CAPÍTULO 5, ESCENA 16: En la que acechan los barrotes.

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—¿Qué ocurre Degataga? —pregunta Mónica.

No contesto, solo contemplo ese gran parche húmedo del jardín. Como accedimos por la entrada sur al recinto, no lo habíamos visto hasta ahora. Es un barrizal, un mero boquete en el césped rodeado de una verja. El resto de la hierba no está mojada, ¿por qué esa área sí lo está? Sé bien la respuesta.

En esa zona entre árboles, en ese jardín subterráneo, había dormido algo poderoso y húmedo mucho tiempo atrás. Ni siquiera el alma del propio jardín sabe describírmelo con detalle. Desde aquella, el terreno no ha vuelto a ser el mismo.

—¿Quieres jugar en el lodo como los gorrinos? —comenta Lester. Jenna se ríe.

—Aquí estuvo —digo sin más. Los demás me miran con extrañeza y luego contemplan el lodazal. Poco a poco, van comprendiendo.

—La laguna —susurra Lester.

—El portal del Iblis. —Jenna abre mucho los ojos.

—Justo en el epicentro del complejo, junto a la casa del Regidor —murmura Geoff—. Estuvo aquí desde que los montañeses intérpretes pusieron los cimientos de este lugar.

—Y hasta que se lo llevaron a otra parte —comento. Se hace el silencio.

—¿El portal del Iblis? —bufa Darri interrumpiendo el momento—, ¿seguís insistiendo con esas leyendas?

Sacudo la cabeza, no hay tiempo para contemplaciones ni explicaciones. Hago un gesto para que continuemos nuestra incursión rumbo a la entrada de los edificios. Nuestro objetivo se encuentra allí. Abandonamos el jardín y abrimos los portones oxidados que conducen a las dependencias de la planta baja.

Los pasillos están vacíos. No vemos muebles ni aparatos ni instrumental. Está todo llenos de polvo, eso sí. Supongo que Cordelia Castillo no ha podido traer un equipo de limpieza aquí abajo.

No podemos evitar echar un vistazo a algunas de las salas a través de las puertas entreabiertas. Son todas habitaciones sin ventanales y vacías en las que se ven marcas de un mobiliario que antaño estuvo atornillado a las paredes y al suelo. También se conservan las aldabas de las que se enganchaban los grilletes. Prefiero no pensar en el uso que se le daba a cada una de estas salas. Incluso con mi dial reforzado, podría atraer a los espectros de vuelta, así que me decido abstenerme de curiosear en lo que queda de recorrido, y no soy el único que toma esa decisión. La pobre Jenna abraza a Míster con fuerza y se encoge al pasar por cada estancia imaginándose las terribles prácticas que se llevaban a cabo en el lugar.

Llegamos a un ascensor que sigue operativo. Es bastante grande, apto para camillas, por lo que cabemos todos. Siguiendo las instrucciones del diario de Cordelia que Geoff lleva consigo, debemos bajar a la planta sótano.

Al llegar, unas luces automáticas se encienden en el pasillo al detectar nuestra presencia. La cocina está al otro extremo, así lo indican las letras rotuladas sobre sus dos puertas batientes. Nuestro objetivo está justo en el lado contrario, así que caminamos en esa dirección. Solo se oye el eco de los pasos. Pasamos por algunos laboratorios con mesas de aluminio manchadas y documentos mohosos apilados en las esquinas y también por salas de reuniones con sillas y mesas desvencijadas. Llegamos al fondo del corredor y a nuestro destino. Una placa estuvo una vez pegada junto a la puerta, la diferencia de color en la pintura así lo evidencia. La puerta está cerrada. La empujo un par de veces para comprobar su solidez. Reforzada, pero no acorazada. Me doy cuenta de que hay un panel de seguridad al lado.

—Parece que debemos deducir el código —dice Darri—. Yo probaría con números primos. Está demostrado que...

Antes de que pueda decir esta boca es mía, una semilla impacta en la puerta y sus viñas comienzan a corroer la madera, una pica atraviesa el panel y un patadón de Lester revienta los goznes. Darri se queda con la boca abierta atragantándose con su explicación a medias.

—Estamos hartos de secretitos y códigos —responde Geoff, ceñudo. Lester y Mónica asienten.

—Casi os cargáis a Toro Sentado —replica Jenna. Parece que el mote de su primo se me va a quedar. Sabes que aprecias a una persona cuando sonríes ante sus apodos racistas.

Atravesamos la pobre puerta y encendemos el interruptor. Estamos en un amplio despacho apenas amueblado y que solo conserva lo fundamental: un escritorio de madera recia sin florituras, varias estanterías con libros antiguos y un archivador oxidado. En la pared este hay una zona con lavaderos revestida de azulejado blanco que da acceso a una doble puerta metálica parecida a la de los laboratorios que nos hemos cruzado por el camino. Este era el despacho del Regidor y aquella su zona de experimentación privada.

—¡Mirad! —dice Jenna—. Está plagado de libros de mitología, ¡y de cuentos! —Luego señala a otra estantería—. Biología, epigenética, exobiología...—Sopla el polvo de una de las cubiertas—. ¡Algunos son muy antiguos!

—¡Interesante! —dice Darri acercándose a las estanterías y echando un vistazo a los títulos. Por desgracia, con las manos atadas no puede consultarlos. Creo que le molesta más ese hecho que las ataduras en sí.

—Y estos de aquí son de física —dice Geoff.

—Física cuántica —aclara Darri mirando por encima de su hombro—. Múltiples dimensiones, agujeros de gusano, teoría de cuerdas y del universo holográfico. ¡Algunos son manuscritos originales! ¡Y hay tesinas de otros investigadores!

—Cordelia Castillo debió ser toda una académica —comenta Lester—. Tuvo doscientos años para hacerse con todo tipo de información.

—La conocí en persona y, ¡quién lo diría! —dice Geoff.

—En el archivo hay fichas de algunos inmigrados —Lester se encontraba mirando unos expedientes arrugados—. Algunos de ellos han tenido que estar aislados porque tenían problemas de ira y de adaptación. Incluso trató a algunos por «disfunciones fisiológicas».

—¿En serio? —Mónica se acerca a ojear a los expedientes.

—Ya os dije que, para los inmigrados, no es un paseo adaptarse a nuestro mundo —apuntilla Darri.

Yo escucho todo esto plantado en el centro del despacho. El sínodo murmura porque no le gusta que estemos ahí, parece un perro que ruge cuando te acercas a su plato de comida. Eso es porque nos acercamos al verdadero motivo por el que Cordelia conservó este lugar intacto.

—Detrás de esa puerta —digo—. Es ahí.

Todos se vuelven y guardan silencio. Geoff se acerca y me palmea el hombro.

—¿Vamos? —me pregunta. Se adelanta y nos hace una indicación para que le sigamos.

Nos encontramos ahora en una sala embaldosada con nichos para cadáveres encastrados en las paredes, cual morgue. Menos mal que todos ellos están vacíos. Por fortuna, Cordelia no atesora cuerpos.

En el epicentro del laboratorio hay una mampara sellada rodeada de focos y aparatos medidores que se alza sobre una base a medio metro del suelo. Alrededor de ella hay dispuestas varias mesas metálicas formando un semicírculo. Encima de las mesas se ven dibujos y papeles amontonados siguiendo un orden un poco laxo y también se encuentra instalado un equipo de sobremesa con dos pantallas. Este hardware parece estar conectado al área de contención. Dentro de la mampara flota una maraña de cerdas curvas de un blanco plateado. Vibran como si aún poseyeran un suspiro de vida propia. Es pelaje, y la criatura a la que pertenece debe haber sido enorme y exótica. Mas que eso, sobrenatural.

—¿Es eso lo que creo que es? —pregunta Geoff.

—Ese pelaje debe ser de algún tipo de inmigrado de gran tamaño. No conozco ningún animal que posea unos capilares semejantes —comenta Darri acercándose a las mesas y olvidando, por un segundo, que es una cautiva.

—Así que este es el pelaje del Iblis —murmura Mónica.

—Disculpa, ¿cómo dices? —Darri nos mira con expresión incrédula—. ¿El Iblis?, ¿otra vez con esos cuentos de hadas? ¡Además esto no pertenece a un humano!

—¿Quién te dijo que el Primer oyente fuera humano? —replica Mónica.

—¡Qué absurda pregunta! —responde la exploradora.

—Sabes que existen oyentes inmigrados, ¿verdad?

—No hay registros de...

—Sí los hay, pero las emisoras los ocultan —dice Geoff—. Además, con el paso de los siglos, hay cada vez menos debido a la influencia de la Estación.

—¡Menuda teoría conspiratoria! —se mofa ella.

—Dejadla, está sumida en su propia ignorancia y ni se plantea el beneficio de la duda —dice Mónica.

—Vamos, gente —interviene Lester—, no estamos aquí para discutir. Estamos aquí por eso. —Señala al pelaje que hay en la mampara.

—En el diario de Cordelia ya mencionaba esta cosa. Creo que el pelaje del Iblis lleva en este lugar desde antes de que se abandonase el Complejo —recuerda Jenna.

—¿Y por qué lo dejarían atrás? —pregunta Mónica

—El marionetista, después de usarlo para crear un cuerpo artificial para el Iblis, ya no lo necesitaba —responde Geoff.

—Aun así... —murmura Mónica.

—Noto un vínculo lejano y poderoso —les interrumpo. Soy consciente de cómo suena, pero es la verdad—. Mi dial quiere conectarse con él, pero esa mampara no me deja —digo.

Lester, tras dejar las bombonas de gas que portaba en el suelo, se acerca y tantea el contenedor con sus manos y sus cabellos. No parece darse cuenta de lo natural que le resulta este gesto.

—Parece sellada, y mirad, aquí abajo hay un cableado que está conectado a esas terminales. —Señala a las pantallas con uno de sus mechones.

—Estoy encendiendo este cacharro. —Geoff está ya frente al ordenador—. No es que sea muy moderno, tardará un rato en arrancar.

—¡Uau!... Dibujos de esfinges —dice Jenna revolviendo los papeles de la mesa—. ¡Están muy bien hechos!

—¡Guau! Míster hace su propia apreciación artística.

Darri la hace a un lado con la cadera y comienza a ojear los papeles manipulándolos con toda la soltura que le permiten sus ataduras.

—¡Aquí hay toda una serie de datos extraídos de los sensores y los receptores de la mampara! Cambios en la densidad, en la temperatura, análisis moleculares... Es extraño, este pelaje no ha sufrido degradación, es como si siguiera vivo y, según esto, es porque mantiene ¿¡un vínculo cuántico con el resto del organismo del que procede!? —Darri chasquea la lengua—. ¡Esto no puede ser!, pero los datos no mienten.

—Parece que la vamos a tener entretenida un buen rato —dice Lester sonriendo.

Yo me acerco a la mampara y pongo una mano sobre ella, noto un hilo espiritual poderoso. Es como cuando oyes el grito de alguien debajo del mar. No sé muy bien cómo habrán aislado esa mampara. Al tocarla, genera algún tipo de electricidad estática. Está claro que Cordelia sabe mucho más sobre el funcionamiento a nivel físico de los diales de lo que parece.

—¡Por fin!, ya ha arrancado. —Curiosea el escritorio del ordenado—. Veamos: informes, archivos, fotos... Aquí hay una aplicación llamada "release.exe". Tiene toda la pinta de ser lo que abre ese cachivache. —Le da doble clic con el ratón—. ¡Mierda!, ¡precisa de una contraseña!

—No me lo puedo creer —murmura Darri.

—¿Y ahora qué te pasa? —Jenna se cruza de brazos y mira a la científica.

—Eso es un pelo de esfinge, sí. Es verdad.

—Te lo dije —comenta Jenna.

—Y aquí asegura que todas las esfinges pueden usar comunicación cuántica entre ellas. De hecho, afirma que es esta relación con los campos cuánticos lo que les permite percibir el tiempo no lineal. Casi siempre hacia el futuro, aunque hay excepciones —musita—. Según los datos no hay por qué descartarlo. —Nos mira—. Entonces, ¿es verdad que hablasteis con una esfinge que veía el pasado?

—¿Tú qué crees? —replica Mónica.

—¿Qué es esto? —Jenna ahora empuja a Darri a un lado con el trasero—. ¡Hay una página escrita a mano! —La lee:

«Hastet podría comunicarse con ÉL. Dice que ella no es el interlocutor adecuado ni este el momento adecuado, pero que estaría dispuesta a hacerlo si yo se lo pidiera a pesar de que sus premoniciones le indiquen lo contrario.

Asegura que sería muy peligroso para el interlocutor, dado que ÉL está en poder de la Estación. Le pregunté si podría hacer de mero canal de comunicación y Hastet dice que sí. Kaala Bahadur hubiera pagado con gusto por esta información, con su oro y también con su vida. Mejor mantenerle al margen, por su bien».

Darri arranca los informes de manos de la chavala que le saca la lengua.

—¿Quién es Hastet? —pregunta Lester.

—¿Otra esfinge? —deduce Darri.

—¡Hola! ¡Eoooo! ¿Estamos a lo que estamos? —pregunta Geoff—. Necesitamos una contraseña para transmitirla a la mampara de contención y no creo que esta vez funcione el atravesar este cacharro con una pica. Aquí hay dos campos de contraseñas a rellenar, ¿alguna idea?

—Geoff tiene razón, centrémonos —les digo.

—¿Cuántos dígitos permite escribir en cada uno? —pregunta Darri aun ojeando los papeles. Geoff comienza a pulsar dígitos hasta que los campos del formulario no le permiten añadir más.

—En el primero seis dígitos, en el segundo cinco —gruñe Geoff.

—Prueba «Iblis» en el segundo —dice Darri.

—¿Estás de broma? —Darri no le contesta. Geoff lo teclea de forma perezosa. Suena un pitido—. ¡Es correcto! Solo queda la primera palabra de la contraseña.

—Pinche —comenta Darri.

—¿Pinche Iblis?, ¿es en serio? —Esta vez lo teclea al mismo tiempo que habla—. Joder, ¡pues sí! Está entrando en los controles, ¿cómo lo has sabido?

—Se me da bien analizar el comportamiento de inmigrados, a veces también de las personas. Con leer su diario, ya me sería más que suficiente —Darri alza los documentos—. Pero el hecho de que, en sus anotaciones de campo, prefiera el término «Pinche Iblis» con mayúsculas en vez de «el sujeto», también me ha dado una pequeña orientación.

—Vaya, aún vas a resultar útil y todo —concede Geoff procediendo a revisar los controles de la aplicación.

—¿Veis?, os lo dije —responde Lester.

—¡Aquí esta!, «abrir compartimento estanco». —Pulsa un par de teclas y, entonces, los focos del interior de la mampara se apagan y el pelo comienza a posarse sobre promontorio al mismo tiempo que la vitrina asciende con un sonido de despresurización.

Lo percibo. Ahora el hilo plateado se extiende y se pierde en los rincones liminales de lo que mis ojos ven. Si hago que mi dial se vincule a él, me arrastrará. Puede que, incluso, absorba mi esencia. A lo que sea que hay al otro lado, le han cercenado el alma. La Conservadora nos lo dijo, el cuerpo sin alma del Iblis aún vive en catarsis. Solo quedan residuos del Iblis en su interior, pero clama por su dueño, o al menos, por un sustituto, ya que quiere volver a estar completo.

—Esto es peligroso —digo—, no puedo hacerlo solo. Necesito anclas.

—¿Anclas?, ¿a qué te refieres? —pregunta Geoff.

—Necesito vincular vuestra alma a mi dial y usaros de amarras para que me mantengáis aquí. Si no, lo que hay al otro lado me arrastrará consigo. Aviso que puede ser muy agotador. Sé que es mucho pedir...

—Dalo por hecho —Geoff me pone una mano en el hombro.

—Claro —dice Lester.

—Yo hago sentadillas todos los días, seguro que soy una buena ancla —asegura Mónica.

—Cuenta conmigo —añade Jenna.

—No, contigo no —dice Geoff.

—¡Hey!, ¡soy parte del equipo! —objeta ella.

—Tres no son suficientes —digo con un hilo de voz—. Cuantos más seáis, menos peligroso para todos. —Jenna se cruza de brazos, victoriosa, y Geoff me fulmina con la mirada. No me va a perdonar que la ponga en riesgo, aunque he dicho la verdad, cuantos más seamos, más fácil para todos.

—Si ese es el caso, ¡esta también se ofrece voluntaria! —replica Geoff señalando a Darri—. No vamos a estar aquí haciendo crossfit espiritual mientras ella aprovecha para hacer quién sabe qué.

—Venga Geoff, ella tiene derecho a elegir... —comienza a decir Lester.

—No, no —les interrumpe la científica—. Entiendo la desconfianza, aunque es innecesaria. Quiero hacerlo. Tengo curiosidad por saber qué vais a hacer con el supuesto pelo del Iblis. Soy una investigadora, experimentar es lo que hago. Si sois un grupo de lunáticos, prefiero sacar conclusiones por mí misma, y si no... —No acaba la frase—. Haz lo que tengas que hacer —concluye.

—Tendrás que bajar tus barreras metales para dejar que me vincule a ti. Has de vaciar tu cabeza de pensamientos —le explico.

—Ya se parece a una clase de mindfulness, empezamos bien. De acuerdo, lo que tú digas.

—Los mismo va por todos los demás —les sugiero—, sentiréis vértigo o confusión, pero desaparecerá si no os preocupáis por lo que está pasando o le buscáis lógica. Lo único que tenéis que hacer es daros las manos los unos a los otros y, si veis que perdéis el rumbo, centraros en la presión de las manos del que está a vuestro lado.

Los dispongo a todos alrededor de la mampara y se dan las manos. A petición mía, Geoff desata a Darri con cara de «no me gusta una pizca». Esta no deja de estar bien vigilada. Míster se ha apostado junto a ella dispuesta a morderle los bajos de pantalón a la menor tontería. Creo oír a Jenna susurrar: «Buen chico, tú vigila». Lester le da la mano a Darri completando el círculo alrededor del improvisado altar. Cuando compruebo que todo está listo, vuelvo a repetir:

—Recordad, el calor de vuestras manos es vuestro contacto con este mundo. Notareis cómo me alejo y cómo tiro de vosotros. Yo seré la goma de un tirachinas y vosotros seréis el mango. No importa lo que ocurra, debéis manteneros firmes. —Todos asienten con gravedad. Hasta Darri, que no sabe muy bien qué esperar de todo esto.

Paso delante de cada uno de ellos y pellizco las tanzas de mi atrapasueños engarzándome a sus espíritus. Se oye una vibración etérea cada vez que un vínculo se establece. Los que ya están vinculados se sorprenden al oírla y miran a su alrededor buscando su origen. Darri comienza a transpirar al notar su unión con los demás. Entiendo su reacción. De repente, eso de las almas ha pasado de ser una superstición a ser algo real. Espero que aguante el tirón.

Por mi parte, siento todas sus esencias amarrando mi dial a modo de cabotajes. El espíritu cáustico y justiciero de Geoff, la valentía e inquietud de Jenna, la necesidad de autodescubrimiento y la sensibilidad que habitan ahora en Mónica, la paciencia y sencillez de Lester, el escepticismo y la curiosidad de Darri. Estoy bien sujeto. Es la hora.

