Capítulo VII: Lobos en la estepa

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«Nada te puedo dar que no exista ya en tu interior. No te puedo proponer ninguna imagen que no sea tuya... Sólo te estoy ayudando a hacer visible tu propio universo».

—Hermann Hesse

Los dedos de Rosy se empujaban unos a otros de manera ansiosa mientras miraba, preocupada, cómo Howard discutía con Martha. También dirigió su mirada a las mochilas de lona que yacían a los pies del viejo vagabundo y a la empuñadura de la espada amarrada a una de ellas. Denis intentaba calmar la acalorada discusión que tenía lugar en el patio de la vecindad.

—¿Piensas arriesgar tu vida sólo por la promesa de una vacuna? —le reclamó Martha a Howard—. ¡Ya te dije que no vas a ir! Ese viejo puede cuidarse solo, no te necesita.

—¡Y yo ya te dije que es mi deber acompañarlo! Todo esto inició por mis padres, ¿qué clase de Grayson soy si no puedo dar la cara por los actos de los míos? —contrarrestó Howard, decidido.

—Escucha a Martha, muchacho, ella...

—¡No te metas, Denis! Esta es mi decisión y ella debe respetarla.

—¡Y una mierda voy a respetar! Tus padres esto, tu apellido lo otro, ¡tú lo que quieres es que te maten!

—Déjalos ir, Martha —dijo Rosy de manera tajante, juntando sus manos para calmar la ansiedad.

—¿Tú también te volviste loca, mujer? ¡Hay zombies allá afuera! —reclamó Martha, ante la abrupta decisión de su amiga.

Howard y Denis se quedaron sorprendidos, pues, aunque Rosy no había hablado demasiado en todo ese rato, sus escasas participaciones siempre habían sido para apoyar a Martha.

—Y los seguirá habiendo si nadie hace nada para cambiar eso —refutó Rosy, mirando a Denis y luego a Howard, como si con sus ojos consintiera sus intenciones.

Pero la adorable anciana no pudo evitar sentir que su corazón se le desvanecía dentro del pecho, e incapaz de contener el llanto, dio media vuelta, y, mientras todos la miraban en silencio, caminó hasta estar dentro de su hogar. Howard le lanzó una mirada de enojo y desaprobación a Martha y siguió los pasos de Rosy: al entrar a su casa, la escuchó revolviendo trastes en la cocina.

—Rosy... —soltó casi en un susurro, mirando de espaldas a la anciana con suéter de pandas.

—Tranquilo, mi niño. Estoy bien, ya tienes que irte, solo vine a ponerte comida para el camino. No sé cuánto te dure, pero quiero que comas bien... —La voz de Rosy se quebró, sus emociones y las lágrimas que le inundaban los ojos no le permitían ni siquiera abrir el tupper en sus manos.

—Viejita de mi corazón, no sé qué voy a hacer sin ti allá afuera —reconoció Howard, abrazando cálidamente a Rosy, compartiendo su llanto con el de la mujer que lo había cuidado durante tantos años.

Así se quedaron un rato, compartiendo el dolor del otro para intentar hacerlo más llevadero.

—Cuando hayamos encontrado la forma de controlar la infección, volveremos por ustedes. Así que este no es un adiós, Rosy, es un hasta pronto.

La anciana sabía que su muchacho le hablaba con total sinceridad, o al menos, sabía que él estaba seguro de sus palabras. Sin embargo, durante toda su vida había visto estamparse contra la realidad a esa misma seguridad varias veces, ese ímpetu que parecía volver indestructible a su portador: En su padre, despertándose a las 5 de la mañana a trabajar en aquellas hostiles labores, aferrado al sueño de que algún día, sus cosechas le darían lo suficiente como para vivir tranquilo junto a su numerosa familia; en Louis, confiando ciegamente en Harry Ravenwood, creyendo que ser amable con todo el mundo era suficiente para salir adelante; y ahora en Howard, queriendo ser el salvador de toda una ciudad.

Rosy pensó en resignarse a la idea de que jamás volvería a ver su muchacho, pero entonces miró la cara de Howard: el gesto de seguridad que intentaba esbozar, no podía ocultar la tristeza y el miedo que reflejaban sus ojos. Ella reconoció en aquella mirada, al mismo niño llorón que vio enfrentarse a tantas desgracias, el mismo al que le había enjugado las lágrimas y al que le reconfortaba el corazón, siempre que podía, con su comida casera. En aquellos momentos, necesitaba lo que ella le había ofrecido siempre...

—Aquí te estaremos esperando, mijo.

...una familia.

●●●

Un disparo impactó a unos cuantos centímetros del dibujo mal hecho de un cuervo, pintado sobre un viejo colchón, dentro de una de las tantas guaridas que Denis tenía repartidas por la ciudad.

—Un poco más y me das en el trasero, niño —dijo burlonamente el viejo, al ver que Howard, por décima vez, volvía a fallar el tiro.

—¡Dos centímetros, Denis! Solo dos centímetros, para que te tragues tus palabras —contrarrestó Howard, colocando otra vez el rifle a tiro, dispuesto a intentarlo una vez más.

—Ya deja eso, vamos a comer, el pozole ya está hirviendo.

Denis caminó hasta una pequeña parrilla de gas que tenía montada en una esquina del cuarto. La guarida en donde estaban era un espacio amplio, se encontraba cerca de los túneles subterráneos de las catacumbas, pero no pertenecía a dicha infraestructura: era una antigua estación de metro abandonada. Denis se había enterado de su existencia en sus tiempos de arquitecto y, aunque en un principio lo consideró para que formara parte del nuevo metro de Zahremar, los planes cambiaron y aquél sitio volvió a ser olvidado. Cuando inició su vida de vagabundo, lo convirtió en su refugio principal.

El olor del platillo caliente llegó hasta la nariz de Howard, quien puso el seguro del arma, la colocó en el suelo y, entusiasmado, se sentó en la rústica sala que decoraba el hogar de Denis: unas tarimas de madera a modo de mesa y neumáticos viejos fungían como sillas. El anciano volvió a servir el pozole en los recipientes que Rosy les había dado para transportarlo, tomó su lugar en la mesa y extendió el tupper a Howard.

—¿Le pusiste orégano? —preguntó el rubio, mientras olfateaba su comida.

