en los próximos diez segundos, se enfrentaría a consecuencias muy desagradables por parte de la nombrada en honor a su tatarabuela, Edalydia Davis, más conocida como Eda, su querida madre.

Un objeto brillante debajo de un montón de ropa junto a la cama parpadeaba sin cesar, rogando por ser encontrado y salvarse de seguir emitiendo ese odioso sonido que tan desconsolada tenía a la futura madre. El modesto teléfono pestañeó en alarma, consciente de que solo le quedaban unos pocos segundos para emitir el veredicto final.

—¡Bingo! —exclamó emocionada cuando divisó una leve luz a la distancia, escondida bajo sus calzones de abuela y, con el esfuerzo digno de un elefante, se sentó junto a la cama y rebuscó debajo del bulto de ropa sucia –o limpia ¿Quién sabía en realidad? – por el dispositivo de la perdición.

Su pulgar se deslizó por la pantalla, aceptando la llamada a solo un par de segundos de terminar.

—¡Sarah Rose Davis! —gruñó Eda desde el otro lado del teléfono, indignada—. Llevo horas llamándote. ¡Horas! ¿Por qué no contestabas el teléfono?

El cuerpo de Sarah se encogió instintivamente bajo el tono de voz amenazador de su madre. Ella era toda una mujer, independiente desde los veintidós y exitosa, además, pero su madre no dejaba y nunca dejaría de ser la persona más aterradora que había conocido en su vida.

—Pero si solo fueron unos minutos, mamá. No encontraba el móvil —replicó en modo de disculpa.

—Si ya me imagino el desastre que es tu habitación. Siempre fuiste un huracán fase cinco desde niña, desorganizando y rompiendo todo a tu paso.

—No —se apresuró a responder Sarah—, para nada, mamá. La habitación esta limpísima, está que brilla. Si ahorita mismo me estaba peinando en el reflejo del suelo.

La pelirroja alzó su mirada al cielo –o más bien, al techo– en súplica, rezando porqué su madre se creyera la mentira antes de que asaltara su partamente con su aspiradora en una mano y la chancla en la otra.

Ada arrugó los ojos en sospecha desde el otro lado del teléfono mientras utilizaba el amasador para aplastar la masa con ferocidad. Sabía que su hija estaba mintiendo. La conocía muy bien. No importaba que solo estuviera escuchando su voz, podía oler su culpabilidad a kilómetros de distancia.

—Claro, ya veo —convino condescendientemente—. Si ya me imagino lo mugroso que estaba tú reflejo.

—Muy, muy mugroso —concordó Sarah, algo distraída por una mancha de queso en el vestido que llevaba puesto, antes de aclarar su garganta y corregir rápido su fatal error —. Digo: muy, muy limpio, mamá.

—Por supuesto, muy limpio —Eda hizo una pausa llena de significado, sus labios se curvaron en una malévola sonrisa. Ya era hora de poner su plan en marcha—. Cariño. ¿Recuerdas a Brianna, mi hermana en la iglesia? —su voz reflejaba toda la inocencia que podía conjurar en ese momento.

—¿Brianna? ¿Brianna? Brianna? Ah. Sí, claro, esa es la anciana de la verruga sobre el labio que le falta un diente —respondió con falsa seguridad. La verdad era que su madre tenía tantas ‘hermanas’ de iglesia que no las recordaba a todas.

Tiene cuarentaiocho, Sarah. No creo que califique para la vejez todavía —resopló Eda en exasperación.

—Pues parece de ochenta.

El suspiro de su madre al otro lado del teléfono envió un escalofrío a través de los huesos de la pelirroja. El descontento del diablo en persona nunca podría ser algo bueno.

Igual, la edad es irrelevante, lo que importa es a donde irá a parar su alma pura cuando muera, que no va a ser en el Infierno, ¡que es donde irá la tuya si continúas fornicando y reproduciendo hijos fuera del matrimonio!

—¡Amén! —exclamó Sarah, emocionada por darle la razón a su madre y parar con aquella tortura.

—¡No se supone que debas decir amén cuando alguien te condena al Infierno, tonta!

—Ah, perdón, mamá. Lo retiro.

Eda se masajeó el puente de su nariz con un suspiro. A veces se preguntaba si era legal demandar al hospital donde dio a luz por haberse equivocado de bebé al poner los nombres en las etiquetas.

—Como decía, Sarah. Me encontré con Brianna el domingo en la misa y esta me estaba contando que su hijo Bobby había terminado su último despliegue en la Marina. ¿Lo recuerdas? Ustedes solían estudiar juntos en la secundaria, si no me equivoco.

