Luces Rojas

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Sé lo que pasó, y sé que lo que vi era real. Esas criaturas que me hicieron... cosas eran alienígenas. No conozco ningún ser humano que tenga esa clase de rostro, ni creo que sea posible para uno de nuestra raza usar una tecnología tan avanzada. Lo peor es que nadie me cree. Fui al psicólogo y me dijo que debía racionalizar esos pensamientos porque eran los que más me estaban atormentando. Bueno, ¿cómo espera que lo haga si no paro de ver esas malditas luces rojas en sueños? Cada vez que intento cerrar los ojos y dormir las percibo. Me buscan. Me persiguen como haces de luz intermitentes que desaparecen cuando uno las mira fijamente. Son como esa gente sombra de la que hablan algunos. Las ves por el rabillo del ojo y cuando giras la mirada ya no están. Efímeros recuerdos visuales. Pesadillas que duran segundos. Ellos me hicieron esto.

Cada vez lo tengo más claro. Si me preguntas, sí, creo que Dios existe, pero no creo que tenga la apariencia de ese señor barbudo tan convencional que nos acompaña en relatos, imágenes y escritos. Dios tiene un rostro incomprensible. La razón por la que lo creo es porque en el espacio se ocultan misterios que nos vigilan desde las sombras. Y yo, como algunos pocos, he tenido la desgracia de conocer por qué es tan importante tenerle miedo a lo desconocido.

Hay cierta aura especial que rodea a esos seres que me raptaron en la madrugada del diez de agosto del 2015. Hay quien cree que los encuentros con ovnis, con fantasmas y perversas criaturas de las tinieblas frecuentan los cuentos populares y los relatos del pasado porque la ignorancia y la pobreza de recursos de sus autores les impedía dar explicaciones lógicas y coherentes a lo que veían. Desde aquel día, esa afirmación se disolvió en una ambigüedad terrorífica que aun hoy en día me corroe como ácido. Las apariciones solo saludan a quienes están dispuestos a conocerlas, a solas en la inmensidad del vacío abismal de la noche, en campos de trigo, en polígonos industriales abandonados, en rincones inhóspitos donde el humano ya no es dueño.

Sé lo que pasó, y sé que vienen a por mí. No me lo dijeron mientras permanecía tumbado en aquella camilla rodeado de luces rojizas. De hecho, ni siquiera comprendía su extraño idioma similar al chasquido de nueces, pero yo lo sabía. Sabía que no se habían quedado satisfechos con ese primer experimento. Querían más de mí. Me revuelve las tripas pensar en lo que me arrebataron. Partes de mi débil cuerpo desaparecieron junto con mi cordura.

¿Qué estoy loco? Claro, cualquiera lo estaría en mi situación. No pretendo llamar la atención con este escrito ni ser un mártir. No quiero ser el centro de burlas y es que tampoco pienso esperar a verlo hecho realidad. Estamos en el siglo XXI, dicen. Me apuesto lo que quieras a que ese es el motivo por el que nadie se tomará en serio mis palabras. Solo quiero dejar de sufrir, ese es el propósito de estas palabras.

No espero que me perdones. Seguir a tu lado sería el peor regalo de cumpleaños que podría hacerte, hija mía. Solo quiero que entiendas por qué he hecho lo que he hecho.

La hija encontró la nota junto al cuerpo ahorcado de Roberto Lázaro. Llevaba muerto más de un día, y al parecer aprovechó que ella se había marchado a celebrar su cumpleaños a la playa, a cuarenta y cinco minutos de trayecto, para suicidarse. Yo mismo me he encargado de redactar el informe del caso para comprender qué fue lo que ocurrió en realidad con la víctima. A partir de este punto relataré los hechos acontecidos en orden cronológico, pues el resultado definitivo todavía me resulta escalofriante y tal vez alguno de los lectores pueda entender qué sucedió.

Lo primero que llamó mi atención tras leer su carta de despedida fueron las palabras que subrayó. Había cierta conexión entre unas y otras, pero en todas ellas hacía referencia al suceso: el evento que desencadenó los acontecimientos venideros. Percibí que las luces rojas eran un aspecto a valorar de su experiencia, así como las partes ausentes de su cuerpo y el sufrimiento del que hablaba.

Según narró su hija, Roberto desapareció en la madrugada del día diez de agosto de 2015 y apareció tres días más tarde en los campos de trigo junto al cobertizo de su granja en las afueras de la ciudad. El hombre estaba confuso, parecía drogado por el modo de andar, de hablar y por las pupilas dilatadas y balbuceó palabras incomprensibles. La joven, de veintisiete años, afirma que no paraba de repetir las palabras "luces rojas" durante el trayecto de vuelta a casa.

