EPISODIO 4, ESCENA 11: En la que se narra el destino del Hombre Múltiple.

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El Iblis. Esa fue su obsesión durante siglos. Los tiempos cambiaron y Manahen cambió con ellos. El marionetista no se podía permitir morir sin antes hallar a su amada Esther. A veces imaginaba su cuerpo etéreo flotando sin rumbo ni retorno en el vacío entre mundos y la angustia ascendía por su garganta como frío mercurio.

La extensión de una sola vida humana, tan longeva como un soplido, no era suficiente para recorrer el mundo y recabar el saber que necesitaba sobre el Iblis. Un saber enterrado en los mitos e historias de los oyentes, los no oyentes y los inmigrados.

La vejez cayó sobre él como un ave de presa para llevárselo cuerpo en alza, pero Manahen se sacó un as de la manga. Sus poderes habían mejorado y evolucionado desde que los usó por primera vez décadas atrás, así que construyó un títere de su tamaño con los mejores materiales de la época. Pudo costearse esta manufactura fácilmente pues, para entonces, era un artista muy renombrado con su propia compañía itinerante. El resultado fue la marioneta más perfecta hasta la fecha, de piel blanca de madera de arce y cabellos finos de hilo de algodón blanco. A esa marioneta transfirió su alma dejando su cuerpo desahuciado.

Al volverse un recipiente del alma de Manahen, la marioneta adquirió pulso y su superficie se tornó tersa y templada. Aun así, la imitación no era del todo perfecta, por eso Manahen siempre tuvo la precaución de cubrir su anatomía artificial con sombreros, capas y abrigos para disimular su verdadera naturaleza.

El artesano conservó y alimentó su cuerpo humano que parecía estar en coma inducido. Fue inútil, es destino inevitable que el organismo envejezca y muera. Para alivio del marionetista, al fallecer su yo mortal, sus poderes de oyente no desaparecieron, ya que su esencia seguía permaneciendo en el mundo de los vivos. Con su nueva carcasa artificial, Manahen ya no tuvo que preocuparse del hambre, la sed o el sueño, pues había perdido su humanidad.

Este proceso de metamorfosis se repitió varias veces a través de los siglos. Cuando su envoltorio ya no le servía o no era reparable, o cuando encontraba mejores materiales o aprendía técnicas de artesanía más avanzadas, Manahen volvía a cambiar de cuerpo. Muchas veces se hacía pasar por sus propios descendientes de cara al ojo público para evitar rumores entre los no oyentes.

Al mando de su compañía, el titiritero viajó por todo el mundo buscando leyendas antiguas y conocimientos perdidos, haciéndose conocido en las comunidades oyentes e inmigrados. Prestaba servicio y ayudaba a quien lo necesitaba si eso podía reportarle nuevos indicios. Su existencia fue un mito que se extendió entre los oyentes y todos recurrieron a él y sus diferentes identidades en algún momento de la historia.

Manahen, a esas alturas, sabía todo lo que había que saber sobre las emisoras, los avatares y la Pirámide. Sin embargo, no tenía interés en las Transmisiones ni en cómo fueron cobrando entidad a lo largo de los siglos. Tampoco tenía interés en escoger un bando. Solo tenía dos objetivos: el Iblis y Esther, y estos objetivos son lo que persiguió sin descanso durante más de un milenio.

Los dragones, las esfinges, las quimeras. El Iblis. Migas de pan que le llevaron al centro del viejo continente, a un territorio costero que, quinientos años atrás, era principalmente agreste. Allí encontró un pequeño asentamiento fortificado llamado por sus lugareños: Clofen, que no era otro que vuestro Cloven de hoy.

En el momento en que la caravana de espectáculos de Manahen llegó al poblado, este supo que aquel no era un lugar cualquiera. De algún modo, había gravitado a su alrededor en las últimas décadas dando vueltas por países colindantes. Un hilo tiraba de él hacia ese lugar y supo que eso mismo ocurría con otros oyentes. En Clofen había una equidistancia, un punto de equilibrio. Estaba ante el canal.

El titiritero se maldijo a sí mismo por haberse dado cuenta antes. Si había algún lugar donde recabar información sobre el Iblis, era aquel.

Los lugareños dieron la bienvenida al espectáculo de Manahen y se encontraron encantados de que permaneciese en la región por una larga temporada. El señor feudal, que habitaba en la fortaleza del poblado, se mostró interesado en el visitante, pues había escuchado rumores al respecto.

Manahen no tardó en darse cuenta que tanto él como algunos de sus súbditos, así como otros señores de las poblaciones circundantes, eran oyentes. El canal los había atraído como moscas a la miel.

El señor feudal le dio un alojamiento que él tuvo que compensar con favores relacionados con sus dotes. Manahen ya estaba acostumbrado. Por desgracia, la estadía no probaba ser fructuosa. No había mucha documentación en esa pequeña aldea ni en los alrededores sobre el asunto que le atañía. La gente del lugar era supersticiosa y era difícil distinguir los mitos de la realidad. La única cosa que le llamó la atención sobre el pasado de la región fueron las continuadas alusiones a una inundación que había asolado el lugar.

Falto de otros indicios, Manahen decidió investigarlo. En todos los siglos que llevaba vivo, Manahen había coqueteado con muchas áreas del conocimiento y se vio más que preparado para estudiar la cuestión. Los testimonios que fue recogiendo le permitieron hacer un croquis del desbordamiento. No era posible que los datos fueran correctos, ya que el río que atravesaba la zona, no podría haber generado esas masas de agua en las regiones boscosas o montaña arriba. Podría deberse a un cambio en el terreno, aunque Manahen lo dudaba, no había pasado tiempo suficiente para ello.

El artesano se centró en buscar el epicentro de esas áreas, trazó líneas en un plano y buscó el punto focal. Para comprobar la veracidad de sus investigaciones, viajo al linde noroeste de los bosques que había junto a la falda de la montaña. Llevaba dos horas de búsqueda cuando cayó en una ingeniosa trampa de cazador y acabó colgando de un árbol cual fruto verde.

Los montañeses, habitantes del bosque y autores de la emboscada, le despojaron de sus cosas, le bajaron del árbol y lo arrastraron a su campamento situado en un claro en la espesura donde le metieron en una jaula de metal hecha para contener animales. Esos montañeses parecían tener una vida rústica, pero próspera. Manahen pudo observar que usaban herramientas y útiles artesanales que hacían gala de un diseño nunca visto. El marionetista también comprobó que eran gentes procedentes de diferentes regiones, puede que descendientes de vagabundos, exiliados y viajeros que se habían encontrado unos a otros, tiempo atrás. Se mostraban más perspicaces que el resto de los humanos que había conocido en sus largos siglos de vida.

Le mantuvieron preso durante una jornada y lo trataron bien. Parecían estar esperando por el retorno de alguien. Y así era. Avanzada la tarde, una partida de caza regresó con un hombre de amplias espaldas y barbas tupidas a la cabeza. Los montañeses le dieron reporte a este hombre de su intrusión y este se acercó a hablar con él. Se llamaba Fervindo, era el jefe del asentamiento y quería saber los motivos de su presencia allí.

Manahen supo al instante que a este hombre había que decirle la verdad, o lo más aproximado a la verdad que fuera posible. Le contó sobre su investigación respecto a las antiguas inundaciones y sobre sus sospechas de que había algo increíble oculto en esos bosques. Fervindo escuchó con atención solo para después señalar que sus suposiciones eran infundadas. Le dijo al marionetista que, a la mañana siguiente, le soltarían en los lindes del bosque. Le recordó que aquel era su territorio y que no debía volver a traspasar sus fronteras. Le perdonarían la trasgresión, ya que era extranjero en estos lares y había actuado por desconocimiento.

Fervindo no le dirigió la palabra de nuevo. Cayó la noche y desde su jaula hecha de metal oxidada, Manahen contempló la cena comunitaria de los montañeses alrededor del fuego, cena de la cual recibió una ración. «No son mala gente», se dijo Manahen, «eso sí, son en extremo desconfiados». Manahen llegó a la conclusión de que ocultaban algo. El marionetista debía fascinarles y ganarse su admiración.

Los montañeses le habían incautado sus enseres y utensilios. Aunque ya no tenía su gubia consigo, Manahen era muy hábil y poderoso en sus artes de oyente milenario y había desarrollado la capacidad de los diales abstractos. Se sacó su cinto, el cual no había sido víctima del registro de los montañeses, y extrajo su hebilla de un tirón y luego cogió varias ramitas que yacían en los lindes de su celda. Usó una de esas ramitas para hacer unos surcos en la patata cocida que le habían servido para su ingesta y dibujó en su pela un rostro sonriente. Tras esto, clavó las cuatro ramas en el tubérculo a modo de piernas y brazos. Por último, atrajo a un puercoespín que rondaba los matorrales cercanos con algo de fruta seca de la guarnición. Cuando el animalillo se acercó a su celda atraído por el olor, Manahen uso el eslabón de la hebilla a modo de gubia improvisada para activar su poder. En ese momento la criatura cayó inerte y el tubérculo comenzó a moverse con mente propia olisqueando los rincones de la jaula.

Manahen hizo ruido para atraer a los montañeses y estos se aproximaron para comprobar a qué venía ese escándalo. El titiritero les dijo que tenía algo que mostrarles, un milagro de su creación. Escurrió la patata entre los barrotes, y esta, asustada, comenzó a corretear entre los pies de los presentes. Algunos montañeses se asustaron y otros miraron a Manahen con asombro. Pero no Fervindo, este tomo aire y con solemnidad dijo: «Eres él».

Manahen no esperaba que el efecto de su truco fuera tan impactante. Pensaba usar su fascinación a su favor y, si eso no funcionaba, su pequeña patata ya había ido en busca de las llaves de la celda que se encontraban cerca de la hoguera. Incluso, como último recurso, estaba dispuesto a desencajar una mano de su cuerpo de títere y hacer que fuera reptando a por ellas. Nada de eso hizo falta porque fue el propio jefe de los montañeses el que usó esas llaves para sacarle de su encierro. «Nos han hablado de ti», dijo sin más. Manahen le preguntó a qué se refería y Fervindo le pidió paciencia. El jefe mandó a los demás a por unas antorchas y organizó una pequeña partida nocturna que se puso en marcha de inmediato.

Manahen atravesó los bosques en plena noche siguiendo a los montañeses tomando las veredas más abruptas y torciendo por caminos diminutos entre el follaje. Sin embargo, él, con su mente despierta, consiguió memorizar el recorrido.

Por fin llegaron a un recodo despejado del bosque en el que había una laguna rodeada de una hilera de piedras. Manahen se dio cuenta de que esa área, a juzgar por sus cálculos, bien podría ser el epicentro de la mencionada inundación. Sin embargo, aquella era una pequeña masa de agua estancada y no estaba alimentada por arroyos de ningún tipo o cursos fluviales que pudieran provocar ese fenómeno. Aun así, lejos de presentar un aspecto malsano debido al estancamiento, el agua se veía transparente, fresca y viva. Demasiado viva.

Los montañeses le incitaron a mirarse en el reflejo. Así lo hizo y, entonces, el agua burbujeó y se expandió; no solo la masa líquida, sino también el marco empedrado que rodeaba el estanque. Manahen supo que esa laguna no era una laguna normal, que su tamaño cambiaba a placer y que, por propia voluntad, bien podría extenderse y asolar toda la región.

El reflejo de su rostro y la visión cenital de los árboles que le rodeaban mutó en un crisol de luces y el lago le mostró en su superficie parajes y cielos desconocidos. Esa laguna era un portal a otros mundos. Manahen había oído a los inmigrados hablar de los retales y la descripción no coincidía, así que sabía que lo que tenía delante era otra cosa. Estaba ante la puerta del Iblis; el dial del Primer oyente.

«En sus reflejos vemos imágenes de maravillas. Somos testigos de los problemas que asolan este mundo y otros más allá. La laguna nos los enseña y nosotros damos sentido a sus visiones, somos sus intérpretes», le dijo Fervindo.

Manahen comprendió enseguida de dónde derivaban los conocimientos y las originales artesanías de los montañeses, de contemplar las imágenes de otros mundos que se mostraban en la laguna. Fervindo le contó que ellos no se podían bañar en sus aguas, no sin desaparecer para siempre o volverse locos, pero que él sí podría. Manahen le preguntó cómo estaba tan seguro y Fervindo le contestó que la Pirámide, a la que veían en sueños, así se lo había asegurado. Esa Pirámide les había hablado del hombre que da vida a lo que no lo tiene, el que estaba vivo sin estarlo y que parecía hombre sin serlo. Si lo encontraban, debían llevarlo a ese lugar y pedirle que se bañase en las aguas, pues él sí resistiría el viaje.

Manahen estaba confuso. Si la Pirámide sabía dónde estaba la laguna, ¿por qué no se comunicó con él de la misma manera que con los montañeses? Quizás quiso que él se volviera más poderoso, para así poder abandonar su cuerpo humano. Después de todo, Fervindo había insinuado que si fuera un hombre corriente no habría podido bañarse en las aguas del estanque.

«Es hora», atestiguó Fervindo. Se ofrecieron a ayudarle a desnudarse, no obstante, el marionetista les pidió que le dejasen solo, receloso de que vieran su cuerpo artificial. Así lo hicieron, dejaron el claro y patrullaron los alrededores mientras Manahen se quitaba la ropa y se sumergía en las aguas. Estas comenzaron a envolverle con delicadeza, como el arropo de una madre y, entonces, tiraron de él hacia la negrura, hacia el espacio entre espacios.

Escuchó la marea, los colores se desvanecieron y Manahen, el titiritero, el amante sin descanso, emergió en el Afluente. Sobre el Afluente se encontraba la Estación manipulando sus cursos, decidiendo cuales dejar fluir y cuales contener.

El titiritero salió del agua y contempló con fascinación la magnitud de lo que le rodeaba. Aquello era muy parecido a las visiones que había tenido tras su muerte siglos atrás. Escaló las protuberancias en el vacío avanzando hacia la base de la Pirámide. A su paso, se generaban losas a modo de pasillo ascendente que le condujeron hasta la mismísima puerta del prisma.

Manahen sería la primera alma humana en entrar en la Estación.

Mi visión de su pasado referente a lo que aconteció dentro de la Estación es difusa. La Estación es demasiado poderosa para que sea escrutada por el ojo de una simple esfinge. Sin embargo, he sido testigo de lo que Manahen les contó a sus colaboradores y de lo que plasmó en sus escritos referente a aquel encuentro.

Manahen, entró en la Estación y se encontró a los avatares. Contempló el vuelo de todos los soñadores que habían sufrido la mutilación de su cuerpo astral rodeando la Pirámide y, entre ellos, vislumbró el de su amada Esther. Ella parecía observarle, pero la comunicación entre los dos semejaba imposible, pues ella era solo una sombra de su antiguo ser.

Muchos temas que yo ignoro fueron tratados por los avatares y el hombre marioneta. Lo que sí es seguro es que Manahen pidió a los avatares que le devolvieran a su amor, no como el ser etéreo que era ahora, sino completa en cuerpo y espíritu. Los avatares le dijeron que eso no era posible. Los soñadores habían sido separados en dos mitades por el Iblis, una criatura que antaño había sido la mayor benefactora del orden promulgado por la Estación pero que, con el tiempo, había caído en la demencia y la había traicionado. Debido a eso y a otras afrentas, la Estación lo había apresado impidiéndole desactivar su dial, su conexión directa con el mundo humano. Así es como el portal del Iblis permaneció para siempre abierto. Uno de los dinteles de ese dial se encontraba en el bosque de Clofen y el otro dintel yacía en el fondo del mismísimo Afluente, lo que ayudaba a mantenerlo bajo control. Dos dinteles que comunican el núcleo del Afluente con el mundo humano. Y es que el poder del Iblis, el primer oyente, no es otro que abrir y cerrar puertas, comunicar e incomunicar.

Sabiendo que esa criatura había sido la causante de la desgracia de su esposa, Manahen llegó a odiar al Iblis tanto o más que los propios avatares, así que, en vez de celebrar su castigo, se enfadó porque no hubiera sido condenado a morir. Los avatares le dijeron a Manahen que el Iblis era una herramienta que, bien usada, podría compensar el mal que había provocado.

«Con respecto a tu amada, yo puedo darle mente», dijo el Burgués, hoy conocido como el Constructo; «yo puedo darle sentimientos», aseguró el Rebelde, ahora llamado el Influyente; «yo puedo darle ideales», manifestó el Mártir, el antecesor de Madre. Los tres le explicaron que los poderes de los avatares se limitan mutuamente. Lo que uno da el otro lo quita, pues son fuerzas colindantes. Por eso no podían traer a Esther de vuelta en toda su plenitud.

«Si fuéramos uno solo, eso cambiaría», afirmaron. La respuesta de Manahen fue clara: «¿Cómo puedo ayudaros a ser uno?».

Los avatares hablaron con Manahen sobre su visión del futuro. Manahen hizo, asimismo, sus propias propuestas para que se hiciera realidad. Un plan a largo plazo se puso en marcha. Las Transmisiones que, hasta ahora habían servido para frenar al Silencio, serían utilizadas de una manera mucho más inteligente. «Matarían dos pájaros de un tiro», tal fue la expresión que Manahen manifestó en sus notas.

Los avatares de la Estación prometieron que, cuando renacieran como uno solo, omnipotente y omnipresente, el Silencio llegaría a su fin. Por supuesto, eso a Manahen no le importó lo más mínimo, pues aquel no era su objetivo.

Manahen volvió a la floresta de Clofen y se volvió el líder de los montañeses. Estos fueron sus primeros seguidores. Su tarea inicial fue construir un lugar de estudio e investigación en aquel lugar de tránsito, un laboratorio en cuyas profundidades se guardaría el portal.

Pronto Manahen descubrió que los montañeses eran tan especiales como aparentaban. Los autoproclamados intérpretes habían pasado generaciones vinculados a la influencia del dial del Iblis y poseían una sensibilidad con el más allá. Manahen observó lo que ocurría cuando uno de ellos retornaba siendo un oyente. Su vínculo no era con la Estación, sino que, por influencia del portal, su vínculo era con el mismísimo Iblis.

Antes de continuar con el relato, ¿recordáis a todos los soñadores que vagaban por el espacio entre mundo separados de su yo mortal? Manahen los usó a todos, exceptuando a su esposa, claro está. Vinculó sus cuerpos Astrales a sus títeres para que estuvieran atados a su voluntad. Todos los títeres sirvieron a Manahen y, por orden suya, a la Pirámide. Aún le sirven hoy en día. Mientras están en sus cuerpos artificiales, los soñadores defienden a la Pirámide y administran sus asuntos.

Cuando se les permite salir de sus cuerpos artificiales para volver a viajar en sueños por el Afluente, los soñadores lo hacen dirigidos por Manahen. Lo que ellos ven, él también lo ve. Ellos son sus ojos y oídos en las realidades. Esa información ha servido a la Estación y a Manahen para organizar su estrategia a lo largo de los últimos siglos.

Estas creaciones artificiales, que conservan ya poco conocimiento de su antiguo yo, comenzaron a interactuar con los oyentes. Locutores, auditores, tramoyistas, así les llamáis. Caminantes de diferentes razas y procedencias, todos vinculados a las mismas marionetas en serie que sirven a un solo amo: El Regidor. Manahen.

El titiritero también creó en su laboratorio una gran marioneta, una muy especial que le llevó años de estudio. El cuerpo real del Iblis yace inconsciente, no se sabe si aún vivo o muerto, mientras su alma descansa dentro de esa horrorosa creación.

A través de los hilos que los unen a su amo, las marionetas intercambian información y capacidades. El poder de viajar entre puertas propio del Iblis y su dial abstracto es usado por los lacayos albinos de la Pirámide para una mayor eficiencia. Esto también le permite a Manahen usar la videncia futura del Iblis a su favor.

Manahen estaba dispuesto a usar al Iblis como herramienta siguiendo la sugerencia los avatares. Lo primero que hizo es obligarle a abrir las puertas oníricas para permitir que sus soñadores rastreasen los mundos. Y no solo eso, Manahen también pudo hacer que los oyentes del linaje intérprete vinculados al Iblis le sirvan a él, pues el titiritero era ahora el amo del primer oyente.

Es así como contó, generación tras generación, con un pequeño contingente de oyentes fieles a él y no a la Estación. Oyentes que no tienen que seguir las reglas que la Pirámide se autoimpone y que pueden hacer el trabajo que otros no pueden. Oyentes que él no escatima en localizar usando la visión del Iblis y la información de sus marionetas y a los que ofrece una mano paternal en su momento más débil.

Es bien sabido que Manahen puede volcar su mente en el cuerpo de cualquiera de sus marionetas y, si la ocasión lo requiere, tomar el control. Por algo se ganó un nuevo nombre por parte de los pocos que conocen su identidad: el Hombre Múltiple.

Durante siglos, el centro de investigación fue reconstruyéndose sobre sus propias ruinas. En sus sótanos fortificados permaneció oculto el portal del Iblis esperando a interpretar su papel en los planes que estaban por venir. Allí se llevaron a cabo experimentos con criaturas de todo tipo. Se les estudiaba y, luego, eran convertidas en marionetas para poder usar sus capacidades. Manahen no tardó en ceder parte de sus recursos e instalaciones a la nueva Tecnocracia que comenzó una nueva línea de investigación en busca de algo. Ese algo lo desconozco. Seguramente esté relacionado con el plan que el Regidor y la Estación divisaron.

Esto es la historia de un hombre que, por amor, sacrificó su bondad, su cuerpo y su alma. La historia de Manahen, el Regidor, el Hombre Múltiple.

Esta historia es una historia robada, cachorros humanos. Se la robé a un soñador lacayo del propio marionetista. Me hizo preguntas y exigió respuestas en nombre del Regidor. Yo le conté una historia, y, mientras lo hacía, vi su pasado. A través del vínculo con su amo, presencié la historia del Regidor y del Iblis. Lo que fueron y lo que son.

El Hombre Múltiple no fue consciente de mi indiscreción, pero el Iblis, sí.

«Querida amiga, cuenta nuestras historias. Mi historia es para el oyente dial, su historia para los amigos del pícaro. Sé mi voz», eso me transmitió el primer oyente a través del vínculo compartido con el soñador. Era una visión de futuro que anticipaba vuestra visita y la que está por venir. Desconozco si el Regidor intervino o no ese mensaje.

Por supuesto, nada sé sobre el mañana que intentan construir el Hombre Múltiple y las emisoras. Mi encuentro con su títere fue antes de que ese plan tomara verdadera forma y mis ojos solo ven el pasado y no el futuro como los de mis congéneres. Sin embargo, gracias a ese encuentro, aprendí dos nuevas historias. Ahora esta historia en concreto os pertenece a vosotros.

Vuestro chacal cree que la existencia corre peligro y que el Presagio y la revolución inconcreta pueden evitarlo. No obstante, piensa que los miembros del Presagio no pueden conseguirlo solos, ya que están atados a las mismas reglas que les permitirán vencer el juego. Los intérpretes se mueven en las sombras, hijos e hijas de hombre. Son discretos, poderosos y las normas no les afectan. A vosotros tampoco, elegidos del chacal. ¿Qué vais a hacer al respecto?

Esta historia se acabó. Ahora vosotros estáis preparados para comenzar una nueva historia, una que nos pertenece a todos.



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