III. Cosas del pasado

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El Cubo Verde brilló intensamente en el cuello de Selba y se expandió como una caja gigante e incorpórea alrededor de su Diosa para alertarla del ataque. La mujer vio en una de sus caras, la que estaba frente a su rostro, una estela de luz roja atravesando el Territorio e impactando no muy lejos de allí. No tuvo de tiempo de ver de dónde provenía ni de evitarlo y horrorizada, vio como varias luces verdes que representaban a los habitantes de su Territorio apagarse por completo.

No dudó ni un instante en aparecer en el lugar del incidente y detener el fuego con un único movimiento de su mano. A su alrededor todo era caos y desesperación, así que lo primero que hizo fue alejar a las personas con una magia disuasiva -cosa que solamente usaba en casos de emergencia, ya que no le gustaba influenciar en la mente de sus pueblerinos- y encargarse de los que estaban heridos.

Mantuvo el Cubo a su alrededor, invisible para los ojos de los demás, y contactó con Rumi, pidiéndole desesperadamente que trajera a su mejor amigo Fei Long. Así que terminó de hacerlo, vio a dos amenazas rojas brillando intensamente detrás de ella, y una era una estrella enorme: el Dios Rojo. Instintivamente se giró y alzó su mano preparando un ataque, pero se detuvo al ver a una asustada y estática Violett. A su lado, con una herida en el rostro, estaba el escurridizo William. Casi olvidaba que ella vivía allí en su Territorio y por poco no cometía una enorme equivocación.

Aun así, estaba enceguecida de ira por el repentino ataque y no dudó en acusarla:

—¡¿Qué hiciste, Violett?!

La joven, que siempre se mantenía con el mentón en alto y una mirada desafiante y burlesca, en ese momento sólo transmitía miedo e inseguridad. William notó esos sentimientos y se puso entre las dos mujeres intentando amenizar la situación.

—Selba, tanto tiempo. —Trató de esbozar una de sus sonrisas típicas, pero le salió trémula. Él también estaba preocupado con todo lo que estaba ocurriendo, y notó como Selba desconfiaba. —Violett no ha hecho nada, lo puedes ver en tu Cubo —agregó, haciendo un gesto con la mano indicando al colgante en el cuello de la Diosa Verde.

—¡Eso no me importa! —chilló ella en dirección al muchacho—. ¡Los quiero en mi salón de Asambleas AHORA!

Selba dio media vuelta y se dirigió hacia los escombros de lo que había sido el Instituto. Violett se quedó mirando como ella levantaba cuidadosamente los cascotes y pilares rescatando a los sobrevivientes y quitando los cuerpos sin vida de varios que habían sido sus compañeros. Dio un paso adelante, aguantando las lágrimas y con intenciones de ayudar, pero William le tomó cariñosamente del hombro, guiándola hacia el lado contrario, en dirección al Castillo.

La muchacha no se había llevado bien ni con sus compañeros ni con sus profesores, pero en ese momento le dolía demasiado no haber hecho ningún esfuerzo por cambiarlo. Mientras caminaba involuntariamente junto a William, echó una mirada sobre el hombro para dar un último vistazo a la fila de cuerpos que comenzaba a acumularse junto a la vereda.

Vio que Selba también lloraba.

Caminaron unos metros y un temblor de tierra les indicó que había estallado algo más no muy lejos de allí. Violett se tambaleó, pero William la mantenía sujeta con fuerza, así que la muchacha le dedicó una mirada para agradecerle, y notó que tenía una expresión muy seria y preocupada.

—¿Cómo lo sabías? —preguntó, mientras llegaban a la calle principal y corrían el último tramo que los separaba de la entrada al Castillo Verde. Este estaba en el centro de la ciudad, encima de una colina y perfilado en el cielo ahora gris por el humo. William cambió su expresión a una sonrisa torcida cuando se giró a mirarla, y ella tuvo la impresión que él era de esos tipos mujeriegos que siempre reían—. Fuiste directo a salvarme, las dos veces. ¿Me espías?

Él soltó una carcajada, balanceando la cabeza y mirándola de lleno. Casi llegaban a los portones.

—Preciosa, soy tu Ancestro. Ese es mi deber... —Luego volteó la cabeza con una mirada nostálgica—. Además se lo prometí a Dana.

Violett pestañeó sin entender. Dana era la Diosa Violeta, así que se preguntó qué tenía que ver ella con eso. Abrió la boca para preguntar cuando él se adelantó:

—Si no fuera por Dana, no estarías aquí.

La muchacha se soltó y se detuvo en seco. Se dio cuenta que había muchas cosas que había estado ignorando todo el tiempo, como eso que William acababa de decir. ¿Alguna vez se había preguntado cómo había llegado a estar a salvo en el Territorio Verde? La respuesta era no. Siempre había dado por hecho que su madre había huido hacia allí aún embarazada y que Selba, sabiendo la situación, la había refugiado. ¿Pero había sido realmente así? No iba a quedarse callada, así que le dedicó una mirada fulminante y él entendió perfectamente lo que ella quería. Pero también supo que había hablado demasiado.

—¿Por qué? —indagó Violett—. ¿Qué tiene que ver la Diosa Violeta?

William soltó un profundo suspiro, miró al cielo como si pidiera clemencia y la tomó de la muñeca nuevamente para instarla a seguir. Ella se lo permitió, pero quedó esperando una respuesta.

—¿Qué sabes de tu nacimiento? —preguntó él a su vez.

Violett se sorprendió ante aquella pregunta. En realidad no sabía nada. Había planeado tanto volver al Territorio Rojo y recuperar sus poderes que nunca se preguntó sobre sus orígenes... sobre su padre.

No sabía quién era.

Aterrada ante esa interrogante, volvió a detenerse. William sintió el tirón y se giró a mirarla.

—¿Eres mi padre? —preguntó ella de repente, con la voz susurrante y ronca. Tenía los ojos abiertos y los dientes apretados. Sabía que era absurdo, que él no tenía más de veintidós años, pero no se iba a dejar engañar por eso. Un Ancestro puede vivir tanto como su Dios y mantenerse joven en ese tiempo.

William se quedó estático dos segundos hasta que soltó una carcajada. Se inclinó y se tomó la barriga con las manos porque ya estaba sintiendo dolor de tanto reírse. Violett no sabía si le estaba tomando el pelo o qué, así que sólo se le quedó mirando hasta que él se tranquilizó y se quitó las lágrimas de la comisura de los ojos.

—¡Por favor, Violett, no vuelvas a hacer un chiste como ese sino Lia se volverá loca! —La muchacha frunció el ceño y le golpeó el hombro con el puño. Él se calló de inmediato y se frotó el músculo para mitigar el dolor. Ella sí que golpeaba fuerte—. Lo siento, no pude evitarlo. —Su rostro se volvió sombrío y volvió a caminar. Esta vez no fue necesario apurar a Violett, le había captado la atención y lo seguía por voluntad propia—. Naciste en el Territorio Violeta, justo en el momento en que Dana había salido del Cubo y su Ancestro había tomado el poder. Eran tiempos difíciles, Dana y yo estábamos en un refugio de los rebeldes cuando tu madre apareció allí, prácticamente estaba pariendo...

Violett había estudiado el conflicto del Territorio Violeta en el Instituto. Había sido justo cuando había nacido. Si no fuera por Dana, habría estallado una batalla tanto civil como contra el Territorio Rojo. Pero que su madre estuviera allí sonaba absurdo, y más si ambos Territorios estaban a pie de guerra.

—¿Y qué hacía mi madre allí, sabiendo que la situación era mala?

Habían llegado a los portones. Eran altos e imponentes, sellando el muro de piedra de unos cuatro metros que rodeaba el Castillo. Violett había estado allí cuando era pequeña, pero nunca para una asamblea. Esta iba a ser la primera vez que iba a estar con sus hermanos Dioses de igual a igual. Sabía sus nombres, pero no los conocía personalmente a excepción de Selba.

Los guardias estaban al tanto de su llegada y los dejaron pasar sin preguntas. Ella apenas si les prestó atención, a la espera de la respuesta de William.

—Porque tu padre era del Territorio Violeta. Era el Ancestro Júpiter.

La muchacha quedó estática. No sabía si reír o llorar. Estaban a mitad de camino entre los portones y la entrada principal del Castillo, sobre la senda de piedra lisa. A su alrededor había un jardín enorme y exótico, con plantas de todo tipo y color que inundaban el ambiente con un aroma dulzón. Había una brisa suave y fresca allí, y Violett deseó que el viento se llevara las palabras de William.

—Eso es absurdo. Ridículo. No podría ser Diosa si tengo sangre violeta.

—¿Quiénes somos nosotros para contradecir las elecciones del Cubo? —declaró el chico retomando la marcha. Bajo sus pies crujían ramitas y hojas secas. Violett titubeó antes de seguirlo—. Seguramente el Cubo sabía que si elegía un nuevo Dios, Seteh lo asesinaría cuando naciera, así que decidió elegir uno que iba a salir del Territorio. Aunque no fuera del todo rojo, se arriesgó. Y funcionó.

Tenía razón. Cuando había tenido clases con Selba de pequeña, le había dicho que el Cubo asignaba un sustituto cuando decidía que el Dios actual ya no estaba en condiciones de desempeñar su papel, o que ya era el momento de descansar definitivamente. Había pasado con el Dios Rojo cuando se había llenado de codicia, y él asesinaba a cada uno. Había pasado con el Dios Verde, padre de Selba, que se había enamorado y había obligado a la madre a amarlo a la fuerza. Y había pasado con el Dios Amarillo, que se había vuelto viejo y cascarrabias.

Contempló a William y se quedó pensativa. Él había estado en su nacimiento, había luchado junto a Dana hacía diecisiete años atrás, y él lucía exactamente igual que cuando lo había visto por primera vez a sus seis años.

—¿Cuántos años tienes, William?

Él se giró hacia ella y le enseñó otra de sus sonrisas. Esperaba no tener que acostumbrarse mucho a ese gesto ya que la dejaba incómoda, como si él fuese algún tipo de acosador. Le dedicó una mirada asesina, ya harta, pero una explosión justo sobre su cabeza la hizo chillar. Instintivamente se inclinó con las manos en la cabeza, pero al alzar los ojos vio una bola de fuego desintegrándose sobre un escudo protector en forma de domo que se extendía más allá de la ciudad. Seguramente protegía todo el Territorio.

—Treinta y ocho —respondió William ayudándola a incorporarse y retomar el camino. Ya estaban subiendo las escaleras de acceso a la puerta principal, una estructura enorme, de dos hojas y de madera de ébano que destacaba ante la blancura de la piedra caliza—. Desde que me asignaron como tu ancestro permanecí así, todo un guapetón —agregó, guiñándole un ojo.

«¿Es que no había nadie mejor para asignarme?», pensó Violett, hastiada.

Habían dos guardias con rostros preocupados, pero los dejaron pasar y rápidamente William guió a Violett por los pasillos sombríos y silenciosos como si él conociera aquel lugar desde siempre. Llegaron a un pasillo que finalizaba en un par de puertas de ébano, menos imponente que la principal, pero igualmente importante.

—Aquí es —dijo William, y empujó ambas puertas con las dos manos.  

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