La policía halló restos de una sustancia viscosa mezcla entre tonos grisáceos y verdosos en la zona del incidente. Los campos poseían esas típicas formas circulares típicas de las películas de alienígenas y lo cierto era que las pruebas indicaban que no se trataba de un brote psicótico o una ausencia de memoria. Hubo implicadas terceras personas.

Cuando Roberto se dispuso a darse una ducha, su hija se horrorizó al ver lo que su piel delataba: tenía cicatrices blancas gruesas atravesando su espalda por la zona del riñón. También tenía una especie extraña de sanguijuela pegada al pecho que, al arrancarla, murió al instante. Al no tener pruebas de su existencia, nos limitaremos a detallar la descripción dada por la hija del animal: boca circular dentada, piel negruzca, algo más pequeña que un ratón y con puntos rojizos. En principio, todo podía tener una explicación racional.

La investigación que realizó la policía por aquel entonces determinó que Roberto debió operarse del riñón, como mínimo, tres años antes de su desaparición en 2015. Ni él, ni su hija, ni su ex mujer confirmaron esto. No había registros médicos que mencionaran una operación de aquel calibre. Ahí empezaron las sospechas. En efecto, le faltaba un riñón y partes de grasa reemplazadas por una sustancia viscosa que no dio resultados con los instrumentos utilizados por el laboratorio. Los científicos estaban fascinados con el caso.

Y peor estuvieron los detectives de aquel entonces, que con la frente sudorosa se apresuraron a archivar el caso afirmando que debía tratarse de un secuestro de una organización criminal desconocida local. A falta de pruebas que dieran con seres humanos tangibles, decidieron no ir más allá.

Tras el suicidio de Roberto Lázaro, yo mismo me ofrecí a participar en la investigación. Había seguido el caso en las noticias desde su inicio y pedí de manera personal introducirme en los tejemanejes de su complejidad sin miedo. Quería un reto de ese calibre, sabía que podría con ello.

Lo único que no quería era preocupar a mi esposa y a mi hijo adolescente con casos que incluyeran supuestas organizaciones criminales. Recuerdo que ella me preguntó si estaba seguro de que quería meterme de lleno en una situación tan ilógica. Le di un abrazo, luego un beso y le aseguré que, si me veía envuelto en peligro, lo dejaría de lado. No sabía si creer o no mis propias palabras, pero la seguridad con la que lo dije calmó a mi mujer.

Viajé a la granja de la familia Lázaro y conocí a la hija en persona. Le tendí la mano y noté que desviaba la mirada. Estaba rota, con ojeras y vestida en pijama sin importarle las visitas. Nos sentamos en el sofá y pude ver lo desordenada que tenía la cocina, con platos y vasos acumulados sin lavar y con polvo en rincones que eran fáciles de detectar. La muerte de su padre la había devastado.

Me contó que, desde 2015, Roberto se convirtió en otro hombre. De ser un afectuoso padre de familia soltero pasó a ser un alma atormentada por la depresión que tenía miedo de su sombra y la noche. Cada vez que veía las luces rojas tras los coches en la carretera, gritaba y se encogía en una bola. Hablaba en sueños, deambulaba sin rumbo como quien tenía demencia y parecía estar envejeciendo a una velocidad antinatural. Los restos orgánicos de aquel hombre así lo indicaron en mi viaje a la morgue para comprobar el estado del cuerpo. Tenía cincuenta y dos años y aparentaba tener setenta sin muchos esfuerzos. Parecía estar maldito y su piel adquirió un tono verdoso poco después de su muerte.

Su hija insistió en quedarse a vigilarlo o dejar a una persona a su cargo mientras ella estuviera trabajando. Era la rutina que tenían para que no cometiera ninguna locura. Y el día que los apoyos fallaron, se quitó la vida. Traté de convencerla de que no podía estar siempre encima de él, que debía construir su vida entorno a sí misma. Era comprensible que su reacción fuese tan grave. Tantos años dando su tiempo vital por aquel hombre que parecían echados a la basura en la brevedad de cuarenta y cinco minutos.

Decidí dejarla estar y continué con el resto de pistas dadas por su testimonio. Ya que no había pruebas, comencé a visitar pueblos cercanos en busca de luces rojas nocturnas que me dieran pistas de lo acontecido. La policía ya lo hizo en su momento, pero debía asegurarme de que no habían ignorado algún detalle.

Entré en uno de los bares de luces rojizas y pregunté por Roberto. Dijeron que no lo habían visto, y que no lo conocían. El segundo pueblo tenía un prostíbulo privado oculto en el que entré como agente de policía para reabrir el caso de investigación. Los dueños me confirmaron que alguna vez había acudido a satisfacer sus necesidades, pero ninguna fue antes de 2016. Asentí y me fui. No quería comentarle a mi mujer los lugares a los que me había visto obligado a asistir por el bien de la curiosidad y el interés genuino en dar paz a las víctimas de aquel misterioso encuentro con la cuarta dimensión.

Como es evidente, bajo ninguna circunstancia valoré la abducción alienígena como una posibilidad racional. Las pruebas están ahí, podría decir cualquiera, pero la inteligencia humana podía ser sorprendente, y el crimen organizado era tan peligroso como las ilusiones falsas que podían crear de relatos extraterrestres.

Decidí informarme en la comisaría sobre clubes extraños de los que tuvieran datos, o ex convictos que pudiesen cumplir con las características de alguna organización. No encontramos nada.

Era un punto sin salida. En mi mente, las luces rojizas estaban en una cámara acorazada, las voces de nueces eran producto de la droga que le pusieron a Roberto y los rostros inhumanos eran fruto de las alucinaciones visuales que vio un hombre torturado de agresores que portaban máscaras o tenían claras deformidades físicas. La hipótesis explicativa al caso era obvia en mi cabeza, pese a que no tuviese ninguna prueba que la avalara. Creía que era la única alternativa que daría coherencia a la nota de suicidio.

Lo peor llegó una noche en la que visité la morgue para comprobar que el cadáver de Roberto no hubiera cambiado de color. El forense me permitió el acceso con la condición de acompañarme y recorrimos un largo pasillo con olor a químicos. Las luces blancas eran brillantes, tanto que podían cegar, y el sabor que dejaba la situación era amargo. Notaba la lengua entumecida. Y me temblaban las piernas.

Anduvimos hasta la sala de camillas. Estaban separadas por cadáveres y el forense tiró de una para revelar una manta blanquecina. Al levantarla, vimos que se había equivocado. Volvió a cerrar la tapa, se dirigió a una segunda cubierta y la abrió dejando escapar el humo por la refrigeración. Ambos contemplamos que, bajo la manta sucia, no había ningún cuerpo. Nos miramos mutuamente, sorprendidos, e informé con la radio a mis compañeros.

—Chicos, ¿habéis ordenado el traslado del cadáver de Roberto Lázaro? Estaba en la morgue para echarle un vistazo en busca de pistas, pero no está aquí —situé los dedos temblorosos sobre la radio, fijándome en lo mucho que parpadeaban las luces blancas del lugar—.

Hubo un silencio estremecedor. Ya lo había notado al entrar en el edificio, pero en aquella ocasión estaba presenciando un evento único. Nada, ni siquiera la tormenta exterior que amenazaba con ahogar la ciudad, era audible. Me incomodó la espera.

—Buenas, Noel. No, no hemos pedido ningún traslado. ¿Está seguro de que no está con usted? —La voz al otro lado era de su compañero Rafa. Poco a poco se fue distorsionando, como si las interferencias estuviesen alterando su mensaje—. No... Muevas... Voy a...

—Rafa, ¿puedes repetir eso último? Te escucho fatal.

—Ma... tar... te. —Respondió al final—. ¿Vale? Hay una patrulla cerca.

No supe qué pensar. Lo cierto es que me quedé bloqueado unos instantes que parecieron eternos. Contesté y asentí para cortar la transmisión y me quedé mirando al forense como si quisiese asegurarme de que habíamos oído lo mismo. Él carraspeó, indicando que me estaría esperando en la recepción cuando hubiera terminado. Quise enfurecerme por ver su comportamiento tan cobarde, pero el caso es que yo también habría querido huir en su posición. Ni estaba implicado en el caso ni quería sufrir sus consecuencias.

Esperé unos instantes a estar a solas antes de revisar que la sala no tuviese signos de quién pudo llevarse el cuerpo. Entonces lo vi, tan claro como el agua. Una huella del tamaño de un oso, quién sabe si más grande, alargada y acabada en dedos puntiagudos, se materializó como humedad junto a la cámara donde debía estar Roberto. Formaba un rastro en dirección al pasillo, así que la seguí con una mano en la pistola que llevaba pegada al cinturón. Deseaba no tener que usarla.

Las luces del techo saltaron en miles de chispas. Fue un apagón general que me obligó a gritar el nombre del forense como si quisiese reafirmar que no estaba solo. Me di cuenta tarde de que, en realidad, lo que más miedo me daba era precisamente no estar a solas en aquel largo pasillo engullido por las sombras incomprensibles. Debía ser la tormenta en el exterior. La lluvia entraría en el cableado y provocaría un cortocircuito. Eso debía ser.

Lo que menos me tranquilizó fue lo que vino después. Las luces de emergencia se encendieron, y su color carmesí me erizó el vello de la nuca. En cuestión de segundos, lo que había empezado siendo un fallo de corriente sin más misterio se acababa de convertir en una pesadilla. Me giré al oír un fuerte sonido. Escuché los chasquidos metálicos de los utensilios al caer y di un salto. Apunté al frente con la pistola, viendo las luces rojas parpadeando. La infinidad de aquel túnel oscuro decorado por serpientes escarlata que iban y venían provocó que sintiese más humedad en el ambiente. Había un calor cargante que se me adhirió a la espalda como un peso muerto.

Tenía que salir de allí. Ni siquiera me molesté en comprobar qué había pasado en la lejana sala al final del pasillo. Di media vuelta y arranqué a correr a zancadas. Si podía llegar a la recepción, arreglaría el problema de la luz y mis preocupaciones terminarían. Grité buscando una respuesta en el forense, pero su silencio me intimidó más que los chirridos metálicos que me perseguían.

Llegué a la sala junto a la puerta principal y vi la luz de los rayos proyectando sombras en el interior. Jadeaba por el cansancio. Las luces rojizas continuaban acompañándome. Y entre sus misteriosos parpadeos tan profundos como la sangre, vi una presencia alta y delgada que me miraba con ojos vacíos. Apunté con mi pistola y oí una voz gutural que me llamaba desde el suelo. Me dirigí hacia ella y contemplé el cuerpo ensangrentado del forense en una esquina, con la garganta cortada y restos de huellas como las que había visto entre las camillas de cadáveres. Se arrastraban y subían las paredes hasta desvanecerse en un punto incomprensible.

"Por favor, mi amor. No te metas en casos que te pongan en peligro", dijo mi mujer. Recordé sus palabras en aquel instante. Pensamos en nuestros seres queridos ante la inminente sensación de una muerte anunciada. Decidí coger fuerzas y abandonar el cadáver del forense a su suerte. Salí del edificio y corrí bajo la tempestad hasta el coche. Estaba obsesionado con la imagen que acababa de visualizar. Me volví una vez más y vi en el reflejo rojizo del pasillo cómo tres figuras altas, delgadas y de extremidades afiladas me vigilaban en silencio. No eran humanas.

Me metí en el coche y la luz de una farola se volvió rojiza. Lo hicieron una y las cincuenta que continué observando durante el trayecto de vuelta a la ciudad. No pensaba pasar ni un segundo más en aquella zona. Avisé a las unidades de policía de lo que acababa de presenciar. No les dije qué eran, pero sí que podían ser los responsables del asesinato y estaban armados.

Al día siguiente recibí el informe: no encontraron nada sospechoso más que el forense asesinado por una herida de cuchillo. Sabían que no había sido yo porque había huellas orgánicas por todas partes que no me pertenecían. En el laboratorio dijeron que contenían una cantidad inhumana de hidrógeno y sulfuro. Lo que hallaron determinó que, lo que fuera que vi bajo aquellas luces rojizas, no era humano. Pudo ser fruto de los productos químicos del lugar, de lo que usaran los asesinos, pero la realidad que yo conocía era muy diferente.

Entiendo a Roberto mejor ahora que sé a qué se enfrentó. Aquel día abracé a mi mujer con cierta dulzura y calma al llegar a casa. Veía luces rojas en la televisión y se me encogía el corazón, pero sabía que yo no era su objetivo. Esas cosas querían a aquel pobre hombre y dudo mucho que vuelvan. La policía aseguró que el fallo de iluminación se arregló solo tras la tormenta y que detuvieron a un vagabundo loco que aseguraba ser el asesino del forense. Él también temía a las luces rojizas.

Esa noche, con la cabeza apoyada en los brazos y contemplando el cielo estrellado a través de la ventana, pensé en quién podría ser la siguiente alma solitaria condenada a ver luces rojas.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro