EPISODIO 3, ESCENA 13: En la que Astrid conoce sus orígenes.

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«Creemos haberlo encontrado. Sala Cavalier en el número 220 de High Hill. La performance comienza a la una de la madrugada». Vuelvo a leer el mensaje y pregunto:

—¿Estamos al cien por cien seguros de que es la dirección correcta?

—Tú misma has hecho la deducción a partir de sus fotos de Instagram de la última semana. Pregúntatelo a ti misma.

Observo la pantalla del portátil que descansa sobre el butacón barroco.

—Demasiada coincidencia —digo.

Cinco fotos, y en todas ellas sale Mayhem (con su rostro oculto o velado de diferentes formas) posando en su Chevrolet Cavalier con matrícula personalizada «220-1AM» y con Cloven como telón de fondo. Las fotografías son tomadas en un ángulo similar, desde una zona elevada. Tuve que usar el paseo virtual de Google M;aps y revisar fotos de Cloven en internet para llegar a la conclusión de que se trataba de los miradores de High Hill.

Tras una rápida revisión de los locales y salas privadas de eventos en dicha zona, encontramos el Cavalier, un local exclusivo. Algo me dice que no andamos desencaminados.

—Tiene que ser —digo ahora más confiada, y envío el mensaje de texto al móvil de Cordelia.

—Ahora a esperar a que tus compañeros encuentren la forma de entrar evitando altercados con las demás emisoras.

—La encontrarán —asevero.

En ese momento, alguien llama a la puerta del torreón. Farshaw, que hace guardia fuera, abre la puerta y nos indica con un gesto que alguien va a entrar. Su expresión se muestra menos cascarrabias de lo normal y hay una buena razón. La que entra es Felicia, la independiente de Bazar Bahadur que nos ha ayudado con nuestro entrenamiento. Farshaw le pone ojitos al verla pasar. Felicia porta una bandeja con un servicio de té y unos bocaditos.

—Pensé que querríais tomar algo. Me han dicho que andáis con un asunto importante.

—Gracias. —Sonrío.

—¡Qué detalle! —comenta mi padre.

Felicia se ajusta las gafas sonrojada y posa la bandeja con el té sobre la mesa. Solo he hablado con ella unas cuantas veces en el transcurso de los últimos días. Es una tía avispada y amable. Me gusta su tendencia a no sacar conclusiones precipitadas de nada ni de nadie.

—¿Os sirvo? —nos pregunta mientras dispone el ajuar sobre la mesa.

—No hace falta —respondo—, gracias. ¿Qué tal va todo por la biblioteca?

—Genial. Fascinante de hecho. Se ha producido una integración entre los archivos de Bahadur y los contenidos de la biblioteca de Burana. ¡No tenéis ni idea de los resultados! Antes teníamos algunas lagunas de información con respecto a núcleos de inmigrados o sobre algunos actos registrados de las emisoras que complicaban las cosas. Pero, a este paso, eso será cosa del pasado.

—Me alegro.

—Mucha de esa información la estamos actualizando para que esté disponible en los evocadores. De todas formas, Hastet todavía está recelosa de dejarme leer algunos tomos esfíngeos. Dice que ellos eligen el momento en que los lees y no al revés.

—No sé mucho del tema, pero yo no la contradeciría —comento.

—Ni se me ocurriría. Aunque resolvería muchas incógnitas. Es difícil para alguien como yo dejar preguntas sin contestar. —Se encoge de hombros.

—Te entiendo, a mí me pasa lo mismo. Hay incógnitas que necesitan ser despejadas —digo casi sin pensar mirando a mi padre—. Como, por ejemplo, no saber quién es tu verdadera madre.

Me doy cuenta que no es el momento. Es que me he dejado llevar por la acritud. Ahora que la tarea encomendada ha finalizado, supongo que mi cerebro ansía respuestas. La sonrisa de Felicia se borra, parece algo incómoda. Mi padre agita la cabeza con una tenue desaprobación. ¡Él desaprobando mi conducta! ¡Él, precisamente!

—Será mejor que os deje un rato a solas. Tengo que comentar unas cosas con Farshaw, de todas maneras —dice, y sale de la estancia, no sin antes echar un último e intrigado vistazo.

Yo me quedo ahí levantando la mano en señal de despedida como una idiota. ¡Mierda!, ¡yo y mi indiscreción! Aun así, no estoy dispuesta a retirar la pregunta, así que me siento en la butaca más cercana y miro fijamente a mi padre que también toma asiento frente a mí.

—Supongo que no queda más remedio que hablar del tema —dice.

—He leído la mente de mi madre y la he oído decir que no es mi madre. ¿Te parece que lo iba a dejar pasar?

—Conociéndote, no.

—Tengo derecho a saberlo.

—Sí, lo tienes —suspira—. Pero no te equivoques, tú no tienes ni has tenido otra madre que no sea Clara Lambert. Desde el mismo momento que llegaste a nuestra puerta, ella no ha hecho otra cosa que velar por ti.

La verdad no sé qué responder a eso.

—Necesito la verdad, papá.

Él mira a través de la ventana a ese paisaje de bolsillo que rodea Refugio.

—Sucedió cuando era joven, la primera vez que visité Cloven en compañía de tu abuelo. De aquella, aún estaba aprendiendo los entresijos del negocio. Sería dos años antes del matrimonio entre tu madre y yo.

—Un matrimonio pactado, no te andes con chiquitas al respecto, es algo que ya sé.

—Astrid, yo quiero a tu madre. Cierto que nuestro matrimonio fue una unión estratégica, una forma de fusionar mi capital y su título nobiliario, lo reconozco, pero, con el tiempo, comencé a querer a Clara. Y tú eres, en parte, responsable de eso.

—Me gustaría saber cómo. Por favor, continúa.

—Asistí a varias reuniones y tuve que cerrar algunos tratos con negocios locales. Por supuesto, reservé algo de tiempo para el esparcimiento.

—¿Tú, esparcimiento? —Esa palabra no es muy utilizada por Kojiro—. Define esparcimiento.

—Digamos que un sitio donde poder liberar tensiones. Escuchar música y bailar.

—¿Bailar, tú?

—¿Vas a seguir haciendo preguntas capciosas con cada cosa que diga?

—Perdona.

—El caso es que la primera noche conocí a alguien, una mujer de ojos verdes intensos. Alta, pasional, salvaje. Se acercó a mí sin decir ni una palabra, me sacó a bailar y me hizo girar como una peonza toda la noche. Me invito a copas y me hizo reír como nunca me había reído antes. —Su rostro denota melancolía—. Volví a encontrarme con ella las noches siguientes de mi estadía en la ciudad.

—Y una cosa llevó a la otra. —De nuevo, acritud—. ¿Quién era?

—Su nombre era Elsbeth. Nunca me dijo a qué se dedicaba.

—Elsbeth... —murmuro. No hace falta que diga más, ya lo comprendo. Elsbeth es el nombre de mi madre biológica—. ¿Y qué ocurrió después?

—Compartimos un par de momentos íntimos. —Pongo los ojos en blanco. Espero que esto sea tan embarazoso para él como lo está siendo para mí—. La última noche antes de mi partida, no pude encontrarla en el lugar de siempre ni tampoco localizarla. Me convencí a mí mismo de que lo que hubo entre nosotros era lo máximo a lo que podía aspirar.

—¿No volviste a verla?

—No, pero sí retorné a Cloven varias veces por asuntos de negocios. Siempre volvía al mismo sitio a preguntar por ella. Sabía tan poco sobre su identidad... —Cruza las manos y baja la cabeza—. Un año después asumí la vicedirección de la empresa familiar y tu abuelo me planteó la opción de casarme con una de las hermanas Lambert. Gente de buena familia. Al año siguiente, tú madre y yo nos conocimos y consideramos que éramos mutuamente aceptables.

—Mutuamente aceptables —repito con sorna.

—Sé cómo suena. La relación entre tu madre y yo era muy distinta al principio, aunque soy consciente de que ella mostraba cierta debilidad por mí. El caso —suspira—, es que nos casamos y me mudé a Cloven. Clara insistió al respecto y yo no opuse mucha resistencia, quizás debido a que ya escuchaba la llamada del canal, o puede que fuera porque tenía la esperanza de ver a Elsbeth algún día. Entonces, un año después, algo sucedió.

—¿Qué sucedió?

—Tú sucediste. Apareciste en el recibidor de nuestra casa. Apenas tenías un año.

—¿Solo un año? —Las cuentas no me salen.

—Tu madre tuvo un periodo de gestación mayor de lo normal, es propio de su naturaleza —aclara mi padre. «¿A qué se referirá?»—. A mí también me extrañó cuando el médico nos lo confirmó. Por supuesto —dice con cierta vergüenza—, me hice un test de paternidad para asegurarme.

—Como no.

—Lo hice por seguro privado. Ahí descubrimos que tu genética no era del todo normal. Con el tiempo, asumimos que tenías ciertas peculiaridades proteicas en tu ADN que no parecían afectar a tu desarrollo. Achacamos que era una de las razones de tu particular forma de ser y tu alto coeficiente. Nosotros éramos figuras públicas así que, por tu bien, decidimos llevar tus pruebas médicas siempre con discreción y de forma privada.

—No lo sabía. Nunca me dijisteis nada sobre mi genética.

—No queríamos que te sintieras distinta o discriminada.

—Créeme que no cambió gran cosa.

—Lo sé, no lo has tenido fácil. El mundo es como es.

—No importa. —Carraspeo—. ¿Y dices que aparecí en casa sin más?

