DESDE LO PROFUNDO - One Shot

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El barco se balanceaba sin control, las olas lo mecían a placer como un juguete en las manos de un niño caprichoso. El viento había destrozado las velas y partido los mástiles. El capitán, quién se había negado a retirarse del timón, fue el primero en ser reclamado por el Atlántico. La tripulación hacía su mejor esfuerzo por mantener el navío a flote, pero sin esperanzas, cada minuto la tempestad empeoraba.

Héctor Martínez, el joven que acababa de heredar el emporio comercial de su padre y dueño de ésta y docenas de embarcaciones más, se encontraba a bordo. Maldecía a su suerte por haber elegido viajar justo en ese momento a Europa para renegociar contratos en el viejo mundo. Él no era aventurero ni hombre de acción como lo había sido su progenitor, éste era el primer viaje largo que hacía por mar. Se encontraba encerrado lamentándose en su camarote cuando escuchó a los marineros gritar angustiados que el barco estaba condenado, hacía agua y se hundiría pronto.

Abrió la puerta de su camarote y de inmediato una vorágine de agua comenzó a llenarlo, el nivel superaba la altura de sus rodillas. Como pudo, corrió contra la corriente hacia las escaleras que llevaban a la cubierta. Con horror notó que la mitad de babor ya estaba bajo el nivel del mar, en su desesperación algunos marinos subían a los botes salvavidas, pero era inútil, las olas los volcaban apenas tocaban la superficie del mar. Se quedó inmóvil sin saber qué hacer, hasta que una ola barrió la cubierta llevándoselo a él y todo lo que no estaba anclado al barco hacia el océano.

Trató de mantenerse a flote con esfuerzos fútiles, el enfurecido oleaje lo empujaba hacia arriba y hacia abajo, hasta que las fuerzas se le acabaron, pensó que no tenía nada más que hacer, se rindió y dejó de luchar. Se hundió poco a poco. Ya por debajo del nivel de la turbulencia, donde el agua estaba más tranquila, distinguió una silueta oscura acercándose; pensó que se trataba de un tiburón o algo peor. Justo antes de perder el conocimiento, logró ver un par de brillantes ojos verdes, luego todo se volvió negro.

Despertó sobre la blanca arena, no recordaba cómo había llegado a la orilla. Le parecía imposible, el naufragio había ocurrido varias millas mar adentro. No había posibilidad de haber sobrevivido. Pero ahí estaba, hasta reconocía el lugar en el que se encontraba: el puerto de Veracruz. La mansión de su familia no quedaba lejos de ahí. Agradeció a todos los santos que recordó y tambaleándose se dirigió a su residencia.

Solamente unos pocos iniciados conocen la excéntrica realidad en la que vivimos, y de esos, son aún menos quienes han podido conservar la cordura ante dicho conocimiento. Pero existen muchas razas de seres inteligentes viviendo en este mundo. Algunos de ellos vinieron de las estrellas mucho antes de que los continentes tuvieran su geografía actual, otros llegaron de extrañas y desconcertantes dimensiones. Algunas de estas especies viven en los oscuros abismos del fondo de los mares, en gigantescas ciudades de piedra cubiertas de algas y coral.

Y en una de estas ciudades en lo profundo del golfo, habitada por una raza de seres que comparten características humanas y de pez, se encuentra una joven hembra, joven para sus estándares, ya que al ser inmortales, algunos de sus congéneres llevan milenios recorriendo los abismos submarinos. Ella no puede olvidar al ser de la superficie que había rescatado de una muerte segura días antes. Su piel suave, su cabello cobrizo que ondulaba con el vaivén del agua. Había sentido una conexión con él en cuanto lo vio, se sintió compelida a salvar su vida a toda costa. Y contra todas las reglas de su sociedad, las cuales prohibían cualquier contacto con los habitantes de tierra seca, lo había hecho.

Ahora lo añoraba, sentía en lo más profundo de su ser que debería estar junto a él, le faltaba una parte de ella misma. Así que decidió pedir ayuda al ser más sabio y poderoso que conocía.

Nadó hasta el centro de la ciudad, en dónde se encontraba el edificio más grande e importante, el templo sagrado de la tríada. Pidió audiencia con la suma sacerdotisa de Dagón, una de las figuras de mayor autoridad en su sociedad y mentora suya. Al ser ella misma de la nobleza se esperaba que profesara también esa función al llegar su momento.

—¡Ia! ¡Ia! ¡Cthulhu fhtagn! —exclamó la sacerdotisa al recibirla.

—Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn —respondió la joven, luego agregó—. Oh emisaria de los profundos designios de nuestros primeros padres y de aquel que duerme, vengo a ti para pedir ayuda, hay algo que aqueja mi corazón.

—Cuéntame tu problema, pequeña, veremos si puedo hacer algo para disminuir tu aflicción.

—Antes que nada, imploro perdón por haber roto una de las leyes de nuestra sociedad, salvé la vida de un ser de la superficie. Pero en verdad sentí una fuerte comunión con él, desde el instante que lo vi, supe que mi destino estaba ligado al suyo.

La sacerdotisa mostró algo de preocupación, luego dijo:

—Creo que ya sé hacia dónde va esto, aunque no lo creas no es la primera vez que sucede, hay algo que podemos intentar. No será fácil, de hecho, los resultados casi siempre son catastróficos para los involucrados. Y debo advertirte, una vez comenzado este camino no hay vuelta atrás, debes estar completamente segura de que esto es lo que quieres.

—Estoy segura, su santidad.

—Entonces sígueme.

Se dirigieron al altar mayor del templo y comenzaron un largo ritual. Invocaron al Padre Dagón, a la Madre Hydra, y por supuesto al Durmiente de R'lyeh para que concedieran su deseo. Una vez terminado la sacerdotisa advirtió.

—Hecho está, han aceptado tu petición, tendrás hasta la próxima luna llena, la cual acontecerá dentro de 20 días, de este momento hasta entonces, cuando brille el sol en el cielo tu apariencia será indistinguible de la de ellos, pasarás por un habitante normal de la superficie; pero durante las horas de oscuridad regresarás a tu forma real. Deberás hacer que él te reconozca como compañera y que acepte pasar el resto de su vida contigo. Si lo hace, entonces estará ligado a ti, compartirá tu inmortalidad y estarán juntos por siempre, si no, morirás al cumplirse el plazo.

—¡Gracias a los dioses y a usted señora!, estoy segura que mi destino es a su lado, iré a la superficie de inmediato.

Esa mañana unos pescadores quedaron boquiabiertos al ver salir del mar a una joven mujer, su piel era blanca y perfecta, con una larga cabellera negra azulada, unos gruesos labios rosados y unos ojos verdes coruscantes como piedras preciosas. Creyeron haber visto a una ondina, tal vez incluso a una diosa. Su belleza era deslumbrante y además imposible de ocultar, ya que no llevaba prenda alguna que la cubriera salvo un collar de conchas y caracolas.

Una buena samaritana le dio un manto para que se cubriera, le preguntaron quién era, de dónde venía, pero ella ignoraba todos sus cuestionamientos. Solamente preguntaba por el joven náufrago. Para su fortuna, la historia del milagroso hecho se había corrido de boca en boca por todo el puerto y todos conocían la aventura, o desventura, de Héctor Martínez, así que fue fácil averiguar su paradero.

La guiaron hasta la mansión del comerciante, la más grande de la ciudad, construida muy cerca del proveedor de su riqueza: el mar.

La enigmática belleza hipnotizó a los sirvientes, no pudieron resistirse a llevarla con su amo. Al verla, él también sintió el lazo entre ellos, una descarga eléctrica recorrió su espina y llegó como latigazo a su cerebro, esos ojos verdes, los había visto antes, no había duda.

—Fuiste tú, tú me salvaste del mar aquella vez, ¿no es verdad? —preguntó él.

—Así es, yo te rescaté del embravecido océano aquella noche, te traje hasta la seguridad de tierra firme —respondió con una voz algo más grave y profunda de lo que se esperaría de un cuerpo tan delicado, pero era igual de atrayente y seductora que el resto de ella.

—Pero dime: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, ¿cómo lograste traerme de regreso?

—Hay muchas cosas de mí que no te puedo contar ahora, pero las sabrás a su debido tiempo. Si en algo estimas lo que hice por ti, te imploro que no me hagas más preguntas sobre quién soy; te diría mi nombre, sin embargo, no creo que podrías pronunciarlo, tal vez ni siquiera yo pueda hacerlo en este momento.

—¿Qué si estimo lo que hiciste por mí?, por dios, si te debo la vida misma, pero necesito al menos un nombre para llamarte.

—Entonces escoge tú uno que te parezca apropiado.

—¡Esmeralda! —dijo sin necesidad de pensarlo dos veces—, Esmeralda, como el color de tus ojos.

—Está bien, entonces Esmeralda seré para ti.

—Si hay algo que pueda hacer por ti, no dudes en pedírmelo. Te daría la mitad de mis propiedades si lo desearas —ofreció con sinceridad.

—No deseo ningún bien material, por ahora sólo quisiera tu compañía.

—Aunque no lo creas, eso es lo que yo también deseo de ti —afirmó mientras se acercaba a ella fascinado.

Pidió a los sirvientes que la atendieran como a un huésped de la realeza, ordenó que le compraran los más finos vestidos disponibles y la trataran con el mismo respeto con el que él mismo era tratado. Todos aceptaron, cautivados por el encanto de la recién llegada. Todos excepto doña Sabina, la anciana cocinera de la mansión, quién siempre había tratado al joven Héctor como su hijo, y éste a su vez la apreciaba como si fuera de la familia. Y de quien se decía tenía una gran sabiduría y experiencia.

Esa noche, cuándo Héctor se dirigía a su habitación, la vieja cocinera lo interceptó en el camino.

—Hay algo raro en esa muchacha —acusó la anciana—. Creo que trama algo, yo que usted guardaba mi distancia.

—Nana, ella salvó mi vida, le debo toda mi gratitud —respondió el joven.

La anciana sólo negó con la cabeza, sabía que nada de lo que dijera lo haría cambiar de opinión. Así que se dirigió a su habitación, sin darse cuenta que un par de ojos verdes la observaban desde las sombras.

Más tarde, cuando todos dormían, se escuchó un espantoso alarido, un grito de horror. El amo de la mansión y los sirvientes despertaron alterados, ninguno tenía la menor duda de que algo terrible había sucedido. Había algo en el aire mismo, algo maligno que desafiaba a la razón y ofendía todo lo sagrado podía respirarse, casi paladearse. Se reunieron cerca del origen del inhumano lamento: la habitación de la cocinera. Llamaron varias veces, al no obtener más respuesta que un silencio sepulcral, derribaron la puerta. El espectáculo era dantesco, repulsivo: la pobre anciana yacía sobre la cama. Casi todo su cuerpo había sido hecho pedazos. Manchas carmesí cubrían toda la habitación. Parecía que una bestia había entrado destrozando la ventana y se había alimentado de las entrañas de la pobre vieja. Sólo su rostro quedaba intacto, los ojos abiertos y la boca descomunalmente abierta en una congelada agonía de terror.

Hombres armados escudriñaron hasta el último rincón de la finca, pero no encontraron rastro alguno de la criatura asesina.

Pasaron los días. Poco a poco la vida en la mansión regresó a la normalidad. Héctor y Esmeralda pasaban casi todos los días juntos. Había descuidado un poco los negocios, pero su personal jamás lo había visto tan alegre y radiante. Estaba enamorado de ella.

Por desgracia eso no era posible. Antes de morir, su padre, había hecho un arreglo comprometiendo a su vástago con la hija de un socio muy poderoso. Cancelar dicho compromiso arriesgaría sus negocios y su fortuna. El amor parecía ser un lujo que sólo los pobres podían disfrutar.

Pero poco le importó. Estaba decidido, si Esmeralda lo aceptaba, renunciaría a todo por ella. No le preocupaba la idea de vivir como un mendigo si era con ella.

Presuroso se dirigió a su habitación, no le importó entrar de noche, lo que pensaba decirle era demasiado importante para esperar la salida del sol.

El interior estaba en total oscuridad, pero le pareció distinguir los verdes ojos de Esmeralda relucir entre las sombras. Estaba despierta.

—Esmeralda, no puedo esperar más, te amo, más que a nada, creo que tú sientes lo mismo por mí. Quiero estar junto a ti el resto de mi vida, no soporto la idea de estar separados más tiempo.

Los ojos verdes comenzaron a avanzar hacia él, hasta llegar a una parte de la recámara iluminada por la luna a través de la ventana. Héctor esperaba vislumbrar el bello rostro de Esmeralda, su cuerpo se petrificó, su corazón se detuvo por un instante a causa del horror que llenó cada una de sus células. Frente a él se encontraba una criatura grotesca, repulsiva. Su forma en general asemejaba la humana, pero monstruosa, jorobada, los brazos desproporcionalmente largos. Las manos y los pies descomunales tenían largos dedos membranosos. Y lo más horrible, su rostro: gigantesco, ojos enormes, redondos sin párpados. Y esa boca, partía su cabeza de lado a lado, una caverna llena de afiladas estalactitas y estalagmitas que llevaba al mismo infierno.

Trató de gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. «Eso» se acercó más y más, escuchó su voz, como un profundo gorgoteo de agua desde una insondable profundidad, reverberante de ecos. Le pareció reconocer las palabras:

—Juntos para siempre, Héctor.

FIN


Relato corto para un reto, ésta versión es algo más larga que la presentada en el concurso, ya que había un límite de 1900 palabras. Así que omití un par de párrafos entonces.

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