Encauzo una réplica astral de los hilos de mi atrapasueños hacia el pelaje del Iblis y se unen a su esencia, entonces la traspasan y me veo catapultado al infinito.

Soy un disparo de cañón, un cometa que atraviesa la realidad y se sumerge en las aguas entre mundos. Recorro mil ramajes de posibilidades. Algunas aún fluyen con fuerza, pero muchas de ellas (cada vez más) están cerradas o, mejor dicho, coaguladas. Sé lo que veo: es el Afluente y está enfermo.

Emerjo y sobre mí está la Pirámide, un instante después estoy dentro de ella. Soy un suspiro que se cuela bajo la mirada de tres grandes poderes que no notan mi presencia más de lo que nosotros notaríamos a una mosca.

Tengo ojos, y esos ojos secos se abren. Lo veo todo borroso y descolorido. También tengo oídos. Y piel, entumecida y fría, apenas siento la circulación que discurre bajo su superficie, pero está ahí. Entre mis ojos puedo ver un hocico perruno. Sé que tengo cuatro patas, pero no puedo moverlas. Mi control sobre este nuevo envoltorio es limitado. No puedo usar mis músculos ni controlar mi respiración, solo ver y oír. Y lo primero que veo es una figura cuadrúpeda que camina en mi dirección.

—Aquí estás, hilador de almas —dice una voz mecánica.

Al principio, me cuesta distinguir a mi interlocutor porque la inmensidad reclama la atención de mis sentidos. El techo es imperceptible y en él solo hay bruma. Sus paredes monocromáticas están iluminadas por líneas fractales de colores amarillo, cian y magenta. Estos halos de colores no se reflejan en las paredes, sino que las paredes absorben su luz. Las líneas fractales convergen alrededor de un gran hueco en la pared parecido un ojo de cerradura enorme. Mis ojos se humedecen para evitar la sequedad y puedo ver que hay algo que atraviesa esa cerradura, una rotura fina y muy estrecha. Es un quiebro en la pared sí, y también es un quiebro en algo más que la pared; no sé cómo decirlo de otro modo.

—Tenemos poco tiempo —me dice el cuadrúpedo—. Él ya ha notado mi reacción.

La criatura que me habla se parece a una esfinge, aunque, en vez de semejar semifelina, es más bien canina. Su exoesqueleto es de un blanco lechoso, sus ojos son grises y su pelo semeja artificial. Toda ella es una bella manufactura. No importa lo bien labrados que estén las junturas de las articulaciones o cómo brillen los símbolos que tiene grabados en la piel; no importa si el material del que está hecho tiene, en parte, la textura orgánica de un ser vivo. Es una marioneta. Eso sí, su espíritu es poderoso y, de algún modo, está vinculado al cuerpo que poseo ahora mismo. Quien me habla es el Iblis, o la muñeca en forma de esfinge en la que ahora habita.

El primer oyente me habla tras unos barrotes. No, soy yo quién está detrás de esos barrotes. El cuerpo del Iblis está aislado del exterior por una jaula de metal. La esfinge habita este lugar contemplando lo que un día fue. Su antiguo cuerpo está al alcance de su mano sin que él pueda hacer nada al respecto. Creo que es algo bastante cruel.

—Sabía que este día llegaría. Cuando el Regidor me forzó a mostrarle mis visiones futuras, contempló esta imagen. Él la interpretó como la visión de un cautivo desesperado hablando con el cuerpo que un día tuvo. Un síntoma de locura. Eso le dejó satisfecho y, afortunadamente, no indagó más. —La criatura emite un crujido, creo que se está riendo. Gira su cabeza hacia la apertura que hay en el lado este de la enorme sala—. Aquí viene. Mantente en silencio, no pienses muy alto.

Oigo pasos, quizás sea mejor seguirle la corriente. Por un instante, siento como si mi alma se estuviera amoldando a ese cuerpo. El organismo la reclama, pero los hilos tirantes de mis compañeros no se lo permiten.

El Iblis vuelve a su rincón. Allí hay dispuesta una cama hecha de tejidos vaporosos y, al lado de esta, hay un cuenco con comida. Puedo ver rollos de manuscritos amontonados en las esquinas, excepto uno de ellos que se encuentra abierto sobre la pequeña mesa de estudio apostada junto a la pared.

Un hombre albino de cabello largo y piel pálida entra en la estancia. Está ataviado con una chilaba blanca en la que tiene hilados tres triángulos (magenta, cian y amarillo) alrededor de otro triangulo negro. Sus ojos no son grises como los de otras marionetas, sino irisados. Sus cabellos están atados en una bella trenza plateada.

—¿Qué ha pasado? —pregunta el recién llegado con voz calmada.

—¿A qué te refieres? —responde el Iblis.

—Percibí una respuesta emocional, ¿a qué?

—Estos pergaminos que tus marionetas me trajeron sobre mi mundo me han emocionado.

—Espero que no me estés engañando, podría revocarte tales privilegios —responde el hombre.

—En absoluto, Regidor.

«Así que ese es el Regidor. El marionetista. Manahen. O al menos esa es su apariencia actual». El hombre escudriña a su alrededor. Puedo notar su mirada posarse sobre mi envoltorio y, por un segundo, estoy convencido que me verá a través de la piel. Se vuelve hacia el Iblis.

—Tus acólitos me están decepcionando un poco. El manchuriano ha jugado mal sus cartas y el resto ha tenido que huir con el rabo entre las piernas. Incluso han capturado a la pequeña. Por suerte, Actor hizo bien su parte y quizás la situación se reencauce.

—Eres tú el que los comandas, no yo.

—Tú eres quien los eligió.

—Son descendientes de aquellos que contemplaron el reflejo y han mirado tras el velo. Yo no los elegí, el Afluente nos unió.

—Siempre lo consideré un ultraje que te hagas pasar por un avatar.

—Nunca he pretendido nada semejante.

—Claro, solo eres un mero espectador de los acontecimientos, ¿verdad? —Señala a la rotura en la pared—. Tampoco tuviste nada que ver con eso.

—No te entiendo.

—Además de compartir tus visiones con mi prole, tu obligación es vigilar la prisión.

—Dirás la obligación que tú me impones.

—Creo que es lo justo. Es gracias a lo que tú pusiste en marcha que el prisionero está aquí.

—Cometí un error apoyando los planes de los avatares.