—Sí, allí estabas. Alguien había entrado en nuestra finca y evitado la seguridad. Lo más extraño es que ningún trabajador vio al intruso. Te dejaron en nuestro descansillo y Clara te encontró. Aún recuerdo su cara de asombro. Cuando bajé del piso superior, ella te tenía entre sus brazos y leía la nota que habían dejado entre tus ropas.

—¿Una nota?

—«Es tanto tuya como mía, pero ahora solo tú puedes protegerla. Elsbeth» —recita.

—Así que mi madre biológica me abandonó.

—Te protegió y, tiempo después, comprendería de qué manera cuando volví a este mundo como oyente.

Algo se me atraganta en el pecho.

—Sobre eso... No sé cómo pudiste —musito—. Nos querías dejar a nuestra suerte, a mi madre..., es decir, a Clara y a mí.

—Siento mucho lo que hice. Me inculcaron un estúpido orgullo. No sé si es algo educacional o si es efecto de una cultura patriarcal, no lo sé. El caso es que, tras mi fracaso empresarial, sentí desprecio hacia mí mismo. Sentí que no era merecedor de vosotras. Ser un oyente resultó ser una segunda oportunidad para entender un mundo mucho más amplio del que había concebido hasta entonces. Vi cuan ignorante e insustancial era mi visión. —Kojiro me mira y, por primera vez, veo arrepentimiento en su mirada—. No sabes cuánto lo siento, sé que no he sido el mejor padre. —Se pasa la mano por los ojos de forma distraída—. Solo de saber que tú también te arrebataste la vida... Aunque ahora estés aquí conmigo, no puedo sacármelo de la cabeza. ¡Es el mayor fracaso que he tenido!

Me inclino hacia adelante en un impulso que se queda a medio gas, la verdad es que no sé qué hacer. Puedo lidiar con los pensamientos, eso se me da bien, pero las emociones son una dimensión de mi dial que aún me cuesta. Es como si hubiera una barrera que no soy capaz de rebasar.

—No me arrebaté la vida, papá. Fue un accidente, una temeridad. Tú no eres un mal padre —digo torpemente—. Nadie es perfecto, pero... —Suspiro—. Estas cosas no se me dan bien, ¿verdad?

—Se te dan mejor de lo que piensas. De pequeña, comprendías lo que sentíamos antes de que nosotros mismos fuéramos conscientes. Eras emocional, inteligente, honesta, directa..., pero te hicieron daño. A veces, nosotros mismos te hicimos daño. Aprendiste a protegerte y a bloquear esa parte de ti, excepto cuando te enfadas.

—No lo sé, papá. Es como si hablaras de otra persona.

—No, te conozco bien. Esa capacidad que tienes es tu herencia, proviene de tu madre biológica.

—¿A qué te refieres?

—Verás, Astrid. Hace unos años, cuando ya servía a la Tecnocracia, tuve que dirigir un equipo de control de daños. Los imbéciles de la Familia, llevados por su fervor, irrumpieron en un evento con mercenarios independientes. El evento era una reunión de inmigrados organizado por los malebolgios, una raza de inmigrados pertenecientes a una frecuencia circundante a la nuestra.

»Llevan siguiendo la evolución humana desde siempre y en la historia ha sido muy habitual la mutua influencia de ambas razas. Los malebolgios tienen una idiosincrasia que se da de bruces con los ideales de la Familia.

»Hubo muchos roces a lo largo del tiempo entre la emisora y los malebolgios, pero esta fue la gota que colmó el vaso. La Familia actuó sin la anuencia de la Tecnocracia y luego tuvimos que limpiar su desastre. Hubo una masacre. Y podía haber sido peor. Al parecer, los malebolgios recibieron un chivatazo del ataque y pudieron defenderse. Murieron algunos oyentes y muchos inmigrados que combatieron en primera línea para defender a los inmigrados más jóvenes.

—Les cubristeis las espaldas.

—Teníamos que mantener la existencia de los oyentes y los inmigrados en secreto. Eso siempre ha sido así. —responde. No puedo evitar mascullar unas palabras de disgusto—. El caso es que, cuando llegué al lugar de los hechos, tuve que ordenar recoger muchos cadáveres, Astrid.

—No me digas que...

—Uno de ellos era el de Elsbeth —dice cabizbajo. No sé cómo sentirme al respecto. No la conozco, pero esto significa que no la podré conocer nunca. Quizás no debería afectarme y, aun así, me afecta—. Cuando la conocí, ella había escondido su naturaleza. Los malebolgios más humanoides pueden controlar su sistema nervioso para esconder las marcas propias de su raza. Sin embargo, sus cadáveres son reveladores. Era ella, de eso no cabía duda, y no era humana.

