(𝐕𝐈𝐈) (𝓯𝓲𝓷𝓪𝓵)

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Nota de la autora: Hola mis queridos lectores. Con esta imagen de las Moiras doy paso a este capítulo. Ya os adelanto que no es casualidad que ellas aparezcan encabezándolo.


Destino final de la diosa y mortal

Atenea instauró una paz perpetua entre Odiseo y sus partidarios y los padres de los pretendientes muertos de la discreta Penélope, su esposa.

Miró a su amado mortal, al que había acompañado durante tantos años, al que había visto sufrir, contento, gozoso. Había visto todas y cada una de las facetas del héroe y para desgracia suya, amaba todas y cada una de ellas.

Atenea, la diosa de los ojos de lechuza, sabía que su cometido había llegado a su fin. Odiseo había llegado sano y salvo a Ítaca y se vengó de una forma brutal y sanguinaria de aquellos que en su ausencia vivieron a expensas de su patrimonio. La poderosa diosa sabía que antes de volver al Olimpo, su hogar, debía hablar con él.

El fecundo en ardides contempló a Atenea, la diosa guerrera, en todo su esplendor. Portaba la égida, su casco dorado que brillaba como el mismísimo sol, decorado con penachos de crines de caballo teñidos de rojo y en su mano derecha portaba su lanza de bronce y fresno. Totalmente hipnotizado por la imagen de la diosa, se puso de rodillas y se arrojó a su pies.

— Atenea, hija de Zeus. Imprescindible ha sido tu ayuda para recuperar mi hogar — confesó Odiseo, el fecundo en ardides a modo de agradecimiento.

Atenea contempló a todos los mortales que junto a él permanecían en la sala del trono totalmente anonadados y temerosos por contemplarla. Les hizo una señal a todos ellos para poder hablar con Odiseo en privado.

***

Le tocaba la peor parte, su corazón estaba afligido, pero sabía que era lo mejor para Odiseo. Tras estar 10 años errando por diversas tierras llenas de monstruos y duras pruebas a su inteligencia, se merecía vivir el resto de su vida con tranquilidad, disfrutando de la presencia de su esposa Penélope, divina entre las mujeres y de su hijo, el divino Telémaco.

— Hijo de Laertes, levántate y mírame —le ordenó con determinación.

El héroe se alzó del suelo y miró con temor a la diosa. Aquel hermoso rostro que tanto le fascinaba adoptó una expresión de frialdad y seriedad. Se temió lo peor y esperó con paciencia a que la diosa rompiera ese silencio tan tenso.

— Odiseo, carísimo a mi corazón, fecundo en ardides. Mi amor por ti es tan grande que te dejo libre. Vive el resto de tu vida en Ítaca, junto a tu esposa, la discreta Penélope y tu hijo Telémaco, pues muchos han sido los pesares y sufrimientos que has padecido en tu viaje de regreso y mereces vivir una vida apacible a su lado.

Los ojos de Odiseo se anegaron en lágrimas al escuchar aquello e intentó aproximarse a la diosa.

— Hijo de Laertes, detente — le ordenó con todo el dolor de su corazón, pues sabía que si él la abrazaba o la besaba por última vez, no podría soportar despedirse para siempre de él.

— Atenea, hija de Zeus ¿por qué me abandonas ahora? — le preguntó él totalmente dolido por su decisión.

Las lágrimas comenzaron a descender velozmente por su bello rostro.

La diosa guerrera estaba dolida. No había ningún tipo de dolor comparable al que estaba sintiendo en su corazón. Hubiera preferido que le clavaran una lanza  en el corazón que despedirse de él. Ese dolor punzante comenzó a manifestarse en sus ojos, pues las lágrimas comenzaban a agolparse en sus ojos, deseando ser derramadas, pero la diosa se contuvo.

— Odiseo, no me hagas esto más difícil de lo que ya es — dijo con la voz rota de dolor.

El rey de Ítaca no quería escucharla más, pero sabía que debía hacerlo.

— Vivirás felizmente al lado de tu esposa y de tu hijo. Que es lo que mereces después de tanto sufrimiento — añadió en un intento de convencerse de que esa era la mejor decisión que podía tomar.

— Atenea... — susurró él con la voz rota de dolor.

El astuto Odiseo buscó con desesperación las palabras que pudieran hacer cambiar de opinión a la poderosa diosa, pero no las encontró.

— Odiseo, hijo de Laertes — le interrumpió la diosa de la sabiduría. —Te amaré por toda la eternidad— añadió. 

Dicho aquello, se disponía a marcharse para no dificultar todo más. Pero el intrépido mortal no estaba de acuerdo con esa decisión. Así que, intuyendo su siguiente movimiento y siendo más veloz que la hija de Zeus, agarró una de sus manos para retenerla, aunque fuera un momento. Atenea, totalmente sorprendida por el gesto, se dio la vuelta y su mirada conectó con los bellos ojos de Odiseo, que transmitían un dolor inconmensurable.

— Atenea, te amo— reconoció Odiseo a modo de despedida.

La diosa de la sabiduría se derrumbó al escuchar tan franca declaración de amor. Una de las lágrimas que se acumulaban en sus bellos ojos glaucos descendió por su rostro. Ella intentó con mucho empeño limpiar las lágrimas que comenzaban a descender en un ritmo incesante, pero éstas no podían parar.

El mortal se percató del llanto de la diosa de los ojos resplandecientes, y se las quitó con ternura.

— Atenea, hija de Zeus. Te suplico que me dejes besarte una última vez —le imploró con la voz rota de dolor.

La diosa guerrera se apiadó de él porque necesitaba besarle una vez más. Tomó su rostro entre sus manos y le dio un beso lento mientras las lágrimas se volvían a agolpar en sus ojos, pero ella las retuvo. Se concentró en sentir los labios del héroe, cuyo roce le llevaba a la locura. Sintió que iba a desfallecer, pero ahí estaba él para sostenerla. Nunca había amado a nadie con la intensidad con la que amaba a Odiseo y hubiera preferido ser castigada en el Tártaro que separarse de él. No había nada que pudiera consolarle en ese momento tan doloroso.

— ¿Así es el amor?, ¿dulce como la miel y doloroso a su vez como una herida de lanza? — no pudo evitar pensar la diosa guerrera mientras se entregaba a tan hermoso beso.

Tanto el mortal como la diosa pensaron en su inevitable destino, separarse y no verse jamás y ninguno estaba conforme con eso.

Odiseo, Laertíada, amaba a su esposa, Penélope, pero estaba en una encrucijada sin igual, para desgracia suya, se había enamorado de la diosa guerrera, de la diosa de los ojos de lechuza, Atenea. Quería perderse el resto de su vida en aquellos hermosos ojos grises que contemplaban con severidad y dureza a los mortales impíos, pero que a él le contemplaban con devoción absoluta. Y gran pesar sintió al saber que su sino era inevitable.

La pasión y el amor que sentía por la diosa le hicieron perder el control. Atacó los labios de Atenea con ferocidad. Nunca se habían besado de ese modo, pero tanto amor sentían el uno por el otro que fue inevitable que el beso se tornara apasionado e incontrolable.

Odiseo aprisionaba el cuerpo de Atenea con sus manos. Temía soltarla, porque presentía que si lo hacía, ella se marcharía para no volver jamás. La diosa rodeó el cuello de su mortal predilecto, mientras sus labios atacaban los de él con ferocidad y le guio al trono que ocupaba con anterioridad a su partida a Troya.

En la mitología se nos ha hablado de historias tristes y desgarradoras como Orfeo y Eurídice, Artemisa y Orión. Historias en las que siempre uno acaba perdiendo a su amado de la peor manera inimaginable. Pues bien, nunca se hubieran imaginado Atenea y Odiseo que les tocaría vivir este cruel destino.

Las Moiras ya habían advertido a Atenea: el sino de Odiseo era vivir y morir en Ítaca rodeado de su esposa, su hijo y todas aquellas gentes que lo amaban y respetaban como rey de Ítaca. La diosa guerrera fue ilusa al creer que su sino podría ser pospuesto, pero eso era imposible. Ese era el momento en el que debía despedirse del mortal. Así lo habían tejido las Moiras y contra aquello nada podía hacerse.

En el monte Olimpo reinaba un silencio sepulcral. Los principales dioses olímpicos se encontraban sentados en sus tronos cubiertos de oro y contemplaban la escena que estaba teniendo lugar en Ítaca. Ninguno se atrevía a romper el silencio imperante. Afrodita, diosa del amor, lloraba en silencio y se acurrucaba en su trono en un intento de ocultar sus lágrimas porque Odiseo y Atenea contra todo pronóstico habían despertado su tristeza. Zeus, padre de los dioses y mortales, lloraba totalmente desolado al ver el gran dolor que estaba sintiendo su hija querida, Atenea.

***

Atenea supo enseguida que debía separarse de aquel mortal, porque de lo contrario perdería el control. Hizo acopio de la razón, que acudió a ella en ese momento tan triste. Ella siempre había mostrado gran valor en momentos adversos como en la Gigantomaquia, Titanomaquia, y en cambio, ahora, no se atrevía a despedirse del héroe mirándole una vez más a los bellos ojos. Se separó de él y antes de que él pudiera objetar algo, vertió sobre sus párpados el dulce sueño.

La diosa de los ojos brillantes abandonó velozmente Ítaca. Comenzó a llorar totalmente desolada mientras ascendía al Olimpo. Supo que había sido la decisión más difícil que había tomado en su vida, pero supo que era lo correcto.


Nota de la autora: Pongo ya punto final a esta historia. He disfrutado muchísimo escribiéndola. He sentido que mi creatividad ha fluido en cada capítulo que iba redactando y lo que os dije en el primer capítulo, Atenea y Odiseo me encantan y necesitaba escribir una historia sobre ellos.

Si os digo la verdad, lloré un poquito al escribir este capítulo porque me entristeció darles este final, pero por otro lado pienso que este final es el más coherente para los 2. 

Como sé que este final es  dramático, para compensar, escribí un final alternativo que ya tenéis publicado desde hace bastante tiempo💓

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