V. Mis proyectiles de comida.

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—En diez minutos empieza el examen de Biología. 

—Sí, ¡qué genial! —le respondo con alegría a mi novia, mientras guardo los apuntes en la mochila.

A pesar de ser lunes, siento que mi cuerpo rebosa de energía, y eso es porque me he propuesto empezar la semana con buen pie y nada podrá impedírmelo. Vamos, Petri, llega de una vez con tu horrible examen de bioquímica, estoy preparado para enfrentar cualquier reto. Quedarás tan impresionada por lo bien que responderé a tus preguntas, que incluso tus enzimas dejarán de catalizar reacciones químicas. 

Espera, eso último mejor no, que no me apetece que me acusen de homicidio. 

—¿Has leído el tema del aparato reproductor? —vuelve a hablar Annie, interrumpiendo mis divagaciones.

—Ese tema no entra en el examen.

—Lo sé, Sam, pero lo miré igualmente. 

—¿Y qué tal?

—Fascinante, es mejor que cualquier libro de autoayuda. —Miro a Annie, parece tan emocionada como absorta en su mundo interior—. Piénsalo: eres el primero y único entre millones de espermatozoides en llegar al óvulo y convertirte en un bebé. ¡El primero! ¿Eres un inútil? ¿Eres un perdedor? ¿No sabes qué hacer con tu vida? ¿Te crees un despojo humano? No pasa nada, en tu pasado microscópico fuiste el mejor entre millones de espermatozoides. —Ahora empieza a moverse como si fuese una serpiente... ¿O un espermatozoide? La profesora Petri, que acaba de entrar en el aula, la mira frunciendo el ceño—. Eso es más motivador que la promesa de una vida eterna comiendo churros. 

—Creo que lo entendiste mal. En realidad, el primero espermatozoide en llegar no es el que lo fecunda —la corrijo, mientras poso la mirada en la pizarra, y ella suelta un quejido de decepción que capta la atención de todo el aula.

Pobre, acaba de descubrir que los humanos son decepcionantes incluso antes de ser embriones.

—Señorita Zimmermann, guarde silencio, siéntese con corrección y no mire a los lados. El examen está a punto de comenzar —le interrumpe la profesora, repartiendo las pruebas. 

Saco mi bolígrafo de la suerte, un vulgar boli Bic negro de cinco años al que le queda poca tinta, y empiezo a leer las cuestiones.

Primera pregunta: desarrolle todas las fases irreversibles de la glucólisis. 

Bien, esa es fácil, siento que llevo media vida preparándome para esto.

Segunda pregunta: explique la relación entre la glucólisis, la cadena de transporte de electrones y la fosforilación oxidativa. 

Me llevo las manos a la cara y resoplo. Madre mía, menuda pregunta más aburrida, por cosas como estas es que odio la Biología. Creo que admiro a la señora Petri por ser capaz de convertir un temario aburrido en algo insoportable. En fin, mejor sigo respondiendo a cada una de las siete preguntas del examen, porque solo tenemos una hora para realizar la prueba y soy lentísimo escribiendo. Culpa de mi pulso, aprieto muchísimo el bolígrafo cuando escribo. 

Cuando está a punto de terminar la hora, observo a mis compañeros: Adler hace ya rato que ha entregado el examen y se dedica a dormir con la cabeza apoyada sobre la mesa. Klaus saca el móvil del bolsillo y lo pone en su silla, entre las piernas, en un acto desesperado por resolver sus dudas. La profesora lo mira de reojo; sé que se está preguntando si está copiando de nuevo o se está mirando el paquete. Teniendo en cuenta que se trata de Klaus, la segunda opción no sería tan disparatada. Mientras, Annie juega con su boli; hace diez minutos que también ha entregado el examen. Adolf se dedica a hacer dibujitos en su mesa con un lápiz. Abro mucho los ojos al comprobar que Rainer sigue respondiendo preguntas a una velocidad estrepitosa y lleva escritas más hojas que yo. ¿Qué diablos le está contando a la profesora? ¿Su vida? ¿O le está dando indicaciones para encontrar el cheque por mil euros con el que la sobornará si lo aprueba con un uno? Eh, no, no voy a dejar que este chico escriba más que yo. ¡Así tenga que contar cosas redundantes, hacer una letra enorme o construir frases rebuscadas, pienso ser el que más hojas entregue!

