EPISODIO 4, ESCENA 6: En la que se narra el comienzo del Hombre Múltiple.

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Toda historia tiene un principio, si bien algunas comienzan con un final. Porque, ¿acaso hay diferencia entre final y principio?

El día en que la vida de su padre llegó a su final, Manahen, hijo de Levy, comenzó su vuelo en solitario. Él había aprendido todo lo que había podido de su progenitor y ahora tomaba el relevo como el artesano del pueblo. En el mundo del hombre, más de un milenio atrás, no había en la región de Kənáʿan nadie tan diestro como Manahen. Muebles, tallas y útiles de todo tipo pasaban por sus manos para ser reparadas, pero lo que a él más le gustaba era crear títeres y muñecos que divirtieran a la gente, aunque solo los más pudientes pudieran permitirse pagar ese tipo de encargos.

Un día se unió a una caravana para entregar en persona un encargo de títeres para el hijo de un noble de la zona. Manahen estaba muy ilusionado, pues era el primer encargo importante de esas características que recibía y él mismo fue a entregar la mercancía. Estaba dispuesto, incluso, a organizar un pequeño espectáculo para el muchacho a modo de muestra. Por desgracia, la caravana en la que viajaba fue asaltada por forajidos y sus tripulantes pasados a cuchillo. Manahen, aferrado a sus creaciones, huyó a través del roquedal atravesando el yermo en dirección al cañón cercano. Consiguió dejar atrás a los asaltantes adentrándose en los desfiladeros y, aún inseguro de que pudieran apresarle, se escondió en una cueva.

Llegó la fría noche y, a la entrada de la cueva, Manahen decidió prender fuego con su yesca a una de las tallas que llevaba en el bolsillo y en la que había estado trabajando en su tiempo muerto durante el trayecto. Juntó algunas ramas secas de los arbustos circundantes para avivar las llamas y, una vez la hoguera creció lo suficiente, comió una de las raciones que aún conservaba en su bolsa. De este modo, arrebujado en su capa de viaje, esperó a que se hiciese de día para encontrar el camino de vuelta a un pueblo cercano.

Pero en mitad de la noche, Manahen fue despertado por un suave canto y unas risas apagadas que provenían de los angostos pasajes de la cueva en los que él no había querido adentrarse.

A partir de su ya exigua hoguera se hizo una antorcha y decidió aventurarse por aquellas arterias de roca para desvelar el misterio. Guiándose por su oído, no tardó en descubrir una gran sección abovedada de la cueva en la que había una gran poza de agua. Alrededor de ella estaban dispuestos pequeños platos de bronce donde crepitaban las llamas. Su luz rielaba en el estanque y también en la piel escamada de unos bellos seres que retozaban en la laguna.

Los seres en cuestión semejaban humanos, en cambio, sus escamas irisadas y colas serpénteas sugerían lo contrario. Sus rostros no eran amenazantes y su actitud era jovial, pero a Manahen le entró el pánico. Tropezó con una roca y el resbalón resonó en la caverna atrayendo la atención de las criaturas. Primero asustadas y luego curiosas, rodearon al caído y, tras debatir entre ellas, se decantaron por ayudarle a erguirse. Cualquier tipo de inseguridad por parte de Manahen se esfumó al percibir este gesto amable. Es posible que el carácter curioso del artesano le permitiera sobreponerse a la visión de esos seres fantásticos, el caso es que su reacción fue sonreír a las criaturas y aceptar su ayuda. Estas decidieron que Manahen no era un peligro y le invitaron a bañarse con ellos, lo cual él hizo con cierto rubor. Luego le guiaron por los subterráneos a otras cálidas y confortables zonas de la caverna donde almacenaban frutos y pescados que calentaban en el fuego antes de ser consumidos. Mientras cenaban, intercambiaron historias. Las criaturas sabían hablar bastante bien su idioma y, gracias a eso, pudieron compartir sus aventuras y desventuras.

Lamias, se llamaban, y venían de otro reino más allá del mar y las estrellas, un reino por debajo y por encima del suyo. Habían cruzado un retal, un descosido en el propio cielo, y afirmaban que había muchos otros mundos allí afuera, aunque ellos no los habían visitado. Las lamias habían huido de una misteriosa oscuridad que había asolado su mundo y, al hablarles de esto, señalaron al hombre lamia más joven y dijeron que era un oyente, un ser retornado de la muerte con habilidades impresionantes capaz de usar esas roturas para viajar entre reinos. Ese joven había sido su salvador.

Por desgracia, no podían dejar que los humanos los vieran. Eso ya había ocurrido con anterioridad y había sido su perdición, pues tuvieron que abandonar su último asentamiento por miedo a que les dieran muerte.

Manahen los tranquilizó al respecto y prometió no contárselo a nadie. Tras la charla, les mostró sus marionetas e, incluso, interpretó un pequeño cuento que hizo las delicias de las lamias. Sus nuevos amigos le preguntaron si algún día podría confeccionar marionetas que se parecieran a ellos y él, intrigado con la propuesta, les respondió que sí.

Las lamias le guiaron por los pasajes subterráneos a una villa comercial cercana, bien comunicada con su destino. Manahen les agradeció su acogida y prometió volver a visitarles. Consiguió llegar al hogar del noble y le hizo entrega de los títeres y se ofreció a organizar un pequeño teatro en el que introdujo nuevos prototipos de marionetas con forma de lamias, prototipos que también vendió a su anfitrión y actual comprador. Gracias a esto, se corrió la voz de su talento como artesano de cuentos y fantasías. Es así como la calidad de su artesanía acabaría llegando a oídos de la nobleza de Judea.

Manahen viajó muchas veces a la villa mercantil y, usando los mismos accesos subterráneos, visitó a las lamias y les enseñó sus nuevas marionetas inspiradas en ellos. Los inmigrados fueron cogiéndole cariño y le hablaron de otras criaturas, de otros mundos y de refugiados que habitaban en diferentes zonas del territorio. Manahen comenzó a investigar a estos otros pueblos, pues su curiosidad le podía. Consiguió encontrar a varias de estas criaturas y comunicarse con ellas, a veces con más éxito que otras.

Por supuesto, Manahen necesitaba aún ganarse la vida y seguía haciendo tallas y muebles, no obstante, comenzó a mostrar sus marionetas en su taller, incluidas las marionetas que confeccionaba basándose en las criaturas con las que se topaba. Pronto se volvieron famosas en el poblado, hasta el punto que él mismo interpretaba pequeños teatros de títeres relatando las historias que esas mismas criaturas le habían narrado a él. También se fue corriendo la voz de su talento entre los más adinerados y llegó un momento en que los viajeros que pasaban por el pueblo le reconocían nada más ver su trabajo.

Sus espectáculos le hicieron desplazarse a diferentes regiones y su negocio de títeres comenzó a ser más productivo que la carpintería. Durante sus travesías visitaba a viejos amigos inmigrados y descubría nuevos asentamientos.

Un día recibió una carta de una joven dama hacendada de un país limítrofe, muy interesada en sus marionetas, que le pedía que fuese a su villa a dar un espectáculo. Esto no extrañó a Manahen, ya que era normal que gente de buena cuna se interesase por el entretenimiento que él ofrecía. Lo que le llamó la atención a Manahen y le impulsó a viajar más lejos de lo habitual fue que la mujer nombraba a las marionetas por su nombre: lamias, goblins, ninfas... Decía que pagaría sus historias no solo con oro, sino también con sus propias historias a cambio. Esto encendió la innata curiosidad de Manahen.

El titiritero decidió ponerse en camino y contrató los servicios de una caravana privada pertrechada por guardias de seguridad, ya que ahora podía permitírselo. El viaje se dio sin incidentes y, cerca de la fecha prevista, llegó al poblado de destino y fue recibido en la gran hacienda de su anfitriona donde se le ofreció hospedaje.

Tras acomodarse, no tardó en conocer a Edith, la anciana que llevaba la hacienda, una sabia y astuta viuda que, desde la muerte de su marido, gestionaba los negocios del lugar con la misma facilidad que pestañeaba. La mujer que le había escrito era su hija, Esther, a quien la anciana adoraba y a la cual estaba dispuesta a cumplirle cualquier capricho que la hiciera feliz.

Manahen pronto se dio cuenta de que la anciana y el personal de la hacienda hablaba con cariño y, a la par, con tristeza de la joven señora. Debido a una enfermedad que había sufrido de niña, su organismo era ahora débil y quebradizo, no podía hacer excesivos esfuerzos y su actividad se limitaba a dar paseos por la hacienda y por la villa. Ella prefería leer, tocar música y dibujar y, aun así, terminaba agotada.

Tras recibir esa información, Manahen no sabía que esperar cuando la joven señora pidió conocerle en persona. Pensó que se encontraría a una mustia muchacha, cadavérica y de ojos saltones meciéndose macilenta en las sombras de su cuarto y, en cambio, lo que encontró fue un ángel. Una hija de hombre bella y de aspecto delicado, pero sonriente, que le daba de comer a los pájaros en el alféizar de la ventana. Una mujer dulce como el aroma de primavera. Sus ojos eran soñadores, pero infundidos de sabiduría, sus modales exquisitos, su sentido del humor afilado y, durante la primera conversación que tuvieron juntos, a Manahen no dejó de asombrarle la inmensa cultura que demostraba. Pero, fue al hablar a solas que ella compartió otros saberes menos mundanos, saberes de otros reinos y criaturas lejanas. Sobre estos y muchos otros temas, charlaron en los días anteriores al espectáculo de títeres.

Dicho espectáculo, por cierto, fue muy sonado en la región. Se dejó asistir a la gente de la villa y a todos los trabajadores de la hacienda y todos quedaron asombrados ante la belleza y rareza de los títeres, la artesanía de los escenarios y las historias que se narraban. Hasta la propia Esther participó tocando su laúd, acompañando con su música los giros argumentales.

Fue todo un éxito y la gente le rogó a la señora Edith que contratara a Manahen para más espectáculos. Visto esto, la anciana le ofreció al marionetista uno de los talleres que había pertenecido al antiguo alfarero de la villa y le propuso trasladar allí su lugar de residencia y trabajo. Manahen no lo dudó, aquella villa era más boyante que su pueblo natal y podría estar cerca de Esther.

Comenzó a aceptar algunos encargos de artesanía y a reparar marionetas y juguetes y, cada cierto tiempo, organizaba sus maravillosos espectáculos. Gracias a él, la villa se hizo aún más boyante, pues sus eventos atraían a viajeros de otros lugares y algunos mercaderes comenzaron a desviarse de sus rutas para aprovechar el gentío. La mayoría de los negocios locales, de los cuales la vieja Edith se llevaba un pellizco, también se beneficiaban de esta situación y Edith estaba satisfecha con la presencia del artesano en la villa. Tampoco veía con malos ojos la amistad que tenía con su hija ya que, a su lado, ella era feliz.

Manahen había respetado la reserva de Esther respecto al origen de sus conocimientos sobre las criaturas de otros planos, pero un día se obligó a sí mismo a preguntarle de forma directa. Para su sorpresa, Esther le contestó sin tapujos: «Lo soñé». De esta forma, Manahen descubrió que Esther era una soñadora. Su cuerpo físico era débil, no así su cuerpo astral. Cada noche, al dormir, Esther visitaba muchos mundos y contemplaba sus maravillas, hablaba con otras criaturas en sueños y se encontraba con otros caminantes soñadores como ella. Manahen se quedó fascinado con sus historias, apuntó algunas de ellas en sus papeles y los acompañó de bocetos. No eran solo ideas para sus espectáculos, sino también información que él adjuntaba a un diario minucioso que llevaba sobre todos sus descubrimientos.

Pronto se instauró una bella dinámica entre los dos. A veces, Manahen salía de viaje a por materiales y nuevos proveedores, así como para visitar los asentamientos de muchos de los inmigrados que había conocido. Asimismo, cada vez que tenía noticia de un nuevo sentamiento no muy lejano, planeaba su exploración y, cuando volvía, le contaba todo a Esther que lo escuchaba con suma atención. Luego ella compartía sus apreciaciones con Manahen y le ayudaba a sacar valiosas conclusiones. Cuando podía, el marionetista le traía siempre algún recuerdo o presente a su muy apreciada amiga de los lugares o asentamientos que visitaba. Por su parte, Esther, le relataba todos los sueños que había tenido durante su ausencia, lo cual siempre causaba fascinación de Manahen. Además de esto, procuraban pasar tiempo de ocio en mutua compañía. Paseaban, jugaban o hablaban sobre la vida. Muchas veces preparaban juntos el teatro de títeres intercambiando opiniones sobre la narración o ideas sobre la escenografía. Manahen se ocupaba de montar el espectáculo y Esther de componer las melodías.

Era un amor basado en el respeto mutuo y la aceptación del otro, un amor fortalecido por un secreto compartido.

Una noche, al volver de uno de sus viajes, Manahen agasajó a Esther con un anillo de roca de los hombres topo y le propuso matrimonio con Edith presente. La anciana, para tranquilidad de ambos, lo vio con buenos ojos. Esther se emocionó y no se tardó en celebrar una boda hermosa, de buen gusto y no muy multitudinaria.

Pasaron su primera noche juntos como marido y mujer y, desde entonces, hubo muchas más. Con los años, su lazo se volvió más sólido que nunca, aunque no llegaron a tener herederos.

Un día, sin preaviso, la causalidad creó nuevos derroteros y un trágico suceso abatió a Esther. Una noche se despertó gritando y llorando. Manahen, que yacía a su lado, se asustó e intentó consolarla. El llanto histérico se fue tan rápido como vino. Esther se encontraba pálida y confusa. No recordaba por qué lloraba y cuando Manahen le preguntó sobre lo que había soñado le juró que no se acordaba de haber soñado nunca.

Manahen creyó que su estado era debido a una horrenda pesadilla y que estaba aún traspuesta, pero pronto descubrió que, efectivamente, no recordaba nada sobre sus sueños ni sobre sus viajes astrales. Manahen intento narrarle algunas de las historias que ella misma le había relatado en el pasado y Esther le escuchaba anonadada creyendo que Manahen se burlaba de ella. Varios días pasaron y Manahen la sondeaba intentando descubrir que le había ocurrido a su memoria relatándole todos sus sueños. Esther llegó a la conclusión de que lo afirmado por su marido sobre su pérdida de memoria era verdad, quizás por la minuciosidad de los detalles o porque la protagonista de esas historias se comportaba tal cual ella lo hubiera hecho. Además, Esther notaba que faltaba algo en su interior, como si le hubieran arrebatado una parte de su corazón. El caso es que la muchacha no volvió a soñar.

Manahen creyó que podrían superar este bache y volver a la normalidad. De lo que no se daba cuenta es que los viajes de Esther era lo que le permitía sobrellevar su enfermedad y su vida de reclusa en aquella villa, eso y la compañía de Manahen.

Fue gracias a sus aventuras nocturnas que pudo resistir tantos años, pero ahora tan solo sobrevivía y lo hacía solo por su esposo. Manahen contempló entristecido cómo su voluntad se marchitaba día tras día.

El preocupado esposo no podía encontrar respuestas a su aflicción. Siguió visitando refugios inmigrados, sobre todo aquellos asentamientos en los que había un oyente, esos individuos que habían vuelto de la muerte y que eran capaces de ciertos milagros. Quizás ellos tuvieran respuestas. La búsqueda, no obstante, no fue muy fructífera. Entonces fue cuando Manahen se enfrentó al horror.

Sucedió una noche de verano, cuando Manahen retornaba a la hacienda tras haber visitado a sus viejos amigos los lamia. Encontró a su amada Esther colgada de una viga del dormitorio. Nadie se había enterado de lo sucedido, así que Manahen despertó a toda la hacienda para que le ayudarán a bajarla. Desafortunadamente, ya era muy tarde. La vieja Edith se desovilló en el suelo al ver esa horrible imagen. Manahen abrazó y acunó a su esposa gritándole al cielo por su crueldad y a los habitantes de la hacienda por su inobservancia.

Su mujer se había quitado la vida y, en la cama que habían compartido durante tantas noches, yacía una nota en la que ella pedía disculpas por no ser fuerte y no poder soportar el vacío dejado por aquello que le había sido arrebatado. Le decía que lo amaba, pero que la tristeza era demasiado abrumadora.

Se organizó un bello funeral y todos los habitantes de la villa asistieron. Manahen apenas tuvo fuerzas para presentarse y prefirió llorar a solas. Y lloró, días, semanas y meses desatendiendo su negocio y sus encargos. Prometió espectáculos que no celebró y clientes y proveedores le reclamaron lo acordado. El marionetista comenzó a acumular deudas. De poco sirvieron las palabras de Edith, la curtida viuda, sobre la responsabilidad y la entereza, poco importaron sus advertencias de cómo su camino le conducía al abismo. Manahen no podía continuar.

Hubo un tiempo en que el mundo había sido para él un caleidoscopio de misterios y aventuras y ahora, sin embargo, una verdad se le hacía tan pesada como la mismísima gravedad. No tenía sentido recorrer los caminos si no había un hogar al que retornar, y Esther era ese hogar. La única forma de volver a casa era reunirse con ella.

Y así lo hizo, sin aspavientos ni prolegómenos, una acción simple en un momento intrascendente. Usó su propia gubia de carpintero para ello, aquella con la que hacía surcos en las tallas y daba forma a las partes de sus títeres. Se la clavó en la yugular. Bajo la llovizna de su propia sangre, Manahen se dejó llevar por el abrazo de la muerte y partió en busca de Esther, pero a quien encontró fue a la Pirámide flotando en el espacio infinito sobre los mil ríos.

«Su otra mitad está con nosotros. Si quieres verla, busca el dintel de entrada. Busca la puerta del Iblis», bramó la Pirámide. Manahen entonces contempló una estela de seres traslúcidos; hombres, mujeres y otras criaturas volando en torno a la Estación. Supo que eran cuerpos astrales, pues su mujer le había descrito su aspecto en incontables ocasiones.

Fue al pensar en Esther que su rostro emergió de entre el cúmulo de caminantes, pero esta miraba al infinito sin poder verle. Manahen intentó gritar para que sus miradas se encontrasen. Ella no le oía, así que interpeló a la Pirámide. «No puedo hacer lo que me pides, estoy muerto», le dijo. La respuesta fue inmediata: «No, no lo estas».

Manahen se incorporó en su lecho de muerte en el transcurso de su propio velorio. Su repentino despertar llenó de horror a los habitantes de la villa y casi provoca un infarto a la vieja Edith. Se abrió paso entre la muchedumbre sin dar explicaciones y fue dando traspiés hasta su taller. Revolvió todos los enseres de la estancia hasta encontrar su gubia y la apretó contra sí para calmar el dolor que le había embargado, entonces una nueva urgencia creció en su interior.

Tiró al suelo su colección de títeres en busca de todas las notas en las que había plasmado sus conversaciones con los inmigrados y los sueños de Esther. Las juntó de una forma febril intentando recomponer la información recopilada en ellas. Después de una hora encontró lo que buscaba. Su memoria no le había fallado. En uno de los relatos, su amada Esther le había contado su charla con otro soñador, un ser bello e inocente llamado Deede. Este le había prometido narrarle la historia de aquel al que llaman Iblis y la historia del canal, pues el propio Iblis se la había relatado a Deede.

Por más que miró y miró, no pudo encontrar otras referencias. Esther y Deede no habían tenido oportunidad de hablar mucho más antes de que ella perdiera su capacidad de soñar, pero al menos era una pista. El Iblis existía y era un oyente, sin embargo, desconocía lo que era un canal.

Mientras llevaba a cabo estas apresuradas averiguaciones, algunos de los aldeanos comenzaron a reunirse frente a su casa. Su comportamiento tras la muerte de Esther no le había granjeado muchas amistades y su resurrección había causado pavor entre los habitantes. Además, ya sabemos que los hijos del hombre repudian en un día aquello que han amado durante años.

Cuando un pequeño grupo de tres aldeanos arremetió contra la puerta al grito de «demonio», Manahen pudo comprobar que el miedo se había apoderado de su razón, pero ¿acaso estaba él más cuerdo?

Les instó a que abandonasen su taller argumentando que tenía que trabajar en sus anotaciones para una obra. Por supuesto, los intrusos no atendieron a razones y uno de ellos le dio un empellón a Manahen que cayó sobre el banco de herramientas. Otro propuso que le abrieran la cabeza y lo quemasen sin tardanza para que ese engendro no pudiera volver de la muerte otra vez y apoderarse del cuerpo de nadie más.

Un día atrás, Manahen no se hubiera opuesto a que acabaran con su vida. Ahora todo era distinto, había regresado y sabía que una parte de Esther se encontraba esperándolo en algún lugar entre los mundos y que podría verla de nuevo si encontraba la puerta del Iblis.

Así que no, Manahen no se dejó matar, se incorporó y amenazó a los hombres que le rodeaban blandiendo su gubia. Ellos no se amedrentaron, pues portaban azadón, guadaña y hacha, instrumentos de trabajo o facilitadores de la violencia según la voluntad de aquel que las empuñe. En todo caso, aperos contra los que la mísera gubia de Manahen no era rival.

Cuando los asaltantes avanzaron en dirección a él desoyendo sus advertencias, Manahen hizo zigzaguear su gubia haciendo un amago de ataque que, aunque no acertó su objetivo, le arrebató a uno de esos hombres algo de su interior, algo no carnal, como el anzuelo que atrapa al pez. Al finalizar del recorrido de la gubia, ese retazo incorpóreo que había quedado enganchado al filo de su herramienta comenzó a sentir una atracción magnética por uno de los títeres que había en el suelo.

Manahen lo dejo ir y, de súbito, el primer atacante se derrumbó, pálido y carente de respiración, ante la mirada asustada de sus acompañantes. Esa mirada se tornó en terror cuando el títere en cuestión se puso de pie y comenzó a andar por sí mismo, se miró las manos y comenzó a dar saltitos inquietos. El muñeco intentó correr hacia Manahen con patente ira cargando contra uno de sus tobillos. Manahen solo tuvo que pensar «quieto» y él títere furioso obedeció la directriz. «¿Qué le has hecho?», preguntó uno de los hombres, «¡demonio, brujo!», profirió el segundo. Y, tras un momento de duda, decidieron abalanzarse sobre él. Manahen ejecutó la misma maniobra con más facilidad que antes, admirado de su poder. Los hombres se derrumbaron y otros dos títeres de aspecto humano se levantaron en su lugar. Los pequeños seres correteaban alrededor de Manahen sin poder evitar responder a sus órdenes.

El titiritero recuperó el aliento y, durante unos segundos, su mirada alternó entre su gubia y los títeres semovientes. Las piezas encajaron. Un hombre que había vuelto de la muerte capaz de obrar milagros. Él era un oyente.

Manahen fue consciente de que el resto del poblado estaba reunido delante de su puerta con la mismísima Edith, temerosa de dios, a la cabeza, esperando con ansia el resultado de la intervención de los tres valientes que se habían internado en el taller del marionetista maldito. El caso es que no los verían salir, tampoco a Manahen, pues este había usado la puerta trasera que conducía al patio.

Con su petate cargado de raciones y útiles de viaje, sus títeres vivientes removiéndose en la saca a sus espaldas, su gubia en el cinto y sus apuntes en el interior de su capa, montó uno de sus mejores caballos y huyó hacia la puerta sur de la villa dejando atrás su hogar donde había sido feliz durante muchos años.

Manahen viajó sin descanso. Sus espectáculos itinerantes de títeres vivientes eran casi mágicos, un truco que nadie supo descifrar. Se hizo famoso entre los de su gremio, ganó mucho dinero y, con ese dinero, siguió viajando en pos de información sobre el Iblis, los oyentes y el canal. Conoció a muchos otros seres interplanares y, eventualmente, se puso en contacto con las comunidades de oyentes humanos. Su peor enemigo fue el tiempo, que pasa inexorable para todos.

Incluso a este enemigo consiguió doblegar Manahen durante siglos, como bien os contaré. Y es que el final de su vida fue un principio, y ese principio derivó, a su vez, en otros finales. Pero si algo no finaliza aún, es su relato. Aún no, cachorrilla; aún no, hijos e hija de hombre.

Buscando recuperar a aquella que fue su amor, Manahen sacrificó muchas cosas incluyéndose a sí mismo. Así que escuchad con atención el resto de esta historia, la historia de cómo Manahen, el torturado marionetista, se convirtió en el Hombre Múltiple, aquel al que unos pocos llaman el Regidor.


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