»Supuse por qué te puso a mi cuidado. Cierto que no tenía manera de saber que, años después, yo me convertiría en un oyente, pero sí sabía tú eras lo suficientemente humana como para tener una vida corriente a salvo de las incidencias de un exiliado. O quizás hay algo más que aún no sabemos.

—¿Un exiliado?

—Ella era una exiliada, o eso pude descubrir. Tuvo que huir de su frecuencia porque la Duquesía, el gobierno de Malebolge, la acusó de no seguir las normas. Normas que la Tecnocracia ha acordado con ellos. Seguía siendo fiel a su gente y ayudaba a los más jóvenes inmigrados en Cloven.

—Espera, espera. —Manoteo en el aire mientras agito la cabeza como si estuviera desenmarañando un nudo imaginario—. Eso quiere decir que yo no soy del todo humana.

—Eres mitad malebolgia, Astrid. Eres mitad inmigrada.

Como si mi vida no pudiera ir más a la deriva. Esto es como si alguien levantara el tapón del desagüe y todo fuera tragado por un remolino de confusión.

—Por eso, hija, tienes más facilidad para las emociones de lo que tú te crees. Es la especialidad de los malebolgios. —Él se frota la nuca—. No sabía cómo decírtelo. Hubiera roto la mascarada impuesta por la Estación y habría tomado represalias contra mí. La Tecnocracia podría haberte perseguido. Tú representas a todo lo que temen las emisoras: la hibridación humana.

»Cuando até cabos sobre tus orígenes, pensé que la mejor forma de protegerte era llegando lo más alto posible en el escalafón comprometiéndome con los ideales de mi emisora. Ahora que eres oyente del Presagio, este conocimiento será una herramienta en tu arsenal.

—Esto no es lo que me esperaba. En absoluto.

—Hay una cosa más. Estoy seguro de que tu amiga ha ido a Malebolge hoy.

—¿Cómo?, ¿Cordelia?

—Los malebolgios tienen acceso especial a los eventos de Cloven. En su momento hice mis deberes respecto a ellos. Cuando tu amiga nos comentó sus intenciones, supe que se dirigiría al retal clandestino más próximo para viajar a Malebolge. Quizás a algún lugar donde no lleguen los ojos de la Duquesía.

—Podría haber conocido a otros malebolgios. ¿Por qué no me lo dijiste?

—De nada te hubiera servido sin tener antes esta conversación. Quiero que la próxima vez que hables con uno de ellos sea siendo consciente de esta realidad. Espero que no estés enfadada.

—La verdad no sé cómo me siento ahora mismo. Todo lo que sabía y creía sobre mí es mentira. Y ahora, siendo oyente, todo es más raro y desconocido que nunca.

—¿Eso es malo?

Le miro a los ojos y me doy cuenta que es una buena pregunta.

—No lo sé, puede que no.

—Además, Astrid. —Mi padre se acerca y me coge la mano—. No todo es mentira, yo sigo siendo tu padre y sigo cuidando de ti. A mi manera. —Sus ojos son sinceros por una vez—. Y Elsbeth es la mujer que te dio a luz y nunca le podré estar más agradecido, pero tu madre no es otra que Clara Lambert.

¿Es cierto eso?, ¿hasta qué punto? Mamá y yo siempre discutimos. Su forma de ver la vida no encaja con la mía.

Como si me hubiera leído el pensamiento, mi padre pregunta:

—¿Sabes qué hizo Clara cuando te encontró en nuestro descansillo?

—¿Se enfadó contigo? —digo intentando sacar hierro a la situación.

—¡Oh, sí! Me obligo a explicarle la historia y estuvo hecho una furia dos semanas enteras. —Noto que su agarre en mi mano se hace más fuerte—. Pero en esas dos semanas no se separó de ti. Te bañó, te mimó, te consoló y no te quitó ojo de encima. No dejó que el servicio se ocupara de nada, solo nosotros, y eso que no teníamos ni idea de cambiar un pañal. No le importó que fueras fruto de otra relación, ella no dudó ni un momento. «Esta es nuestra hija», me dijo al cabo de las dos semanas, «y no se te ocurra decirme lo contrario». —Noto algo que cae en el dorso de mi mano. Es una lágrima de mi padre—. ¿Y cómo le iba a decir lo contrario? —Noto una segunda lágrima caer, esa no es suya.

Algo se desata en mi pecho, es como el corcho de una botella de champán que empieza a aflojar.

—Es una estirada —digo.

—Lo es —responde mi padre.

—Siempre insiste en que tenga clase y me porte dignamente.

—A veces es toda una snob —contesta él con ternura.

—Y siempre la estoy disgustando —sollozo.

—Siempre. —Sonríe mi padre.

—Soy un dolor de cabeza para ella —comento.

—¡Oh, sí!, lo dice constantemente. «Es un dolor de cabeza esta niña» —responde mi padre. Sorbo la nariz, siento mi cuerpo temblar—. «Pero, Kojiro», me decía, «es NUESTRO dolor de cabeza».