—El tiempo ha terminado, entregadme los exámenes, por favor —dice de pronto la profesora.

Sí, voy a llenar tantas hojas que Petri va a quedarse ojiplática. 

—Por favor, Müller, el examen.

Seguro que dirá: «Señorito Müller, su examen es tan magnífico que me he visto en la obligación de ponerle un uno. Es más, olvídese de hacer más pruebas conmigo, ¡tiene un uno en la asignatura!»

—Señorito Müller, como no me entregue la hoja ahora mismo le clavo un suspenso tan grande como una casa —escucho que me amenaza la profesora mientras me agarra el examen. Mierda. 

Se lo doy a regañadientes y me froto la cara. Sé que extensión no significa calidad, pero ya estoy oliendo a que voy a ser la segunda mejor nota. 

°°°

La clase de Matemáticas ha comenzado y la mayor parte de los alumnos nos preparamos para sobrevivir a dos horas de explicaciones mortales; sin embargo, el profesor Endler, nuestro tutor, parece más interesado en tratar primero otro tema para nada relacionado con las integrales indefinidas:

—Chicos, como ya sabréis, debemos elegir al delegado y al subdelegado de este año —comenta, sentándose en su cómoda y acolchada silla. 

Todos y cada uno de mis compañeros giran sus cabezas al unísono para observarme. Y no, el motivo de tal reacción no es  porque mi cara le alegra el día de cualquiera, sino porque siempre me presento para delegado, y este año no será una excepción. El profesor carraspea y sigue hablando:

—Debo recordaros las obligaciones del delegado: tenéis que ayudar a los profesores cuando lo necesitamos, en especial a mí, que soy vuestro tutor. También mediaréis en los problemas de la clase, me transmitiréis las quejas de vuestros compañeros, y un largo etcétera. Con respecto al subdelegado, sustituirá en funciones al delegado cuando este no pueda estar presente. Entendisteis, ¿verdad? —Asentimos, y él saca un folio y un bolígrafo de su cartera—. Bien, pues procedamos con el tema de los candidatos. Si solo hay uno, se le adjudicará ahora mismo el cargo, pero si hay varios, tendremos que realizar una votación. Así que, contadme, ¿quiénes quieren presentaros para delegados de la Klase doce?

Me convierto en alguien predecible y levanto la mano, como todos esperan que haga. Sin embargo, me acompañan dos manos más: la de Tanja y la de Rainer. Este frunce el ceño y se echa hacia atrás en su asiento cuando lo miro; he disimulado muy mal la cara de asesino a sueldo con hemorroides que le he dedicado. 

—Vaya, no me esperaba esto —dice Endler, frotándose la frente—. Hay tres candidatos: Müller, Bauer y Wolf. Pues hoy por la tarde decidimos de quién es el puesto, ¿de acuerdo?

Todos suspiran, incluso yo. A ver, ¿a quién le gusta este tipo de votaciones? Es un momento de presión social realmente incómodo, donde sientes la obligación de dar tu voto por amistad u otras razones forzosas. Nunca es por un motivo objetivo del estilo «yo elijo a Müller porque, gracias a él, nuestra Klase doce es la mejor que podía haber deseado nunca». No. Los motivos son siempre del estilo «pues yo elijo a Müller como delegado porque es genial y está más bueno que un tren bala». Sí, modestia aparte. 

Me percato de que me estoy riendo solo y de que Annie me observa, cohibida por mi actitud. Tengo que centrarme. En fin, no estoy preocupado; nadie elegiría como delegado a un nuevo. Y con respecto a Tanja... Bueno, por muy querida que sea, la gente me tolera mucho más a mí que a ella.

Me cruzo de brazos y miro al frente. Es entonces cuando me doy cuenta de que Tanja me está observando, entrecerrando los ojos, con gran concentración, como si intentara explotar mi cabeza con el poder de su mente. Pero ¿qué hace?