—Me gusta oírte decir eso porque solo confirma tu espíritu voluble. Tú nutriste a los avatares y les propusiste tu plan, plan que ellos aceptaron, aún sin saber que cometerías atrocidades como la de cercenar a los caminantes. Y justo cuando estaban a punto de alcanzar su meta, los traicionaste.

—Mi visión futura despertó. Vi a dónde conducía lo que había empezado.

—Sí, a la Coligación, a la Última Transmisión. —Los ojos del Regidor parpadean en varios colores con su propia luz estroboscópica, sin embargo, su tono sigue siendo tranquilo—. Querías ser un verdadero avatar y tener el control, pero no resultó como esperabas.

—El Silencio crece, Manahen. Todos aquellos que han sido silenciados hablarán con voces vengativas.

—Habrá orden. Ellos dictarán lo que puede ser o no, ellos son la medida de lo coherente. El Afluente será corregido.

—O se autodestruirá. Cualquiera de las dos posibilidades es indeseable. —La marioneta alza su cabeza hacia la gran cerradura—. Todo este constructo en el que tus queridos avatares habitan no es más que una jaula. Esa es su función principal. Ellos se definen por la contraposición a su prisionero.

—Él es quien los rechaza. —El hombre señala a la pared con la cerradura.

—No rechaza su existencia, rechaza sus imposiciones.

—Es un avatar errático, una falla en el sistema.

—¿Un avatar, aún crees eso? ¿Todavía no comprendes, Manahen, quién es él? —El Regidor le mira con disgusto—. ¿Vas a silenciarme una vez más para que no lo diga?

—La insensatez no precisa de voz —responde el marionetista—. Sé lo que piensas de él.

—Entonces, ¿por qué confiarme la custodia de su prisión?

—Porque quiero que sufras, al igual que sufrió Esther por tu causa. Estas son las consecuencias de tus acciones. Pero tranquilo, como ya te dije una vez, tomaré medidas para que lo que sucedió no vuelva a suceder. —Vuelve a hacer referencia a la brecha en la pared.

—Yo no la provoqué.

—La provocó tu inacción. Tú la dejaste hacer a esa mujer. —Alza la voz—. Sabías que un sacrificio por un ideal podía provocar una rotura.

—El intruso fue eliminado; eso es lo que tú querías.

—Tú no la eliminaste, dejaste que ella se arrebatara la vida para crear ese quiebro y que la voluntad del prisionero se filtrase en la Gran Transmisión y, ahora, el hijo de la intrusa supone una amenaza en ciernes. —Sonríe—. Una amenaza que ya estamos gestionando, en parte, gracias a tus visiones.

Se hace el silencio, entonces el Iblis dice con voz apesadumbrada:

—Si tan descontento estás con mis funciones, ¿por qué sigo siendo su centinela?

—Porque en el muy improbable caso de que esa prisión se abra —murmura el Regidor—, quiero que seas tú quien acabes con él.

—No puedo matarle y vosotros tampoco. Por eso está prisionero.

—Podemos acabar con sus convicciones. De todas maneras, cuando vea que la Coligación se apoya en la voluntad y los deseos de la gente, eso es lo que sucederá.

—Muchas cosas sucederán —dice Iblis.

—Y me aseguraré de que las predigas todas, querido Inpu. —¿Inpu?, ¿es ese el nombre del Iblis? El regidor gira su cabeza hacia el techo—. Los Tres me llaman, hay asuntos que discutir. Te dejo con las memorias de tus tiempos pasados. —Cabecea en dirección a los pergaminos—. Me encanta que te autoflageles.

Sin decir más, el hombre comienza a flotar y se alza hacia la bruma del techo, a algún lugar fuera de la vista. Pasa un minuto de silencio. Noto el cansancio en mis compañeros y eso hace que el cuerpo del Iblis me reclame con más fuerza.

—Has sido testigo de revelaciones importantes —me dice el Iblis dirigiéndose a mí una vez más—, pero tu misión aquí es de mayor envergadura. Mis oyentes deben salir de su engaño. Ahora mismo sienten mi esencia a través del Regidor y le sirven a él, confundidos por sus promesas. Si quiero que me escuchen y me sientan de nuevo, debo circunvalar ese control. Tú y este cuerpo que ahora has tomado prestado es la clave. A través de él yo me conecto ahora a ti, una conexión de la que el Regidor no será consciente.

Noto que algo cambia. El arrastre de los hilos de mi envoltorio se hace más fuerte y, entonces, deja de tirar de mí.

—No temas ya porque ahora una parte de mí está contigo —dice. Tengo tantas preguntas, pero no puedo ni abrir la boca. Me gustaría preguntarle quien es el prisionero tras esa cerradura, ¿es acaso...? —. Sí, lo es. El Hombre Polilla, el Pastor de Psicopompos, el Relator —responde él. ¿Me ha escuchado? —. Estamos vinculados —vuelve a responder. ¿Sabes quién soy yo? —. Eres uno de la Manada Libre. —¿A qué te refieres?, ¿por qué manada? —. Porque seguís al que aúlla libre. —¿Le conoces? —. Soy uno de los pocos que le conoce. —¿Qué es?, ¿un avatar? —. Nadie lo sabe. —¿Cómo puedo ayudarte? —. Ya lo estás haciendo. —¿Cómo podemos liberar al prisionero? —. No podéis, esa es la prisión de prisiones y, para abrirla, precisáis la llave de llaves. No es vuestro cometido. —¿Cuántos son tus oyentes? —. Seis: el guardián del parasol, el artista oscuro, el dos espíritus, la niña solitaria, la mujer gato y el diablo ferviente. —Pero algo debemos...—. Silencio ahora, él estaba entretenido, pero vuelve a centrar su atención en mí. —¿Volveré a verte?—. Volveremos a hablar, no así a vernos. Solo otras dos visitas recibiré mientras esté en este lugar y ninguna será tuya, aunque tú las harás posibles. Hasta siempre. —Adiós.

Eso es todo lo que soy capaz de pensar antes de que algo me succione fuera de ese cuerpo y de esa sala abstracta y me sumerja en los ríos del Afluente, antes de volver a refugiarme en mi propio amasijo de carne y sangre. Siento mi cuerpo muy compacto, me sobran brazos y me faltan patas. Mis sentidos están más despiertos, pero son menos agudos. Tengo frío sin mi pelaje.

Pero soy yo, estoy bien y los demás están aquí conmigo. Noto algo húmedo en la mejilla. Me encuentro arrodillado en el suelo cuando abro los ojos. Míster me está dando lametones en la cara. Los demás me rodean mirándome con preocupación. Suelto la conexión con sus almas, uno a uno, y todos dan un respingo cuando lo notan. Aún siento una conexión soldada a mi dial, la del Iblis. Me temo que esa conexión es permanente, de momento.

