𝒆𝒍𝒆𝒗𝒆𝒏

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( ☆. 𝐶𝐻𝐴𝑃𝑇𝐸𝑅 𝐸𝐿𝐸𝑉𝐸𝑁 )
𝚘𝚙𝚒𝚗𝚒𝚘𝚗𝚎𝚜 𝚊𝚓𝚎𝚗𝚊𝚜.

Los primeros días de vuelta a Hogwarts eran sin duda los más caótico puesto que debían volver a acostumbrarse a las rutinas de la escuela, despertarse temprano, las largas horas de clase y el tiempo que pasaban en la biblioteca o en sus salas comunes haciendo deberes, no era fácil pero siempre lograban adecuarse.

El problema para Alaska era la falta de tiempo de esa semana. Las clases habían comenzado hace un par de días y aún no conseguía tiempo libre para verse con Cedric, y mucho menos con Tim. Quien siempre le gritaba saludos desde el otro lado del pasillo cuando la veía a lo lejos, en una ocasión incluso intento desayunar con ella en la mesa de Slytherin pero Alaska tuvo que irse casi de inmediato.

—¿Y ese niño es...?

—Te lo he dicho cinco veces Blaise —Se quejaba Alaska mientras se encaminaban al aula de Defensa—. Es del orfanato, llego un par de años antes de que entre a Hogwarts.

—¡Vaya! Y yo creía que eras ese tipo de niñas intimidantes que no dejaban a nadie acercarse.

—Nunca me esforcé en ser amigable o hacer amigos, todos allí eran demasiado tontos —Se encogió de hombros—. Pero Tim siempre estaba alrededor de mí, nunca lo entendí.

—¿Tal vez le recuerdas a alguien? —Aventuró Ann a su lado—. ¿Tuvo alguna hermana?

—No lo sé —Dijo—. No sé nada de su familia o como llegó al orfanato, no es algo de que se hable.

—Y por obvias razones. —Concordó Blaise con los ojos abiertos.

La fila frente al aula comenzó a avanzar cuando las puertas se abrieron delante de ellos. El grupo de amigos se sentó juntos en la segunda fila del aula y comenzaron a sacar sus libros y varitas para la lección, estaban ansiosos por conocer los dotes del profesor Moody, aunque a Alaska no le agradaba. El peculiar sonido sordo y seco de los pasos de Moody se escucharon desde el corredor antes de que entrara en el aula.

—Ya pueden guardar los libros —Gruñó, caminando ruidosamente hacia la mesa y sentándose tras ella—. No los necesitaran para nada.

Toda la clase obedeció y Moody comenzó a pasearse por el frente del aula.

—Se me ha informado que ya son bastante diestros en enfrentamientos con criaturas tenebrosas. Han estudiado los boggarts, los gorros rojos, los hinkypunks, los grindylows, los kappas y los hombres lobo, ¿estoy en lo correcto?

—SÍ, profesor. —Dijo Alaska de inmediato, llamando la atención del profesor.

—En ese caso... Siguen estando atrasados, muy atrasados diría yo en lo que se refiere maldiciones. Así que vamos a ello—Prosiguió Moody—. Las maldiciones varían mucho en forma y en gravedad y no tendrían que aprender cómo son las maldiciones prohibidas hasta que estén en sexto pero yo creo que, cuanto antes sepan a qué se enfrentan, mejor. ¿Alguno de ustedes sabe cuáles son las maldiciones más castigadas por la ley mágica?

Las manos de todos los presentes se levantaron, demostrando el conocimiento que poseían, pero el profesor había escogido mucho antes a la persona que respondería su pregunta.

—Señorita Ryddle.

La rubia no se sorprendió por la elección, en realidad ninguno d ellos presentes lo había hecho.

—Se conocen popularmente como las maldiciones imperdonables —Comenzó a decir Alaska con seguridad—. Existen tres de ellas, la maldición Imperius, el Cruciatus y Avada Kedavra.

—Comencemos con la maldición Imperius —Dijo el profesor, dándoles significativas miradas a los presentes—. Como deben saber esta maldición le dio problemas al Ministerio hace un par de años.

Moody se acercó a su escritorio y del cajón sacó de un tarro de cristal, dentro correteaban tres arañas grandes y negras. Metió la mano en el tarro, tomó una de las arañas y se la puso sobre la palma para que todos la pudieran ver. Luego apuntó hacia ella la varita mágica y murmuró entre dientes:

—¡Imperio! —Alaska se sobresaltó.

La araña se descolgó de la mano de Moody por un fino y sedoso hilo, y empezó a balancearse de atrás adelante como si estuviera en un trapecio; luego estiró las patas hasta ponerlas rectas y rígidas, y, de un salto, se soltó del hilo para caer sobre la mesa, donde empezó a girar en círculos. Se hubieran esperado risas y carcajadas ante el actuar de la araña, pero ninguno de los Slytherin reía, no parecía que les hiciera gracia.