—Ya te dije el otro día, Sam: creo que a Tanja le gusta Rainer —me susurra Annie cuando la otra deja de mirarme raro. 

Oh, eso explica muchas cosas. 

Al terminar la mañana, nos dirigimos al comedor del Gymnasium porque los lunes son el único día de la semana en el que tenemos clases por la tarde. Movido por mis instintos carnívoros, acelero el paso dejando atrás a mis amigos. Dios, tengo tanta hambre que me comería un cerdo entero, con sus pezuñas y todo. 

Sin embargo, cuando estoy a un par de pasos de mi destino, soy abordado por Tanja, quien me agarra del brazo con fuerza, poniendo una cara de cabreo que me paraliza. Pero qué temperamental. Le diría a Annie que me salvase de nuestra amiga, pero ella ya se ha ido corriendo al comedor. Nunca haría esperar a la comida. 

—Necesito hablar contigo, Samuel —comienza, metiéndose conmigo en una esquina del pasillo donde nos tapan las taquillas. Estamos tan apretados que tengo su cabeza a pocos centímetros de mi cuello. 

—Eh... Entiendo que mi presencia te vuelva loca, pero no estoy disponible, Tanja. 

—No seas idiota, cabeza hueca —me espeta, aumentando la distancia entre ambos—. Es sobre el tema de los delegados. 

—Y de mi sabrosura polar. —Ella aprieta el puño y tensa la mandíbula. Esta mujer da miedo—. Vale, vale, era broma. 

Debo remarcar algo: desde que nos conocimos cuando éramos pequeños he tenido claro que Tanja Bauer es una persona que gusta a la gente por el mero hecho de que transmite tranquilidad, elegancia y, además, es seria y educada. Sin embargo, también es una chica muy cerrada y resulta casi imposible saber cómo se siente o qué está pensando en cada momento. Es como si le aburriese hablar de sí misma. Por eso, que haya decidido tener una conversación conmigo en privado me resulta de lo más extraño. 

—El caso es que te quería pedir que... —Mira a los lados y después al suelo. Algo reconcome su mente, lo sé por cómo juega con sus manos y mueve el pie izquierdo. Podría decir que conozco bastante bien a esta chica—. Por favor, ¡no seas el delegado!

¿Eh? ¿Pero qué? ¿He escuchado bien?

A mí no me preguntes, sólo soy tu cerebro y ni siquiera estaba atento, dile a tus oídos.

—¿Es en serio, Tanja?

—¡Muy en serio!

—Ni de broma. ¿Por qué no quieres que lo sea? —Ella aprieta los labios y me mantiene la mirada. Esta chica oculta algo, y yo sé perfectamente lo que es—. ¿No será porque quieres tener más tiempo para estar con él, no? —digo, ladino, moviendo las cejas. Ella se pone muy colorada y se lleva las manos a la cabeza. He dado en el clavo. 

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes? —me pregunta, nerviosa—. ¿Se me nota tanto?

—Según Annie, se te nota bastante. 

—Ay, Dios. —Tanja se lleva ahora las manos a la cara; le tiemblan—. Qué vergüenza. 

—Vamos a ver, hay mejores formas de pasar el rato con el chico nuevo que siendo delegados, ¿no te parece? ¿Por qué no le hablas después de clases e intentas ser su amiga? Es una idea mucho más rápida y directa que la de compartir cargo con él.

Tanja frunce el ceño, confusa. Su rubor se volatiliza al instante y su cara de cabreo aparece en escena por segunda vez.

—A mí no me gusta Rainer —declara, tajante. 

—Pero ¿de quién estamos hablando? —Mi mente empieza a barajar todas las posibles respuestas. Entonces, caigo en cuenta de algo—: espera, no me digas que te gusta el prof... —Ella se gira antes de que termine la frase, se tapa las orejas y sale corriendo en dirección al comedor. Yo la sigo—. Ilegal, Tanja, ¡eso es ilegal!  

Cuando entro también en el comedor, me encuentro con un ambiente completamente distinto al que dejé atrás: iluminado, bullicioso, lleno de vida. Mis fosas nasales se inundan del maravilloso olor de la carne asada con patatas y creo haber llegado al cielo. Localizo a mis amigos y me siento entre Klaus y Annie, quien me ha pedido el menú del comedor y protege mi bandeja de comida como si alguien fuese a robarla. Adorable. Tanja se sienta frente a nosotros, aún ruborizada. Mi pareja nos mira a los dos, dubitativa. 

—¿Por qué Tanja viene tan colorada, Sam? —me interroga, dejando los cubiertos a un lado. Mueve las cejas y dibuja una sonrisa ladina—. No os habréis estado enrollando a mis espaldas, ¿no?

Ambos respondemos a sus dudas con cara de estupor. Klaus escupe el zumo que está bebiendo. 

—Joder, Samuel, ojalá tuviese una novia tan comprensiva con las necesidades masculinas como la tuya —me dice, sujetando la mano izquierda de Annie y besándola como si fuese la de una reina—. Tendrían que existir más mujeres como tú, madame.  

Y ella no le hace caso. Está demasiado concentrada comiendo. Lo hace a tal velocidad que por momentos me pregunto cuándo mastica. ¿Deglutirá? ¿Hará una segunda digestión como las vacas cuando nadie le mira? En un momento dado clava sus ojos en uno de los filetes de carne de mi bandeja y, cuando me quiero dar cuenta, este ha volado. Madre mía, cómo se nota que esta mujer no ha desayunado hoy tampoco. Espera, espera, creo que acabo de avistar en su mandíbula un movimiento propio de la masticación. Ah, no, estaba tragando. Qué cara de carnívora tiene. De pronto empieza a toser y se da unos golpecitos en el pecho. ¿Debería de intervenir para que relaje su ritmo comiendo? Uf, dilemas de novio. Pero qué... Se acaba de meter otro filete en la boca, ¡entero!

—¿Por qué el nuevo prefiere sentarse solo? —murmura Klaus tras tragar una patata. Adam, que acaba de llegar con un cuenco de sopa, se coloca al lado de Tanja. Aparto la vista del plato y observo que Wolf está almorzando solo, con la atención puesta en su teléfono. Actúa igual que siempre: como si el resto del mundo no importara—. Qué chico tan raro, se comporta como si despreciara nuestra compañía.

—Quizás solo nos considera una competencia —concluyo sin pensar mucho en mis palabras, deteniendo el tenedor de Annie con el mío antes de que me robe un champiñón.

—¿Ah, sí?

—No sé. Las pocas veces que ha cruzado palabra conmigo ha sido para decirme que me va a superar en todo —comento, intentando poner la mente en blanco. No me apetece mucho hablar de ese chico. De hecho, no me apetece hablar de nada. El examen me ha dejado agotado.

Klaus resopla como un caballo ante mi comentario, echándole todo el aire en la cara a Adam, quien abanea la mano quejándose de su mal aliento.

—Pues la primera vez que lo saludé ni siquiera me devolvió el saludo —continúa—. ¡Y odio que la gente sea maleducada conmigo cuando intento ser simpático! Solo es un creído.

—Sí, supongo... —murmuro. No he escuchado lo que ha dicho, me distraigo dibujando una sonrisa en la salsa de mi comida con una de las puntas del tenedor. Pero, al cabo de unos segundos, la salsa borra la sonrisa y, por un momento, me siento identificado con la fugacidad de ese dibujo. 

—Uy, soy Rainer Wolf, me lo tengo muy creído e incluso quiero ser delegado pero, a la hora de la verdad, solo soy un marginado al que nadie va a votar —se burla Klaus con una voz aguda tan ridícula que provoca que nos echemos a reír. Madre mía, ¿cómo ha hecho eso? Si parece que ha inhalado tres litros de helio. 

Entonces, alguien tira los cubiertos sobre el plato, haciendo un ruido de lo más molesto que detiene nuestras risas. Giro la cabeza a mi derecha y me encuentro con que Annie se ha levantado. Agarra su bandeja, nos mira con rabia y suelta:

—¡Sois un par de idiotas! —exclama, con tal fuerza que los alumnos que se encuentran alrededor de nosotros dejan sus conversaciones para prestarnos atención—. No voy a quedarme aquí sentada soportando como os burláis de mi amigo.