No puedo parar de llorar, pero también sonrío. Pensamientos y sensaciones se entremezclan.

—Ahora mismo estoy hecha un espantajo —digo intentando recobrar la compostura—. No es propio de mí.

—Vaya, una respuesta muy de tu madre.

Suelto una risita involuntaria al escuchar el comentario.

—Menudo desastre de familia somos —murmuro.

—«Pero es NUESTRO desastre» —dice Kojiro. Y, por primera vez en mucho tiempo, mi padre ríe, y yo con él.

Entonces suena mi móvil. Como una piedra arrojada al lago, rompe la tensión superficial de ese momento.

Me seco los ojos y miro la pantalla. Es una videollamada.

—Mamá. —Miro a Kojiro—. Es mamá. —«Qué providencial», pienso.

—Contesta —responde mi padre. «¿Habrá llegado antes de lo esperado del seminario y habrá notado nuestra ausencia?», me pregunto yo. Descuelgo.

Mi madre aparece en la pantalla muy sonriente y con una actitud demasiado relajada, algo que no es muy propio de ella.

—Hola, hija —dice con una voz suave—. Estoy en Pleasant Park en Laurens Street. Te llamo porque mi amadísima Mamá Sally me lo ha pedido. —¿Mamá Sally? ¿Quién es Mamá Sally? ¿Y porque parece como si se hubiera tragado un bidón de «diazepam»?—. También me ha dicho que os leyera esto. ¿Dónde lo he puesto? —Comienza a rebuscar en el bolso con una sola mano mientras sostiene el móvil con la otra.

En el ínterin observo a mi padre, quiero comprobar si está tan estupefacto como yo. Su expresión no es de sorpresa, sino de preocupación.

—¿Papá? —le pregunto—, ¿qué ocurre?, ¿a qué viene esta llamada? ¿Tú sabes quién puñetas es Mamá Sally?

Kuso! —maldice—. Es una oyente de la Familia. Su dial causa un efecto de pleitesía hacia su persona. Me temo que tu madre está bajo sus efectos.

—¡¿Qué?!

—Aquí está —oigo decir a mi madre con delicia sosteniendo el papel como si fuera un regalo divino—. Mamá Sally me dio este papel tan bonito y me pidió que os leyera el mensaje que hay en él. —Carraspea para proceder a leerlo con solemnidad—. «Os dejo este paquete para que lo recojáis, la familia la tenía retenida en su nuevo templo. Tanto ellos como la Tecnocracia buscan a Kojiro pues temen que se haya aliado al bando de su hija. He conseguido sacarla de allí. Venid a buscarla al recibir este mensaje, yo tengo un asunto del que ocuparme en este lugar. Pronto hablaremos. Atentamente, Ibreemarina». —Mi madre termina de leer y se lleva la carta al pecho—. Bueno ya está hecho. Mamá Sally dijo que esperara aquí hasta que viniera a buscarme. ¡No quiero decepcionarla! ¡Chao! —Cuelga.

—Han sido rápidos—dice Kojiro—. Ya estaban planeando usar a mi esposa para hacerme salir del escondrijo y llegar a algún tipo de trato contigo, por eso tenían a tu madre retenida y bajo la influencia de Mamá Sally.

—¡Joder! —Me froto la sien—. ¡Por suerte, está libre! ¡Tenemos que ir a recogerla!

—Podría ser una trampa tendida por Mamá Sally.

—No lo creo. La nota está firmada por Ibreemarina, la sílfide. Nadie es consciente de su existencia, que sepamos. Además, ella puede cambiar de aspecto.

—¿Es eso cierto? —reflexiona unos segundos—. Si es así, puede haber usado el aspecto de Mamá Sally para colarse en el complejo y sacarla de allí. Sabía que Clara acataría sus directrices si pensaba que era Mamá Sally quien se las daba.

—¡Voy a por ella!

—Sí, hay que ponerla a salvo —coincide mi padre. Está preocupado. Siempre me ha costado discernir los pequeños dejes de emotividad que él deja traslucir en su voz, pero, por algún motivo, ahora me resulta mucho más fácil.

Me dirijo hacia la puerta gritando el nombre de Felicia, con suerte aún seguirá en el pasillo. Y así es, pues no tarda en asomar la cabeza.

—¿Sí?, ¿qué ocurre? —pregunta alarmada mientras se ajusta las gafas. Farshaw también se asoma molesto de que hayamos interrumpido la conversación que estaban manteniendo.

—Necesito un transporte. ¡Tengo que recoger a alguien en Pleasant Park!

Felicia parpadea intentando comprender a qué viene tanta urgencia.

—Pues yo no tengo transporte —dice—, aunque Farshaw tiene una furgoneta —comenta mirando al wendigo. Este gruñe en respuesta.