—El pelaje —dice Lester—, se ha fusionado con tu dial. —Miro hacia abajo y veo que mi atrapasueños ha cambiado de color y que sus fibras son más gordas y duras.

—Lo hemos visto y oído todo —susurra Jenna—. Era como ver un televisor antiguo, a veces se desintonizaba, pero... —Tiene sentido, deben haber recibido visiones a través del vínculo.

—Es verdad. —Darri también se encuentra en el suelo —. El Iblis, el Regidor..., todo. Me estabais diciendo la verdad. —Parece que, por fin, lo entiende—. Entonces, este lugar... La Tecnocracia...

—Bendita la hora en la que ve la luz —resopla Mónica. Lo dice con voz entrecortada. Está agotada, todos lo están.

—No nos queda nada por hacer aquí ya. Cordelia decía en su diario que hay un acceso oculto al jardín desde este lugar —les recuerdo.

—Debe ser aquel —dice Jenna apuntando a unas escalerillas atornilladas a la pared y que llevan a una trampilla en el techo.

—Volvamos allí a descansar un rato.

—¿Volver?, ¿y para eso me haces cargar con estas bombonas hasta aquí? —replica Lester.

—Perdona mi pronto de antes, amigo. Déjalas ahí. Ya no nos harán falta —respondo—. Mientras vosotros descansáis, yo volveré al área de contención.

—¿Por qué? —pregunta Geoff ayudándome a ponerme en pie.

—Mi dial ha cambiado, ahora es más fuerte y sé que puedo dar alivio a esos espectros sin necesidad de...

—¿Recurrir a la piromanía? —remata el apuesto inspector. Asiento—. Está bien. Aunque, primero, hemos de descansar.

No puedo negarme. Andamos con paso exhausto hacia la escalerilla.

—¿Y a esta no la esposamos? —Jenna señala a Darri que camina detrás con la mirada perdida, reubicando sus pensamientos. Replanteándose aquello que ella creía que eran certezas, supongo.

—No —digo—, esa no es manera de tratar a un miembro de la manada. —Todos me dirigen miradas aturdidas y Darri la que más.

—¿De qué hablas? —me susurra Geoff al oído—. Es de la Tecnocracia, no es de los nuestros.

—Puede que no de forma oficial aún, pero sí que lo es —afirmo—. Solo falta que ella se dé cuenta.



Acaricio la flor espinosa que acaba de brotar del trono. Nació cuando pensé en Cordelia. Salvaje, con espinas, exuberante, una superviviente capaz de prosperar en cualquier entorno. «Debo hacer un viaje, tenemos una cena sin finalizar», ese fue el mensaje. Sé leer entre líneas, ha partido en busca de un relé y ahora me quedaré pensando en si volverá o perecerá en una de esas absurdas confrontaciones.

Arranco la flor y la huelo. Su aroma es intoxicante, de hecho, aturde a muchas especies, pero, para mí, los venenos son como un buen vino.

Hoy la nieve de la superficie del planeta se cuela en la ciudad y, al acercarse a la lava, se sublima, así que toda Dite está cubierta por una niebla rojiza. Está en sintonía con mi ánimo.

—Hermano, hermano. Otra vez pensando en ella, ¿verdad? —Bael se acerca gateando por las paredes, baja de un elegante salto y se sirve un combinado de alta gradación en el carrito más próximo. Agita el brebaje y, condensando la languidez de su personalidad en su boca, exhala un aliento gélido que enfría el cóctel—. Cordelia Castillo es un mal hábito recurrente tuyo. Siempre vuelve y siempre recaes.

—No tengo elección, Bael. Sabes que no.

—Mi ingenuo fraterno. —Atrapa la flor con su lengua anfibia y se la come—. A veces no queremos tener elección. —Le miro molesto. Vuelvo a concentrarme en mis sentimientos por Cordelia y los vuelco de nuevo en las enredaderas del trono. Brota otro capullo.

—¿Ves a lo qué me refiero?, recurrente.

—¿Qué haces aquí, Bael?, pensé que estabas revisando la lista de admisiones.

—A eso fui, sin embargo, no encontré a Cagnazzo en su puesto y pensé que habría venido a dármela en persona. —Echa un vistazo a su alrededor—. Imagino que no fue así. No le has visto, ¿verdad?

—No.

—El muy idiota, ¿cómo se le ocurre dejar su puesto? Últimamente se distrae mucho hablando con Mordra, esa raksasha, pero nunca había abandonado sus tareas. Como le encuentre, le diré un par de cosas. No podemos tomarnos a la ligera el registro de asistentes si queremos mantener el Infernáculo libre de intromisiones de la...

—¡Duquesía! —Beleth entra dando un portazo, sus cabellos vivientes comienzan arder de la furia—. ¡La Duquesía ha rebasado el perímetro exterior de la mansarda!, ¡lo he visto en los monitores!

—No deben llegar al estudio —afirma Bael—. ¿Cómo nadie nos ha avisado?

—¡Porque alguien ha dormido a todos los guardias, al servicio y hasta a los camareros!, les han administrado algún tipo de narcótico muy potente. —Esto me huele muy mal. Me levanto del trono y les hago una seña para que me sigan.

—Debemos salir al encuentro o registrarán el lugar y encontrarán el acceso al Infernáculo —digo, pero ellos ya lo saben.

Salimos a la pista de baile y veo que Beleth no miente. A estas horas no hay clientela y se deberían estar finalizando los preparativos para esta noche, por lo que los trabajadores tendrían que estar faenando. Nada más lejos de la realidad. El personal se encuentra tendido sobre la barra o dormitando en los rincones.

—¿No los vistes al entrar? —le pregunto a Bael.

—Usé el pasadizo que lleva al retal para hablar con Cagnazzo. Es lo que hacemos siempre para que los trabajadores no nos molesten con nimiedades —replica. Tiene razón, y este puede que sea nuestro castigo por ser tan soberbios.

Llegamos al otro lado de la pista, escribo mi grammaton en la columna perlada y se abre revelando un ascensor. Entramos y dejamos que el silencio sea el protagonista en los breves segundos que tardamos en llegar al nivel de la calle.

Salimos a nuestro estudio. El ambiente discotequero y dantesco del Infernáculo es ahora sustituido por la decadencia más barroca de nuestra mansarda. En Dite aún predomina ese estilo que los humanos llaman neogótico, pero, como siempre, mis hermanos y yo damos la nota.

