El fin

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Las uñas largas y afiladas de Andrómeda arañaban la pared. Propagando por toda la casa un chirrido espeluznante.

Luna se escondió debajo de la sabana atemorizada, llevaba soñando con ese sonido toda la vida. Temiendo la llegada de quien lo producía. Luna era una chica poco común.

Andrómeda llevaba siglos vigilando los cielos en busca de una señal, la señal del nacimiento de una nueva estrella. No eran fáciles de encontrar. Antaño esas criaturas abundaban, eran miles, poblaban cada ciudad y cada aldea. Sin embargo hace ya casi un milenio Galandel, el mundo que habitaban, empezó a languidecer. Los prósperos cultivos marchitaban; los bosques ríos y mares se secaban; la vida abandonaba al mundo. Las estrellas, otrora brillantes comenzaron a apagarse, los nacimientos cesaron. Aquellas que protegían el mundo por alguna razón desaparecían.

Solaris era una de ellas, una de las pocas estrellas que quedaba. Llevaba siglos huyendo, escondiéndose de aquello que destruía su mundo y mataba a sus hermanas. Desde hacía 10 años también protegía lo más preciado que había tenido nunca, su hija. Luna. Había elegido para ella el nombre de la diosa, de la creadora del mundo. Desde la primera vez que la sostuvo entre sus brazos supo que estaba en peligro, que Andrómeda vendría a buscarla. Había invertido cada gota del poder que le quedaba en protegerla y esconderla, pero al final todo había sido en vano.

Entró a la habitación de la niña sin hacer ruido. Se sentó en la cama junto al cuerpecito tembloroso.

— Hija — susurró.

La niña bajó la sabana lo suficiente para dejar al descubierto su cabellera rubia, casi blanca, y sus brillantes ojos azules, inundados de terror.

— Está aquí — sollozó Luna.

— Lo sé — Solaris acarició el pelo de su hija, tan parecido al suyo propio, sabiendo que sería la última vez que la viese —. Por eso tienes que irte, como hemos ensayado.

— No mamá, no me iré sin ti — dijo la niña aferrando con sus pequeños brazos el cuerpo de su madre.

— Yo me reuniré contigo después, como hemos planeado — mintió Solaris.

— No, no vendrás. Ella te matará...lo he visto.

— Eso que ves no son más que pesadillas cariño — Otra mentira, Luna tenía visiones. Andrómeda mataría a Solaris. El único consuelo de la última era que su hija no se había visto morir, quizá el plan funcionase, quizá después de todo si conseguiría salvar a su hija.

— ¿Me lo prometes? — preguntó la niña.

— Te lo prometo. Ahora ¡En marcha!

Madre e hija se levantaron de la cama. Había llegado el momento de escapar. Solaris estrechó a su hija entre sus brazos, inspiró su dulce aroma, quería morir con el olor de la niña en sus fosas nasales, y el recuerdo de su calor. Para no olvidar que su muerte no sería en vano.

— Que escena tan tierna — dijo la fría voz de Andrómeda desde el umbral de la puerta.

Solaris se puso en píe rápidamente, tapando a su hija con su cuerpo. Miró a los ojos a la mujer que tenía enfrente, si es que a aquello se le podía llamar mujer. Los ojos que le devolvían la mirada eran dos esferas negras, sin iris, esclerótica o pupila diferenciados, solo dos pozos negros. Su cuerpo, cubierto con una larga túnica azul, era negro como una noche sin luna ni estrellas. Una cascada de pelo azul oscuro, tan largo que arrastraba por el suelo, se derramaba por su espalda. Era la más perfecta imagen de la pura oscuridad.

— No dejaré que te acerques a ella — dijo Solaris con valentía.

— Sabes que no puedes detenerme, eres débil — Andrómeda miró a la mujer rubia con desprecio — hermana.

— No me llames así, tú ya no eres mi hermana — dijo con el mismo tono empleado por la otra mujer —. No sé qué has hecho con ella, pero el monstruo que tengo delante no es mi hermana.

— Claro que lo soy, Sol. Solo que mucho más poderosa. Ahora apártate que pueda acabar lo que he empezado, ya me has retrasado diez años.

Andrómeda no había venido a interpretar una emotiva escena de reencuentro familiar, venía a por la niña y nada ni nadie le impediría cumplir su objetivo.

— No.

— Solaris, sabes que no es bueno hacerme perder la paciencia — Manifestó Andrómeda con voz calmada. Solaris sabía que esa calma no auguraba nada bueno.

— Es tu sobrina, no le hagas daño, a ella no. Por favor — suplicó Solaris.

Andrómeda emitió una risa fría, que erizó la piel de madre e hija.

— ¿No decías que ya no era tu hermana? — le divertía el patético intento de su hermana por convencerla.

Solaris calló. Era inútil intentar hacer aflorar la piedad en su hermana, hacía mucho tiempo que ya no tenía la humanidad necesaria para mostrar tales sentimientos. Sin embargo seguía necesitando encontrar la manera de distraerla para darle tiempo de escapar a su hija.

— ¿Por qué haces esto? Estas destruyendo Galandel.

— Poder.

— Ya éramos poderosas antes, cuando iluminábamos Galandel.

— ¿Poderosas? Eso no era poder. Trabajábamos para los humanos, iluminábamos sus noches, regábamos sus cultivos, abastecíamos sus ríos y mares... ¿Y ellos? ¿Qué hacían ellos por nosotros? — La ira de Andrómeda era patente, por primera vez desde que había llegado a la casa había perdido ligeramente el control.

Luna aprovechó ese instante para escapar, se movió rápida pero sin correr, no podía hacer ruido. Justo detrás de ella había una trampilla secreta. Siempre había estado allí, para cuando llegase el día en que su tía viniese a buscarla. Sabía exactamente cada paso que debía seguir. A pocos kilómetros de la casa se ubicaba una pequeña granja en la que se escondía otra de las pocas estrellas que quedaban. Ella la ayudaría, juntas huirían lo más lejos posible y se ocultarían, con suerte cuando Andrómeda volviese a encontrarla tendrían un nuevo plan de fuga. O aún mejor, un plan para acabar con su reinado de oscuridad.

— Ellos nos veneraban, nos hacían ofrendas. Éramos como diosas — Solaris tenía que seguir distrayéndola, necesitaba darle más tiempo a Luna para alejarse.

— Ahora me temen. Yo no soy como una diosa. Soy una diosa.

— Cuando termines de consumir el mundo y los mates a todos, ya no quedará nadie para temerte. Tu poder no servirá de nada.

— ¿Crees que soy idiota? No dejaré que el mundo se consuma del todo. Para eso necesito a tu hija.

— Ella no hará nada por ti.

— No se lo pediré. Solaris, tengo poderes que tú no puedes ni llegar a imaginar. Ya he perdido demasiado tiempo contigo, voy a por la niña, que es lo único que me trajo aquí.

Solaris sonrió triunfal, deseando ver la expresión de su hermana cuando descubriese que Luna ya no estaba.

— ¿Y esa sonrisa hermanita? — Andrómeda curvo sus labios en una aterradora sonrisa, dejando a la vista sus afilados dientes —. Ya veo, crees que tu hijita ha escapado.

— No lo creo, lo ha hecho ¿o acaso la ves por aquí?

— No, calculo que ya estará a punto de llegar a la granja y de encontrar mi pequeño regalo.

La sonrisa de Solaris se borró de su rostro. No había funcionado, su hermana había matado a su amiga y a los humanos que vivían con ella. Su hija no podría escapar. La mujer se derrumbó sollozando, su Luna, su pequeña moriría. Solo había podido vivir diez cortos años. Había aceptado que con entereza que no volvería a verla pero no podía aceptar que fuese a morir. Era una niña alegre y encantadora. Sabía que lo que sea que su hermana hiciese para obligarla a cooperar con ella mataría su esencia, la niña en la que se convertiría ya no sería su hija.

— ¡Por favor! — sollozó. No iba a servir de nada suplicar. Aun así lo intentó, no le quedaba nada más.

— Adiós hermanita.

Andrómeda se acuclilló al lado de su hermana, quería ver la vida abandonar sus ojos. La agarró del cuello, clavándole sus negras uñas en la carne. Apretó con fuerza, hasta que Solaris expiró su último aliento. Abandonó la casa sin mirar atrás, dejando en el suelo el cadáver de la que un día fue su hermana más querida.

En la granja Luna lloraba aterrorizada en un rincón. Todos estaban muertos. Había matado incluso al pequeño gatito con el que ella jugaba a veces. También su madre había muerto, ella lo había visto en una de sus visiones, esas que su madre decía que eran pesadillas. La mujer oscura la había matado con sus propias manos. Ahora ella sería la siguiente. Luna oyó su fría voz.

— Sobrinita, será mejor que dejes de esconderte.

Luna se encogió aún más dentro del armario. Andrómeda movió su mano en un gesto rápido y la niña salió disparada sin poder evitarlo, hasta acabar justo delante de su tía.

— Por fin nos conocemos, sobrinita — Andrómeda pasó su mano por la cabeza de la niña, en una fría caricia. Luna permaneció muda, impasible. Había dejado de llorar —. ¿No me vas a saludar?

Andrómeda se echó a reír ante la muda respuesta de la niña. Le gustaba, era fuerte, no como su madre. Quizá dejaría ese rasgo en ella cuando la convirtiese en su marioneta, para entretenerse cuando la vida se volviese monótona y aburrida.

Andrómeda se colocó frente a frente con la niña, al igual que con su hermana, quería mirarla a los ojos. Pronunció unas palabras que la niña no llegó a entender. Acercó sus labios a los de Luna, como si le fuera a dar un beso. Los mantuvo pegados durante varios minutos, mientras los iris azules de la niña se iban tornando cada vez más oscuros, hasta convertirse en dos manchas negras que se confundían con su pupila. Y su rostro adquirió una expresión neutra, sin vida, como la de una muñeca.

Andrómeda se levantó y extendió la mano.

— Vámonos, Sirrah.

La niña agarró la mano, siguiendo a su ama hacia el destino que esta le impusiera. 

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