—¡Por favor!, ¡es mi madre! La andan buscando, necesito ponerla a salvo —le digo a Farshaw. Sé que no le agrado desde el momento en que nos enfrentamos a él la primera vez que pusimos un pie en el centro Burana, pero no me importa. Se trata de mi madre.

Parece que el wendigo está a punto de darme largas, pero lo reconsidera. Luego mira a Felicia que pestañea expectante. El inmigrado no se atreve a quedar mal delante de la oyente que le hace tilín.

—¡Está bien! ¡Saldremos de Refugio usando mi acceso! Queda cerca del aparcamiento donde la guardo —dice.

—¡Pues no perdamos más tiempo! —Y me pongo en camino.

—Ten cuidado —me advierte Kojiro. Cabeceo en respuesta y le indico con un gesto lo que ya sabe: que no abandone el recinto.



Quince minutos después.

La furgoneta traquetea sobre los viejos adoquines de Laurens Street. Veo pasar los edificios de corte colonial típicos de la zona a través de la ventana. La furgoneta está limpia, para mi sorpresa. Quizás no es lo que esperaba del vehículo de un wendigo. «Tampoco nunca esperé que un wendigo tuviera un seguro a todo riesgo», pienso al ver los documentos que asoman de la guantera y, aún menos, me esperaba que condujera una furgoneta blindada con lunas tintadas y una metralleta acoplada en la parte trasera, oculta de forma burda bajo un toldo. El vehículo parece sacado de Grand Theft Auto.

Farshaw conduce en silencio. Parte de su enorme anatomía invade mi espacio de copiloto. Le miro de soslayo y me atrevo a decir:

—Gracias por ayudarme —Él gruñe. Me quedo en silencio uno segundos y luego comento—: Supongo que aún sigues molesto con nosotros por lo del Centro Burana. Siento haberte inmovilizado ese día.

—No me inmovilizaste —dice enseñándome un colmillo—, nada puede inmovilizarme.

—Pues parecía que...

—¡En circunstancias normales hubiera tirado esa columna abajo! Si no lo hice es porque entraste en mi mente. Eso es jugar sucio.

—Bueno, yo no pretendía...

—Espero que no hurgases en ella más de la cuenta. Lo que quiera que vieras no lo quiero saber y tampoco quiero que nadie más lo sepa, ¿entendido? —«Vaya, así que es eso», pienso.

—Pues puedes estar tranquilo, no leí tu mente ni nada por el estilo. Ni se me ocurrió, de hecho. Si me hubiera tomado el tiempo suficiente para hacerlo, nos hubieras aplastado. —¿Soy yo o su rictus denota menos tensión ahora? Miro al fular anudado en mi muñeca, los motivos entrecruzados ondulan. Parece que le ha gustado la respuesta.

—Puedes apostar que sí —responde—. Ese cuerpecito tuyo se hubiera partido como un junco.

—Bueno, los juncos no suelen partirse ante la presión sino más bien doblegarse. —Noto una mirada furibunda y rectifico—. Sí, totalmente. Hubiera quedado hecha un huevo frito bajo los escombros.

Farshaw asiente de forma satisfecha.

—¿Sabes? —titubeo—, mi padre me contó hoy algo sobre mí. —No parece escucharme. Yo continúo de todas formas—. Me ha dicho que mi madre biológica era una malebolgia, una inmigrada.

Farshaw gira la cabeza y me observa por un instante. No detecto un cambio evidente en su expresión, pero el tono que adquiere de mi dial me dice lo contrario. Denota sorpresa.

—Una híbrida —dice poniendo sus ojos de nuevo en la carretera —. ¿Y qué?

—No sé —comento—. Quizás tú y yo tengamos más en común de lo que parece, siendo yo también una inmigrada.

—¡Ja! —profiere Farshaw—. ¡Inmigrada! —El tono es de reproche—. Primero, no todos los inmigrados somos iguales, procedemos de frecuencias muy distintas. Algunos somos diametralmente opuestos en muchos sentidos. Segundo, lo único que nos une es vernos despojados de nuestros hogares y compartir una vida en las sombras en esta frecuencia dominada por el yugo humano. Eso es algo que tú no has tenido que vivir. Tú has pasado por humana y has disfrutado de una vida confortable y privilegiada. Así que no, ni eres inmigrada ni tenemos nada en común.

Voy abrir la boca para discrepar, aunque la verdad es que no sé qué decir. Cuando me quiero dar cuenta, noto que a la furgoneta ha reducido la marcha. Hemos llegado a Pleasant Park. Encontramos aparcamiento fácilmente, a esas horas de la noche todo está vacío.

Pleasant Park es un lugar espacioso y florido. Los parterres no están muy bien cuidados y les hace falta un apaño, no obstante, el descontrol de la flora le da al lugar un toque más auténtico.