—Ya es suficiente, profesor —Alzó la voz Alaska—. Apreciamos el efecto de la maldición.

—Y la pregunta importante es —Dijo el profesor, levantando la mirada—. ¿Les gustaría que se lo hicieran a ustedes?

Era una pregunta retórica y la respuesta era más que evidente.

—Esto supone el control total, obligar a alguien hacer cualquier cosa que imaginan —Continuó Moody en voz baja—. Hace años, muchos magos y brujas fueron controlados por medio de esta maldición y las autoridades tenían que averiguar quién actuaba por voluntad propia y quién, obligado por la maldición.

—¿Existe una forma de saberlo? —Preguntó Ann.

—No, no la hay.

—¿Y de combatirla? —Habló Blaise esta vez, con interés.

—Existe una forma de combatirla y yo se los enseñaré, pero se necesita mucha fuerza de carácter, y no todo el mundo la tiene. Pero veremos eso en otra clase.

Volvió a dejar a la araña en el tarro y sacó una de las otras.

—La maldición Cruciatus. Precisa una araña un poco más grande para que puedan apreciarla bien. —Explicó Moody, que apuntó con la varita mágica a la araña y dijo—: ¡Engorgio!

La araña creció hasta hacerse más grande que una tarántula. Moody levantó otra vez la varita, señaló de nuevo a la araña y Alaska intentó intervenir:

—Profesor, no creo que... —Pero el hombre ignoró sus palabras.

—¡Crucio!

De repente, la araña encogió las patas sobre el cuerpo. Rodó y se retorció cuanto pudo, balanceándose de un lado a otro. No profirió ningún sonido, pero era evidente que, de haber podido hacerlo, habría gritado. Moody no apartó la varita, y la araña comenzó a estremecerse y a sacudirse más violentamente. Las manos de Alaska se habían estado aferrando fuertemente a la mesa.

—¡Ya basta! —Exigió la chica, levantándose del asiento.

La clase entera se había sobresaltado, logró que Moody levantara la varita y la araña relajó las patas pero siguió retorciéndose, el profesor la miró de reojo.

—Ya me han comunicado de su inusual afecto por los animales señorita Ryddle, sin embargo no aceptaré demandas de su parte en mi sala de clases.

Alaska iba a replicar, estaba lista para hacerlo pero el profesor la hizo callar. Sintió un tirón en su túnica, era Blaise quien estaba intentando que volviera a su asiento.

—Relájate o probará la última maldición contigo. —Le espetó el chico.

Los ojos de la chica se volvieron blanquecinos por unos segundos y volvió a prestar atención a la clase.

—No se necesitan cuchillos ni carbones encendidos para torturar a alguien si uno sabe llevar a cabo la maldición cruciatus, para hacerlo de forma efectiva deben sentir el odio corriendo por sus venas, si no es así no lograran más que cosquilleos en la otra persona... También esta maldición fue muy popular en otro tiempo.

El ambiente se había vuelto tensó hace varios minutos atrás, parecía que el profesor Moody hacía cada comentario de una manera hiriente, pero indirectamente. Ahora Alaska sabía que muchos de los padres de sus compañeros habían estado en el lado de Voldemort durante la Primera Guerra Mágica y, durante lo que llevaban de clase, Moody se los estaba recalcando uno y otra vez, haciéndoles saber las terribles cosas que sus familias hicieron tiempo atrás.

—Avada Kedavra, la maldición asesina. —Siguió el profesor Moody como si nada hubiera pasado, sacó a la tercera y última araña, levantó la varita, y pronunció la maldición—. ¡Avada Kedavra!

Hubo un cegador destello de luz verde y un fuerte ruido. Al instante la araña se desplomó patas arriba, sin ninguna herida, pero indudablemente muerta. Por la sorpresa Ann dejó salir un grito ahogado y Theo a su lado intento calmarla, Draco un par de mesas atrás se había echado para atrás y casi se cae del asiento. Moody barrió con una mano la araña muerta y la dejó caer al suelo.

—No es agradable ni placentero—Dijo con calma—. No existe contramaldición y sólo se sabe de una persona que haya sobrevivido a esta maldición, él está en su mismo curso.

El silencio en el aula era total y parecía que todos deseaban lo mismo: que el timbre anunciando el término de la clase resonara por el Castillo.

—Avada Kedavra es una maldición que sólo puede llevar a cabo un mago muy poderoso. Todos aquí podrían sacar las varitas mágicas y decir las palabras, y dudo que entre todos consiguieran siquiera hacerme sangrar la nariz. Aunque... —Su ojo mágico giró por el aula y Alaska podría haber jurado que, cuando se detuvo en ella, una extraña sonrisa apareció en su rostro por unos segundos— siempre existen excepciones.

