EPISODIO 2, ESCENA 17: En la que «las zorras atacan de nuevo».

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El "jueputa" se las traga cual palomitas de maíz.

En su guante derecho se concentran todas las balas procedentes de la salva de disparos que el rubiales le ha regalado. Es como si esos guantes tuvieran un pequeño campo de atracción y condensación. No ha tardado en transformar esa munición en una amalgama comestible. Cuando el muy chingado la deglute, cruje como un puñado de papas fritas.

Va a volver a repetir la jugada.

—¡Atrás, Alabama! —digo mientras alzo mi dial.

Humphrey abre su sonrisa de caimán para lanzar una especie de bala gigante y malformada procedente de su boca, con ignición y todo. Alabama, por fortuna, me ha hecho caso y se aparta con una cabriola de las suyas.

El enorme proyectil cae al suelo cuando niego por completo su cinética. Una caja de mercancías de tamaño y peso similar se propulsa contra las espaldas del pinche cabrón. La mierda es que él ya tiene su otra mano preparada y, tanto el contenedor de madera como todo su contenido, se condensan en su guante y adquiere la forma de un emparedado que el gordo seboso no tarda en tragarse de un bocado.

—Relleno de armamento y aderezado con pólvora —dice entre mordida y mordida—. ¿Esto es lo mejor que tenéis?

Sin preaviso abre la boca y el cañón de un rifle asoma por ella. Comienza a disparar.

Me arrojo al suelo tras el montón de cajas que hay a mi vera y noto cómo las astillas vuelan a mi alrededor. Alabama resopla a mi lado, nos hemos parapetado tras la misma cobertura.

—¡Transforma lo que toca en comida y se lo traga! —me grita como si ya no lo hubiera entendido—. ¡Y luego lo que come surge de su cuerpo! —me zarandea—. ¡A mí eso solo me pasa con los michelines!

—Y ahora que ha cenado una caja de armamento es un arsenal humano —respondo.

—Titas, titas, titas. ¡Salid palomitas! Tengo unas miguitas de plomo para vosotras —ríe Humphrey. Oímos sus pasos acercarse.

—Por suerte, soy inmune a las balas. No sé ni porque las esquivo —resopla Alabama.

—Porque su instinto sabe más que usted —respondo—. Escuche, por mucho que le digan, no es inmune. No puede morir por herida de bala, que es distinto. Quedará hecho un colador y sí, tras un tiempo prudencial, las heridas cerrarán, pero él no parará de acribillarle hasta convertirle en una pulpa humana y luego se le comerá.

—Mujer, si lo pones así... —dice.

—Tenemos que conseguir atacarle por un punto ciego. Que no pueda usar sus manos —susurro.

—¿¡Por el trasero!?

—No es mala idea. Si pudiéramos atacarle desde abajo, tendríamos una oportunidad.

Alabama parece sorprendido ante la idea, pero no tarda en verle posibilidades.

—¡Espera! Si yo salto y uso mi fogueo desde los pies...

—Ya veo lo que pretende.

Antes de que pueda responder, una mano enguantada surge atravesando la pila de cajas y me agarra por la chaqueta de un tirón. Me desembarazo de ella con rapidez. Mano y chaqueta vuelven a fundirse con la caja y salen por el otro extremo.

Nos alejamos y nos ponemos en guardia.

—No hay sitio donde podáis esconderos, mis guantes atraviesan la materia. Atraviesan la madera, atraviesan la piedra y atraviesan vuestras costillas. —Ríe—. Siempre he sido una de esas personas que le llegan a uno al corazón.

—Pues veremos si podemos llegar hasta el tuyo —dice Alabama dando un salto y disparando otra salva increíble de proyectiles. Estos se precipitan hacia el tecnócrata y comienzan a envolverle.

Apenas tengo tiempo de parpadear. ¡Qué poder! Las sospechas de Kaala sobre el rubiales pueden estar justificadas.

Ante el ciclón balístico, Humphrey mueve las manos deprisa intentando hacerse con la munición. Cuando la humareda y los cascotes se depositan, se sorprende al ver que sus guantes están vacíos.

Los proyectiles de Alabama han evitado sus manos a toda costa. De hecho, han impactado a un metro del enemigo y han agujereado sistemáticamente el suelo. Una losa de pavimento ha sido desgajada bajo los pies de Humphrey debido a la sucesión de balazos.

El gordo cabrón mira incrédulo a su alrededor y luego se carcajea.

—¿Necesitas prácticas de tiro, chico, o eso era solo para lucirte? He oído que te gusta presumir.

—Hice justo lo que quería hacer—contesta Alabama. Me dedica un gesto de premura y apunta con la cabeza a la losa.

«¡Muy listo, escuincle, muy listo!», sonrío.

Empuño la brújula y le devuelvo la señal. Veo cómo Alabama salta al mismo tiempo que varios disparos simultáneos le brotan de la planta de los pies, lo que propulsa su ya de por sí entrenada potencia de salto.

Apenas alcanza una altura decente, toda la propulsión desaparece por intervención mía y se acumula en la losa bajo los pies de Humphrey.

Tres, dos, uno. Despegue.

La plataforma de piedra sale eyectada con un Humphrey a caballo que se tambalea y profiere maldiciones. Por un instante, ese pinche cabrón queda suspendido en el aire, indefenso.

Alabama aterriza suavemente gracias a una nueva ignición en sus talones y, al llegar al suelo, pone la mano en forma de pistola, guiña el ojo, usa el pulgar a modo de mira y dispara con el índice. El proyectil vuela hacia la espalda de Humphrey, ya es hombre muerto. Espera, ¿¡qué ocurre!? De súbito, se produce un estallido de luz rojizo.

Alabama y yo retrocedemos unos pasos casi a ciegas. Antes de que nuestras pupilas puedan volver a enfocar el entorno, Humphrey cae al suelo de pie, con poca gracilidad, pero indemne. Ahora es algo más que Humphrey y lo digo en el peor sentido de la palabra.

Sus manos enguantadas son gigantescas, del tamaño de un torso humano. Él mismo Humphrey se ve abotargado, mostrando una cara animalesca y de ojos desorbitados. Su sonrisa luce el doble de grande y sus dientes se perciben más afilados.

Mierda. ¡Una maldita sincronía!

—Es ha sido buena —canturrea Humphrey con una voz gangosa e inhumana, como si un chancho salvaje quisiera articular oraciones—. Ha faltado poco. Si no me llego a sincronizar, ¿quién sabe qué hubiera pasado?

Alabama se acerca a mí en posición defensiva.

—¿Qué ha ocurrido? Es... —tartamudea—. ¡Un puto monstruo!

—Sí, eso es lo que es —respondo—. Se ha sincronizado con su dial.

—¿Qué?

—Su personalidad y el dial trabajan ahora en sintonía. Cuando alguien alcanza un índice de sintonía cercano al 75% con su dial, muta. Dial y oyente se vuelven uno.

—¡Por el amor de Taylor Swift!, ¿tan poderoso es?

—No es cuestión de poder ni de destreza. No muchos oyentes avanzados pueden hacerlo. ¡A cubierto!

Una de las manazas ha intentado alcanzarnos. ¡Si nos cogiera, podría zarandearnos como a muñequitas!

Corremos hacia el siguiente grupo de cajas y nos parapetamos.

—¡Tú eres bicentenaria!, ¿no puedes hacer lo mismo?

—Se lo he dicho —mascullo—. No tiene que ver con la destreza ni con el entrenamiento. Se trata de entrar en sintonía con su verdadero yo.

—¿Perdona?, ¿¡eres el puñetero Paulo Coelho ahora!? —grita exasperado.

—Hablo en serio. —Aprieto los dientes—. Ese "jueputa" se ha aceptado a sí mismo. Ese es el comienzo. Ha hecho las paces con el hecho de que es un cabrón sádico.

»Si supieras lo que yo sé de él. Lo que les hizo a algunos inmigrados y a otra gente... ¡No esperaba encontrarme nunca con este puto cara a cara!

