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Aunque Alexey en un inicio había pensado que podría ser un error obedecer el impulso que lo llevó a pedirle a Belén que se mudase a su casa, el trato todavía funcionaba bien seis meses después.

El dinero adicional por el alquiler de la habitación lo había ayudado a sostenerse y, ahora que no tenía que correr a recoger a Mila cada tarde, podía hacer horas extras sin preocupaciones. Aunque su vida seguía estando lejos de ser perfecta, muchos aspectos de ella habían mejorado considerablemente.

No obstante, para entonces, el tener a Bel a su lado significaba mucho más para él que solo practicidad y ahorro. Belén ya no era una extraña; era más bien su confidente, su único soporte, la otra voz adulta con la que discutir su día al llegar a casa. Los dos veían películas por las noches, después de acostar a Mila, acurrucados bajo una manta en el sillón de tres cuerpos abajo en el salón, y parecían compartir gustos por muchos temas diferentes, como el rock clásico o los documentales. Era extraño, y difícil de catalogar, pero muy genuino.

Belén, por su parte, estaba a bordo de una dinámica familiar redescubierta que la entusiasmaba. Preparaba el desayuno y la cena cada día, y transportaba a Mila, mientras Zverev se encargaba de la limpieza de la casa, lavaba la ropa y podaba el césped sin falta una vez por semana.

Los sábados por la mañana nacieron de un trato tácito que surgió espontáneo y llegó para quedarse; iban juntos de compras al súper para surtir la despensa y terminaban por almorzar en algún restaurante de comida rápida que Mila elegía. Era como ser parte genuina de algo más grande y poderoso, muy cercano a la vida de cuando Belén era una niña, antes de convertirse en la decepción de su padre.

Alexey rio ladino mientras removía en la cacerola sobre la estufa el relleno de cerdo y ternera para los palmeni. Era el único platillo que su abuela le había enseñado a preparar y, tras meses de ser testigo de las vastas dotes culinarias de Belén, para las que su pobre sazón no significaba competencia, se sentía cohibido de servirlo, pero sus amigos en Rusia siempre dijeron que le quedaban bien y, tras un almuerzo a base de hamburguesas con queso y patatas a la francesa, le pareció una gran idea servir una comida casera un sábado por la noche, dándole así un respiro a Bel en la cocina.

—¡Voy a querer mucho de lo que sea que contenga esa cacerola! —advirtió esta última de entrada en la estancia, se acercó unos pasos, aspiró profundo del aroma que flotaba en el aire y cogió una cuchara del cajón de servicio; tomó después un poco del relleno y, desafiando al calor, lo puso en su boca—. ¡Mmmm! —soltó orgásmica, con los ojos cerrados y la expresión en éxtasis. Zverev la miró de reojo y, satisfecho, rio también para sí. Ahora que la conocía mejor, era evidente que Belén no parecía mayor que Mila algunas veces y, sin embargo, le agradaba, quizá más todavía por eso. Era extraño otra vez, pero divertido—. Pensé que habías dicho que no sabías cocinar —siguió, obtuvo un refresco de dieta de la heladera y se sentó en el primer taburete frente a la isla para verlo en acción.

—Y así es —desvirtuó Alexey impávido—. Estos son solo unos palmeni, es comida sencilla. Se pone el relleno en la masa y se hierven en agua con sal hasta que estén a punto.

—¿Como los raviolis o los cappellettis? —preguntó Bel interesada y le dio un sorbo a su bebida.

Niet —negó el extranjero con ese orgullo que Lombardo había descubierto en él con el correr de los meses, junto con la pasión que circundaba todo aquello que el hombre hacía, desde su afición por las armas hasta su del todo inesperado amor por la poesía rusa, que ella era incapaz de comprender, pero le gustaba oírlo recitar.

—¿Cómo los Sui Gyoza entonces? —insistió.

Alexey volvió a mirarla con el rabillo del ojo y enarcó una ceja.

—Como los palmeni —aclaró sin detalles y rio escueto—. ¿Dónde está Mila? —preguntó después tras un vistazo rápido a su entorno.

—La dejé en tu habitación viendo Frozen por tercera vez en el día —dijo Bel aturdida—. La película es genial, ¡me encanta el mensaje!, pero juro que si escucho a Elsa cantar una vez más me saldrá hielo por el culo.

Zverev se carcajeó inconsciente y de buena gana. Los chistes escatológicos que Belén soltaba entre adultos cada tanto le habían parecido ofensivos en un inicio. Si su abuela estuviese viva, estaba seguro de que habría vuelto a morirse tras escucharlos salir de la boca de «una dama», pero cada vez se le hacía más difícil fingir que no le hacían gracia, al punto en que ya ni siquiera le importaba admitirlo. Era consciente de que había vuelto a sonreír desde que Bel estaba cerca, o tal vez lo había hecho por primera vez.