—¿Orégano? ¿El pozole lleva orégano? Entonces para eso era la hierba en la bolsa...

Howard le dedicó una mirada de molestia a Denis, mientras se ponía de pie para buscar el ingrediente. Abrió la bolsa, tomó una pizca de la hierba seca y la trituró sobre su comida. Tomó otro poco y regresó a la mesa, para disolverlo en el tupper de su compañero.

—Un buen pozole debe llevar su buena dosis de orégano —sentenció satisfecho, luego volvió a tomar asiento y empezó a comer.

Denis miró a Howard, sonrió al ver las peculiares actitudes del joven y se llevó una buena cucharada de maíz hacia la boca.

—¿Quién pensaría que el caldo de maíz podría ser tan delicioso? ¿De dónde dijiste que viene este platillo?

—Es de Celunae, Martha y Rosy vienen de allá. Lo conocí el primer cumpleaños del que tengo memoria y desde entonces es mi comida favorita... —La voz de Howard poco a poco se fue apagando, mientras revolvía, pensativo, los granos de maíz y los pedazos de rábano dentro del recipiente.

—A veces subestimamos el poder de una buena comida. Yo todavía recuerdo la sopa de papa que hacía mi padre.

Howard salió de sus cavilaciones y prestó atención al viejo: era la primera vez, desde que lo conocía, que hablaba sobre su pasado fuera de sus vínculos con los Ravenwood.

—¿Creerías que fue lo único que comimos durante al menos un mes? Por eso es importante saber cocinar, niño. Para evitar malestares estomacales por exceso de papas.

—¿Un mes entero? Es jodido no tener dinero —empatizó Howard, recordando la primera vez que se gastó su mesada entera y tuvo que pedirle comida a sus vecinas—, pero pudo ser peor, ¿no? Al menos tenían algo qué comer.

—En realidad no fue por falta de dinero, mamá se había ido luego del divorcio y la sopa de papa era el único platillo que mi padre sabía cocinar...

La expresión en el rostro de Howard se volvió más seria. Miró a los ojos al viejo y en ellos reconoció la misma herida que a él lo había mantenido estático durante años.

—Ahora recuerdo a ese viejo triste sentado en uno de los extremos de la mesa, comiendo sopa de papa con cebolla y luchando en silencio para que su mundo no se derrumbara... —Denis soltó un suspiro y correspondió la mirada del muchacho.

»La gente que logra tocar nuestros corazones y quedarse a vivir en ellos, jamás los abandona. No olvides eso, Howard, no olvides nunca a aquellos que lograron alegrarte el corazón.

El llanto amenazó el semblante del rubio, en la garganta se le había formado un nudo y en los ojos un charco de lágrimas que le nublaba la vista. Recordó a Rosy y a Martha, recordó a Ellie y los pequeños retazos de memorias que tenía sobre sus padres e incluso recordó a Samantha, aquella única tarde de juego que tuvieron cuando niños. Miró hacia el caricaturesco cuervo dibujado en el colchón, se secó las nacientes lágrimas, carraspeó un poco, metió un un par de cucharadas de pozole a su boca y luego de haber masticado y tragado, agregó:

—Mientras esté vivo, no permitiré que esta ciudad vuelva a consumir a alguien que amo. Así que, más vale que tu plan funcione.

Decidido, terminó su comida, se levantó de su asiento y volvió a tomar el rifle. Disparó cuatro veces y ninguna de las balas impactó en la pintura negra con la que estaba hecha el ave, pero el quinto tiro le dio justo en el centro.

—Ya era hora, niño. Ahora solo falta que logres replicarlo sin tener que gastar cuatro valiosas balas —volvió a burlarse Denis, pero ahora aplaudiendo suavemente.

Howard volteó a mirarlo con una expresión altiva dibujada en el rostro, dispuesto a soltar una réplica, pero un par de voces se escucharon en la superficie y ambos se sumieron, voluntariamente, en el más profundo silencio.

—Te dije que por esta zona se escuchaba un golpeteo. Parece venir de abajo, ¿crees que sean infectados?

—Lo dudo...

»Delta, habla Wilson, hemos escuchado un ruido extraño en la sección dos del cuadrante D. Procedemos con cautela, pero solicitamos refuerzos, nuestras coordenadas exactas son...

A pesar de que buena parte del cuarto estaba tapizado de colchones roídos y cartones de huevo, era evidente que aquella rudimentaria protección no había logrado silenciar el sonido de los disparos. Asustado por las palabras que habían escuchado a través de un tubo oxidado, que bajaba del techo y que Denis aprovechaba para escuchar los sonidos del exterior, Howard pegó el arma a su pecho e instintivamente le colocó el seguro.

El viejo vagabundo sacó uno de sus cigarrillos artesanales, lo colocó entre sus labios y lo encendió. Luego de un par de caladas y de escuchar que más soldados se acercaban a su posición, apagó la pequeña parrilla y la lámpara de aceite que adornaba la mesa e iluminaba la pequeña habitación. Se acercó a su compañero, le sonrió, le quitó el seguro al arma del rubio y, con una seña de su dedo índice, le indicó que conservara el silencio, para luego salir y perderse entre las sombras de los vagones polvorientos dentro de la olvidada estación.

Un disparo, después una ráfaga, un grito ahogado y luego otro disparo. Howard escuchaba con atención lo que estaba pasando afuera y se sobresaltaba cada vez que la ignición de un arma iluminaba el lugar durante una fracción de segundo. Un golpe, otro disparo. El muchacho se levantó y puso su arma a tiro, apuntando a la puerta por donde había salido Denis: no estaba seguro de cuál sería el resultado de la batalla silente que se desarrollaba al otro lado de la pared. Una ráfaga, otro golpe, un quejido y el inconfundible sonido de alguien ahogándose con su propia sangre, luego solo silencio.

Uno, dos, tres, cuatro... Howard solo podía contar el tiempo que había pasado gracias a los latidos de su corazón que, debido a la adrenalina y el miedo, eran irregulares y daban un conteo extraño de los segundos que habían transcurrido desde que el último sonido se escabulló por las sombras y llegó hasta los oídos del muchacho.

—D-Denis... —soltó como un susurro que ni él mismo alcanzó a escuchar. No recibió respuesta.