—El hombre está loco —Se quejó Alaska—. No entiendo siquiera porque lo dejan enseñar.

—El uso de cualquiera de estas maldiciones contra un ser humano está castigado con cadena perpetua en Azkaban. Sin embargo quiero prevenirlos, enseñarles a combatirlas. Tienen que prepararse, tienen que armarse contra ellas; pero, por encima de todo, deben practicar la alerta permanente e incesante. Saquen las plumas y copien lo siguiente...

Se pasaron lo que quedaba de clase tomando apuntes sobre cada una de las maldiciones imperdonables. Nadie habló hasta que sonó la campana; Moody finalmente dio por terminada la lección y salieron del aula con prisa, nadie hizo comentarios acerca de la clase.

El rostro de Alaska demostraba de manera muy precisa sus sentimientos por la clase. Sus labios estaban fruncidos y formaban una fina línea, los músculos de su rostro se tensaban de vez en cuando y parecía tener la necesidad de hablar, pero no lo hacía por respeto a sus compañeros. Sin embargo la insinuación del profesor Moody se repetía en un bucle dentro de su cabeza, recordar que el hombre le dio a entender a toda la clase que ella podría usar la maldición asesina y salir victoriosa le hacía hervir la sangre.

—Aún no es medio día y tu humor ya es malo —Dijo una voz frente a ella—. ¿Quién te hizo enojar?

Cedric se había despedido de sus amigos que lo acompañaban para poder hablar, aunque fueran solo unos minutos, con Alaska.

—El profesor Moody —Le dijo y el castaño levantó una ceja—. Acabo de terminar nuestra primera clase con él.

—¿Y no te agrado? Eso es extraño —Le comentó el ojigris—. Solo he escuchado buenos comentarios de sus clases.

—Eso es porque no estas en Slytherin. —Puntualizó la rubia, a un lado sus amigos le hicieron señas, indicándole que la verían en su siguiente clase.

—No entiendo, ¿por qué sería...?

—Porque nos aborrece, y ni siquiera se da el gusto de esconderlo como otros profesores —Alaska se cruzó de brazos, intentado calmar su molestia—. Cree que todos son culpables por los actos de sus padres ¡y no está bien! Lo que sus familias hicieron o no durante la Guerra Mágica es cosa de ellos, no deberían culpar a nadie más.

—Entonces están aprendiendo de las Maldiciones Imperdonables —Dedujo Cedric de forma acertada—. Es irresponsable de su parte tratar a sus estudiantes de esa forma, haciéndolos sentir incomodos. ¿Por qué no hablas con el profesor Snape sobre eso? Tal vez él o el profesor Dumbledore puedan hacer algo al respecto.

Alaska soltó una carcajada—. El profesor Dumbledore esta igual de chiflado que Moody, dudo que vaya a hacer algo al respecto.

—¿Y qué harás entonces?

—Voy a soportar su repulsivo carácter hasta que se vaya a final el curso. De todos modos... —La rubia se fijó en la hora que marcaba el reloj de muñeca de Cedric—. Deberías irte si no quieres llegar tarde a tu próxima clase.

Él también verificó la hora en un rápido movimiento.

—Tienes razón. Ahora, deja de fruncir el ceño y veámonos después de clase. Hay algo que me gustaría hablar contigo.

—Eso se escucha importante —Dijo Alaska, mostrando una pícara sonrisa—. ¿Vas a confesarme tu amor incondicional?

—Supuse que ya estabas al tanto de eso. —Le respondió el chico con tono de sorna.

—De acuerdo pero no tengo tiempo hasta después de la cena.

—Entonces nos vemos en el puente colgante a esa hora.

Durante el resto del día la mente de Alaska estaba ocupada en temas más importantes que la guerra de los duendes o el pus de los bubotubérculos, estuvo las primeras horas intentando descubrir que quería hablar Cedric con ella que parecía tan importante. Para su sorpresa no le fue muy difícil. El Torneo de los Tres Magos seguía siendo un tema candente entre los estudiantes y todos soñaban con ser los elegidos, y tal parecía que Cedric pensaba de igual forma.

La chica no participo en la conversación de sus amigos durante la cena, sino que comió a toda prisa para acabar lo antes posible.

—¿Qué es lo que te tiene tan apresurada?

Ella le iba a responder, pero aún tenía comida en su boca que estaba tratando de digerir y había visto a Cedric levantarse en la mesa de Hufflepuff, dándole una rápida mirada. Alaska tragó con rapidez y tomó un gran sorbo de jugo para sentirse aliviada, entonces agarró su bolso y miró a Draco.

—Lo siento, ya tengo que irme.

Se levantó del asiento y atravesó el Gran Comedor. Draco no le había quitado la mirada de encima y su mandíbula se tensó cuando se percató en que estaba yendo tras Cedric Diggory.

Alaska caminó de prisa para alcanzar a su amigo por el vestíbulo principal, intercambiaron saludos y continuaron hasta su destino en silencio. Una suave brisa acompañaba la noche, pero era refrescante, el cielo se encontraba despejado por completo dejando a la vista miles de estrellas que brillaban.

—¿Me dirás ya lo que querías decirme o tendré que seguir esperando? —Preguntó la rubia con ansia, viendo como Cedric apoyaba sus brazos sobre la baranda del puente.

—No seas impaciente. —Le dijo, con su mirada fija en el paisaje.

—¡Vamos! —Siguió diciendo Alaska—. Ya sé que quieres entrar al Torneo, sólo dilo.

Cedric se volteó hacia ella, sorprendido.

—¿Ya lo sabías?

—Era de esperarse —Le dijo ella—. ¿Qué otra tema importante hubieras querido hablar conmigo? Te conozco, puedes estar en Hufflepuff pero siempre te ha gustado demostrar que eres bueno en lo que te propones.

—Eso no es cierto. —Exclamó el castaño, pareciendo ofendido.

—No creo que sea malo querer demostrar eso, siempre y cuando lo hagas por ti y no por otras personas —Le aclaró Alaska ante el pensamiento de que era algo malo—. Y no intentes negarlo. Eres un excelente estudiante, capitán del equipo de Quidditch y un excelente buscador, prefecto de tu casa y no tengo dudas en que te convertirás en el Premio Anual el curso que viene.

Cedric sonrió, dándole la razón a su amiga.

—¿Y qué piensas del Torneo?

—Creo que Hogwarts tendrá al mejor campeón si eres elegido Ced —Aseguró la rubia—. Es una gran oportunidad.

—Y me siento más seguro sabiendo que el Ministerio está haciendo lo posible para que el Torneo sea seguro, si creen que solo los mayores de edad pueden participar es por una buena razón, pero estoy confiado.

—¡Uy! —Soltó Alaska ante ese comentario.

—¿Qué?

—Bueno... Supongo que no estarás contento de escuchar esto —Comenzó a decir la chica con una sonrisa y el puente de la nariz arrugado—. También quiero entrar al Torneo.

—Pero tienes catorce. —Puntualizó Cedric, adoptando una posición más rígida.

—Sigue siendo una excelente oportunidad para demostrar de lo que soy capaz. —Comentó, intentando sonar convincente.

—Sigues siendo menor de edad —Volvió a recalcar—. ¿Y sí llegas a entrar que crees que dirán? Probablemente que usaste algún tipo de magia especial para engañar a quienes escojan a los campeones o...

—Sabes bien que no me importa lo que piensen de mí, Ced.

—Ese no es el punto. —Le dijo el castaño, demostrando estar arrepentido de haber dicho eso.

—¿Cuál es entonces?

—Que es peligroso. Ya escuchaste lo que el profesor Dumbledore dijo en el banquete de bienvenida, muchos han muerto en el Torneo.

—Tú también podrías morir —Comentó Alaska con obviedad, recordándole que él no era invencible—. La diferencia es que yo sé que eres completamente capaz de superar cualquier prueba que te pongan adelante.

—¿Crees que yo no tengo fe en ti? —Preguntó Cedric, herido por la insinuación.

—Pues eso parece. —Respondió de manera defensiva.

Cedric la observó por unos momentos, su expresión se suavizó y se acercó más a Alaska, acunando sus manos entre las propias.

—Alaska, eres asombrosa en todo ámbito que pueda pensar. Sé que eres capaz de cosas impresionantes, pero como mi mejor amiga tengo el derecho de preocuparme por ti —Cedric parecía estar diciendo aquellas palabras de forma sincera, y ella sintió su cuerpo apaciguarse—. A veces me inquieta pensar que tu afán por romper las reglas te lleve a un final peligroso.

No siguieron discutiendo del tema.

Pronto Alaska volvió a su dormitorio, se puso el pijama y se metió en la cama, pero el sueño no quería llegar. Si encontraba la manera entrar al Torneo y Cedric lo descubría, se molestaría con ella por poner en peligro su integridad física a pesar del monólogo que le había dicho esa noche. ¿Qué tan en serio hablaba? Su deseo de entrar al Torneo no era menor y, si podía, no quería perderse la oportunidad. Sin embargo Cedric era una persona muy valiosa para Alaska, y no quería perderlo de ninguna forma.

Permaneció un buen rato contemplando la oscuridad de la habitación, el dormitorio estaba en completo silencio y por solo un momento pensó en pedirle ayuda a Ann; podría echar un vistazo al futuro con su bola de cristal y así saber que sucedería. Pero la idea desapareció en cuanto logró conciliar el sueño.

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