—¡Me importa una mierda lo que hiciera! ¡Nos va a usar de stress ball con sus manos elefantiásicas! ¡Acepta tu mala leche y tu mal lenguaje y sincronízate o lo que sea, vieja!

—¿Yo? ¡Huevón!, ¿no se da cuenta?, ¡usted tendría más posibilidades!

Me mira confuso.

Antes de que pueda responderle tengo que tirar de él para que una mano gigante no le estampe contra el suelo. Huimos hasta el otro extremo de la habitación.

—Hablo de su confrontación contra la vieja gloria —digo al trote—. Kaala me dio todos los detalles —resoplo—. «Un ángel de pólvora», eso me dijo el principito.

—No entiendo.

—Usted estuvo a punto de sincronizarse y Kaala lo sintió. ¡Y eso que no lleva ni una semana de oyente! Algo en esa experiencia hizo que se reconciliara con una parte de usted mismo.

Tiro de él para obligarle a correr hacia el siguiente montón de cajas justo cuando una mano nos pasa rozando.

—¡Cordelia!, ¿no pretenderás que lo intente? ¡Ni siquiera sé cómo lo hice entonces!

—Lo sé. Tendremos que usar nuestra astucia.

Voy a decir algo más, pero los ojos cristalizados de Alabama me sobrecogen.

—Cordelia...

Algo en el suelo capta mi atención. «Es mi dial, ¡cómo puedo ser tan patosa!», me reprendo. Intento agarrarlo, solo que no lo hago porque mi mano no está ni mi antebrazo ni el brazo, ¡solo un muñón!

—¡Joder, Cordelia! ¡Joder, joder, joder! ¡Se está comiendo tu brazo como si fuera un kebab!

Me vuelvo hacia nuestro enemigo. Su boca de barracuda está abierta y mi brazo se desliza hacia su garganta como si se tratara de un grotesco tragasables.

«¡No mames, no puto mames!».

Una oleada de pánico me invade y me fuerzo a respirar. Con el tiempo, una aprende a hacer de la meditación algo instantáneo. Analiza la situación, Cordelia. Mi muñón es romo y sin herida, es como si hubieran desgajado un trozo de plastilina. No siento dolor, solo ausencia. Es un mero efecto de su dial y, por tanto, tiene solución.

—Oh, ¡qué tierno ese sabor! —profiere Humphrey extasiado—. Me recuerda al de aquella bailarina iraquí. Iba a formar parte del lote para ese jeque y tuve que darle otra de recambio. —Se relame—. ¡No pude evitarlo, quería probarla yo mismo! ¡Era mi adquisición! ¡Quería saborearla en todos los sentidos posibles! ¡Ella avivó mi pasión por los manjares! —Hace un gesto de falsa inocencia—. Fui un poco travieso, lo sé. No obstante, uno no puede llevar un negocio de compraventa sin probar el género.

Solo deseo escupir en su cadáver y abrirle las tripas como si fuera un cerdo en matanza.

—¡Cordela!, ¿¡estás bien!? Ya ne mogu v eto poverit'! — Alabama me zarandea con violencia mientras profiere gritos en ruso. Eso, por fuerza, me saca de mi trance. Creo que piensa que estoy en shock y, en parte, tiene razón porque he conseguido mantenerme demasiado serena.

Le aparto de un empujón, tomo el dial con mi mano derecha y luego le grito:

—¡Tranquilícese, Alabama! He pasado por cosas peores.

—¡Te ha mutilado!

—¡Peores, Alabama! —Ahora soy yo quien le zarandea con el otro brazo—. ¡Piense!, hay que acabar con él.

—Oh, ¡qué bello! —exclama Humphrey. Me horrorizo al ver mi brazo surgir de sus carnes cimbreantes con un movimiento sinuoso—. Un apéndice más nunca viene mal. Mejor que sobren y no que falten. —Suelta una horrenda risotada.

—La cabeza —dice Alabama con una voz temblorosa—. ¡Debemos darle en la cabeza, es el sitio menos protegido!