Escuchamos gritos en el jardín, así que deduzco que no todo el servicio está indispuesto. Están intentando retrasar a las patrullas.

«Quizás podamos disuadirles de que todo ha sido un malentendido. Puede que, con algo de dinero, o un pago "en especie" se olviden del asunto. No sería la primera vez», pienso, esperanzado.

Salimos al pasillo alfombrado del corredor principal y rebasamos columnas esculpidas y jarrones ornamentados del tamaño de un hombre adulto hasta alcanzar el gran portón de entrada.

Vemos a la criada durmiendo en mitad del recibidor y a la cocinera despatarrada en el zaguán de la cocina. Una de las voces que suena fuera es la de Cojuelo, nuestro joven malebolgio y ayuda de cámara, que debe haberse librado de que le sedaran por mera suerte. Ante la indisposición de sus compañeros, ha salido al jardín a ocuparse él mismo del asunto y ha cerrado la puerta tras de sí dejando bien claro a los recién llegados que no son bienvenidos sin permiso expreso de sus señores. Aunque, por supuesto, tratándose de una patrulla ducal, eso no es de recibo.

Beleth abre la puerta con sus potentes cabellos y los tres salimos en formación con el mentón en alza y el rostro de piedra. Una vez fuera, vemos a varios trabajadores de las caballerizas en el césped del jardín. Algunos están sangrando por la nariz. También vemos a Cojuelo, pequeño y rollizo, encogido sobre sí mismo. Los guardias, cansados de más dilaciones, los habían apartado a todos de su camino a la fuerza.

—¡Mis señores!, ¡algo le ha pasado al personal! —grita Cojuelo—. La Duquesía ha entrado sin ser invitada. —Un soldado levanta una mano y Cojuelo suelta un gritito.

Le hacemos una seña al ayuda de cámara para que se retire (lo cual hace encantado) y confrontamos a la patrulla con toda la pompa que podemos reunir. Hay que intimidarlos. Todo esto es un error, y punto. De hecho, es un ultraje. Ese es el mensaje que queremos transmitir, no obstante, nuestra compostura flaquea al ver quiénes acompañan a los soldados.

Liderando a la turba soldadesca se encuentra Malfas el Negro, uno de los miembros de la Duquesía en persona. Un goético de aspecto córvido (de urraca) que nos mira de lado con unos ojos abisales que nunca parpadean. Va ataviado con los ropajes de la Duquesía luciendo un cuello abullonado marcado con grammatones de su dinastía y una larga sotana de la que cuelgan decenas de escapularios labrados a partir de metales nobles. Es un secreto a voces que contienen dedos y ojos de varios condenados.

Malfas se alimenta del castigo. En vez de crecer con el sufrimiento propio y así empatizar con los males ajenos, como haría un buen goético, crece con el sufrimiento y la culpa de los demás. No sé de qué me extraño, los miembros de la Duquesía son víboras, por eso han llegado a estar donde están. En estos días, pocos goéticos dan ejemplo al resto de los malebolgios.

Por desgracia, las sorpresas no acaban aquí porque un humano asoma entre las patrullas con rostro satisfecho. Es el líder de la Tecnocracia, George Hunter, responsable de haber corrompido nuestro sistema de gobierno. Ha transformado la Duquesía en sus perros falderos y en las mascotas de las emisoras a cambio de tecnología para sus industrias y oro para sus faltriqueras.

Intercambiamos miradas y hacemos una genuflexión al dignatario.

—Su decadencia, gran duque negro —digo—, ¡qué honor verle! ¿Qué le trae por aquí?

—Nada agradable, sin duda, lord Paimon —responde Malfas—. Disculpe el uso de la fuerza con su servicio, pero estaban impidiendo la ejecución de una proclama ducal. He aquí la proclama: ¡Hermanos Goéticos, tríada de Liseth! —vocea Malfas con una voz suave y dulce que recuerda a la de una niña. Pone los pelos de punta—. ¡Habéis sido acusados de regentar un local no registrado en el que se da refugio a humanos y otras especies sin la autorización necesaria!

—¡Eso es absurdo! —rebate Beleth—. ¡Lo único que regentamos es un club de lectura tres veces por semana!

—Sí, tienes aspecto de ser muy leída —bufa George Hunter.

—¡Cuidado, humano! Hoy se me olvidó cepillarme bien el pelo y está de mal humor. —Beleth agita los mechones para recalcar su amenaza.

—¿Osa amenazar a un embajador? —dice Malfas.

—Espero que, como embajador, sepa respetar los protocolos —comenta Bael.

—¡Eso no es todo! —les interrumpe Malfas—. También se os acusa de albergar y no reportar a una híbrida humana.

—Estoy seguro de que podemos aclarar todo esto... —comienzo.

—No hay nada que aclarar —me corta Malfas—, por supuesto, un registro es pertinente, si bien no necesario. Esto es debido a que poseemos documentos, espectro-imágenes y fotografías de vuestro local, al igual que testimonios de que Astrid Mishima, oyente activo del Presagio, es una híbrida y que ha disfrutado de vuestra acogida. Hecho que no fue denunciado tal como dictaminan nuestras leyes.

—¿¡Quién os ha pasado esa información!? —grita Beleth.

—Eso no es de vuestra incumbencia —dice Hunter—, ¿no es así, gran duque?

—Sobre los cargos de albergar a un híbrido, estos pueden ser desestimados si Astrid Mishima comparece y convence al tribunal de que ignorabais su procedencia y de que ella se presentó aquí por su propio pie. Se os permitirá comunicaros con ella desde prisión para ponerle al corriente de la situación actual.

—Astrid Mishima dudo que se encuentre aquí. Siendo una oyente, puede que se dé la posibilidad de que no esté en la frecuencia de la Tierra. ¿Y si no aparece para dar testimonio?, no podéis presumirnos culpables de esos cargos por defecto.

—Conocéis la ley malebolgia, funciona exactamente así —contesta el duque—. Os aconsejo que, si queréis que todo esto solo acabe con vuestro patrimonio y no también con vuestras vidas, le digáis a Astrid Mishima que venga. Podéis solicitar uno o más defensores —sentencia Malfas—, alguien que demuestre ante el tribunal que conoce la Pentagrammatika. Mientras tanto... —Chasquea sus dedos oscuros y cuatro guardias nos apresan. Son malebolgios que nos llevan una cabeza, guardias entrenados.

El pelo de Beleth comienza a despedir ascuas, está lista para oponer resistencia. Yo sacudo la cabeza indicándole que se reprima porque actuar a lo loco solo lo empeoraría todo.