Entre las zonas verdes hay caminos de tierra y arena sobre un fondo pavimentado y bancos de madera diseminados aquí y allá, todos ellos mirando hacia el centro del parque.

—Recuerda la foto que te enseñé —le digo a Farshaw—. Tú busca por la derecha y yo por la izquierda, acabaremos antes.

—Creo que no hará falta —comenta Farshaw señalando a la zona de arena que de día hace las delicias de los niños. Una mujer se encuentra allí de rodillas alzando las manos de forma casi ritual con expresión compungida provocando las risas de un grupo cercano de universitarios postadolescentes allí congregados para hacer botellón—. Hemos encontrado a la beata del arenero.

—¡Mamá! —digo corriendo en pos de ella. La oigo lamentarse:

—¡Sally!, ¿acaso he hecho algo mal? ¿Por qué tardas tanto? ¡No soy digna, lo sé!

Llego junto a ella y la fuerzo a ponerse en pie.

—Hija, ¿tú también has venido a ver a Mamá Sally? —Muestra una sonrisa fugaz que no tarda en desvanecerse—. ¡Oh, pero ella no ha venido! ¡Eso es que no soy digna! ¡Debo rezarle y mostrarle mi fe! ¡Sí, eso debo hacer! —Tironea de mi para que le permita ponerse de rodillas otra vez.

—¡No, mamá, levántate! —le grito.

—Mamá Sally —escucho decir a Farshaw a mis espaldas—. He oído hablar de ella. Tranquila, su distorsión se desvanece con el tiempo siempre que los afectados no vuelvan a tener contacto con su dial. Aunque tardará un rato.

—Gracias por la aclaración —le digo tirando de la chaqueta de mi madre para obligarle a ponerse en pie mientras veo cómo los adolescentes disfrutan del espectáculo.

«¡Ya estoy hasta el moño!». Cojo la mano de mi madre y la poso sobre mi dial. Me concentro.

Me sumerjo en su discurso mental y contemplo los relámpagos de su sinapsis. «No profundices mucho, Astrid, respeta su intimidad». La verdad es que ha sido difícil encontrar el hilo dorado que en esos momentos aúna los demás cursos de pensamiento y los atrae hacia su origen. El hilo captor procede de una especie de nudo palpitante que alberga el rostro de la tal Mamá Sally. «¡La muy puta!, ¡no se me olvidará su cara! En cuanto la tenga delante...». Respira, Astrid. Debes mantener la mente fría, se trata de un proceso delicado.

Decido entrar a la sala de producción. Mi dial es ahora un carrete y, usando el visor ficticio, escojo el fotograma que hace referencia a Mamá Sally y lo separo del resto. Los segmentos restantes se fusionan por si solos de forma autónoma.

Cuando abro los ojos, mi madre aún se encuentra de rodillas, pero ya no forcejea ni berrea sandeces, tan solo se acaricia la frente.

—Mamá —le digo esta vez con suavidad—, ¿estás bien?

—¿Astrid? —comenta con voz pastosa—. ¿Qué haces aquí? —Mira a su alrededor—. ¿Qué hago yo aquí? Me siento muy cansada.

—Tranquila, mamá, todo está bien, ya puedes descansar —le digo. Y entonces acrecento esa sensación de agotamiento. Ella se tiende en el suelo y comienza a dormir profundamente—. ¿Puedes echarme una mano con ella? —le pregunto a Farshaw con amabilidad.

—Eres la primera capaz de acabar con el embrujo de Mamá Sally, al menos que yo sepa —dice él mientras levanta a mi madre como si fuera un llavero y la acuna con un solo brazo ante el asombro de los veinteañeros que susurran asombrados por su fuerza física.

—Y si doy con ella espero ser la última —contesto rechinando los dientes.

Nos disponemos a salir del arenero cuando una ráfaga de viento provoca una tormenta de arena improvisada. El viento ahuyenta a los universitarios que levantan campamento y corren escupiendo arena y saliva.

Entrecierro los ojos y pongo las manos delante para evitar que las partículas de arena y potencial fuente de conjuntivitis lleguen a mis córneas. Por suerte, el vendaval amaina dejando tras de sí solo una leve brisa.

Cuando me limpio la arena del rostro, compruebo cómo esa brisa trae consigo volutas de colores que forman una imagen, la imagen de un muchacho con orejas aladas y cabellos esponjosos. Claramente no es humano. Para mi sorpresa, el aire también transporta el sonido, pues, cuando la visión mueve la boca, puedo oír su voz.

—¡Gracias al Gran Vendaval que veo una cara conocida! —No respondo porque aún intento comprender qué está pasando—. ¡Astrid Mishima!, no sé si te han hablado de mí. Soy Deede, Deedaromidas.

Puedo ver a Farshaw agacharse para acercarse a las volutas irisadas.

—Un silfo. Así que es verdad lo que decía Cordelia.

—Deede —digo—. Sí, me han hablado de ti, eres hermano de Ibree.

—¡Sí!, y es por mi hermana por lo que contacto contigo. ¡Creo que le ha sucedido algo!, creo que está herida y que alguien la persigue.

—¿Por qué dices eso? —pregunto aún sin saber muy bien cómo reaccionar.

—Se fue a una misión, me dijo que contactara con ella cuando me mandase una señal. Lo hacemos usando el viento, ¿sabes? Recibí su señal hace no mucho. Ella apenas podía mantener una conversación. ¡Eso no es bueno! ¡Decidió hacer algo muy peligroso! Yo no estaba de acuerdo en que fuera y...

—Céntrate —le pido. Comienzo a notar la angustia de esa criatura. La verdad es que desprende cierta inocencia y duele verlo así—. Habla despacio.

—Sí —dice él intentando calmarse—. Lo único que capté de nuestra última comunicación es esta dirección, creía que podría encontrar ayuda aquí. ¡Casi había perdido la esperanza hasta que llegaste!

—Ella liberó a mi madre, la tenían retenida. Lo preparó todo para que yo la recogiese en este punto.

—Si es así, échame una mano, por favor. Estaba a punto de ir a buscarla yo solo, pero sé que necesitaré toda la ayuda que pueda conseguir. Tú eres poderosa, ¡lo sé mejor que nadie!

—Tengo entendido que tú sabes mucho sobre mí. Alabama me dijo que tu labor era espiarme.

—Eso... es cierto —dice cabizbajo—. Fue por una buena razón, ¡tienes que creerme!

—Sí, lo sé. —Levanto la mano para calmarle—. No te preocupes.

—Por favor...

Miro a Farshaw que asiste a nuestra conversación guardando silencio. Levanta una ceja de su máscara humana.

—Está bien —respondo.

El viento se vuelve menos denso y una vaharada me acaricia el cabello.

—¡Gracias! —contesta el silfo con voz esperanzada—. Debes conseguir un vehículo y venir a recogerme a la placita que hay en Junction Road. Debo ir contigo si queremos localizarla más eficazmente. —Le miro de arriba abajo—. Iré disfrazado, no te preocupes. ¡Debo prepararme!, te espero en veinte minutos. ¡Por favor, no me falles!

—Allí estaré —respondo. Cuando me quiero dar cuenta de lo que estoy prometiendo, ya es demasiado tarde, una nueva ráfaga diluye la imagen del silfo.

—Ibree se coló en la nueva iglesia de la Familia —reflexiono en alto—, ese lugar tiene que ver con la Estática y debe ser un sitio lleno de oyentes. Si los temores de su hermano son fundados, es casi seguro que la hayan descubierto y le estén dando caza.

—Tratándose de una sílfide, no me cabe duda. Las emisoras temen a los silfos, los creían extintos.

—Ni siquiera sé si ya la han capturado o no.

—Y, sin embargo, has aceptado ayudar al joven silfo. Vas directa a la boca del lobo.

—Le debo una a esa tal Ibree —digo mirando a mi madre que ahora reposa sobre el inmenso torso musculado de Farshaw—. Pero, antes de nada, debemos poner a mi madre a salvo.

—Si las emisoras quieren algo de ella, solo en Refugio estará a salvo.

—Tendremos que llevarla allí.

—¿Estás segura de que es conveniente que tu madre sepa lo que ocurre tras el telón?

—Si no le contamos nada concreto sobre la Transmisión, no debería haber problema.

—En Refugio, tarde o temprano, será testigo de la existencia de los inmigrados. Eso le traerá problemas con las emisoras.

—Ya tiene problemas con las emisoras, todos los tenemos.

—Eso es cierto.

—No podemos perder más tiempo.

Farshaw me da un toque en el hombro y señala a una estructura a solo unos metros. Son los lavabos del parque, un pequeño caseto enlosado con el cartel de «WC».

—¿Los servicios?

—Las puertas de los servicios. ¿Has olvidado que cualquier puerta es un acceso a Refugio?

Es verdad, solo he de fotografiar esa puerta y entrar por ella.

—Dejaré a mi madre junto con mi padre y luego volveré aquí. Necesitaré que me prestes tu furgoneta —le digo sin demasiado convencimiento.

Farshaw se inclina sobre mí, extenso como un tsunami y poderoso como un alud. Casi me hago pis encima.

—Nadie —dice con un hilo inquietante de voz—, nadie conduce mi furgoneta, salvo yo.

—Pero... —replico.

—Por eso mismo tendré que ir contigo. —Al sonreír, parte de su máscara humana se alza y muestra sus colmillos.

—¿De verdad?

—Supongo que los inmigrados tienen que ayudarse entre sí —gruñe él—, incluso si son inmigrados de pacotilla, como tú.


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