EPISODIO 1, ESCENA 1: En la que Moses se da un baño.

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Mírale, boqueando como una trucha. Cada vez que abre la boca, un poco del citoplasma gris que le rodea se cuela por su garganta. Hasta puedo sentirlo, viscoso, denso. En él me muevo todos los días desde la mañana hasta la noche. Y como si esa densidad no fuera suficiente, tengo que escuchar las quejas de gente desconsiderada.

—Si hago un pedido a domicilio es para no tener que venir aquí —grita el hombre de pelo canoso—, al culo del mundo, solo porque un inútil no sabe hacer su trabajo.

—Lamento mucho el error, señor. Le daremos su cargador y los repuestos lo antes posible.

—¿Que me los daréis? ¡Los quiero ya!

«Y yo quiero que me dejes en paz», pienso.

—No nos quedan en stock, señor. Cuando pedimos una terminal, la pedimos como un pack. A veces solicitamos periféricos, pero en cantidades limitadas. —«Como tu cerebro»—. No se preocupe, el lunes, a más tardar, llegarán a su domicilio.

Al viejo le da una apoplejía muscular. Los aspavientos que hace parecen los de una soprano de opereta.

—¡Increíble! ¡Qué basura de atención al cliente! ¡Ya nada funciona bien!

En eso tiene razón, nada funciona bien, nada es como debería, la mediocridad es nuestro hábitat. Por eso mismo, sus quejas no tienen sentido, escucharle no tiene sentido, disculparme no tiene sentido y toda esta mierda no tiene sentido. La vida es esto, respirar el citoplasma, rutina, frustración y, de vez en cuando, alguna sorpresa; en su mayoría desagradables.

—Pues váyase a la mierda. —«¿He dicho eso en voz alta?».

El hombre se pone rígido y mueve las manos intentando acompasar un discurso que no es capaz de emitir por simple incredulidad. Ha sufrido un cortocircuito.

—¿¡Qué me ha dicho!? —responde al fin.

«Disculpe, señor», podría decir, «estaba pensando en otra cosa», o «no quería decir eso, sino...». Sino, ¿qué? ¿Qué es lo que quería decir?

—Que me olvide. Que me importa bien poco —lo enuncio con calma, sin acritud. Salgo del mostrador.

—¡Indignante! ¡Quiero hablar con su superior! —le oigo gritar a mis espaldas.

Atravieso la sección de carcasas de móvil. Al salir de la trastienda, tropiezo con Dan, el encargado.

—Moses, ¿a dónde vas? ¿Has despachado al cliente? ¿Qué quería?

—Hundirme más en mi miseria —le digo. Es como si alguien hablara por mi boca—. Dimito. —

Me saco la camiseta con la insignia de la tienda y se la doy.

—¿Estás loco?, ¡no puedes quedarte en cueros en mitad del establecimiento! —Me mira anonadado, enfocándome con esas aceitunas rellenas de anchoa a las que llama ojos. Sus lentes de montura de pasta los vuelve desproporcionados—. ¿Y qué es eso de que dimites? Tienes que avisar con un mes de antelación o será despido procedente.

Levanto la mano en señal de conformidad y me encamino a la trastienda, en dirección a mi taquilla, para recoger mis cosas.

Dan se mesa sus rizos pelirrojos. Se ve solo con todo el percal.

—¡Venga, Moses!, tienes un mal día. Podemos hablarlo. Dame un segundo y lo hablamos, ¿eh?

Me da pena, no es mal tipo. Solo va a lo suyo, como todos. Puede ser agradable la mayor parte del tiempo y más si puede sacar algo a cambio. De nuevo, como todos.

Abro la taquilla. Allí están mi ropa y mi mochila. Observo el espejo adosado a la puerta. Por un momento siento que me devuelve la mirada. Siento su desaprobación.

¿Por qué se cree mejor que yo? Con esos ojos azul alquitrán, esos rizos de espino y esa barba a medio crecer. Cabeceo pidiéndole explicaciones. Creo que quiere decirme algo, pero hoy no estoy de humor para escucharlo.

Me pongo la sudadera para abrigar mi cuerpo escurrido. A veces me hundo en el sofá y soy una auténtica seta, pero otras salgo a correr, a poder ser por un lugar solitario. Corro o huyo, no lo sé muy bien. Preferentemente en días de lluvia. Sé que no soy atlético y tampoco pretendo serlo.

No he traído camiseta, se me ha olvidado, o me ha dado igual. Abrocho la cremallera de la sudadera con calma, cubriendo, dedo a dedo, mi torso desnudo y pálido sobre el que hay trazado un tatuaje en forma de cántaro, ubicado justo entre los pectorales. La base del botijo desciende por la línea media del abdomen hasta la altura del ombligo. La tinta era de color índigo, aunque con el tiempo se ha desvaído. Todo lo bueno tiene esa insana costumbre.

