XVII. Sangre y lágrimas

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Violett se apareció en la celda de Selba, pero su susto fue enorme cuando lo encontró vacío. La cara del Cubo que mostraba el interior del Castillo apareció ante ella, pero no la encontró dentro del edificio. La buscó y quedó blanca al ver lo que pasaba, así que no dudó en ir hasta donde estaba Fei Long, visitándolo por primera vez luego de semanas que lo había enviado allí. Siquiera se había atrevido a pisar suelo Azul, pero aquella situación lo ameritaba.

Le costó reconocerlo. Del muchacho joven y cuidado no quedaba nada. Fei Long tenía la barba crecida, con algunos hilos blancos en su tono azulado, así como su cabello desgreñado y sucio. Sus ojos perspicaces se habían vuelto opacos, carentes de vida, y estaba muy delgado. Oyó el movimiento fuera de la celda y apenas movió la cabeza para mirar a Violett.

No podía negar que no sabía las condiciones en que lo tenían los soldados de Seteh, pero verlo en persona, separados apenas por las oxidadas rejas de la puerta, fue como traerla a la realidad desde la burbuja en que estaba. Él se sentó con lentitud e inclinó levemente la cabeza a modo de saludo, sin despegar los labios agrietados.

—Fei Long... —murmuró la muchacha, apenas en un hilo de voz. Puso una mano en la reja y el óxido se quedó pegado en su mano, pero no la quitó—. Lo siento... yo...

El Dios Azul meneó la cabeza lentamente.

—Sólo hacías lo que te parecía conveniente, fuera o no lo correcto. —Su voz seguía siendo la misma, pero era difícil asociarla al nuevo rostro demacrado.

Violett pestañeó y quitó la mano al fin de la reja, llevándola a la que tenía el anillo con el Cubo Azul y quitándoselo. Fei Long la observó con curiosidad, pero no dijo nada ni tampoco se movió cuando ella se transportó al interior de la celda y se lo extendió.

—Se me fue de las manos. Seteh es más listo de lo que pensé y no voy a llegar a nada con esto... —Sacudió la mano con el anillo, incitándolo a tomarlo. Con lentitud, el Dios Azul lo tomó con el índice y el pulgar, colocándolo frente a sus ojos y contemplándolo con añoranza.

Soltando un suspiro, se lo guardó en el bolsillo. La muchacha frunció el ceño ante tal rechazo, mas no acotó nada.

—¿Vas a devolver el de Selba? —indagó él, apuntando con el mentón el collar que colgaba en su cuello.

El Cubo brillaba opaco, casi sin vida. Violett bajó los ojos hasta el objeto y lo colocó en la palma de su mano, quitándoselo. Tomó la muñeca de Fei Long y dejó el pendiente colgando, con los labios apretados y sin atreverse a mirarlo a los ojos.

—Devuélveselo, ¿sí? Ya viene por ti, hay unos muchachos azules que la rescataron... —Violett continuaba sin mirarlo, avergonzada y asustada. El Dios Azul juntó las cejas en una mueca de incomprensión—. Yo iré a hacer lo que tengo que hacer. —La muchacha lo miró al fin y le dedicó una sonrisa—. Y felicitaciones.

Él iba a preguntarle a qué se refería, pero el Cubo brilló intensamente antes de caer sobre la palma de la mano de Fei Long, solitario. Violett ya no estaba.

La magia lo llenó y él se sintió aliviado por un instante, llenándose de vitalidad. Pidió perdón a Selba por usar su Cubo y lo primero que hizo fue buscarla. No estaba lejos, lo que había dicho Violett era cierto: había sido rescatada por Kento, Enji y Mia, descendientes de su hermano Tai Wang, y por un exiliado verde. Quedó extremadamente aliviado al ver que la Diosa Verde estaba viva, y entonces entendió a qué venía las felicitaciones.

Selba estaba embarazada de gemelos. Se tapó la boca con la mano y una sonrisa se le escapó entre los dedos.