—Le bastaría con alzar las manos —replico.

—Tiene que haber alguna forma en que podamos inmovilizarle.

—¡Bueno, es hora de otro snack! —dice Humphrey acercándose a nosotros. Lo hace con calma. Se siente victorioso y disfruta del sadismo anticipado. Mientras, el que era mi brazo le acaricia el rostro y Humphrey ronronea con burla al sentir sus arrumacos.

—Solo nos queda alejarnos de él —dice Alabama tirando de mi para poner distancia de por medio entre nosotros y nuestro agresor—. ¡Sí esto llega a ocurrir en los túneles oscuros no lo hubiéramos contado! ¡Aún puede que no lo hagamos!

Mientras me alejo, no puedo evitar pensar en lo que ha dicho. Cierto. Aquí hay luz, no es como en los túneles. Miro a lo alto de las paredes. Diez luces anaranjadas de emergencia iluminan el lugar de manera bastante tétrica, pero efectiva. Hasta ellas llega un flujo constante de electricidad. ¡Electricidad, eso es!

—Tenemos que electrocutarle. Eso podría paralizarle y dejar sus músculos inertes. No podría mover las manos.

—¿Funcionará?

Buena pregunta. Alguien del nivel de Humphrey y en plena sincronía... La cantidad de energía que tendría que usar para afectar directamente a su anatomía con mi distorsión sería inviable. No sería como cuando le drené la energía a estos escuincles compañeros el día que llegaron a mi centro. Aun así, podría electrificar un objeto, y si consiguiéramos que Humphrey tocara ese objeto... Espera, ¿y si esos guantes resistieran la electricidad? Son diales después de todo y Humphrey siempre toca todo lo que come. Además, dudo que caiga en una trampa tan burda.

—¿Os acordáis del regalo que me hicisteis hace un rato? —pregunta Humphrey. Su enorme mano izquierda se expande y de ella salen los cañones de tres rifles que comienzan a disparar.

Actuó rápido, niego su movimiento y se lo traspaso a los cascotes que hay desparramados en el suelo. No tengo tiempo de dirigir su trayectoria y salen disparados en todas direcciones. Al menos, los disparos no nos han alcanzado. O eso creía.

—¡Mierda! —Alabama se agarra el muslo intentando contener el reguero de sangre que le llega ahora hasta la canilla. Gime de dolor y trastabilla. Apenas puedo sujetarlo con solo un brazo.

—¡Muy rápida, pero no lo suficiente! —dice Humphrey y se relame de nuevo con una lengua larga y babosa.

Alabama se agarra de mi blusa intentando no caer.

—¡Tu manca y yo cojo! ¡Estamos jodidos! —chilla el bailarín.

Esto no pinta bien.

—Tan solo tengo que recargar y acabar con vosotros —asegura Humphrey—. Lo haré bala a bala, despacito. Porque no hay prisa, ¿o sí?

—¡Ojalá te partiera un rayo y te hiciera beicon frito, cabronazo psicópata! —exclama Alabama con una mueca de dolor.

Eso solo provoca que Humphrey se carcajee. Sin embargo, a mí me ha dado una genial idea.

Un rayo. No puede parar un arco de alto voltaje, no si es a la altura de la cabeza. Solo necesito dos objetos con carga eléctrica equidistantes a su anatomía. A uno le transfiero la carga negativa, al otro, carga positiva. Las cargas eléctricas se atraerán entre sí, dándose un paseo por su cráneo.

Empujo a Alabama detrás del último grupo de cajas en pie. Uso mi mano libre y los dientes para arrancar un retazo de la una manga de su camisa. Él entiende mi intención y me ayuda a hacerle un torniquete. Mientras Alabama se lo aprieta fuerte por encima de la herida, le digo:

—Alabama, necesito dos balas equidistantes a él. ¡No puede atraparlas! ¡Deben ser dos moscas cojoneras!

—¿Qué quieres hacer?