—Ayúdame a rellenar, devushka-voin —sugirió para distraerse y puso la cacerola sobre el soporte para calor frente a Belén, justo a un lado de una fuente repleta de finas láminas redondas de masa enharinada. Bel habría dado su brazo derecho por conseguir descifrar el significado de aquellas palabras rusas con las que el mayor se refería a ella cada tanto, pero se había rendido varias veces al intentar deletrearlas en el traductor de su móvil, y Alexey se negaba siempre a traducirlas. Tal vez tendría que aprender ruso para no sentirse como una idiota—. Así, deja espacio suficiente para unir los extremos —indicó mientras rellenaba una lámina con una porción generosa del preparado. Belén lo imitó acomedida y recibió a cambio una venia satisfactoria—. Prikhodi pomoch', krasivaya! —vociferó después, con esa voz grave que le vibraba en el pecho como un rugido, y esa lengua rusa que a Bel le ponía la piel de gallina.

Los pasitos de Mila escaleras abajo no tardaron en escucharse.

—¿En qué te ayudo, papochka? —preguntó la niña interesada, ya a la vista, y sus ojos se abrieron grandes cuando reconoció los insumos sobre el granito de la encimera—. Palmeni! —celebró emocionada, corrió a lavarse las manos y, con la pericia de una experta, se unió a la labor.

Vot tak, serdtse! ¡Buen trabajo!se detenía Alexey a observar tras cada palmeni que Mila terminaba con sus pequeñas manitas, mucho mejor armados que los de Belén, a quien, desde su óptica, los propios se le hacían más parecidos a los embriones de elefante que habían visto juntos hacía poco en ese documental de National Geographic, que a los que Zverev y la niña armaban.

La preparación de palmeni parecía una dinámica ampliamente practicada y disfrutada entre padre e hija. A Belén se le hizo un nudo en la garganta de solo recordar que, en algún punto, había considerado que sería más beneficioso para Mila ser separada de Alexey. Aquel habría sido, sin duda, el más terrible error de su carrera.

La cena fue divertida, como la mayoría de los momentos que los tres vivían juntos. Los palmeni, que Alexey sirvió acompañados de crema agria y hierbas frescas picadas, le fascinaron a Bel y, alrededor de las ocho, ella ayudó a Mila a cepillarse los dientes y Alexey le leyó un cuento en mitad del cual cayó dormida.

Ambos adultos, cada uno con dos cervezas en mano, se reunieron cerca de las diez en el jardín y acomodaron sus cuerpos en las feas tumbonas contiguas que el ruso, tras enterarse de que Belén disfrutaba de descansar al aire libre, había conseguido a buen precio en una venta de saldos.

El cielo nocturno estaba inusualmente despejado para esa época del año.

—Gracias por la cena —dijo Belén perezosa, tocó con su botella la de Alexey en un ademán de brindis y bebió de ella—. Incluso después de seis meses, todavía eres una cajita de sorpresas, amigo ruso —aseguró. Él volteó a mirarla y rio flojo, cómodo—. ¿Mila y tú estarán disponibles mañana? —siguió ella después—. Quiero pedirte un favor.

—¿Un favor? —quiso Alexey asegurarse y arqueó una ceja interesada. «Un favor» era lo menos que le debía a Bel después de todo lo que ella los había ayudado—. Da! Lo que necesites —soltó resuelto.

—Es que... ¡ya sabes! —escupió Belén incómoda y negó—, es mi madre, insiste en que almuerce con ella y no me dejará en paz hasta que lo haga.

—¿Y qué esperas?, ¡es tu madre! —observó Alexey con obviedad—. Lo raro sería que no quisiera verte.

Bel resopló.

—¡Sí!, ya sé que soy una hija de mierda —dijo resignada—. No hace falta que lo aclares. —Zverev negó divertido. Desde luego, no era eso lo que quiso decir—. Pero sabes tan bien como yo que este no es solo un almuerzo, sino una trampa para hacerme sentir culpable y forzarme así a tomar la presidencia de Protek Global.

El ruso afiló la mirada.

¡Niet! —dudó—. Ella solo quiere verte, ¡se preocupa por ti! Te invita cada domingo y no asistes, tampoco respondes sus llamadas. ¿Sabes cuanto quisiera yo haber conocido a mi madre? —protestó después y bebió.

—Lo sé, lo lamento. ¡El mundo apesta!, ¿sí? eso nadie lo pone en duda —aseguró Lombardo—.... Entonces, ¿me ayudarás? —espabiló.