En un abrir y cerrar de ojos, se encontraba frente al grupo de rescate y Selba se quedó estática, mirándola atónita, hasta que reaccionó y se abalanzó a abrazarlo. Fei Long la envolvió con fuerza entre sus brazos y la soltó para acunar sus mejillas entre sus manos y besarla. Sin separarse, le envolvió el cuello con el collar del Cubo y el pendiente brilló, recibiendo con alegría a la verdadera Diosa Verde.

—Oh, carajo. ¿Eso se puede? —preguntó Kento a nadie en particular, observando a ambos Dioses con los ojos muy abiertos.

Mia chistó y lo codeó, con los ojos brillando de emoción. Era una romántica empedernida y aquel reencuentro la había emocionado más que cualquier obra de teatro a los que había asistido. En un abrir y cerrar de ojos, todos se encontraban en el interior del Castillo Verde, en un salón amplio que parecía de descanso, con varios sofás y cojines. Selba ya lucía mejor y saludable, y había cambiado su ropa ajada por un vestido voluptuoso.

Sin dejar de moverse, Rumi apareció junto a ellos con una expresión de sorpresa sin entender lo que estaba ocurriendo. Al igual que los Dioses, tanto él como sus dos compañeros Ancestros habían sido encarcelados, pero al regreso de la Diosa Verde no iba a dejar nadie fuera de sus actividades.

Continuó caminando de un lado a otro, con el Cubo destellando a cada orden mental o cada gesto, siendo seguida de cerca por Fei Long, mientras los demás se habían dejado caer en los sofás a descansar.

Por último, la Diosa Verde apareció en la puerta principal del Castillo. Tranquilizó a su pueblo y aseguró que todo estaba bien. Limpió el desastre de Violett y expulsó a todos y cada uno de los soldados de Seteh.

Sin embargo, la causante de todo su sufrimiento y del caos en su Territorio se había ido. No estaba por ninguna parte. Mientras no volviera jamás, no le importaba su destino. Para Selba, Violett había firmado su sentencia de muerte.

Seteh estaba conversando los últimos detalles de su ataque al Territorio Naranja con los líderes de sus tres escuadrones que estaban en el Amarillo. No había sido difícil conseguir carros tirados a caballo de lo que quedaba del precario Ejército que Calom había tenido. Noscere no estaba para defender a su Territorio, y si lo estuviera, él tenía la espada negra que lo protegería.

Con una sonrisa satisfecha en los labios, salió de la carpa donde acampaban cerca de la frontera y se quedó mirando las estrellas. Contemplar el cielo le recordaba tiempos muy lejanos de su adolescencia, y se había prometido borrar todo rastro de aquellas amistades que no valoraron todo lo que hizo por ellos ni todo el amor que les otorgó.

Se contempló las manos callosas y con cicatrices de varias batallas, pensando que Carmine seguro estaría orgullosa de lo que había logrado, mucho más que ella cuando intentó asesinar a los demás Dioses y hacerse con los demás Cubos para unir el Continente al fin.

Sintió una sacudida desde su cadera donde colgaba la espada. La empuñadura lanzó haces de luz negra, confundiéndose con la noche, alertándolo que algo ocurría con el Cubo Negro. Se puso alerta, poniéndose ansioso por primera vez en mucho tiempo, y se transportó hasta la frontera con su Territorio y desde allí hasta el calabozo donde mantenía sellado el artefacto mágico. Sin embargo, lo único que se encontró fue con una puerta desintegrada y la marca sin polvo con forma de cuadrado en el centro, donde debería estar el objeto más preciado que había conseguido.

El Cubo Rojo se extendió a su alrededor y buscó frenéticamente lo que había pasado. Los hermanos Eccho, los protegidos de Violett, lo habían traicionado sin ningún pudor y la Diosa Negra se había dado el lujo de ponerse de su lado y ayudarlos. Enajenado, empuñó la espada negra y se dirigió hasta el hogar de la familia de los hermanos.

Como era de madrugada, no había nadie despierto. La casa era precaria, pero grande con varios añadidos de habitaciones para todos los hermanos que allí vivían. Tiró abajo la puerta del primer dormitorio con una patada. Había una mujer allí, Veronika, que compartía el dormitorio con la hija de cuatro años. Se sobresaltaron con el estruendo y el Dios Rojo, con una expresión sádica, alzó la espada.

El grito de la pequeña Aghana se escuchó por toda la casa. La sangre manchó las paredes y Seteh volvió a alzar la espada para derramar aún más, pero un golpe en el hombro se lo impidió. Lous, el joven de veinte años, no dudó en golpear al tiránico Dios con una silla, destellando furia desde sus ojos celestes.

—¡Corre, Aghana!

La niña le lanzó una última mirada a su madre, tendida inerte sobre la cama, y salió corriendo con las lágrimas limpiándole las mejillas. El Dios Rojo, tomado por completo por la ira de la venganza, clavó la espada en el pecho del joven, quitándole la vida sin darle oportunidad de pelear por ella. Oyó a Kenneth apurar a su esposa Litimel, a su hija Milah y a Aghana a que salieran de allí, pero no se lo iba a permitir. El muchacho le hizo frente, sacando la espada que tenía asignada como soldado, pero el Dios Rojo se la quitó de un mandoble.

—Maldita familia de traidores —gruñó con los dientes apretados, alzando la espada y colocándola en el cuello del hombre desarmado ante sí—. Tus hermanos me traicionaron, me robaron, y ustedes deben pagarlo.

—Me enorgullece que te hayan enfrentado, y espero de corazón que lo que hayan hecho ayude a que termine este infierno.

Seteh respondió con una mueca de repudio. Luego, le rebanó el cuello.

Al final del pasillo se encontró con una mujer muy mayor que apenas se sostenía de pie, apoyándose en el marco de la puerta de lo que parecía ser su dormitorio.

—¿Qué está pasando? ¿Por qué tantos gritos? —preguntó dirigiéndose a la nada, con los ojos velados buscando algo que no iba a ver.

Seteh ladeó la cabeza y sonrió.

—Señora Tadea Eccho —murmuró el Dios Rojo, acercándose con lentitud. La sangre de los hijos de aquella mujer goteaba desde su espada, al lado de sus huellas rojas—. Yo, el Dios Supremo de este Territorio... —La mujer abrió la boca ante la voz de aquel hombre, muy conocido por su crueldad, y supo en ese momento que su vida terminaba allí, y que la de algunos de sus hijos también. Las lágrimas acudieron a sus ojos—. He declarado que todo miembro de la familia Eccho debe pagar por los crímenes de William y Charl.

Tadea levantó el mentón.

—Pues haga lo que tenga que hacer.

—Así será.

Tenía demasiadas promesas con las Diosas, y pensó que era momento de ir cumpliéndolas, aunque el dolor que sentía en el cuerpo le indicaba que quizá no tendría tiempo de hacerlo. Primero, había sido la que Dana lo había hecho prometer que protegería a Lia y a Violett. Si bien no había podido salvar a la primera, había hecho lo que pudo por la joven Diosa Roja hasta el momento. La segunda fue a la misma Violett, que la apoyaría en lo que fuera, y lo había hecho incluso a regañadientes y lo seguiría haciendo mientras siguiera con vida. Y la tercera fue a la Diosa Negra, ni siquiera sabía su nombre, diciéndole que la iba a sacar de allí.

No podía abrir los ojos. ¿Será que iba a morir al fin?

Oyó varias voces que gritaban, pero no entendía porque sentía como sus oídos estaban taponados, por lo que parecía que estaba a kilómetros de distancia.

La única voz que reconoció fue la de Loy. ¿Se estaba volviendo loco?

—Hey, no te mueras, o si lo haces, por lo menos que no sea aquí. Dana me matará.

Quiso sonreír, pero no podía. Le dolía hasta el alma, así que se dejó llevar por el letargo de la inconsciencia.

—¿Qué pasa? —preguntó Loy preocupado, dirigiéndose hacia la muchacha que seguía chillando y llorando.

El menor de los Eccho se sentó, mirando a la Diosa como si se hubiera vuelto loca de la nada. Ella se tapó la boca con las manos y trató de reprimir el llanto.

—¡Lo siento! ¡De verdad lo siento, señor Eccho! —exclamó, con la mirada perdida en el vacío. El Cubo Negro en su diadema lanzó unos leves destellos, y Charl y Loy no dudaron que ella estaba muy lejos de allí.

Volvió a chillar y Charl realmente se alarmó. Se acercó a Anubis y la tomó por los hombros, sacudiéndola para que volviera a sí. Loy lo apartó con cuidado, ya que no era conveniente que la sacaran del trance con brusquedad.

Un hilo de sangre comenzó a bajar desde su nariz. Los ojos se le pusieron blancos y con un ruido infernal, la diadema brilló con fuerza. El Cubo se fue haciendo cada vez más grande hasta que la rodeó por completo y se quedó en su tamaño natural, ocupando gran parte del dormitorio y casi bloqueando la salida.

Aunque las caras eran de un negro grafito que variaba en distintos tonos como si su cuerpo fuera líquido puro, los muchachos podían ver a la Diosa Negra en su interior, flotando en posición fetal y con el cabello revoloteando a su alrededor como si estuviera dentro de un recipiente con agua. Loy pensó que así se vería Dana cuando estuvo en el Cubo por más de ochocientos años, y no pudo dejar de sentir un dejo de melancolía por ello.

Sea lo que sea que había pasado, había consumido casi toda la energía de Anubis, y un estruendo en el salón principal le indicó que lo sabría pronto.

Litimel salió a la calle desesperada. Pensó en ir a la casa de su cuñada Yess, pero si el Dios Rojo los estaba asesinado por ser parientes de William y de Charl, sólo lo llevaría hasta ella. Sujetó con fuerza las manitos de su hija y de su sobrina con las suyas sudadas, y trató de alejarse lo más que pudo. La gente dormía en sus casas, ajenos al terror que oprimía el pecho de aquella mujer.

Llegó a un callejón sin salida. Agobiada, se giró, alzando a la pequeña Aghana con un brazo y sujetando a su hija con la otra, pero Seteh ya estaba allí, de pie obstruyendo la única salida. Tenía una sonrisa que le dio escalofríos, y tenía el uniforme manchado de sangre. Milah se sujetó de su pierna, muda por el miedo. No entendía qué estaba pasando, sí que aquel hombre quería hacerles daño, tanto daño como a su tío y a su papá.

—Aquí están... —murmuró el Dios Rojo, pasando la lengua por el labio superior y contemplando la mujer de pies a cabeza—. Por lo menos los Eccho no son tontos para elegir a las mujeres...

Aterrada, Litimel retrocedió hasta la pared fría de piedra. Aghana lloraba en su hombro y Milah le clavó los dedos en el muslo. Seteh alzó la espada e hizo un corte vertical, pero Litimel sintió un tirón hacia abajo y un dolor agudo en el brazo con el cual sostenía a su hija.

Al instante siguiente, se encontraba tendida en un suelo de baldosas brillantes en el centro de un salón desconocido, pero que sin dudas era un castillo. El llanto de Aghana y el grito de "¡mamá, mamá!" de Milah la trajo a la realidad, y un par de pasos apurados le llamaron la atención. Dos hombres se acercaron con velocidad y al reconocer a Charl, Litimel se echó a llorar.

Violett vio la frontera con el Territorio Rojo, al oeste, y no dudó en cruzarlo mientras el Cubo no llegaba a las manos de Selba. La brisa le arremolinaba los cabellos rojos y el aire seco que venía desde el otro lado le llenó los pulmones. Pisó por primera vez su tierra natal con el pie izquierdo, y una sonrisa asomó en sus labios.

Estaba en casa al fin.

Podía ver en la distancia la vasta arena con alguna que otra vegetación que no conocía, y en el horizonte, muy a lo lejos, las montañas de la Cordillera de Fuego. Tomó aire y esperó a que Seteh la encontrara, pero al cabo de varios minutos sin que nada ocurriera, se encogió de hombros y comenzó a caminar.

Tardó medio día hasta llegar a lo que parecía ser una ruta de tierra seca y dura que la conduciría seguramente a la ciudad más próxima. Si bien había estudiado geografía en el colegio, nunca tuvo buen sentido de la orientación. Lo único que sabía era que la más próxima se llamaba Krasny.

Estaba oscureciendo cuando al fin divisó las primeras luces en el horizonte. Estaba cansada, hambrienta, y le dolía las piernas, sin embargo no se detuvo en ninguna de las granjas que aparecieron en su camino. A pesar de que la noche comenzaba a caer, el calor iba haciéndose cada vez más agobiante a medida que se iba adentrando al territorio. Se quitó el saco que llevaba puesto y se lo enroscó en el cabello para ocultarlo.

La ciudad era pequeña, más bien un pueblo. Las casas eran precarias y las pocas personas que aún estaban en las calles eran humildes y tenían la expresión vacía y cansada. Le dedicaban una mirada rápida antes de seguir en lo suyo, ya que sus ropas limpias y nuevas seguramente les llamaba la atención. Mantuvo la cabeza gacha todo el trayecto por el lugar, no podía dejar que le vieran las cejas o los ojos, no tenía idea cómo podían reaccionar.

Era medianoche cuando decidió descansar al fin. Su estómago no dejaba de reclamarle que no había comido en todo el día y ya se sentía mareada, a punto de desmayarse del cansancio y el hambre. Dejó que el sueño la venciera, tendida entre las raíces de un árbol en los alrededores de Krasny, y se abrazó a sí misma para darse calor, aunque supiera de sus escalofríos seguramente no era porque la temperatura había descendido.

Abrió los ojos, ahogada de repente, cuando recibió un golpe de magia desconocida. Era poca, casi nula, pero lo suficiente para saber que Seteh había vuelto de donde sea que estuviese y el Cubo le estaba proporcionando magia.

Sonriente, recordó que Dana había comentado que cuando Ozai se había hecho con el suyo, su Cubo aún le daba magia incluso contra la voluntad del nuevo Dios. La había aceptado y la estaba ayudando. No dudó en transportarse a Granat, la capital, y sus pies pisaron un camino de piedra, en un recoveco entre dos edificios.

Allí, podía sentir que el Cubo estaba cerca, demasiado, y salió a la calle para ubicarse mejor. La voz de Seteh le llegó muy cercana, como si estuviera a la vuelta de la esquina: "Por lo menos los Eccho no son tontos para elegir a las mujeres.". Ahogó un jadeo en sólo pensar en William y Charl y corrió hasta allí, presintiendo algo muy malo.

Lo vio de pie en la entrada de un callejón, con la espada sujeta con las dos manos y realizando un movimiento violento con ella, como si fuera a cortarle el cuello a alguien. Gritó desesperada y un destello de sombras hizo que el Dios Rojo retrocediera. Violett se acercó con pasos rápidos mientras Seteh maldecía y se giraba hacia ella.

Quedaron frente a frente. Seteh estrechó los ojos y una vena le palpitaba en la sien. El Cubo lanzaba pequeños destellos, colgado sobre el pecho cubierto de salpicaduras de sangre.

—¿Qué demonios haces aquí? —La voz del Dios Rojo era odio puro, muy distinta a la que usaba cuando la veía en el Territorio Verde. Era como si se hubiera transformado en un monstruo.

Violett tembló. Si temía a Selba, Seteh enfurecido era mil veces peor.

—¿Qué has hecho? —se atrevió a preguntar.

—Lo mismo que te haré a ti.

Alzó la espada teñida de carmesí y arremetió contra la Diosa Roja.

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