Levantó el arma: temblaba entre sus manos y, aún así, consiguió reunir el valor necesario para salir de su escondite. Nervioso, apuntó a todos lados, su vista no se había acostumbrado al cambio de iluminación. Caminó unos cuantos pasos, la tenue luz de la luna apenas podía colarse por unas rejas, parcialmente cubiertas, en el techo del lugar. Aquellos escasos rayos caían sobre la figura del anciano vagabundo, quien permanecía parado en las alturas, cargando su rifle con su mano derecha y mirando a la luna.

El corazón de Howard se alegró en sobremanera al distinguirlo entre los claroscuros, pero cuando quiso acercarse, sintió una masa líquida y grumosa bajo sus pies. Bajó la vista y se encontró con un charco de sangre y sesos que manaba desde la cabeza de uno de los soldados, siguió el rastro de muerte y en el camino pudo observar otros tres cuerpos que yacían esparcidos por las antiguas vías. Volvió a ver a Denis y ahora pudo darse cuenta de que se encontraba encima de un vagón, sosteniendo un cuchillo con la mano izquierda: a sus pies se encontraba el cadaver de otro soldado, desangrándose debido a un profundo corte en el cuello.

El viejo le devolvió la mirada e inmediatamente un escalofrío recorrió el cuerpo del rubio: juró sentir que Denis tenía deseos de matarlo. Howard se quedó estático, sin atreverse a hablar, temiendo que cualquier movimiento en falso lo acercara a la antesala de la muerte.

—Soy yo, viejo...

«Delta, Delta. Adelante Delta, ¿me copias?».

El ruido de uno de los radios rompió la tensión de la escena y Denis reaccionó, como si se hubiera perdido en el enervante manto de la muerte y regresara a la realidad.

—¿Estás bien, niño? —preguntó Denis abruptamente, dejando caer al suelo su rifle, para luego bajar del techo del vagón y acercarse al rubio.

—Sí, lo estoy —respondió Howard, con las manos bien firmes sobre el fusil y mirando atentamente el cuchillo en la mano del viejo, pues el miedo no lo había abandonado del todo.

Denis quiso calmar al muchacho y se acercó aún más a él, pero Howard retrocedió y entonces el viejo comprendió lo que había pasado. Balbuceó un poco, intentando explicarse, su mente pensaba en la forma más rápida de volver a construir la seguridad y confianza que entre ambos se había instaurado. Pero el radio volvió a sonar, interrumpiendo la escena.

«Creí que a estas alturas mis creaciones ya te habrían merendado, Alighieri. Pero no, sigues aquí, jodiéndome la vida como siempre»...

«Pero ya no hay ninguna careta que deba mantener. Así que, vamos a terminar de una vez este juego del gato y el ratón, ¿te parece?»...

«Procura seguir vivo, ¿sí? Pues quiero matarte con mis propias manos y ver de cerca cómo el brillo de tus ojos se desvanece».

La voz se apagó y la bocina del aparato se quedó emitiendo ruido eléctrico. La mirada confundida de Howard buscó la de Denis y el viejo lo miró de vuelta.

—¿Quién era ese? —preguntó el rubio.

—Un viejo conocido —respondió escuetamente, mientras, frenético, tomaba la munición de las armas abandonadas en el suelo—. Trae tus cosas, niño. Ya no es seguro permanecer en este lugar.

●●●

—¿Vincent Veryard? ¿No es el encargado de los guardaespaldas de Harry? —preguntó Howard, mientras avanzaban rápidamente entre las calles de Zahremar y la luna los vigilaba en las alturas.

—Es el fundador de Fuerza Arcana y quien se encargó de continuar con las investigaciones de tus padres luego de su asesinato.

Denis se detuvo a unas cuadras antes de llegar al cruce con la avenida Morozov y le hizo una seña al muchacho para que hiciera lo mismo. Ambos colocaron sus armas a tiro al escuchar los desesperados bramidos de un grupo de merodeadores que devoraban la carne de unos cuantos cadáveres en medio de la calle.

Los umbrales de la zona comercial ya se encontraban infestados por la muerte: varias hordas de infectados estaban repartidas por el lugar, alimentándose de los restos de cuerpos que quedaban; pero de pronto, un nuevo grupo de merodeadores se acercó y, aunque al principio pareció que se unirían a los demás, creando una horda masiva, lo que realmente aconteció fue una batalla campal.

Howard y Denis miraban horrorizados y, al mismo tiempo, asombrados, cómo las variantes de merodeadores luchaban entre sí, arrancándose extremidades, encajando sus mandíbulas, cercenando cuerpos y arrebatándose los cadáveres que a los primeros les habían servido de alimento. Howard pudo identificar a las dos variantes que había conocido en el instituto.

—¿Pero qué...? —Denis se había quedado estático y, confundido, miró hacia Howard.

—¿No lo ves? Son diferentes, es evidente que están peleando por los recursos de su ecosistema pero... ¿Entonces no están infectados por el mismo patógeno? Sería extraño que...

—Venga ya, niño. No es momento para hacer ciencia, muévete, hay otra entrada a las catacumbas desviando por la derecha... —dijo Denis, por lo bajo—. Aprovechemos la distracción.

Howard asintió y avanzó hacia los callejones que Denis le señaló. Una vez sintió el placebo de seguridad que les brindaban aquellos espacios oscuros, rodeados por pequeños edificios modernos y temporalmente aislados del caos de la ciudad, reanudó la conversación, no sin mirar atrás de vez en cuando, asegurándose de que nadie los seguía.

—¿Estás seguro de que sólo experimentaron con hongos? —preguntó Howard, intentando dilucidar la verdad tras los acontecimientos que acababa de presenciar.

—Nunca dije que estaba seguro, hay muchas cosas que todavía no sé respecto a las atrocidades que cometieron esos hijos de puta. Ya te he contado buena parte de lo que sé —respondió Denis, luego se detuvo frente a un edificio pequeño, antiguo, con solo dos ventanas en lo alto: parecía una especie de almacén; Howard chocó contra la mochila del anciano.

—¿Qué rayos, viejo?

—Shhh —solicitó Denis, mientras acercaba su oreja a la puerta metálica que fungía como única entrada.

