EPISODIO 1, ESCENA 3: En la que Astrid se abre el albornoz.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng


—¡Tápate, tía! ¡Estás mal de la cabeza! ¡Mira lo que le has hecho a la pobre Nanni!

La rubia de pelo cardado sigue llorando.

—¡Os juro que la encontré colgada de esa viga en ropa interior! Pensé lo peor, por eso os llamé a todos. Ya estaba marcando el número del hospital cuando abrió los ojos.

»¡Su cara estaba morada! La ayudé a bajar como pude. ¡Oh, virgen santa! ¡Tenía el cuello dislocado! ¡De verdad que no me lo invento! —Las otras tres la consuelan.

—¡El suicidio es un pecado! —dice Dori la veinteañera con cara de bibliotecaria y gafas redondas.

—¿Ahorcada con un fular de seda? Dori, no se trata de un suicidio, pero sí de un pecado. —Mónica es una border line del juramento de castidad, la típica catequista roquera que se gana a los jóvenes feligreses.

Yo me quedo anonadada. Sí estoy aquí es por capricho de mi madre. ¿Para qué quiero formar parte de esta sororidad? A mi madre todo el mundo le come el culo, pero yo no soy una santuloria de jerséis de lana o una Barbie de plástico viviente que hace votos de matrimonio a los dieciocho y afirma que hacer una mamada no cuenta como sexo. Y esto no lo digo por mal, son símiles surgidos de la observación fáctica. No, no soy como ellas.

Aun así, aquí estoy, enfundada en mi albornoz y tapando mis vergüenzas, con mis "juguetes" malamente escondidos bajo la almohada. Sé que alguna de ellas los ha visto. Solo quería pasármelo bien y se me fue la mano. El archivador en el que apoyaba los pies se deslizó. No debía haber elegido uno de esos con ruedas. Se me fue la cabeza un momento, solo un momento, nada más.

Cada vez es más difícil tener un orgasmo y quería probar algo nuevo. Leí sobre la auto asfixia erótica y me dije: ¿por qué no?, ¿a quién hago daño? Aparte de a mí misma, me refiero. La vida es escasa en placeres.

«Astrid Mishima, ¿aceptas participar?» La pirámide. La polilla gigante.

Agito la cabeza e intento no pensar en el monstruo oscuro de grandes ojos creado por un cerebro en hipoxia. Agarro mi fular con fuerza. No lo he apartado de mi vera desde que recobré la conciencia. Al principio, pensé en ponérmelo al cuello, pero entiendo que sería una falta de tacto para con la delicada Nanni, tímida como una florecilla e insoportable como un pedo mañanero. Esto último también es una observación fáctica.

Decido atármelo a la muñeca dándole varias vueltas a modo de muñequera. Me levanto con la poca dignidad que soy capaz de reunir, dándoles la espalda a mis compañeras y poniendo rumbo al baño que hay en el pasillo.

—Astrid, ¡soy la hermana mayor! ¡Debes escucharme! ¡Esta conducta autoindulgente e irresponsable no puede beneficiarte! —me alecciona Mónica.

—Déjala, Mónica —escupe Dori—, si la aceptamos fue porque su madre nos lo pidió. ¡Si no, ni de broma hubiera ingresado!

—¡Es una loca! Yo no quiero tenerla de compañera de habitación. Con su música rara, sus cosas de nerd, esa pinta de ejecutiva sádica que se gasta y ¡ahora esto! —solloza Nanni una vez más.

Al llegar a la puerta, me veo reflejada en la cristalera del pasillo. Una asiática encorvada, atenazando un albornoz deshilachado y con los dientes apretados por la vergüenza.

«No es cierto, esa no soy yo», pienso. Esa chica patética de la cristalera alza la barbilla en señal de desafío. Me pongo erguida, peino mi cabello rosado de corte garçon con los dedos y me doy la vuelta, encarando las miradas estreñidas de mis "hermanas". Me abro el batín, enseñando mi picardías con la pose más atrevida de la que soy capaz. Mi rostro recupera su imperturbabilidad habitual. Es uno de esos momentos en los que mi otra cara se muestra.

Acaricio con el dedo mis braguitas.

—Queridas hermanas—digo—, espero que hayáis disfrutado del espectáculo. —Ellas se escandalizan—. O, por lo menos, intentad disfrutar de vuestras partes como lo hago yo. Os sentará bien —puntualizo.

Extraigo un conjunto de traje y chaqueta y unas Converse negras de mi armario y, esta vez sí, cruzo el pasillo en dirección al baño.

Tras unos minutos de incredulidad, las tontas del bote reaccionan.

—¿¡Cómo puedes ser así!? —grita Mónica.

—¡Jezabel, puta de Babilonia! —vomita Dori por su recatada boca.

—Yo no aguanto tanta tensión. —Nanni llora de nuevo.

La verdad es que ya no estoy enfadada, se me ha pasado rápido. No son malas tías, tan solo insoportables.

Con decisión, abro la puerta del baño para disfrutar de una larga ducha.

El único inconveniente es que el baño ya no está allí, solo una habitación a oscuras. A oscuras a excepción de una luz bajo la cual se sienta un hombre vestido de blanco. La puerta se cierra detrás de mí y desaparece.





Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro