I. Mi indudable atractivo.

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Hay muchas cosas en las que puedo pensar hoy, en mi primer día de clases, mientras me ato las deportivas arrodillado ante la entrada del instituto. Puedo, por ejemplo, pensar en la hipotética situación en la que el coche del director Weber —un hombre amante del alcohol y la velocidad, una horrible combinación, por cierto—, pierda el control y, en vez de dirigirse al aparcamiento, se estrelle contra mi trasero perfectamente puesto en pompa. Ya me imagino la necrológica del periódico de mañana: «Samuel Müller, fallecido en un accidente de tráfico tras acabar con el trasero en la garganta». Maravillosa forma de escribir mi historia; finalizaría al igual que inició: de culo.

Oh, las historias pueden empezar de tantas formas: 

Érase una vez, en un país muy lejano, un joven príncipe que necesitaba salvar a una bella princesa para comer perdices.

No, no, eso está muy visto. Vamos, Samuel, piensa algo más original. Cerebro, no me falles, de ti depende que pueda ignorar el hecho de que mi novia Annie está a veinte metros de distancia, burlándose de mí a pleno pulmón porque se me ven los calzones. 

Érase una vez, en un país muy lejano, un príncipe sin tierras que necesitaba atarse los cordones de las deportivas para salvar su indudable atractivo de un buen tropezón.

Así me gusta, cerebro... Nunca me decepcionas.

Ojalá pudiera decir lo mismo de ti.

Termino de anudarme el calzado cuando Annie se sitúa detrás de mí y empieza a clavarme el dedo índice en la espalda. 

—Sam, se te ven los calzones. ¡Levántate! —Le obedezco y ella aprovecha para darme un abrazo tan fuerte que creo que se me van a romper las costillas—. Te he extrañado tanto, llevaba como tres siglos sin verte.

—No exageres, solo han sido dos semanas —respondo, correspondiéndole al abrazo. Le doy un beso en la mejilla y ella suelta una risita tímida. 

—Exacto. Catorce días es el tiempo que tardo en estudiar un tema de Historia sobre la Edad Moderna, y esa época dura trescientos años. Así que, para mí, dos semanas sin verte son como tres siglos —responde, no muy convencida de lo que acaba de decir. Yo frunzo el ceño, intentando comprender esa lógica absurda mientras me restriega su cara contra el suéter del uniforme. 

Cómo me encantan esta chica y sus ocurrencias; ha logrado animarme la mañana sin ni siquiera proponérselo.

Me permito, por un momento, contemplar el edificio de cuatro pisos que se levanta ante nosotros: el Emil Sinclair, el Gymnasium más prestigioso de la ciudad de Freude, en el que he estudiado durante dos años y en el que estoy a punto de empezar mi último curso escolar. Su fachada de granito blanco le proporciona una imagen potente que me infunde todavía más respeto. Por eso, durante un segundo, siento que la presión me asciende desde la boca del estómago hasta la garganta, creando un repentino nudo de inseguridades. Carraspeo para deshacerlo y suspiro. No debo preocuparme por nada; me esforzaré para ser, otra vez, el alumno con el mejor rendimiento académico de este centro, obtendré la beca para acceder a una prestigiosa universidad de Estados Unidos y me volveré un gran médico, como tanto desean mis padres. 

Lo único que tengo que hacer para lograr mis objetivos es seguir con esta rutina impuesta de estudio y sobreesfuerzo que conforma los cimientos de mi vida. La monotonía crece ante mis ojos como un árbol: lento, firme y robusto, dando sus frutos en el momento indicado. Solo necesito tener paciencia para obtener mi recompensa, solo... 

—Oh, madre mía. ¡Se te está viendo! —exclama Annie, señalándome a la cremallera, sacándome de mis pensamientos. Ah, demonios, qué escandalosa. 

—¿Tienes que gritar esa frase cada vez que se me salga la camisa por el suéter? La gente malpiensa —le digo, y no sin razón. Dustin y Reinhardt están a un par de metros a mi izquierda, mirándome el paquete con un gesto ladino.

—¡Sabes que odio cuando se te sale! —repone. Ahora Adam se une al grupo de las miradas jocosas.

—En serio, dilo de otra forma.

—Métetela.

—Ni de broma.

—¡Pues te la meto yo!

Así que aquí estoy ahora, luchando en vano para que mi novia no me meta las manos por debajo del pantalón. Está claro que no  podíamos empezar el curso sin montar un numerito.

—Parejita, ¡a un hotel! —No sé quién ha gritado, tampoco es que me importe.

Annie siempre es así de desvergonzada y absurda. Luego, con desconocidos, se convierte en el ser más tímido que te puedes echar a la cara. No tiene punto medio, pero ameniza mi vida de tal forma que me resulta imposible no adorarla. 

—Estoy emocionada por el comienzo del curso. ¡Nuestro último curso! —me comenta y yo me encojo de hombros.

Acto seguido, avista a nuestra compañera Tanja y se va corriendo de mi lado. Paseo la mirada por la multitud de alumnos que empieza a abarrotar el recinto escolar, y no tardo más de cinco segundos en localizar a mi mejor amigo, Klaus: su larga melena rubia, sujeta en una coleta, destaca entre el montón de cabezas masculinas de sobrio cabello corto. A su lado se encuentra nuestro compañero Adam quien, al percatarse de que me acerco a ellos, se quita los auriculares de las orejas, despeinándose su cabello en punta, y me saluda con la mano.

—No hay ninguna novedad para este año, ¿verdad? —pregunto una vez que les doy alcance, y ambos se echan a reír. 

—Ni una. La de Alemán al final no se jubila —responde Adam, llevándose los brazos tras la cabeza. 

Habla de la profesora Goethe, una señora regordeta y excéntrica, que viste ropa negra y siempre pone música heavy metal a todo volumen en su coche al que ha apodado, con mucho cariño, Fausto. Todo un curioso caso teniendo en cuenta la edad de esta mujer: sesenta y tres años, para ser exactos.

Escuchamos la campana que nos advierte del comienzo de la jornada escolar, así que entramos en el edificio y nos dirigimos hacia el aula correspondiente a la klase doce. Cuando entramos, me siento en el mismo lugar que años anteriores: en uno de los pupitres de la última fila, al lado de Annie. Goethe hace aparición con una de sus holgadas camisetas de Iron Maiden y su enorme nariz ganchuda. Yo no puedo dar crédito a lo que ven mis ojos: ¿de verdad se ha puesto un aro en la nariz? Esto destaca más que el hecho de que se ha teñido el pelo de lila. Madre mía, como el director Weber la descubra, le va a echar la bronca del siglo.

Veo a mis compañeros sentarse y los cuento con la mirada. Catorce, como siempre. Ahí está Reinhardt, el eterno chico silencioso y conciso. Klaus, todo un encanto si no fuese porque es un cerdo con las chicas. Adam, un amante de los videojuegos y la procrastinación. Tanja, una chica muy social, adoradora de los números con el sueño de ser matemática. Adler, el ex novio de Annie, un auténtico cretino bueno para nada, y que conste que mi opinión no está influida por la relación que mantuvo con Annie —creo—. Dagna, quizás la persona más superficial que he conocido en mucho tiempo y el amor platónico de Klaus. Las gemelas Emily y Emma. Diría algo de ellas, pero siempre están juntas, sin mostrar el más mínimo interés en comunicarse con los demás. Después está Heidi, una chica muy inocente y con aspecto de niña pequeña. Adolf, un eterno bajito cabreado de voz aguda, con el hobby de pintar. Me compadezco de su nombre —supongo que no hace falta explicar por qué—. Luego está Dustin, un chico tímido y metido en su mundo, que se pasa la mayor parte del tiempo mirando a la nada, somnoliento. Y, por último, Maud, alguien muy bohemia, de la que desaconsejo hablar sobre carne cerca de ella. Tiene un discurso vegano preparado para cada tipo de comida. Incluso para las croquetas. En serio, ¡las croquetas!