Subo la capucha y me la calo, luego me pongo la chaqueta de tres cuartos y me echo la mochila al hombro. Sin más prolegómenos, salgo por la puerta trasera. Ya puedo oír los pasos de Dan aproximándose y no estoy por la labor de dar explicaciones. No es que esté enfadado, no lo estoy, solo hastiado.

Hoy no hay vuelta atrás. Llevo demasiado tiempo pensando en ello y planeando los detalles. Algo me lo dice: hoy es el día. Esta noche, soñé con el Hombre Polilla y el Hombre Polilla me habló.

¿Quería una señal?, esa es. ¿Quería una verificación?, aquel hombrecillo de la tienda había ejecutado su función al dedillo.

Ya nada tiene sentido.

La nieve se arremolina alrededor de los edificios de ladrillo. Invierno en Cloven. Una ciudad encantadora y también insulsa, ¿cuál no lo es? Jaulas de asfalto, locales de ladrillo y neón, callejas y avenidas de corte gótico, parques y edificios de inspiración clásica. Imitación de grandeza, anhelo de orden, pero vacío como una zarigüeya atropellada que ha escupido sus tripas por la boca al sentir el masaje de los neumáticos. Belleza escupida, así es la creación humana.

Aunque hay que admitir que, en los últimos años, la ciudad ha caído en picado. Quizás eso la hace más interesante, pero no lo suficiente.

Todos pensamientos muy agradables, pero, ¡eh!, uno se acostumbra. Tienen cierto efecto sedante. Es un centrifugado de autocompasión y fatalismo que acaba adormeciendo. Mejor, así no siento la ansiedad ni la expectación. De hecho, siento relativa calma.

Me queda algo de suelto para el bus. Tengo suerte, pues pasa nada más llego a la parada. Eso sí, hay un charco en la calzada y me salpica antes de frenar. Ni me inmuto. ¡Qué importa!

Suelto un puñado de calderilla en la mesita del conductor. Este me mira con enfado y se queda solo con el precio del trayecto. Cojo las demás monedas por automatismo y después camino hasta la parte de atrás del autobús.

Anochece. Las farolas más remolonas se encienden.

Miro el móvil. Ya le han pasado casi siete años por encima, tiene 3G a duras penas, la pantalla está rota, los bordes carcomidos y los botones gastados. Mi agenda es exigua y mis mensajes anecdóticos. Uno ha llegado hará una hora. Mi hermana me invita a una barbacoa el domingo. No sabe nada de mí desde hace unas semanas. Quiero a mi hermana, no soporto a su marido y tolero a los hijos de este. Tienen suerte de tenerla a ella de madrastra.

Ella está mejor sin mí. Es demasiado buena para ver que soy una carga. En cierto modo lo percibe; me tiene en cuarentena por temporadas. Y eso está bien, ¡de verdad! Eso es lo que quiero, que ella no se emponzoñe de mi mierda, así que intento ponérselo fácil.

Hay un accidente en la carretera. La ambulancia está recogiendo a un herido. No puedo verlo bien, pero creo que tiene la cara destrozada. A lo lejos veo una humareda, ¿un incendio? Será un problema de bandas; grafiteros niñatos quemando contenedores. Dos manzanas más allá, se intuyen tumultos en un callejón. Sí, la ciudad cae en picado.

El autobús se dirige a la zona Norte de Cloven. Allí los edificios son de ladrillo gris y parecen de la Perestroika. Es un barrio dormitorio que se hizo en la época en que la destilería estaba en activo y la mayoría de los trabajadores vivían en la barriada. Muchos de sus edificios son ahora viviendas sociales.

El puente de Vallegale se encuentra justo al límite de la ciudad. Unos kilómetros más allá, hay un frondoso bosque de coníferas asediado por brumas perpetuas. Esas brumas, a veces, reptan por las orillas del río y lo invaden también, como si salieran de su guarida al encuentro de su amante: las negras aguas del río Gale.

Me bajo en la parada que hay a quinientos metros del puente y ando por el destartalado paseo a la vera del río. Allí donde empieza la maleza hay un sendero que conduce bajo el puente. El asfalto está agrietado y, en la cuneta, es inexistente. Basura y cachivaches arrastrados por las corrientes fluviales o por vagabundos anónimos adornan el área.

Aparto unos palés que están apostados contra uno de los pilares del puente. Junto a ellos hay un sofá destartalado y un montón de cajas de fruta entre las que rebusco. Dentro encuentro una lata de conservas, la abro y extraigo de su interior mi última bolsita de marihuana. Me relaja, me da espacio. No es que sirva de mucho, pero hace que los días se me hagan soportables. Me siento un rato en el sofá. Tengo la tentación de dar una calada, pero me lo pienso mejor. ¡No, hostia! Eso solo hará que me eche atrás, y lo tengo todo preparado. Me dispongo a lanzar la bolsita al caudal del río, luego lo reconsidero y la dejo sobre las cajas. Quizás pueda dar alivio a algún alma miserable que frecuente el lugar.

Me levanto y aparto el sofá. Ahí hay una cadena de eslabones gruesos de casi dos metros. Cinco con cincuenta pavos en una chatarrería. También hay una palanca metálica y un candado con llave en su paquete, nuevecito. No me lo pienso más.

Abro la aplicación de notas y selecciono el borrador que he guardado días atrás. Lo reviso. Nada que añadir. Pongo el móvil en ahorro de batería y dejo la aplicación abierta, abandono el móvil sobre el sofá. Mi nota testimonial. Quizás alguien acabará descubriéndola, quizás no.

Salgo de debajo del puente y subo por una escala metálica de mantenimiento. Por ahí se llega a los paneles de las luces de la carretera que pasa por encima. La cornisa es estrecha pero transitable. Su altura es sobrecogedora. Lo bueno es que no puede ser vista desde la vía de circulación y, de este modo, ningún imbécil con ganas de hacerse el héroe se entrometerá en mis asuntos.

Uso la palanca junto a uno de los cuadros eléctricos y desencajo una de las piedras que componen el puente. No es que el puente sea una estructura arquitectónica importante, de hecho, es un trabajo basto y poco armonioso, meramente utilitario. Como esta roca que llevo días desencajando a base de cizalla y que guardaba para este momento. Tengo que hacerla rodar para moverla y no es fácil debido al espacio de la cornisa. Consigo remolcarla hasta el centro del puente, luego vuelvo a por las cadenas y, de nuevo, retorno a donde dejé la roca. Me siento en la cornisa con los pies colgando sobre el vacío y aspiro el aire puro del bosque y el hedor pútrido del río. La sensación es agridulce. Oxígeno y mierda en armonía. Lo que te hace respirar te asquea, una buena metáfora.

Me tomo mi tiempo para asegurar la cadena alrededor de la piedra. Le doy varias vueltas y la cruzo varias veces. Solo al cabo de diez minutos me siento conforme. Me duelen los brazos debido al peso de los eslabones y de la propia piedra que he tenido que ir girando con esfuerzo durante el proceso. Ahora toca hacer lo mismo con mi tobillo. Me lleva solo cinco minutos. Rasgo el paquete de plástico y cojo el candado. Está cerrado, así que lo abro con la llave. Al abrirse, el candado emite un sonido metálico muy agudo, tanto que tengo que taparme los oídos. Es extraño, no sabía que la acústica era tan intensa aquí.

Encajo el gran candado uniendo dos de los eslabones y escucho, de nuevo, el molesto sonido metálico. «Listo», me digo, y me guardo la llave en el bolsillo. Cojo aire una vez más y me levanto. Doblo las rodillas para poder cargar con la piedra.

Pienso que, a lo mejor, me estoy equivocando. ¡Joder, quizás hay muchas cosas por las que vivir! ¡Puede que haya algo más ahí fuera! He viajado por el mundo, no mucho, pero lo suficiente para responderme a mí mismo que no. Es toda la misma estulticia, los mismos patrones con exóticas curiosidades a modo de lazo decorativo. Lo suficientemente pintorescas como para hacerte pestañear un par de veces, pero no para justificar una existencia insulsa. Ni siquiera ahora.

¿Ni siquiera ahora, en serio? ¿¡Ni en este puto momento siento la llamada de la vida!? Nada, no tengo remedio. Estoy jodido. Bien, vamos a ello. Un empujón, solo un empujón.

La piedra desafía la gravedad durante unos segundos como un cometa esperanzado y, luego, cae al vacío arrastrándome con ella.

Mierda, frío y oscuridad. No sé para qué retengo el aire. Lo suelto. El agua está congelada. Me entra el pánico. Mi cabeza insiste en que me libere y nade hasta la superficie. «¿Por qué?» le digo, «es mejor así». El frío quizás ayuda un poco, entumece. El sonido submarino me acuna.

El agua entra y me embalsama, por dentro y por fuera. Los ojos acristalados y cambiantes que me observan no pierden detalle. Una voz me habla y su sonido borboteante se incrusta en mi cerebro moribundo. Me recuerda al aleteo de un enjambre de insectos o a las páginas de un cuaderno pasando a mucha velocidad.

—Moses Gentry. Has abierto el velo al Afluente. La Gran Transmisión te reclama. —El Hombre Polilla me visita en el fondo del río. El Hombre Polilla es un morboso—. Para participar, las reglas deben ser inculcadas. —Su voz es lo único que queda. El fondo es ahora un cielo de barro y una pirámide negra de base triangular se encuentra allí abajo, ¿o quizás es arriba?—. Moses Gentry, ¿aceptas participar bajo mi emisión?

El Hombre Polilla quiere jugar a algo, pero yo me muero. Me alejo de la pirámide y la muerte me enseña sus fauces. No parece ser mucho más divertida, solo veo silencio y oscuridad.

Quizás pueda jugar, ¿por qué no? Todo es tan tedioso... Juguemos, Hombre Polilla. Me muero, qué más da.

«Acepto», pienso.

No me acuerdo del momento exacto en el que el aire volvió a entrar en mis pulmones. Tampoco sé de quién es la voz del tío que me grita ni sé de quién es esta puñetera bañera.




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