Somos llevados fuera del jardín a las calles adoquinadas de basalto y piedra volcánica y nos suben a un carruaje penitenciario tirado por dos salamandras. Podemos ver cómo el resto de la patrulla irrumpe en la mansarda. Cierran los portones del carruaje y nos quedamos a la luz de una lamparita de lava.

—Alguien nos ha vendido —dice Beleth.

—Eso es obvio, hermana —coincide Bael—, pero ¿quién?

—No importa ahora, tenemos que pensar cómo salir de esta —digo.

—Nuestro negocio se mueve en los límites de la legalidad, con una buena defensa quizás podamos esquivar esa bala —comenta Bael.

—No así los cargos de albergar a un híbrido. Nos hicimos los tontos, pero ya sabemos cuáles son las consecuencias de eso —dice Beleth.

—Y, si Astrid viene, no sabemos cuáles pueden ser las consecuencias para ella —susurro. Si es que ella y los demás vuelven sanos y salvos de la caza del relé. Si Astrid muere, no habrá testifical que valga.

—Sabemos que existen leyes especiales para los oyentes activos, a lo mejor hay una oportunidad —nos recuerda Beleth.

—Estamos en una encrucijada —afirma Bael.

—Coincido con lo que habéis dicho, necesitamos una buena defensa —contesto—. Y creo que tengo a los defensores perfectos.

—¿Defensores?, ¿más de uno? —pregunta Beleth.

—Sí, más de uno. Uno de ellos nos cubrirá las espaldas en el juicio y el otro, fuera de él. —Los miro con gravedad—. Haremos esa llamada, no nos queda otra, dejaremos un mensaje si es preciso y rezaremos porque contesten rápido. Creo que ha llegado el momento.

—Paimon, ¿estás pensando en lo que creo que estás pensando? —pregunta Bael.

—La Duquesía corrupta lleva años infectando Dite y no son más que mascotas de las emisoras. Es hora de poner en marcha el plan que tanto tiempo llevamos postergando. Sé que nuestros simpatizantes responderán. Si todo sale según lo pretendido, no importará cómo acabe el juicio.

—¿Y quiénes van a ser esos defensores de los que hablas? —pregunta Bael.

—Hermano, no te va a gustar la idea porque tendré que retomar un mal hábito.

Bael pone los ojos en blanco. El carruaje se agita cuando el cochero se sube a su asiento y luego se pone en marcha traqueteando al ritmo de los adoquines.



En ese mismo momento.

—¿Has visto sus caras? —No puedo evitar reírme. ¡Joder, los hemos pillado infraganti!—. ¡Jodeos, pijos aburguesados! —Me rio tan fuerte que casi me caigo del tejado.

—De verdad, Cagnazzo. Tú y tu manía de regodearte. Tenías que disfrutar del espectáculo, ¿no? —maúlla Mordra—. Ya podríamos estar de camino.

—¡Claro!, tanto trabajo preparando la trampa para no ver cómo la presa cae en ella. No tiene sentido —digo mientras observo con gusto cómo meten a los hermanos goéticos en el carruaje de la patrulla ducal. El bastardo de Hunter está que no cabe en sí de gozo. Ha entrado con la patrulla a inspeccionar la casa. Le veo a través de las ventanas toqueteando todo el mobiliario. ¿Cuánto te apuestas a que afana alguna obra de arte?

—La verdad es que ha sido un tiempo largo pasando información y reuniendo pruebas incriminatorias —responde Mordra.

—Solo nos faltaba el factor Astrid Mishima, como dijo el Regidor, ¡y ahora caen con todo el equipo!, ¡Cordelia y los suyos no se lo han visto venir y esos pijos tampoco! —Me río y vuelvo a perder el equilibrio.

—Tú sí que te vas a caer con todo el equipo. —Mordra me sostiene, luego me rodea con sus andares de tigresa. Se lame una mano y murmura—: Cálmate, ya sabes lo que te pasa cuando te excitas demasiado.

—Más bien lo sabes tú —digo yo, divertido.

—No es un privilegio. —Y me enseña un colmillo.

—También sé por qué tienes tantas ganas de irte.

—Ni se te ocurra decirlo. —Suelta un maullido.

—¿Qué estará haciendo Agy en estos momentos? —digo con voz inocente. Mordra alza el puño y de su guante salen tres cuchillas en forma de garra. Adquieren un tono azul.

—¿Quieres que te mande a dormir igual que a esos idiotas?, solo necesito un rasguño. Ni siquiera necesito hacerte trizas esos bonitos pectorales tuyos —ronronea. Las garras cambian a un verde—. O quizás algo más contundente.

—¡Oh!, así que has estado absorbiendo los venenos del Paimon en tus garras de mentira.

—¡Quieres ver cuan de mentira son? —me dice acercándomelas a las córneas.

—¡He herido los sentimientos de la gatita "deszarpada"! —le sonrío.

—Imbécil —responde ella con media sonrisa, y guarda las garras.

—La verdad es que esos idiotas de tu prole no te podían haber hecho mejor favor que extirpártelas. Deshonor, ¡los cojones! ¡Ahí es cuando nació la Mordra que les dio bien por el culo!

—Tú siempre tan elocuente —dice ella. La miro un momento.

—He de admitir que hemos tenido nuestros momentos de diversión. ¡Tú te beneficiaste a un wendigo, por amor del fuego!

—Aha. Farshaw, todo un semental —ronronea.

—Y, aun así, nunca te vi ponerte tan nerviosa como cuando hablo del "nenaza" del parasol. —Ella gruñe—. Está bien, está bien, no me meteré con él. Si a mi amiga le van los tipos aburridos, le van los tipos aburridos. —Mordra me da un codazo y me dice:

—Hablando de aburrido, ¿podemos irnos ya? El espectáculo se acabó.

—Sí, supongo que sí. —Me levanto y me dirijo hacia la fachada posterior—. Lo creas o no, yo también quiero ver a los demás. Hace mucho que no le gasto bromas al franchute. Espero que se alegren de nuestra vuelta.

—Nos echaron de menos, aunque lo nieguen —dice ella deslizándose por una de las columnas hasta el suelo—. ¡Vamos!, ese tal Actor dijo que nos vendría a buscar a la puerta de la cochera en breves.

—No sé si me agrada ese tipo —digo plantando los pies en el suelo.

—No creo que eso sea un problema, estás acostumbrado a trabajar con tipos que no te agradan —me recuerda Mordra contoneándose patio abajo.

—En eso tienes razón. —Y echo un último vistazo al carruaje que sube la avenida.


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