—No se me ocurre cómo —soltó el de Rusia y terminó su cerveza—, pero lo haré si me explicas.

Bel asintió reverente.

—Pues... digamos que, tras todo este tiempo fuera de su alcance, mi madre está loca por saber con quién vivo —dijo casual.

Alexey rio de lado cuando el entendimiento lo golpeó.

—Y tú quieres usarnos a Mila y a mí para desviar su atención del tema que te incomoda —dedujo.

—¡Bingo!, ¡eres un chico listo! —confirmó ella con un baile de cejas y sonrió radiante, con una de esas sonrisas que, a ojos de Alexey, eran capaces de competir, y ganar, en brillo y esplendor con la luna—. Si Mila y tú me acompañan, ella ya no podrá discutir conmigo sobre mis conflictos paternofiliales y mis traumas de adolescencia.

—No lo sé, devushka-voin —dudó el ruso, bebió un sorbo y se acomodó en su lugar—. Tal vez sea una cosa buena que hables a solas con tu madre.

Belén gesticuló su mejor expresión de chantaje.

—¡Lyosha! —reprochó dolida—. ¿Es así como tratas a una amiga preocupada por escapar de la sobreprotección materna?

Alexey sonrió y se quedó pensando en si al menos parte de esa pregunta era exacta. «Amiga», ese maldito término que había comenzado a odiar con los meses. No recordaba, por ejemplo, que la piel se le erizase al concentrarse en la respiración de ninguno de sus amigos, o al mirar sus labios moverse como le ocurría de un tiempo a esta parte con Bel. Tampoco se había perdido nunca en la mirada profunda de alguno de ellos, como en ese preciso instante, mientras ella aguardaba atenta su respuesta.

La amaba. ¡Maldita sea!, no sabía cómo mierda había llegado a eso, pero no podía seguir negándoselo, y el suyo era un amor condenado a la zozobra. El solo hecho de tener a Belén en su vida la colocaba en una situación peligrosa, ya no digamos si fuesen pareja. Además, ¿en qué demonios estaba pensando? Él era hosco, ajeno a cualquier tipo de etiqueta y con un pasado oscuro, que Bel hubiese tratado de besarlo estando ebria no significaba que fuese a fijarse en él algún día. Ella estaba ahí por Mila, nada más. Cuanto más pronto lo aceptase, mucho mejor.

Sacudió la cabeza y carraspeó.

—¡Lo haré! —aceptó con disimulo y le rehuyó la mirada—, pero tendremos que acordar algún tipo de contraseña para saber cuándo intervenir y cuándo callarme. Las conversaciones madre e hija son un misterio para mí. —Rio y bebió. Bel caviló un momento, sus ojos brillaron y sonrió triste—. ¿Está todo bien? —preguntó el ruso tras notarlo.

Cada vez se le hacía más fácil leer en sus actitudes eso que Belén elegía callar.

—Sí —confirmó la otra restándole importancia a su melancolía y bebió también—. Es solo que me hiciste pensar en Niki con eso de la «contraseña». Nosotros lo hacíamos mucho —dijo.

—Lo lamento —se apresuró Zverev a disculparse, consciente de que la mayoría de los recuerdos sobre su hermana provocaban en Bel una desdicha profunda—, no fue mi intención.

—¡No! No te disculpes —soltó ella y negó quedo—. Creo que me hace bien pensar en Nicol de esta forma, para variar.

El ruso la miró atento y un brillo satisfecho iluminó sus ojos.

—¿Era un recuerdo bueno, entonces? —creyó entender.

Eso era raro.

Bel se encogió de hombros y le dio un sorbo largo a su cerveza.

—No se supone que lo fuera, pero sí —admitió.

Alexey levantó una ceja. La complicidad entre ellos flotaba en el aire más poderosa y latente que nunca.

—¿Uno que quieras compartir? —tentó interesado y bebió.

Bel entornó los ojos, exhaló profuso y se quedó colgada de la etiqueta en su botella. Pensó entonces que, curiosamente, nunca le había contado esa vieja anécdota a nadie.

—Era el verano de 2009, Niki y yo teníamos quince, y estábamos de vacaciones en Johannesburgo con la familia —comenzó. Zverev, con toda su atención capturada, se dispuso a escucharla—. Esa noche, cuando papá y mamá se fueron a dormir, las dos decidimos salir del hotel sin permiso para explorar la ciudad. Caminamos por las calles riendo y charlando, ¡sintiéndonos grandes!, había una linda luna llena —evocó feliz. Alexey, emocionado de ver a Bel hablar de su hermana con tanta alegría, asintió satisfecho—. Hasta que nos encontramos en un lugar, digamos, «¿poco turístico?» —dijo expresiva.

El ruso le dio un sorbo a su cerveza y se acomodó relajado sobre la tumbona.

—¿Un barrio peligroso? —quiso asegurarse.

—¡Uno de los grandes! —hizo hincapié Belén y bebió también—. Prostitutas en las calles, vendedores de drogas en las esquinas, ni un solo policía... ¡ya sabes!

—Toda gran ciudad tiene al menos uno de esos —confirmó el mayor escueto, tocó el pico de su botella con la de Bel, bebió de ella y rio.

—¡Estábamos muy asustadas! —continuó Belén su relato—. Tratando de regresar al hotel, nos perdimos y fuimos a dar a un callejón sin salida. De repente, un hombre me tomó del cuello por detrás y me amenazó con una navaja. Estaba claramente drogado. No quería robarnos, «ya sabes», lo que quería era llevarme con él, y me murmuraba en inglés porquerías al oído —explicó con una mirada de entendimiento.

—¿Estás segura de que el recuerdo es bueno? —dudó Alexey con alarma.

—¡Solo espera! —insistió ella y siguió—: Nicol estaba frente a mí, yo estaba a punto de orinarme, pero ella siempre sabía cómo mantenerse en control, y tenía consigo en el bolsillo esa maldita pelota de golf que llevaba a todos lados, una que consiguió la primera y única vez que logró «un hoyo en uno» contra mi padre, decía que le traía suerte.

—¿Y se la trajo? —quiso saber Alexey en suspenso.

—¡Deja que termine la historia, amigo ruso! —advirtió Bel intransigente, el otro rio, ambos bebieron—. Nicol me miró a los ojos. No nos dijimos una palabra, ni emitimos una seña, fue como si me hablara con la mirada, alguna de esas mierdas de gemelas que nos pasaban de vez en cuando —dijo—. No me preguntes cómo, pero yo sabía que ella quería que me moviese hacia la izquierda, de un momento al otro, sin que el tipo lo esperase.

»¡Me cagaba de miedo!, pero confié en mi instinto, y en mi hermana, y lo hice. Entonces Niki, veloz como un rayo, sacó la estúpida bola del bolsillo y, con esa maldita buena puntería de Guillermo Tell que tenía, golpeo al desgraciado en la frente y lo dejó «nocaut».

»Corrimos tan rápido como pudimos, y nos encontramos con mi padre, que había salido a buscarnos desesperado —dijo feliz, suspiró y, perdida de vuelta en la melancolía, volvió a callar unos segundos. Alexey le palmeó el hombro para confortarla y Bel pareció salir del trance—. Nicol y yo nunca le contamos a nadie lo que realmente pasó esa noche, el castigo habría sido peor si lo hacíamos.

»Desde entonces, cada vez que recordábamos el asunto, nos referíamos a él como «nuestro paseo por Johannesburgo». Se convirtió en nuestro secreto favorito, una prueba de nuestro vínculo inquebrantable —terminó, con la vista perdida en las margaritas cerradas por la noche en el jardín; puso una mano tibia sobre el antebrazo de Alexey y, con ojos brillantes, lo vio a la cara—. Nunca le agradecí por salvarme la vida —dijo rota—. Tres años después estaba muerta.

Alexey, con la empatía dibujada en el rostro, asió firme la mano de Bel para animarla y ella, solo por si mañana estaba muerta, como Nicol, y ya no tenía otra oportunidad para hablar, sintió que debía hacerlo ahora, decirle al ruso que comenzaba a sentir algo diferente por él, algo que no creía haber sentido antes por nadie.

¿Qué más daba? Era una adulta, podía manejar el rechazo que estaba segura vendría y se sentiría aliviada de sacar ese peso de su pecho, pero como casi cada día de los últimos meses, el miedo la invadió y cambió de opinión en el último segundo. Alexey no era el tipo de hombre que se fijaba en una mujer llena de mierda como ella, estaba de más humillarse.

Incómoda, se puso de pie y carraspeó.

—¿Qué haces? —quiso saber Zverev viéndola desde abajo.

—¡Ya es tarde! —soltó Bel desencajada y apuró la cerveza de un sorbo. Sabía bien que, si no se iba, si dejaba que el momento la arrastrase, cedería a sus instintos cometiendo una locura, como besar al tipo, por ejemplo, y esta vez no tendría la excusa de estar borracha. Falsificó un bostezo y alegó demencia—. Me iré a dormir —dijo—. En esta casa duermo como un tronco, casi no tengo terrores nocturnos —eso último era verdad—. Buenas noches, amigo ruso.

—Buenas noches, devushka-voin —soltó Alexey viéndola alejarse y tragó grueso.

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