—Espera, ¿que yo qué? —farfullo, intentando comprender la situación—. Pero si yo no me he burlado, solo me hizo gracia la voz de Klaus.

—Te reíste de su broma, que es lo mismo —zanja, con un tono que me demuestra lo enfadada que está. Espero en silencio a que me exija que intercambiemos nuestros asientos; sin embargo, en vez de eso, se da la vuelta. ¿Qué diablos?

  Se aleja de nosotros y se dirige a la mesa donde está sentado el chico nuevo, que nos observa de manera inexpresiva. Oh, mierda, ¿acaso nos ha escuchado?

—Cómo os pasáis —desliza Adam, recogiendo también su bandeja—. Es un chaval muy simpático, mucho más de lo que estáis siendo vosotros hoy. Me largo a comer con él también.

 Y se va, dejándonos a Klaus, a Tanja y a mí solos. Esta agacha la cabeza y se lleva una mano a la frente, fingiendo que no nos conoce. Klaus, por su parte, mira a su alrededor y se señala al pecho, indignado por lo que acaba de suceder. Estoy tan acostumbrado al humor tosco de mi mejor amigo, que ni siquiera me percaté de lo desagradables que fueron sus burlas. Culpa mía. 

Sé que ya nadie nos está prestando atención, pero noto un montón de ojos sobre mi nuca, juzgando mi actitud, decepcionados. 

Demonios, me siento mal.

—Qué vergüenza —susurro, frotándome la cara, cuando una voz pausada y despojada de cualquier rastro de vitalidad se dirige a mí:

—¿Vergüenza por qué? —pregunta Adler sin levantar la vista de su almuerzo. Está sentado en una mesa que está frente a la nuestra. Solo—. ¿Qué pasa? ¿Annie al fin se ha dado cuenta de que eres un cabrón que finge ser buena persona? Ya era hora.

—Perdedor —le respondo, lo suficientemente alto como para que solo él me escuche, y el chico me dedica una mirada rebosante de rabia que prefiero ignorar.

Así ha sido siempre mi relación con Adler: tensa. Él me desprecia porque me hice novio de su anterior pareja, Annie, sentimiento recíproco porque la trató como una basura hasta el punto de destrozar la frágil autoestima que ya tenía.

El caso es que, cuando decido volver a mis asuntos carnívoros y fijar la vista en la chuleta de lomo que tengo en el plato, siento que algo aterriza en mi cabeza: un champiñón lleno de salsa, que rueda por mi pelo manchándolo y termina aterrizando en la mesa, frente a mí. Yo alzo la vista, perplejo, encontrándome a Adler en una posición delatadora: con el brazo alzado, evidencia más que suficiente de que ha sido él quien me ha lanzado el hongo. Pero hay otro detalle que también me molesta bastante: el resto de mis compañeros me están mirando, aguantándose una risa burlona.  

Hasta luego, Buda.

—A ver, gilipollas, ¿te gusta el lomo asado? —le grito, haciendo una bola con el último filete de lomo de mi bandeja, ante la cara de espanto de Annie. 

A Adler no le da tiempo a esquivar mi proyectil de comida y ahora tiene un trozo de carne pegado en toda la cara. Se lo aparta asqueado y observo como agarra un puñado de patatas chorreando en su salsa. No me pilla desprevenido y me aparto para que no impacte en mi cara, pero en el vuelo le ha caído algo de salsa en el pelo a Tanja. Esta suelta un gruñido que rebota por todo el comedor y, antes de que se levante para echarnos en cara nuestra actitud, yo ya le estoy devolviendo el proyectil de patatas a Adler. Este se agacha y la comida impacta en... Mierda. En Rainer.

—¿Quién ha sido el imbécil que me ha lanzado esto? —pregunta Rainer hecho una furia, limpiándose el pelo. Adler me señala y la gente empieza a corear la misma palabra: pelea, pelea. 

Pero cómo le gusta a esta gente el drama. Sólo les faltan las palomitas.