—¡Hágame caso, deben mantenerse lejos de él y girar a su alrededor, a la altura de la cabeza! ¡Y deben ser más grandes de lo normal! ¿Puede hacerlo?

Ajusta el nudo y suelta un quejido. El escuincle es más duro de lo que parece. A veces pienso si su actitud dramática y ostentosa es solo fachada.

—Puedo hacerlo. Creo que puedo cambiar el tamaño de mis balas.

Nos echamos cuerpo a tierra con la siguiente tanda de disparos.

—¡Ya no hay más barricadas! ¡Cuando os mate, quiero teneros a la vista! —Volvemos a oír su risa porcina.

—Alabama —susurro, pero él ya se ha puesto en acción. Ha hecho despegar dos balas del tamaño de un pie que parecen dos pequeños misiles.

Me levanto para observar. Vuelan alrededor de Humphrey y este acaba de darse cuenta. Intenta atraparlas, pero Alabama no le deja. Puedo oír al rubiales mascullar. Le cuesta concentrarse debido a la pérdida de sangre.

—Más rápido —le digo, y Alabama las acelera.

Me pongo en pie y camino hasta Humphrey. Cuando me ve, desvía parte de su atención hacia mí.

—¿Crees que esto podrá distraerme? —Señala a los proyectiles con lo que antes era mi brazo—. Sabes que, en cuanto se acerquen a mí, serán mi entremés, y tú mi plato principal.

—Lo dudo —digo yo.

Las luces comienzan a parpadear. Humphrey mira hacia el techo.

—Mis manos pueden parar esas balas aún en la oscuridad, puedo percibir su vibración en el aire. ¿Crees que vas a conseguir algo con este truco de feria?

—No es un simple truco de feria —digo yo extrayendo mi dial del bolsillo con mi única mano viable—. Es el número final.

Puede que ese imbécil se haya dado cuenta o puede que tan solo desconfíe porque vuelve a apuntar su arsenal enquistado en nuestra dirección. Entonces las luces se apagan y llega la oscuridad, y esa oscuridad es interrumpida por varios chasquidos. Una secuencia de luces que tienen a Humphrey como epicentro se suceden. Su intermitencia genera la sensación de que su agonía está siendo representada en un rotoscopio. Los arcos eléctricos le atraviesan una y otra vez su cráneo. Las líneas luminosas cambian de orientación siguiendo la rotación de las balas. Cuatro, cinco, seis, siete veces.

Vuelvo a intercambiar la energía. No todas las luces se encienden esta vez, pero sí las suficientes como para contemplar la escena. El cerdo seboso convulsiona en el suelo echando espumarajos por la boca. Su aspecto vuelve a ser humano, o todo lo humano que ese animal pueda ser.

Alabama se acerca dando traspiés.

—¿Está muerto?

Solo con mirarle la cara, las comisuras de la boca y los ojos sé que no. Como estaba sincronizado, la carga no fue letal.

—No puede irse aún —comento—, tiene algo que regalarnos.

Uso mi dial otra vez. Comienzo a notar el agotamiento, esta última maniobra ha sido muy imprudente. Noto cómo el cuerpo del pinche seboso tiembla con mayor violencia que antes.

—Manténgase abierto a lo que va a sentir —le digo a Alabama—. Recíbalo.

Mi brújula apunta ahora su aguja hacia Alabama y este comienza a respirar de forma exagerada. Se agarra la pierna y me mira con ojos muy abiertos.

—¿Qué está pasando?

—Su voluntad es ahora es nula y me es muy fácil influir en él en ese estado. Le estoy obligando a devolverle a usted lo que le arrebató. Fuerza vital, si quiere llamarlo así.

—Ya no me duele —dice el rubiales sorprendido

—Perfecto.

—No puede seguir combatiendo. Hemos ganado, ¿no? —Alabama se acerca y comprueba que claramente respira—. Aún, tras sacarle su fuerza vital, sigue vivo. Mala hierba nunca muere.

Alabama no me ha visto acercarme a los restos de las cajas de munición ni tomar una de las pistolas cargadas con mi única mano.