El rubio guardó silencio e imitó a su compañero, acercó su oído al metal y un escalofrío le recorrió el cuerpo al identificar, entre sonidos huecos y ventosos, lo que parecía ser la respiración lenta y pesada de un ser gigantesco. Denis sacó su característico manojo de llaves y procedió a abrir el candado que cerraba la cadena con la que estaba asegurada la puerta.

—¿Qué tienes guardado ahí, un dragón? —comentó Howard, visiblemente nervioso por lo que se encontraba tras aquella puerta.

—Tienes una imaginación muy activa, muchacho. Sólo son las corrientes de viento que recorren las catacumbas. Por muchos años, esta fue una de las principales entradas hacia esos túneles —explicó el viejo, mientras abría la puerta e ingresaba al interior del edificio.

Aquella bodega estaba casi vacía, a excepción de unos cuantos fierros oxidados desperdigados por el suelo, tarimas, andamios y material de maquila, todo cubierto por una gruesa película de polvo.

—Pero en tiempos más recientes, construímos este almacén y utilizamos las catacumbas bajo él, como una vía para transportar distintos materiales entre los edificios de la compañía Ravenwood.

Denis volvió a asegurar la puerta con la cadena y el candado, recorrió rápidamente la modesta bodega con la vista, luego caminó con cuidado hasta unas escaleras metálicas de caracol que descendían y bajó: los escalones cujían bajo sus pies. Howard lo siguió, pero se quedó frente a las escaleras, esperando una señal de su compañero.

—Parece que todo está en orden —dijo Denis—, baja con cuidado, esas escaleras parecen ser más viejas que yo.

Estando abajo, Howard pudo ver un túnel bastante amplio, en el que, a lo ancho, cabían por lo menos dos automóviles sin ningún problema. No había cadáveres, solo ese espacioso camino que se extendía frente a ellos y que parecía no tener fin.

—¿Esto era parte de las catacumbas? —preguntó Howard mientras avanzaba junto a Denis por aquél túnel y, curioso, observaba los tragaluces en el techo que, como en el monasterio, bañaban el sitio con una luz pálida y etérea.

—Aún lo es —respondió Denis, apuntando a las entradas que, en su avance, de vez en cuando aparecían en las paredes, como umbrales oscuros que conectaban con ese mundo terrible y sofocante donde reinaba la muerte.

—Ahora resulta muy obvio que fuiste tú quien ideó todo este sistema. Parece que los tragaluces son tu sello personal.

—Son más funcionales que llenar todo el sitio con alumbrado innecesario, ¿no crees? Siempre procuré que mis construcciones se adaptaran al medio, no al revés.

—¿Y en esta zona no había esqueletos? —preguntó Howard, mientras su mirada se perdía en las aberturas en la pared y su mente rememoraba las cientas de osamentas apiladas y los nombres tallados sobre la roca.

—Sí, los había... —respondió Denis, esperando que esa breve respuesta fuera suficiente para silenciar las dudas de su compañero.

—¿Y qué hicieron con ellos?

—Los usamos como material de construcción en varios edificios dentro de la ciudad, y en la mayoría de los que conforman al Centro Educativo.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Howard al escuchar a Denis soltar aquella verdad de manera tan tajante y, al mismo tiempo, otra corriente de aire recorrió el túnel, provocando el sonido que Howard había escuchado anteriormente al acercarse a la puerta: esta vez lo sintió tras de él, como si alguien le susurrara al oído.

—En varias partes del país existe la creencia de que, al usar cadáveres en la construcción de cualquier obra importante, las almas de estos aseguran la durabilidad de la construcción. Bueno, para la mayoría son una creencia, una mera leyenda; para otros es una extraña y macabra costumbre.

El muchacho tragó saliva, pues en aquellos momentos, sintió que múltiples voces salían de las paredes y el viento las llevaba de un lado a otro, como si un montón de almas estuvieran apresadas y solo se dejaran llevar a través del túnel. Quiso reprocharle a Denis, pero no sabía cómo y tampoco tenía motivos reales para hacerlo, para este punto había entendido que su compañero estaba intentando arreglar los errores de su pasado. Solo acortó la distancia que los separaba y estuvo a punto de tocarle uno de los hombros con la mano, pero Denis se detuvo y volteó a mirar al rubio.

—¿Escuchas eso?

Howard frenó en seco y se quedó con la mano extendida, la bajó rápidamente y, un poco apenado, prestó atención a los sonidos del lugar, pero no pudo identificar otra cosa que no fuera la especie de canto colectivo que ya había escuchado con anterioridad.

—Solo es el vien... —quiso confirmar Howard, pero un chillido agudo, que parecía nacer y fundirse con las cacofonías del túnel, comenzó a crecer e inundar poco a poco el ambiente.

Aquél sonido, similar al de un félido de mediano tamaño, comenzó a acercarse con abrupta rapidez. Denis apuntó instintivamente su arma hacia una de las aberturas en la pared: el lugar por donde se escuchaba con mayor intensidad el inquietante chillido. De pronto, un merodeador de cuerpo delgado y aparentemente quebradizo, salió de la penumbra y se abalanzó hacia Howard con una velocidad tremenda, pero un certero disparo justo en la cabeza lo hizo caer.

—¿Qué mierda es esa cosa? —preguntó Denis, aún apuntando el rifle al cuerpo de la criatura.

Resultaba evidente que era un merodeador, pero se trataba de otra variante: no tenía ojos, tampoco orejas, en cambio presentaba varios hoyos de considerable tamaño que nacían en lo que parecía ser su rostro y se extendían hasta su nuca, sus brazos eran delgados, se prolongaban hasta debajo de sus rodillas y terminaban en manos amplias, rematadas en gruesas y largas garras; sus piernas, en cambio, eran un poco más robustas y se doblaban en el tobillo, muy similar a como lo hacen las de algunos animales; en las plantas de sus pies se encontraban varios pliegues de piel y su espalda estaba repleta de hongos.

El monstruo, aún en el suelo, gruñó y Denis le vació la mitad del cargador en el cráneo, convirtiéndolo en una masa gelatinosa y grumosa que despedía un olor pestilente. Aún no se habían recuperado de aquél susto, cuando el túnel se llenó de varios chillidos similares a los que había emitido el merodeador, como si el cántico espectral anterior se hubiera convertido en una sinfonía macabra y desordenada que los envolvía y les hacía imposible el saber de dónde venían y cuántos eran. La sensación de estar rodeados los llenó de terror y sus pies parecieron activarse por mero instinto ante el peligro inminente.