Ahora somos Adler, Rainer y yo los que tenemos comida en la mano, alardeando de nuestra inmadurez. Ellos me están apuntando a mí y yo los estoy apuntando a ellos. Y, cuando la propulsión de nuestros brazos es directamente proporcional a nuestra pérdida de dignidad, Annie da un golpe en la mesa y nos detiene con un grito.

—¡Parad de una vez! —exclama, lanzándonos su servilleta. Esta cae de manera ridícula al suelo, a unos cuantos centímetros de ella—. ¡Con la comida no se juega! 

Justo en ese momento, el profesor Endler entra en el comedor con la boca y los ojos muy abiertos. Oh, no.

—Müller, Wolf, Blume, Zimmermann, al despacho del director. ¡Ahora!  

Así que aquí estamos los cuatro, en el despacho de Weber, sentados frente a su escritorio. Annie, a mi lado, se muerde las uñas mientras detalla de manera inquieta la estancia con el único propósito de distraer la mente. Adler se mantiene alejado de nosotros, con la cabeza gacha; no pierde de vista el tembleque de la pierna izquierda de mi novia. Wolf, por su parte, está cruzado de brazos, con la vista fija en el frente y un gesto serio que me resulta un tanto hostil.

El director cruza la puerta y se sienta tras su escritorio, se afloja la corbata y se limpia un rastro de sudor de la frente con un pañuelo de tela. Es evidente que hemos interrumpido su hora del almuerzo, y no solo lo digo porque tiene el puño de la camisa manchado de salsa, sino porque noto como mueve la lengua dentro de la boca, hurgándose los dientes. 

El director Weber es un hombre de enormes dimensiones; con su cuerpo se podría estudiar el efecto gravitatorio de los planetas para con sus astros. Es más, estoy seguro de que si le lanzo un lápiz, orbitará alrededor de su cuerpo. Espera, ¿en qué estoy pensando? Tengo que centrarme; el motivo por el que estoy en el despacho de este hombre es por lanzar cosas.

Madre mía, estoy muy nervioso.

—Muy bien, chicos, ¿me podéis recordar qué edad tenéis? —pregunta y, acto seguido, enciende la pantalla de su ordenador, que se encuentra a la izquierda del escritorio, justo al lado de la foto enmarcada de quien supongo son su esposa y sus dos hijas. Este tipo de detalles me hace recordar que los profesores son seres humanos pero... ¿En serio? ¿Qué tipo de atractivo le vio esa mujer a Weber? ¿Le encandilaría su calva porque sirve como perfecto espejo? ¿Le seduciría su barba hipster? Eso está de moda últimamente. Ah, ya sé, quizás quedó atrapada en su poder gravitatorio, eso explicaría muchas cosas. 

—Diecisiete años —contestamos los cuatro al unísono. 

—Entonces, ¿se puede saber qué demonios hacíais en el comedor comportándoos como niños del kindergarten? —Nosotros no damos respuesta alguna. Él se limita a apuntar nuestros nombres en el ordenador—. Tenéis un aviso por conducta, al tercero ya sabéis lo que pasa: se os expulsa unos cuantos días y se os quita el derecho a beca. —Adler dibuja media sonrisa como si aquello no le pareciese un castigo, gesto detectado por el director—. Y eso conlleva también una buena mancha en vuestro expediente —le remarca, señalándole con su dedo índice regordete—. Ahora, marcharos. 

Nos levantamos de nuestros asientos y salimos del despacho. Annie murmura que se va al baño y desaparece de mi vista. Cuando creo que estoy solo en el pasillo, me llevo una mano al cuello y suspiro, aliviado; menos mal que los padres no tienen que firmar los avisos, sino, me caería la bronca del siglo. 

Estoy tan nervioso que me tiemblan las manos. ¿Qué es lo que me pasa últimamente? Es como si estuviese perdiendo el control de todo. ¿Por qué? No lo sé, pero debo mentalizarme para que esta sea mi primera y última advertencia por mala conducta. No puedo permitir que me quiten el derecho a beca. 

 Una persona en el otro extremo del pasillo capta mi atención: Rainer apoya la espalda en las taquillas y se lleva las manos a la cara, maldiciendo su mala suerte con palabras que no logro entender. Cuando se percata de mi presencia, se dirige hacia donde me encuentro a paso apresurado. Pensando que me va a rebasar para dirigirse a clases, y sin saber muy bien cómo actuar, abro la boca dispuesto a saludarlo, cuando se detiene frente a mí y, para mi sorpresa, me agarra de la camisa a la altura del hombro. 

—¿Eres imbécil? —me espeta, soltándome y después metiéndome un empujón que provoca que dé un par de pasos hacia atrás—. ¿A qué vino lo del comedor? Que tú te tomes la vida como una broma no significa que yo también lo haga. ¡No vuelvas a meterme en problemas!

Perplejo, me dispongo a responderle, pero su inesperada conducta, sumada al hecho de que estoy muy nervioso, provocan que me quede en blanco. En mi boca nace y muere un leve balbuceo cuando su rostro se acerca al mío, intimidante, como retándome a que le lleve la contraria. Me mira a los ojos de una forma tan dura que me cohíbe y, tras unos segundos, concluye con resignación: 

—No seas tan simple.

Se aleja y yo me mantengo estático, contemplando las palmas de mis manos mientras intento tranquilizarme. 

Simple. ¿Acaso esa fue la única lectura que hizo de mi persona tras mirarme?

°°°

Cuando llegan las clases de la tarde, la profesora de Religión, la señora Ratzinger, nos regala media hora de su clase para que realicemos la votación. 

—Muy bien, chicos, tenéis que depositar en esta caja un papelito con el nombre del candidato al que le dais vuestro voto —nos explica Endler, señalando a una cutre caja de cartón que ha colocado sobre su escritorio.

Yo me encuentro bastante tranquilo; logré despejar la mente después del altercado de hace un rato y confío en ganar esta votación. Así que bostezo, me desperezo y coloco las manos tras la cabeza, esperando a que nuestro tutor me designe como el nuevo delegado de la Klase doce.

Tanja, Wolf y yo, que no participamos en la votación, contemplamos en silencio como nuestros compañeros se levantan, uno por uno y de manera diligente, a dejar su voto en la urna de cartón. Al terminar, Endler comienza a contar los papeles en voz alta y con prisa, por el mero hecho de que la señora Ratzinger está asomada tras la puerta, apremiándole con la mirada para que apure.

—Sí, a ver, comencemos —desenvuelve un papel y abre la boca—. Uno para Tanja —y sigue leyendo votos—. Otro para Rainer. Samuel, Tanja, eh... —Coge una pelotita tan doblada que es casi incapaz de desenvolverla—. A ver, ¿quién ha sido el gracioso? —Y lee—: Rainer. Eh... Pone algo aquí abajo: Samuel lanza como una nenaza. —Todos se ríen. Sí, es evidente que ha sido Adler quien ha escrito eso. Pero espera un momento, ¿voy perdiendo?—. Rainer, Rainer, Tanja, Samuel, Rainer, Tanja, Rainer. Y ya está.

Pero ¿qué acaba de pasar? Me levanto de mi asiento y me dirijo a donde está el profesor para comprobar cada uno de los votos, mientras este se ríe porque mi actitud le resulta de lo más simpática y, de paso, me comenta que debería tener mejor perder.  Yo descubro que, en efecto, solo he obtenido dos votos. ¡Esto no tiene lógica alguna! Miro a Annie y Klaus con los ojos entrecerrados y ellos niegan la cabeza, haciéndome saber que ellos tampoco entienden por qué he perdido.

—Vaya, pues este resultado no me lo esperaba —comenta Endler en bajo—. Rainer Wolf es el delegado del último año y Tanja Bauer será la subdelegada. Bueno, chicos, me despido. ¡Pasadlo bien en Religión!

Y desaparece de la clase dejando entrar a la profesora Ratzinger.

—Mierda, esto ha salido mal, muy mal —maldice Tanja, golpeando la mesa.

—¿Cómo que ha salido mal? —le pregunto. Miro a Adam y Dustin y estos se encogen de hombros.

—Tanja nos pidió que la votásemos a ella y no a ti a cambio de hacernos la tarea de Matemáticas durante un mes —le acusa Dustin y ella abre la boca, molesta por su chivatazo.

—¿Eh? ¿Por qué hiciste eso, Tanja?

Mi compañera se cruza de brazos y opta por no responder. 

—Pues para ser la delegada, obvio. Íbamos a pasar de ella, pero sus argumentos nos convencieron. El año pasado, por culpa de ser delegado, te estresaste un montón. ¡Al terminar el curso parecías una chimenea echando humo! —se explica Adam.

—¡Eso es mentira! —grito sin darme cuenta y observo por el rabillo del ojo como Klaus se aguanta la risa. 

—Pero si incluso terminaste gritándole a Dagna.

—¿Cómo no gritarle? Se pasó una semana entera persiguiéndome, pidiéndome que hablara con Weber para echar a Petri del Gymnasium, solo porque le huele el aliento a café y tabaco y eso la mareaba  —farfullo, conteniendo mi enfado—. ¡Fue una semana de completo acoso!

—¡Pero le gritaste! —remata Adam, cruzándose de brazos

—¿Y cómo es que ganó el nuevo?

—Porque se notaba tantísimo que Tanja tenía otros intereses más allá del puesto que decidimos no votarla. —Me llevo las manos a la cabeza y suspiro—. Además... —murmura, tapándose la boca con la intención de que solo yo lo escuche—, el chico ese, Rainer, parece el único al que le interesa ser nuestro delegado porque le hace ilusión ayudarnos, no por motivos personales. Y me gustan las personas sin segundas intenciones.

—Espera, entiendo lo que dices de las segundas intenciones con Tanja, pero ¿qué pasa conmigo?

Escuchamos a Dagna soltar una corta risa y nos volteamos para verla. Ahí está, entretenida jugando con la pulsera de perlas que adorna su muñeca izquierda. Se inclina sobre la mesa de un compañero para hablarnos, dejándonos a todos una clara visión de su inmenso escote. Yo aparto la mirada y me fijo en que Klaus está hipnotizado observándola.

—Lo que pasa contigo es que solo quieres ser delegado para tener un puntito positivo en tu expediente. Por eso yo también le di mi voto al nuevo. Así de simple —me explica. Parece que llevaba un buen rato escuchando nuestra conversación sin que nos diésemos cuenta.

—¡Eh! Eso no es verdad... —vacilo y varios chicos se echan a reír—. Bueno, ¡no del todo!

—Venga —retoma Adam la conversación—, no seas tan dramático, en verdad pensamos que te estábamos haciendo un favor librándote de más responsabilidades. 

—En fin, lo que vosotros digáis.

—Yo no pensaba votarte por ese mismo motivo —me confiesa Klaus y yo le dedico otra mirada asesina—. Es que te pones tan amargado cuando te estresas. Pero al final puse tu nombre en el papel porque... —Observa a los lados, comprobando que nadie lo escuche—. No me acordaba del nombre del nuevo y no tenía claro si Tanja se escribía con «j» o con «y».

Vale, está bien. Acepto mi derrota. El mundo no se va a acabar por el simple hecho de no ser delegado, es solo un puesto innecesario y problemático. Tampoco se acabará por haber permitido que alguien intente sacar mejores calificaciones que yo, saboteando un camino que tengo más que claro desde hace años, ni tampoco por haber recibido un aviso por mala conducta. Son detalles tontos y sin importancia, ¿no? Pero ahí está Wolf, feliz, observándome con... ¿Burla? ¿Desprecio? ¿Qué es lo que intenta transmitirme con su mirada?

Paso a su lado para regresar a mi asiento y hago algo que lo pilla por sorpresa y lo deja contrariado: le doy un par de palmadas en la espalda para felicitarle su ridícula victoria. De acuerdo, ¿tanto le divierte incordiarme? ¿Tan simple me ve? Pues entonces voy a complicarle alcanzar todos sus objetivos en este Gymnasium mientras me centro en alcanzar los míos. 

Como que me llamo Samuel Müller que este chico se va a acordar durante toda su vida del día en el que se cruzó en mi camino. 

  °°°   

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