—No, no te equivocas, mamá. De hecho, lo recuerdo muy, pero que muy bien —replicó Sarah con una mueca de asco.

Bobby había sido su eterno acosador cuando eran jóvenes, siempre la perseguía a todos lados y le dejaba notas de amor en su casillero. Y, la verdad era que, el pobre muchacho era un pésimo poeta y aún peor dramaturgo. No le extrañaba para nada que hubiera terminado en el ejército.

—¡Qué bien! Entonces tendrán muchas cosas en común de las que hablar. Ahora mismo voy a llamar a Brianna para concertar una cita.

—¡No! —gritó la pelirroja en terror—. ¡Ni se te ocurra emparejarme con Bobby Tragamocos, mamá! No te lo perdonaría nunca.

El eco de un objeto pesado golpeado madera llegó a los oídos de Sarah, haciendo que la mujer tragara en seco. Eso solo podría significar una cosa: el veredicto final estaba cerca.

Escucha bien lo que te voy a decir, jovencita. Me reúso completamente a que mi hija sea una madre soltera —chilló Eda mientras abatía el amasador en el aire como una espada amenazadora—. No voy a permitir que mi nieta crezca sin padre en una familia disfuncional. ¡Primero muerta!

Ya era hora de que pusiera orden en la vida de su hija. La había dejado por su cuenta todos esos meses. Le había dado la oportunidad de buscar una solución para su pecaminosa situación, ¡pero ya no más! No podía permitir que su nieta naciera como una bastarda. ¡Eso nunca!

Sarah gimió para sí misma en agonía. ¿Como era posible que hubiera llegado hasta ese momento? Debería haber cambiado su número de teléfono y mudado a Alaska en el momento que esos malditos test de embarazo dieron positivo.

—Mamá, entiende, por favor. Mi hija ya me tiene a mí. ¿Porque diablos necesitaría a un padre?

—¡No maldigas, señorita!  Y es lo correcto. Las niñas también necesitan una figura paterna en su vida.

—Siempre puedo comprar un muñeco de Brad Pitt y ya está. Ese es el papá que todas queremos.

¡Sí, eso haría! Siempre había sonado que Brad Pitt era su padre secreto y no ese hombre del que su mamá siempre hablaba como si fuera un héroe de guerra y no un repartidor de pizzas que había tomado el rail equivocado, en el momento equivocado, justo dos semanas antes de ella nacer.

—¡Sarah Rose Davis! Si en un mes no encuentras al padre de tú hija y lo obligas a tomar responsabilidad por sus actos, te juro por el Papa y todo el Vaticano que yo misma te arrastraré al altar con el primer idiota que demuestre ser una persona decente.

—¡Pero ni si siquiera sé su nombre! —protestó la pelirroja, alarmada.

No sabrás su nombre, pero su aparato reproductivo seguro que lo debes recordar muy bien, ¿no?

Sarah gruñó, frutada. No podía creer que estaba teniendo esa conversación con su madre ahora, a solo siete semanas de dar a luz.

—¿Y qué quieres que haga, mamá? ¿Empiezo a buscar descripción de penes con nadadores activos en sitios porno?

—¡Ya verás tú que haces! Tú creaste este desastre, ahora tú lo arreglas. Ya estás advertida —y con esas palabras, Ada desconectó la llamada con su hija.

Sarah tiró su teléfono encima de sus calzones de anciana con un bufido indignante. Sinceramente, no entendía como su madre pretendía que ella encontrara a un hombre que ni siquiera recordaba. ¡Sería como buscar a una aguja en un pajar!

Con un suspiro resignado, estiró la mano hasta alcanzar el aparato que fue usado para emitir su condena hacía solo unos segundos, y marcó el número de la única persona en el mundo que sería capaz de dejarlo todo atrás para ayudarla con su verdadera Misión Imposible.

Si alguien sabría qué hacer para resolver su terrible problema, esa era Lana Marshall.

¡Ups!
Mamá Davis está enojada. Que Dios acompañe a la pobre Sarah para sobrevivir a su obsesiva madre.

¿Qué tal les pareció el primer capítulo de esta historia? Del uno al diez, ¿cuán mala es mi escritura en 3ra persona?

Si soy sincera, me llevo casi cuatro días escribir este capítulo, me cuesta algo de trabajo acostumbrarme al cambio de estilo y ni siquiera sé si lo estoy haciendo bien.

Ya saben, coman chucherías, duerman mucho y expresen sus emociones a través de los libros. Y haganle caso al banner de arriba y voten y comenten, pero solo si les gustó y quieren dejar un pedacito de ustedes detrás.

XO,
Dee

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro