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Confesiones entre diosa y mortal

Olimpo

— ¿Qué hace esa mortal aquí? — preguntó Hera, la de los níveos brazos, de mala gana.

Atenea, la hija de Zeus, miró con enfado a la señora del Olimpo y cruzó sus brazos mostrándose a la defensiva. No le dio tiempo a responder porque ya se unió Afrodita y Poseidón observaba la escena con suma atención porque no quería perder la oportunidad de atacar a su sobrina.

— No entiendo por qué invitas a esa mortal, Atenea. Ni siquiera invito al Olimpo a mis hijos mortales, y vas tú y la llevas al Olimpo cuando no hay ningún lazo familiar que os una.

— Afrodita, tú estuviste en el juicio de Niké. Ella me escogió como la más bella y lo que le prometí es enseñarle todo lo que sé y por eso está aquí. Y además, tampoco tengo que darte los motivos por los que he obrado así — contestó Atenea intentando mantener la calma.

Que Afrodita le recordara que su mortal casi fue violada de no ser por ella le crispaba sobremanera los nervios, pero se contuvo porque sabía que era una pérdida de tiempo entrar en el juego de la diosa del amor.

— Me sorprende, sobrina, ver que no has aprendido la lección. Subir a mortales al Olimpo no sale bien. Mira cómo acabó Ixión, castigado durante toda la eternidad en el Tártaro — se sumó el dios de los mares al ataque.

Atenea contuvo la respiración en un intento de seguir teniendo el control, pero le costaba. Su tío le cabreaba como ningún dios era capaz. Quería atravesarle con su lanza para que se callara.

— ¡Ella no es igual que Ixión! ¡Dejad de atacarla, seguirá aquí en el Olimpo porque es mi voluntad! — rugió la diosa guerrera con notable enfado.

Los otros dioses iban a replicar, pero Zeus, padre de los dioses y los mortales, cansado de tanto grito, decidió poner orden.

— ¡Silencio!, ¡al siguiente que grite le lanzaré un rayo! — rugió el dios del trueno.

Las 4 deidades olímpicas enfrentadas guardaron silencio por temor a las represalias.

— Atenea, hija querida, cuéntame qué ha sucedido — le pidió Zeus en un tono dulce y amable.

Los otros dioses bufaron como muestra de enojo. El padre de los dioses les lanzó tal mirada que decidieron guardar silencio.

— Padre Zeus, la mortal Niké me ha escogido como la diosa más bella frente a Hera y Afrodita y como recompensa yo le prometí enseñarle todos mis conocimientos. Por eso, decidí subirla a nuestra morada, el Olimpo. Padre, te suplico piedad. Esta mortal no es como Ixión, ni como Tántalo, es inteligente, cauta y humilde. Padre Zeus, yo veo potencial en ella. Deja que se quede y si causa problemas, yo misma me encargaré de expulsarla del Olimpo — concluyó la diosa.

Zeus miró a su hija y como siempre hacía cedió a su petición, pues nada podía negar a su hija predilecta, aunque despertara la ira de otros dioses.

— Gracias, padre —dijo la de los ojos glaucos a modo de agradecimiento porque el Crónida salió a su defensa una vez más. Besó su mejilla como muestra de afecto.

Hera, Afrodita y Poseidón vieron con rabia cómo Atenea les sonreía con cierta arrogancia mientras se marchaba triunfante a su hermoso templo. Ellos pensaron que nada podían hacer para contravenir la voluntad de Zeus, supremo entre los que mandan y padre de la indómita Atenea.

***

Mientras en el Olimpo hubo un gran revuelo por la llegada de Niké, la mortal permaneció ajena a todo aquello porque se encontraba durmiendo plácidamente en el templo de Atenea en una hermosa y mullida cama que la diosa preparó expresamente para ella. Se sintió tan cansada nada más llegar al Olimpo que la diosa la acompañó a su cama y vertió sobre sus párpados el dulce sueño para que recobrara su energía antes de dejarla sola durmiendo.

Niké abrió los ojos lentamente. En un primer momento se sintió desorientada. Nunca había estado en una habitación tan hermosa y pulcra como en la que estaba. Se intranquilizó al ver que Atenea no estaba a su lado. Se incorporó de la cama con el ánimo de salir a buscarla aunque alguna deidad olímpica la mirara con extrañeza por encontrarse en la morada de los dioses olímpicos a una misteriosa mortal.

Justo cuando iba a poner un pie fuera del templo Atenea apareció ante ella. Ambas se miraron sorprendidas, pues no esperaban encontrarse de forma tan espontánea. Niké se sonrojó al admirar el bello rostro de la diosa. Atenea sonrió sutilmente a la mortal y la miró fijamente esperando una respuesta a tan espontáneo encuentro.

— Perdón, Atenea, no te veía y decidí salir a buscarte — se justificó totalmente avergonzada.

— Niké, no hay problema. El motivo de mi ausencia ha sido una tediosa charla con Hera, Afrodita, Poseidón y mi padre. Como puedes intuir, Afrodita, Hera y Poseidón no están muy entusiasmados con tu llegada — respondió la diosa mientras ponía los ojos en blanco y apretaba su puente de la nariz mientras recordaba lo molesta que se sintió esa mañana al haber sido atacada por ellos.

— Atenea, diosa de los ojos resplandecientes, yo no quiero causarte problemas. Si mi estancia en el Olimpo es un estorbo para los dioses, entonces te pediré con todo el dolor de mi corazón que me dejes en Troya otra vez — contestó Niké.

La diosa guerrera negó con la cabeza y acarició la mejilla izquierda de Niké totalmente embelesada. Ésta cerró los ojos y disfrutó la suave caricia de la hija de Zeus.

— No, no te irás a ninguna parte, Niké. Permanecerás en el Olimpo, habitando mi templo hasta que hayas aprendido todo lo que quiero enseñarte — respondió la diosa y se apartó ligeramente de ella.

Pasaron tres meses desde que Niké llegó al Olimpo. En todo ese tiempo la diosa guerrera le enseñó oratoria, elocuencia a la hora de hablar y otras muchas habilidades relacionadas con el lenguaje y la filosofía. Niké era una alumna muy aplicada. Se esforzaba sobremanera en prestar suma atención a la diosa y absorber como una esponja todo lo que ella le enseñaba.

Atenea estaba muy impresionada con su alumna. Veía que cada día que pasaba Niké era mucho más inteligente. Observaba embelesada cómo en los banquetes que se celebraban en el Olimpo la mortal aprovechaba para poner en práctica su oratoria y elocuencia, entablando conversaciones con diversos dioses como Hestia, Deméter, Hermes e incluso con el Crónida, Zeus. En esos momentos la diosa escuchaba totalmente embelesada a su mortal y sonreía con placer al ver los buenos frutos que estaban dando sus lecciones.

— Niké, alumna de Atenea, ¿qué opinión despiertan en ti los mortales? —le preguntó en una ocasión con gran curiosidad el Crónida.

Niké se sorprendió cuando el Cronión le dirigió la palabra. Todos los dioses la observaban con gran curiosidad. El rubor cubrió su rostro. Respiró hondo y meditó durante unos instantes la respuesta a tan transcendental pregunta.

— Me has formulado una pregunta muy interesante, Crónida y con gusto la responderé con mi opinión, que será humilde por mi condición de mortal.

— En lo que llevo de vida, dioses inmortales, me he percatado de la gran debilidad que poseemos nosotros, los mortales, pues, nuestra vida se guía a base de impulsos. Somos débiles frente a los deseos de la carne. Apenas controlamos nuestro sino porque está en vuestras manos y en la de las Moiras. Cometemos el error de subestimaros, dioses inmortales, y lo que más dificulta nuestra vida es que anhelamos siempre aquello que jamás nos corresponderá por nuestra condición de mortales — añadió mientras miraba con disimulo a la diosa de la sabiduría, que se encontraba frente a ella.

A la diosa le pasó inadvertida aquella mirada porque estaba mirando a su padre, esperando con impaciencia su respuesta. Zeus, padre de los dioses y mortales, se percató de la sutil mirada que le echó la mortal a su amada hija. Decidió pasarlo por alto en ese momento porque todas las deidades y la propia mortal esperaban que contestara.

— Esto es como tener 2 Ateneas en el Olimpo — susurró Hera, señora del Olimpo, al oído de Afrodita, diosa del amor, que se encontraba sentada a su lado izquierdo.

La diosa del amor le rio la gracia con disimulo.

— Niké, alumna de Atenea, has retratado con precisión la vida de los mortales. Sois volubles en nuestras manos, dependéis de lo que los dioses deseemos para vosotros —contestó sabiamente el Crónida.

Ninguno de los presentes osó interrumpir al Crónida.

— Suscita mi interés saber por qué tienes en tan baja estima a tu propia condición —puntualizó Zeus.

El rostro de Niké se ensombreció. Sintió que toda su vida pasaba por delante de sus ojos. La diferencia de trato que tenía con respecto a los hombres de su familia, la exigencia de ser una mujer perfecta, sumisa y obediente, la urgencia de encontrar un marido. Pasó también por su mente el momento en el que intentaron violarla. Fueron momentos humillantes y sumamente dolorosos para ella y no tenía la fortaleza y las ganas de revivirlos delante de los dioses del Olimpo.

Miró a Atenea, buscando su ayuda. La diosa leyó el dolor en sus ojos. Se adentró en su mente, vio sus dolorosos recuerdos y sin pensárselo 2 veces, salió en su defensa.

— Padre Zeus, es suficiente. La mortal ha contestado a tu pregunta con mucha sabiduría y humildad. No es necesario ahondar más en las razones que ha dado para contestar de ese modo —añadió la diosa guerrera y frente a eso, el Crónida no tuvo nada que objetar a su hija predilecta.

El banquete se dio por concluido. Todas las deidades olímpicas fueron abandonando la mesa y yéndose a sus respectivas moradas. La mortal Niké, totalmente afectada y conmocionada por el recuerdo del intento de violación y siendo consciente del lugar en el que estaba y de su condición de mortal, se despidió de los dioses con educación y respeto y se marchó al templo de la hija de Zeus.

Atenea se fue tras ella, disimulando ante los dioses su notoria preocupación por Niké. Entró en su templo y la llamó una y otra vez, hasta que finalmente dio con ella. La encontró en sus aposentos. Se encontraba sentada en el suelo, abrazando sus rodillas y ocultando su rostro entre sus piernas. Atenea se afligió al verla tan triste y la imitó. Se sentó en el suelo, justo enfrente de ella y la llamó con un tono dulce.

— Niké — pronunció su nombre en un susurro.

La mortal la escuchó pero no se atrevió a alzar el rostro para que la diosa no contemplara cómo descendían por su cara sendas lágrimas.

— Atenea no quiero que me veas así — añadió apenada.

Atenea escuchó su petición, pero hizo caso omiso, quería ayudarla.

— Niké, no es malo llorar. Mírame y cuéntame qué es lo que tanto te aflige — le suplicó mientras se acercaba a ella.

— La conversación que tuvimos hoy en el banquete me hizo recordar cuando casi me violaron de no ser por ti. Me sentí sucia y culpable, Atenea. Me parece horrible tener que volver a recordarlo y lo último que quiero es que las demás deidades lo sepan —se sinceró Niké mientras no dejaba de mirar con dolor a la diosa de la sabiduría.

La hija de Zeus la escuchó atentamente. Quería ayudarla y hacerle ver que no estaba sola. Lo que iba a contarle iba a ser duro y doloroso, porque suponía volver a traer al presente tan desagradable recuerdo. Tomó una de las manos de Niké y se armó de valor.

— Una vez intentaron violarme. Lo recuerdo como si fuera ayer. Recuerdo cómo él intentó tomarme a la fuerza y por suerte pude zafarme. Niké, cuando eso pasó, me sentí sucia, culpable y me juré que nadie se enteraría del tan desagradable episodio que viví, pero a ti te lo cuento porque confío en ti.

La mirada de Atenea se ensombreció cuando recordó la ocasión en la que Hefesto intentó violarla. Volvió a recordar lo enfadada que se sintió cuando él intentó aprovecharse de la confianza que ella tenía en él y también la vergüenza que sintió una vez que abandonó su forja.

Niké se secó las lágrimas y miró con tristeza a la diosa, pues era consciente de lo difícil que era reconocer aquello en voz alta y apretó su mano como muestra de apoyo.

— Atenea, siento mucho que hayas tenido que pasar por esto tú también. Entiendo tanto cómo te sientes... la culpa y la vergüenza por lo que pudo pasar no te abandonan.

Niké se acercó a la diosa y acarició con ternura uno de sus bellos pómulos y lloró de nuevo, empatizando con el dolor de la hija de Zeus.

— Niké, sé que ese día en el que casi pasó lo peor es horrible para ti, al igual que lo fue para mí. Eres mi protegida porque me importas. Nunca nadie volverá a hacerte daño, ni se atreverá a tocarte porque mi ira recaerá sobre ellos al igual que el Crónida lanza rayos cuando su enfado con los mortales es implacable — así habló la hija de Zeus.


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