Una vez más, otro año de rutina. De mirar al frente y encontrarme con las aburridas explicaciones de un profesor. De tener, a mi izquierda, un pupitre vacío y una ventana que da al exterior y, a mi derecha, a Annie ensimismada en sus pensamientos, que suelen estar ocupados con comida. Hay muchas formas de comenzar una historia pero, curiosamente, suelen seguir un mismo patrón, al igual que nuestras mañanas: monótonas, memorizables hasta el punto de que cada acto es realizado por pura inercia. No hay nada nuevo en este curso, y no tengo por qué quejarme de ello. Así estoy bien. Todo es una aburrida y manejable rutina que tengo controlada y de la que estoy agradecido. 

Contemplo mi alrededor con desidia. Alguien hace un comentario sobre Adolf y varios compañeros se ríen. Al chico parece incordiarle lo que han dicho pero, como siempre, le resto importancia al asunto. Dustin saca un par de libros y un estuche de su mochila. Cuando le abre la cremallera a este último, un lápiz empieza a rodar por la mesa. Estoy seguro de que acabará cayendo al suelo debido a la falta de cuidado de su dueño. Adam coloca los pies encima de su pupitre mientras hace un globo con el chicle que está mascando. Yo sé muy bien lo que va a pasar ahora: Goethe le recriminará su actitud y él se disculpará, al menos, tres veces.

—Adam Neisser, baja los pies ahora mismo, que no estás en tu casa —le riñe la profesora, cruzada de brazos, negando con la cabeza.

—Perdón, perdón, perdón —se disculpa el chico, colocándose en la posición correcta justo cuando el lápiz de Dustin cae al suelo.

Era evidente.

Klaus, que se sienta delante de mí, se da la vuelta y capta mi atención dando un par de golpecitos en mi mesa.

—Buf, ojalá pasase algo interesante este año, si no, será muy aburrido. ¿No crees? —comenta, antes de recoger el lápiz y entregárselo a su dueño.

Medito las palabras de mi mejor amigo y pienso de qué forma podría darle un cambio a mi vida, rompiendo mi monotonía. Me pregunto si le encontraría algún tipo de emoción o punto positivo a dejar de esperar paciente a que un árbol me diese sus frutos, a que un pequeño rastro de caos alterase el orden en el que están sumergidos mis días. Dicen que a la armonía le precede el caos. Y, por un momento, me pregunto cuándo me cruzaré con ese elemento que desordene mi mundo, causando una pequeña explosión. 

Cierro los ojos y niego con la cabeza. Madre mía, no sé por qué estoy pensando en estas tonterías. Pongo los brazos tras la cabeza, estiro las piernas y bostezo. Annie me da golpecitos en la mejilla con un bolígrafo, insistiendo en que me meta la camisa por dentro. No le hago caso. Me concentro en la pizarra vacía. Entonces, me percato de la extraña actitud renuente de la profesora Goethe; mira a la puerta y después a su asiento, mueve la mano como indicándole a alguien que está fuera que entre. En ese momento, y sin entender yo aún por qué, la monotonía muere ante mis ojos. Atraviesa la puerta un joven al que no conozco y que es idéntico a mí salvo por su piel morena.

—Wow, ¡es clavado a ti! —exclama Annie, remarcando lo que yo ya había notado.

Es un chico alto, al igual que yo. Tiene el pelo castaño y revuelto, al igual que yo. El mismo color de ojos claro, la misma mirada resuelta, la misma sonrisa de medio lado y el mismo porte despreocupado. Dejo de pensar cuando nuestros ojos se encuentran y, sin comprenderlo, me siento incomodado por su mirada.

—Pero a él no se le sale —murmura Annie de brazos cruzados, refiriéndose a su camisa. Me río ante ese comentario y la ignoro; esa es una batalla que tiene perdida.

La profesora nos explica que a partir de ahora tenemos un compañero nuevo. Que ahora ya no somos catorce chicos en clase, sino quince. Todos lo miran fijamente y se dan cuenta del mismo detalle. Un murmullo inaudible domina el aula.

—¿Y este chico de dónde es? ¿Será árabe? —nos pregunta con cierto recelo nuestra compañera Tanja, que se columpia hacia atrás para mirarnos.

—No lo creo, esa gente tiene otro tipo de moreno más oscuro. Además, él tiene los ojos azules —contesta Annie, colocando una mano delante de la boca, como temiendo que alguien le lea los labios o la escuche.

—Tú deja que digan su nombre; ya verás como es moro.

Nos quedamos en silencio, expectantes, esperando a que nuestro nuevo compañero o la misma Goethe nos revelen cómo se llama. La profesora parece ensimismada en su mundo, como de costumbre, pero nuestros ojos inquisitorios la devuelven a la realidad.

—Sí, como decía. Este será vuestro compañero a partir de ahora. Se llama Rainer Wolf.

El bullicio termina en ese instante. Nuestras mentes pubertas intentan analizar aquel nombre y apellido tan sumamente germano. Ni un Abdul, Mohamed o Bashar al-Ásad. Rainer Wolf, sin más. Miro a mi alrededor y frunzo el ceño al notar el gesto entre decepcionado y aliviado de los demás. Curioso, hasta este momento no me di cuenta de que en mi clase somos todos muy blancos.

Él nos escruta a todos con una desgana que me resulta curiosa. Sin embargo cuando sus ojos se posan de nuevo en los míos, su gesto se torna serio por un instante. 

—¡Hey! —su saludo, animado, choca con su anterior actitud. La mirada le brilla y nos regala una sonrisa bienintencionada.

Vaya, qué chico tan peculiar. 

—Muy bien, Wolf, siéntate donde mejor te parezca. —Goethe localiza el asiento libre que está a mi lado y lo señala con la mano—. Como allí, al lado del señorito Müller.

Rainer asiente con la cabeza y se coloca en el pupitre de mi izquierda. Sin duda alguna, esa ha sido una buena forma de romper la monótona visión que tenía de la ventana —nótese el sarcasmo, por cierto—.

°°°

Al terminar la clase, mis compañeros se giran sobre sus asientos para mirar a Rainer de la misma forma que mirarían una obra de arte expuesta en un museo: maravillados. ¡Por favor! ¿Por qué son tan exagerados? No es la gran cosa tener un alumno nuevo, ¿verdad? Tuerzo la cabeza hacia donde se encuentra el chico y descubro que nos contempla con cierta vergüenza, cohibido por nuestra actitud invasiva.

—Hey, lo estáis asustando —murmuro lo evidente, y todos regresan su mirada al encerado. En fin. 

Annie, por su parte, apoya la cabeza en la mesa, mientras mira con los ojos entrecerrados y cierto recelo a nuestro nuevo compañero. Yo disfruto de su actitud; la conozco desde que éramos niños, es tan tímida con los desconocidos que nunca es capaz de dar el primer paso e iniciar una conversación. Sin embargo, ante el asombro de todos, frunce el ceño, arruga la nariz, se levanta de la silla y camina hacia donde se encuentra Rainer. Este la observa dudoso y ella se agacha a su lado, posando la barbilla en su mesa.

—Hola —dice. Me sorprende su envalentonamiento. Lo normal sería que se escondiese en una esquina antes de ser ella quien saluda. 

—Hola —le contesta él. De pronto, nace entre mi novia y nuestro nuevo compañero un silencio más incómodo que un asiento de navajas. 

Y así siguen, manteniéndose la mirada, incluso llega un momento donde Rainer apoya la cabeza en la mesa para estar a la altura de Annie. Ahí es cuando me siento algo incómodo. Él levanta el brazo derecho y abanea la mano, como intentando llamar mi atención, mientras continúa pendiente de mi pareja.

—A ver si lo entiendo —me dice—. ¿Tu amiga me está haciendo una guerra de miradas?

Annie asiente con efusividad y él se ríe. Klaus, Tanja, Adam y yo nos observamos, incrédulos. ¿Dónde habrá dejado su timidez esta chica?

Tengo que reseñar que Annie se toma muy en serio cualquier competición, incluso la más estúpida y sin sentido. Por eso mismo saca la lengua y se la coloca en la punta de nariz, poniendo tal gesto que provoca que Rainer se ría, cerrando los ojos. Ella se levanta y golpea la mesa como muestra de su orgullosa victoria. Después, regresa a su asiento como si no hubiese pasado absolutamente nada. Aunque sé que la cara de haber comido limón agrio que está poniendo ahora mismo es debida a que le ha quedado olor a baba bajo la nariz. Si es que la conozco como a mí mismo.

—Esto ha sido raro —susurra Rainer de manera que solo yo lo escucho.

—Pues lo que te queda por ver —digo y, acto seguido, mi pareja comienza a molestarme de nuevo con la punta del bolígrafo.

—¿Y cuánto tiempo lleváis siendo novios? —nos pregunta, poniendo una expresión de repentino interés. Vaya, no sabía que nuestra relación podía ser tan obvia—. Oh, bueno, supuse que estáis juntos porque antes, en la entrada, os vi abrazados. —Bien, este chico me lee la mente. No contesto ya que Annie parece la más ansiosa por hablar, pero no lo hace—. Lo siento, quizás me he pasado de entrometido —se disculpa, malinterpretando nuestro silencio, así que miro a mi pareja como pidiéndole que conteste de una vez y ella abre la boca, emocionada, tampoco sé por qué razón.

—Pues no tengo la más remota idea —confiesa, juntando los dos dedos índices y poniendo gesto de niña buena. Frunzo el ceño y ella esquiva mi mirada—. Es que somos de esas parejas que se conocen de toda la vida y la relación ha ido creciendo de forma gradual, no sé si me explico. —Rainer afirma con la cabeza para hacerle entender que sí—. Nos conocimos cuando éramos pequeños, empezamos a hablarnos tooodo el tiempo, después pasamos a cogernos de la mano, hasta que un día nos besamos y dijimos: ¡seamos pareja! ¿A que sí, Sam?

Niego en un murmuro y ella tuerce la boca, apenada. No entiendo por qué le ha respondido eso, pero da igual. Annie a veces es tan olvidadiza, que me atrevería a decir que su segunda casa son las nubes.

—Dos años y quince días —dejo escapar mientras busco en mi mochila el libro y la libreta de Biología. Annie me mira con la boca y los ojos muy abiertos. Rainer se centra en un punto fijo del encerado, como intentado hacerse invisible. Quizás cree, de manera errónea, que la conversación que mantengo con mi novia se ha vuelto un tanto tensa—. Esa fue la primera vez que te besé, ¿recuerdas? Estábamos en tu casa, acababas de romper con Adler y tu gato había hecho «eso» en tus piernas. —Con «eso» me refiero al enorme excremento que cagó en sus rodillas, pero no pensaba contarle un detalle así a un desconocido—. Aquel día tuve más que claro que debíamos ser novios y hablamos del tema.

El chico nuevo observa ahora la ventana, como si quisiera darnos un poco de privacidad. Annie tiene la cabeza gacha, los ojos fijos en su agenda y sigue con la boca algo abierta. Sé muy bien lo que va a decir en tres, dos, uno...

—¡Churros! —exclama, sonrojada—. Hoy vamos a tu casa y comemos churros. ¿De acuerdo?

Yo asiento con la cabeza y ella me sonríe. Siempre que me quiere agradecer algo o disculparse hace el mismo ofrecimiento.

Miro de reojo a Rainer y noto que nos observa de una manera un tanto nostálgica. No le doy importancia a ese detalle, porque el descomunal diagrama de la glucólisis que ha dibujado en el encerado la señora Petri, nuestra profesora de Biología, capta mi atención. La bioquímica es tan aburrida.

Al terminar la jornada, recogemos nuestras cosas dispuestos a regresar, por fin, a casa. Justo en el momento en el que nos levantamos, la señora Petri nos sorprende con una molesta noticia:

—Llevad la materia al día, chicos, porque el próximo lunes os haré un pequeño examen de todo lo que demos durante esta semana. Hay que ponerse a estudiar lo antes posible, que en un abrir y cerrar de ojos empiezan las pruebas de acceso a la universidad. 

No hace falta que diga nada, Annie bufa como respuesta.

—Genial, adiós a los churros —protesta.

Ella conoce de sobra cuál es mi modus operandi cuando hay exámenes de por medio: me encierro en mi casa, evito todo tipo de distracciones y me dedico a estudiar. Es la única manera que he hallado de sacar buenas notas.

Junto las palmas de las manos, me inclino a modo de disculpa y Annie me saca la lengua. Es un alivio que me entienda.

Salgo del aula acompañado por Klaus y nos dirigimos a los casilleros. Tras guardar varios libros en nuestras mochilas, nos ponemos a comer de un paquete de galletas mientras él me habla sobre su último y fallido ligue. De pronto, se calla la boca, se rasca la barba y suelta:

—Oye, tu novia está muy pegada al nuevo, ¿no crees? De hecho, han congeniado rápido. Demasiado rápido, diría yo —concluye, captando mi interés al momento, porque es la primera vez que hace una insinuación de ese estilo.  

Sé que lo ha dicho sin mala intención, pero su comentario me ha incomodado lo suficiente como para querer desviar el tema de conversación. 

—Ya, bueno. ¿Por qué no me sigues hablando de la chica que te dio plantón ayer?

—Oh, sí. Tenías que haber visto qué buena estaba —prosigue, con una emoción más que palpable en su voz. Sí, Klaus es el típico compañero de clase pervertido y descomunalmente hormonado. Alguien entrañable si quitamos el hecho de que, a veces, en vez de hablar parece que gruñe como un cerdo—. Uf, y qué cuerpo, parecía esculpido por los mismísimos dioses Kardashianos.

Rectifico, él jamás ha sido entrañable. 

—Eh... Ya veo —respondo, caminando de espaldas para alejarme. Dagna pasa a su lado, lo mira de arriba a abajo y no disimula una mueca de desprecio. Él se detiene y yo me río—. Bueno, Klaus, me voy con Annie. ¡Chao!

Le quito el paquete de galletas y recorro el pasillo, en busca de mi pareja. Voy tan rápido que, cuando me giro para bajar las escaleras al piso inferior, tropiezo con la persona que aparece justo a mi lado, siguiendo el mismo camino. Lo primero que hace es sujetarme las galletas para que no se me caigan. Después, me las entrega. Yo miro al frente, frunciendo el ceño. Hey, nadie toca mi merienda. 

—Oye, fíjate por donde vas, que... 

—Perdona, no te vi —me interrumpe con serenidad la persona en cuestión, quien resulta ser el chico nuevo. Acto seguido, apoya la mano en mi hombro y me dedica una amplia sonrisa—. ¿Estás bien?

—Eh... ¿Sí?

—Genial, me alegro. —Me da un par de palmadas en la espalda y se aleja bajando las escaleras—. ¡Hasta mañana!

—Sí, claro, hasta mañana —murmuro. Aún con el ceño fruncido, me meto una galleta en la boca y, cuando trago, concluyo—: vaya, qué chico tan alegre. 

Retomo mi camino, bajo al hall y salgo del recinto escolar sin dar con el paradero de mi pareja. Me resulta extraño no encontrarla porque siempre nos esperamos para regresar juntos a casa, pero no le doy importancia; ella tiene su vida y yo tengo la mía. Sin embargo, cuando llego a la calle, me encuentro a lo lejos a Annie abrazando a Rainer. Vaya, pues sí que se llevan bien. 

Este se sube a una bicicleta y se va. Ella lo despide moviendo la mano de manera muy efusiva. Es ahí cuando decido caminar solo hasta la parada de autobús más cercana, ignorando el regusto amargo que he sentido al ver esa escena. ¡Demonios! Esto es culpa de Klaus. 

°°°


¡Hola a todos! Bienvenidos a esta historia sobre el crecimiento personal, la aceptación, la empatía, la amistad, la búsqueda del amor propio y la construcción de un amor sano entre parejas, con un desarrollo lento pero detallado y un enfoque en la psicología. 

Espero de corazón que os guste <3

Os dejo un dibujito que me hizo CmCimi de este capítulo :)

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