—Vamos a ponerle remedio a eso. —Le pegó un tiro en la sien a ese hijo de mala madre. Sus temblores cesan. Sus ojos se tornan vidriosos y el alfombrado de plasma sanguíneo comienza a extenderse a su alrededor.

Alabama boquea intentando decir algo. Por un momento parece que va a replicar, pero luego calla.

¿Era una muerte innecesaria?, quizás. Sé que Alabama ha podido intuir lo suficiente sobre ese hombre para saber que no es injustificada, es un chico listo. Me alegro de que sea él quien me acompañe en este momento y no Moses. Ese cree que puede salvar lo insalvable.

Alzo la cabeza hacia la todopoderosa jueza de esta locura.

—La confrontación ha terminado —anuncio.

La Pirámide parece estar de acuerdo. Un amasijo alquitranado comienza a amalgamarse con la sangre y a tirar de Humphrey hacia sí. El gordo psicópata desaparece en un lodo rojinegro y es borrado de la existencia. Que le aproveche.

El oleaje del cambio de frecuencia asalta nuestros sentidos.

La iluminación decadente se percibe más brillante en comparación a la frecuencia anexa.

Me llevo una mano a los ojos para atenuar el cambio lumínico. Para mi sorpresa, compruebo que se trata de la mano que me faltaba.

—Ha vuelto. —Alabama señala mi extremidad retornada.

—Sí —reflexiono en alto—. Me fue arrebatada por acción de un dial en una confrontación. Ahora la confrontación ha terminado y los efectos directos del dial se disipan.

Alabama se deja caer en el suelo, agotado Se desata el torniquete y comprueba su pierna en busca de una herida. Solo ve una pequeña cicatriz y suspira aliviado, después mira a su alrededor.

—Los cargamentos siguen todos intactos —comenta.

—Claro que siguen, son las cajas de la frecuencia anexa las que fueron destruidas. —Me siento a su lado para tomar un respiro.

Guardamos silencio unos minutos para recobrar fuerzas. Al cabo de un rato, me entran unas ganas repentinas de reír.

—¿Qué te ocurre?

—Me acabo de acordar de algo, un recuerdo de hace mucho tiempo.

—Ah, ¿sí?, ¿el qué? —pregunta Alabama frotándose la herida fantasma.

—Algo que dijo mi madre hace dos siglos. —Alabama no disimula su interés—. Quería que fuera una señorita y estudiara música y francés, tal como mandaba la época. Yo quería estudiar ciencias.

—¿Y qué es lo que te hace gracia?

—Lo que me dijo un día: «¿De qué le va a servir a una mujer saber de Física?».

Suelto otra carcajada y Alabama se ríe también.

—Si ella supiera —digo secándome los lagrimones.

Ambos sentimos el temblor al mismo tiempo. Los transistores. Les echamos un vistazo.

—Han dejado una baliza —anuncio—. Es el transistor de Moses.

—¡Lo han encontrado! —El rubio se lleva una mano al pecho—. ¡Dios mío, demasiadas emociones!

—Es de hace media hora, no sé si llegaremos a tiempo.

—¿A tiempo?

—Cuando alguien cruza un nodo, este comienza a degradarse —le explico—. Es como una llamada que ya ha recibido contestación. Si alguien ha entrado en la disonancia no tardará en cerrarse. Aunque todo depende de la intensidad del nodo.

—No perdamos más tiempo, entonces.

—En marcha.

Nos apoyamos el uno en el otro en un intento de andar en línea recta. Encendemos nuestros móviles y comenzamos a recorrer los túneles guiándonos por la señal de la baliza. Dios quiera que no haya más sádicos pululando por este lugar.

—¡Je, je! —Ahora es Alabama quien emite una risilla cansada al entrar en el ramal.

—¿Qué? —Le miro interrogante.

Bitches strike back —dice sin más.

The movie —añado.

—Próximamente en sus cines —responde él.

Sé que no debemos revelar nuestra posición, pero no podemos evitar las carcajadas.

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MARCADOR DE LA GRAN TRANSMISIÓN:


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