Mientras corrían, podían escuchar a los merodeadores detrás suyo, chillando, bramando y rasgando el suelo con sus garras. Denis y Howard avanzaban a la par, pero poco a poco el rubio se fue quedando atrás, el peso de la mochila sumado al rebote de su cuerpo al correr, provocaron que la herida en su costado se volviera a abrir. Howard sintió la tibieza de su sangre manchando su camisa y el dolor mermaba sus fuerzas de a poco.

—¡Vamos, niño! ¡Este no es un buen lugar para morir! —gritó Denis, desesperado por la idea de perder a su compañero. Entonces lo tomó de la mano y, buscando no estar tan expuesto y reducir el espacio preparándose para una inevitable confrontación, dio un brusco giro hacia la izquierda y ambos se adentraron a la oscuridad de las antiguas catacumbas.

La horda de merodeadores se amontonó en la estrecha abertura, que funcionó como un embudo, permitiendo que solo unos cuantos de ellos pudieran pasar al mismo tiempo. Denis aprovechó la situación, encendió la linterna que había amarrado al rifle con cinta adhesiva, y comenzó a castigarlos con varios tiros certeros, las criaturas caían una a una, pero eran demasiado veloces, mucho más que las primeras variantes que aparecieron en el Centro Educativo, además podían trepar por las paredes lo que los volvía blancos difíciles de enfocar y, aunque Denis y Howard continuaban avanzando, la distancia que los separaba de aquellas voraces y frenéticas criaturas, poco a poco se achicaba.

Más chillidos se escucharon a la distancia, pero ahora provenían del frente, de la oscuridad que a Howard y Denis les había servido de cobijo y por la cual avanzaban con la esperanza de escapar de la terrible situación en la que se encontraban.

—¡Tu momento de brillar ha llegado, muchacho! ¡Abre camino mientras yo cuido la retaguardia!

Howard asintió y aunque el dolor de la herida no había menguado, levantó el rifle, encendió la linterna y, entre disparos, igniciones, bramidos y su propio avance, intentó seguir el sonido que se aproximaba, listo para bañar de plomo a la primer criatura que apareciera en el camino. Pero mientras más se acercaban, más sencillo le fue percatarse de que no se trataba de un solo merodeador.

El primero apareció frente a la luz de la linterna y Howard disparó una ráfaga con la que, debido al retroceso del arma, le dibujó una línea de balas en el cuerpo, empezando en el torso y terminando en la cabeza; otro más se dejó ver y, esta vez, Howard le hundió tres tiros directamente en el cráneo; divisó dos más a una distancia de algunos metros: uno corría por el suelo y el otro se aproximaba por el techo. Abatió al primero con dos ráfagas de fusil, pero cuando tuvo a tiro al segundo, un chasquido hueco en el gatillo del arma le avisó de la ausencia de balas. En ese momento, mientras el merodeador avanzaba y estaba a punto de lanzarse a ellos desde las alturas, Howard sintió, otra vez, cómo la adrenalina se apoderaba de su cuerpo.

—¡Atrápala! —gritó el muchacho a su compañero, al mismo tiempo que lanzaba el rifle hacia atrás.

Todo ocurrió en fugaces segundos: Denis atrapó el arma, el merodeador soltó un chillido y descendió impulsándose con sus potentes piernas, Howard llevó su mano derecha hacia el mango de la espada y la desenfundó lanzando un potente tajo que se incrustó directamente en la cabeza del merodeador y que, debido a la fuerza y la velocidad con las que ambos objetos se habían encontrado, siguió su camino, rebanando en dos el cráneo de la criatura y haciendo que su cuerpo rodara inerte hacia un costado.

La mente y el cuerpo de Howard continuaban enfocados, la sangre seguía manando lentamente de su herida, pero el dolor había desaparecido; llevó su mano izquierda hacia la bolsa lateral de su mochila y sacó un cargador nuevo, sin quitarle el arma a Denis, dejó caer al suelo el antiguo cargador y rápidamente le colocó el que acababa de sacar.

—¡Tú lleva ambas! ¡Yo me encargo de los que se atrevan a acercarse demasiado! —ordenó el rubio.

—¡Cuidado! —advirtió Denis, pues otro merodeador se aproximaba por el frente.

El viejo, casi por mera intuición (pues apenas lo pudo ver por el rabillo del ojo debido a que mantenía enfocada su visión en los merodeadores que les atacaban por la retaguardia) disparó a los pies de la criatura y ésta se tambaleó, Howard aprovechó para clavarle una estocada en uno de los hoyos del cráneo, luego empujó el cuerpo con una patada para retirar la espada: el filo del arma, a la luz de la linterna, refulgía con el color de la sangre.

Su avance se volvió más lento y sólo habían ganado unos cuantos metros, cuando el ataque de los merodeadores se detuvo. Sin embargo, aún escuchaban los chillidos y bramidos caracterísiticos de aquellas criaturas y, de vez en cuando, alguno cruzaba rápidamente la luz proyectada por las linternas. Seguían ahí, pero no se acercaban: los estaban acechando, esperando el momento ideal para volver a atacar.

—Parece que estos bastardos no son tan estúpidos como creía —comentó Denis, mientras ambos avanzaban cautelosamente, espalda contra espalda.

—Se están adaptando, para eso fueron creados —respondió Howard. Denis le había devuelto el arma y la mantenía apuntando hacia el frente, recargada contra su hombro: las manos ya no le temblaban.

Luego de unos quince minutos que parecieron alargarse durante más de una hora, el rubio logró vislumbrar una pálida luz que señalaba el final del camino.

—¿Sabes a dónde nos va a sacar este túnel o lo escogiste a la desesperada? —preguntó el rubio, con la esperanza creciente de que su agitada incursión en las catacumbas terminara pronto.

—Un poco de esto, un poco de aquello. Una de dos, o esa luz proviene de los sótanos del Hospital Central o de una vieja alcantarilla en la esquina de la avenida Courtier. Ruega porque sea la primera o de lo contrario, prepárate para desandar el camino —respondió Denis de manera cínica y amarga.

—En estos momentos me gustaría creer en alguna deidad, así por lo menos tendría algo a lo que rezarle —dijo Howard, soltando una ráfaga hacia las paredes, pues los merodeadores, sigilosos, acortaban de a poco la distancia mientras continuaban siguiéndolos.

Llegaron al final del túnel donde se encontraron con una gran reja de hierro fundido que tenía una puerta en el medio, esa era la separación entre las catacumbas y un viejo sótano repleto de camillas, palos de suero, batas y otros objetos propios de un hospital. El muchacho soltó un suspiro: solo un candado y una cadena los separaban de la pesadilla en la que aún se encontraban inmersos.

—¿Qué ves? —preguntó Denis, disparando varias veces hacia la oscuridad, pues las criaturas comenzaban a inquietarse y a cruzar la luz de la linterna con mayor frecuencia.

—Es la entrada al sótano del hospital, pero la puerta está cerrada con candado.

—Toma el manojo de llaves que está a un costado de la mochila... ¡Del otro lado niño, del otro lado! Es la única que está pintada de rojo.

Howard lanzó su rifle hacia el otro lado por una de las rendijas y, presuroso, liberó el candado, retiró la cadena y abrió la puerta. Entró al sótano y Denis lo hizo tras él, el viejo cambió rápidamente de cargador y continuó disparando mientras el rubio volvía a cerrar y asegurar la puerta. Algunos merodeadores se lanzaron y estamparon contra la reja, pero pronto desistieron y volvieron a sumirse en las sombras.

Apenas se sintieron seguros, ambos soltaron un prolongado suspiro y se dejaron caer sobre el suelo. La adrenalina en el cuerpo de Howard bajaba gradualmente, el dolor en su costado volvió y sus ojos se llenaron de lágrimas pero no a causa de la herida en su costado, sino por el torrente de emociones que acababa de experimentar: no era una sensación que le desagradara. Volteó a ver a su compañero y el viejo le devolvió la mirada, una sonrisa se dibujó en el rostro de ambos y de la nada comenzaron a reír.

—Cada vez me hago más viejo, niño. No sé cuántas veces más soportaré mirar a la muerte tan de cerca —confesó Denis, mientras se levantaba y ofrecía su mano a Howard para ayudarlo a incorporarse.

—Espero que sean bastantes, viejo. Nuestro viaje apenas comienza, pero no te preocupes, contigo está el último de los Grayson, dispuesto a cuidar celosamente a tus posaderas —bromeó Howard, tomando la mano de su compañero.

—Howard «El terror de los merodeadores» Grayson —soltó Denis con un tono sarcástico—. Admito que no estuviste nada mal allá atrás. No sabía que eras tan hábil con las espadas.

—Yo tampoco, jamás había usado una. El único objeto punzocortante con el que mis manos están familiarizadas, era un viejo cúter que solía cargar siempre conmigo.

—¿Y por qué llevabas un arma blanca a todos lados? —preguntó Denis, curioso.

—Por si alguna interesante nota se me cruzaba en el camino, varios libros y revistas de la biblioteca fueron cercenadas por mi hábil navaja —confesó Howard, riéndose—, además me gustaba imaginar la cara que pondrían los que se encontrarán con esos espacios vacíos entre las páginas.

—¡Tsk! Tienes el mismo humor rancio de tu madre, solo no olvides que sigues siendo humano ¿vale?, siempre avanza con cautela y precisión.

—¿Como tú llevándonos por un túnel repleto de merodeadores? —cuestionó Howard, soltando una risilla burlona y desabotonando la parte baja de su camisa. Quitó la gasa humedecida con su sangre y tocó la herida con las puntas de sus dedos: para su alivio, los puntos no se habían reventado.

—Primero atiende tu herida y luego reclamas —Denis sacó de su mochila un par de gasas, una pequeña botella de agua oxigenada y se las lanzó al rubio, quien las atrapó con ambas manos—. No tenía idea de que esas cosas habían invadido las catacumbas, era este camino o ir por las calles de Zahremar exponiéndonos a un encuentro con el psicópata de Vincent; y créeme muchacho, ese es un hijo de puta que no quieres conocer en un escenario como este.

—Sigo sin entender cómo alguien así llegó a tener tanto poder sobre la ciudad —habló el muchacho, mientras mojaba una de las gasas con el agua oxigenada y limpiaba delicadamente la sangre que, para este punto, ya había alcanzado a humedecer su pantalón—, creí que solo el cuervo mayor tenía ese privilegio.

—Creo que Harry nunca fue consciente de la cantidad de poder que reposaba sobre sus manos, o quizá sí, quizá por eso siempre buscó compartirlo. Primero con Sofía, luego conmigo, con tus padres y al final con Vincent —especuló el viejo, mientras miraba a su alrededor ayudado por la luz de la linterna, con la que alcanzó a iluminar una trampilla en el techo del sótano, justo en una esquina del lugar—. O tal vez no sabía manejarlo y prefería que alguien más lo hiciera por él. No lo sé, por muchos años creí conocerlo y durante ese tiempo jamás vi venir la situación en la que nos metió, después de todo, creo que nunca me mostró lo que había más allá de sus deseos por mejorar el mundo...

Soltó un suspiro y caminó hasta la trampilla, se percató de que estaba a una altura considerable y arrastró una de las camillas hasta colocarla debajo, subió a ella y acercó su oído a la madera de la que estaban hechas las puertas: solo escuchó silencio.

—Parece que estamos solos. Devuélveme mis llaves, tenemos que seguir moviéndonos.

Howard se quedó pensando un rato en las palabras de su compañero y en la imagen que tenía sobre Harry Ravenwood, los únicos recuerdos que tenía de él se habían construído entre cámaras y micrófonos, en las entrevistas que dio sobre la muerte de sus padres, y en los escasos encuentros que habían tenido en su mansión, donde Harry siempre procuraba tener el mínimo contacto con el niño rubio de ojos llorosos.

Entonces, a su mente llegó la única tarde de juegos que compartió con Samantha. Aquél día, al encontrarlos jugando en la habitación de la pelinegra, Harry pareció llevarse una desagradable sorpresa y, sin mayor preámbulo, ordenó a uno de sus sirvientes que llevaran al pequeño rubio de vuelta a su casa. Howard nunca entendió lo que había pasado y su mente se limitó a definir tal acto como la última muestra inequívoca del desprecio que el empresario sentía por él y desde entonces, correspondió el amargo sentimiento y lo extendió hacia todos los integrantes de la familia Ravenwood.

—¡Eh, Rubiales! ¿Te quedaste sordo? Las llaves, las necesito —reclamó Denis, al ver la inacción de Howard.

—Sí, sí, lo siento. Toma —reaccionó Howard, y se acercó a extender el manojo de metales hacia Denis, pero su mente seguía perdida en el pasado—. Pasaremos cerca del Rascacielos R. en nuestro camino hacia la penitenciaría, ¿verdad?

—Sí, ¿por qué preguntas? —cuestionó el viejo, mientras abría y retiraba el candado que mantenía cerrada la trampilla, pero antes de dejar caer las puertas, volteó a mirar a Howard, esperando una respuesta.

—¿Crees que podamos echar un vistazo a los refugios subterráneos antes de seguir nuestro camino? —Las palabras de Howard estaban impregnadas de una especie de arrepentimiento y de honesta preocupación.

Denis sonrió, pues aquellas preguntas habían sido suficientes para delatar las intenciones de su compañero, y un cálido sentimiento le inundó el pecho al notar la preocupación en las palabras y en la mirada de Howard: le alegró saber que después de todo lo que había vivido y a pesar de la terrible realidad que azotaba a la ciudad, el corazón de aquél adolescente de ojos cansados se resistía a perder su esencia.

—Haremos lo que se pueda, ¿vale? Ahora ven, ayúdame a subir y larguémonos de aquí, nunca me ha gustado permanecer tanto tiempo dentro de un hospital.

●●●

Los rayos del sol matinal entraban por las ventanas del hospital y hacían relucir el rojo opaco de la sangre coagulada que manchaba casi por completo el suelo, creando una capa gelatinosa que dificultaba el avance del dúo. Howard intentaba tapar su nariz con una de las mangas de su camisa, pues el olor que despedía el líquido en descompsición le resultaba demasiado penetrante, pero al intentar mantener el equilibrio mientras avanzaba sobre el resbaloso suelo, sus intentos por mantener seguro su sentido del olfato resultaban insuficientes.

Caminaban por la planta baja, en dirección hacia la puerta por donde ingresaban a los pacientes desde las ambulancias y, en el camino, presenciaron inevitablemente la masacre producto del apocalipsis: Había montones de cadáveres, a veces apilados sobre camillas, encerrados en los módulos de atención o sentados en las salas de espera, algunos indudablemente habían sido infectados, pues sus cuerpos se habían deformado, pero otros solo presentaban marcas de bala. Howard miraba la escena aterrado y confundido, pues en ninguno de los cuerpos pudo ver algún rastro de los tallos o los hongos que crecían en el cuerpo de algunos merodeadores.

—Estoy casi seguro de que no sólo experimentaron con hongos, Denis. Hay algo más infectando a la gente de la ciudad. En un escenario con múltiples patógenos no sé qué tan eficaz pueda ser la vacuna que mencionaste —formuló Howard, mientras caminaba y recorría a detalle, con la vista, los cuerpos de los infectados: en vez de manchas fúngicas y tallos, muchos de ellos tenían enormes ampollas rojas en varias partes del cuerpo.

—Esperemos que lo suficiente, porque ya es muy tarde para dar marcha atrás...

Continuaron caminando y estuvieron a unos cuantos pasos de llegar a la salida, cuando el sonido de múltiples cristales rompiéndose los alertó: varias granadas incendiarias habían sido lanzadas desde fuera, rodaron por los charcos de sangre y comenzaron a estallar, convirtiendo los pasillos en un infierno de fuego.

Denis abrió las puertas de una patada e inmediatamente levantó el fusil, intuyendo una nueva confrontación. Ambos salieron corriendo y se encontraron de frente con dos vehículos blindados de Fuerza Arcana, pero sus tripulantes no se encontraban dentro; en cambio, escucharon cómo un tropel de pisadas marciales se acercaba a ellos desde el frente del hospital: su ventana de escape se había cerrado.

—¡Sube al vehículo! —ordenó Denis, señalando el blindado de la derecha.

—¿Pero qué? No creo que sea una bue...

—¡Deja de pensar y sube tu maldito trasero! —volvió a ordenar, mientras corría y daba la vuelta al blindado para subir por la puerta del conductor.

Howard abordó por el lado del copiloto.

—¿Cómo mierda se enteraron de que estábamos ahí dentro? —preguntó Howard, mientras, nervioso, descolgaba la mochila de sus hombros y se abrochaba el cinturón de seguridad.

—Dudo mucho que lo supieran, lo más probable es que hayamos coincidido con la limpieza del edificio, ¡puta suerte la nuestra! —bramó el viejo, mientras buscaba bajo el volante los cables necesarios para puentear el encendido del vehículo, pero se dio cuenta de que habían dejado las llaves puestas.

El motor del vehículo rugió cuando Denis encendió el motor y una lluvia de balas impactó contra el metal blindado, pero el anciano hundió el pie en el acelerador y avanzaron bruscamente, llevándose en el trayecto las rejas que marcaban los límites del estacionamiento del hospital.

—Adiós al sigilo —comentó Howard, mientras miraba por uno de los espejos laterales al otro blindado acercándose a ellos.

—¡Mierda, mierda, mierda! —maldijo Denis. Conducía como un demonio y, gracias a la fuerza y potencia del vehículo, no le importó impactar a otros automóviles e incluso arrolló a varios merodeadores que se cruzaron en su camino—. Necesitamos perderlos rápido o pronto tendremos a más patrullas persiguiéndonos.

—¡Las torres de apartamentos! —sugirió Howard, señalando varios edificios blancos que se encontraban unas cuantas cuadras a la izquierda.

—¡Al fin usas ese enorme cerebro para algo útil!

Denis dio un volantazo hacia la dirección sugerida y las llantas derraparon, el vehículo avanzó sobre la banqueta y continuó su camino, arrasando con los arbustos, las flores y los juegos infantiles de un pequeño parque que se encontraba a los pies de los pálidos edificios. Entonces llegaron a una nueva avenida, infestada por una numerosa horda de merodeadores, Denis maniobró el armatoste lo mejor que pudo y, aunque los cuerpos siendo triturados por las llantas dificultaban aún más la tarea, consiguió mantenerlo estable. Pero la sangre, producto de los merodeadores atropellados, manchó gradualmente el parabrisas hasta cubrirlo por completo.

—¡Frena, viejo, frena! —gritó Howard, asustado, pues el vehículo seguía avanzando y ninguno de los dos podía ver hacia dónde.

El anciano, contagiado por el miedo del muchacho, pisó el freno hasta donde pudo, pero, aunque las llantas se detuvieron, el blindado continuó su avance, deslizándose sobre la carne de los infectados, entonces comenzó a girar sin control y algo sólido lo impactó en uno de sus costados, lo que provocó que se volcara y diera varias vueltas hasta estamparse contra una de las torres de apartamentos. Varias bolsas de aire se activaron y, junto a los cinturones de seguridad, amortiguaron el movimiento de sus cuerpos dentro de la cabina.

—¿Estás bien, niño? —preguntó Denis, aún aturdido por la conmoción. Su rifle había alcanzado a golpearlo en la ceja izquierda y la sangre le teñía la visión de rojo.

—Creo que sí —respondió Howard, moviendo sus extremidades para corroborar que siguieran funcionando.

—Entonces muévete, no podemos quedarnos aquí. —Aún colgado debido a la fuerza del cinturón de seguridad, extendió sus manos hasta su mochila, de ella sacó una navaja y la clavó en las bolsas de aire, luego desabrochó el cinturón y cayó pesadamente sobre el toldo del vehículo—. Apresúrate, saldremos por las puertas traseras.

Ofreció el arma al rubio quien la tomó e imitó el proceder de su compañero, luego ambos se colgaron las mochilas al hombro, recogieron sus respectivos fusiles y cada uno puso una mano sobre las manijas, se miraron, asintieron y luego de un profundo suspiro abrieron las puertas de par en par. Fuera, la horda de merodeadores, aunque debido al caos había disminuido sus números, ya comenzaba a agolparse de nuevo y avanzaba hacia el lado contrario de donde se encontraban ellos, no les estaban prestando la más mínima atención: parecía como si algo, o alguien, los estuviera llamando.

—¿A dónde van? —preguntó Howard, confundido, mientras miraba atónito aquél extraño comportamiento.

—A misa seguramente, vamos niño, debes aprender cuándo pararte a pensar y cuándo mover el culo.

Al principio avanzaron rápidamente, temiendo encontrarse con alguna otra eventualidad, pero pronto disminuyeron la velocidad y caminaron con sigilo, ocultándose de vez en cuando entre los cimientos de las torres. Se acercaba el ocaso, pues el sol ya comenzaba a descender por el poniente de la bóveda celeste y, desde esa posición, bañaba con sus rayos la fachada del Rascacielos R., el cual, Denis y Howard ya podían ver de frente: solo los separaban unas cuantas cuadras.

—¿De verdad crees que sigue viva? —preguntó Denis, mientras avanzaban entre los callejones cercanos a la avenida Courtier.

—Quizá —confesó Howard—, su padre es el hombre más poderoso de la ciudad. Solo quiero confirmar que el rascacielos está asegurado, con eso mi conciencia quedará tranquila... Ella no merece pagar por los pecados de su linaje.

El viejo guardó silencio, no estaba del todo de acuerdo con el capricho del joven rubio, pero tampoco se atrevía a arrebatarle la posibilidad de calmar sus pensamientos. Doblaron en otra estrecha callejuela, repleta de pequeños locales cerrados y en cuyo final se extendía la avenida Ravenwood, al otro lado ya podía verse la entrada al rascacielos. A esa distancia, Howard pudo notar que estaba totalmente destruída, su pulso comenzó a acelerarse y aumentó la velocidad de sus pasos, sintió un vacío en el estómago y un escalofrío le recorrió la espina dorsal cuando, parado frente a la avenida, se percató de que gruesos y largos tallos se extendían y crecían por toda la base del rascacielos y comenzaban a subir por toda la estructura del edificio, enredándose en ella.

—Madre mía, ¿qué carajos está pasando en esta ciudad? —Denis se quitó el sombrero, asombrado y asustado por aquella visión que ni en sus peores pesadillas habría podido concebir.

Las hordas de merodeadores se acercaban al origen de todos esos tallos y, uno a uno, eran asimilados por la masa fúngica. El cerebro de Howard intentaba darle un sentido a la hórrida escena, pero ni siquiera era capaz de procesar lo que veía. Entonces, en lo que quedaba de la entrada del edificio, pudo distinguir a una muchacha de negra cabellera y mirada asustada que, buscando huir del grotesco suceso, se echó a correr al centro de la avenida y, confundida, comenzó a mirar hacia todas direcciones.

—¡Samantha! —gritó el rubio, aliviado y entusiasmado por haberla encontrado con vida—. ¡Por aquí!

La pelinegra, al notar la presencia de Howard, corrió desesperada hacia él. Cuando hubo acortado la distancia que les separaba, se detuvo, miró al muchacho y le sonrió mientras copiosas lágrimas le colmaron los ojos y escurrieron tibias por sus mejillas. El silencio se adueñó de la escena por unos momentos y Howard quiso romperlo con un comentario jocoso, pero no hubo abierto la boca cuando Samantha se acercó aún más a él y lo abrazó.

—Perdóname, Howard, por favor perdóname por todo. Es mi culpa, todo esto es mi culpa, lo siento mucho, de verdad lo siento. Perdón, perdón...

Las mejillas del muchacho se ruborizaron y volteó para ver a su compañero, esperando una explicación, pero Denis sólo hizo una mueca de confusión, recogió los hombros, dio media vuelta y caminó hacia la callejuela tras ellos, dejándolos solos.

Sin saber muy bien cómo actuar, Howard la rodeó con sus brazos, correspondiendo el abrazo, y entonces reconoció el dolor que manaba desde el corazón de Samantha, acarició su cabeza suavemente y con un tono cálido y tranquilo le dijo:

—No tienes por qué cargar con la culpa de una vida que te obligaron a vivir. 

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