VIII. Mis maravillosas (diva)gaciones.

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—Las personas y las naciones podrían vivir en gracia si no fuera por dos pequeñas palabras: «mío» y «tuyo».

Subrayo a lápiz esa frase de la novela «Tristán», la cierro, bostezo y me froto la cara. Estoy en mi habitación, sentado frente al escritorio, estudiando para el examen de Literatura de mañana. La profesora Goethe nos sugirió leer este libro para comprender mejor a su autor: Gottfried von Straßburg, una de las figuras literarias más importantes de la Edad Media alemana, pero me siento incapaz de apreciar sus versos por culpa del cansancio. Aunque mis párpados amenazan con cerrarse, me niego a rendirme, así que abro el libro de Literatura por la página treinta y dos y continúo repasando. Cojo un bolígrafo, me masajeo el hombro derecho con la mano contraria y me armo de optimismo. Venga, una lección más y doy por terminada esta dura jornada de estudio. No debo descentrarme. Nada podrá interrumpirme.

Nada, excepto Sylvia llamando a la puerta de mi cuarto. 

—Samuel, he pedido comida tailandesa para el almuerzo —me avisa. Espera durante unos segundos a que le dé una respuesta y, cuando se da por vencida, vuelve a hablar—: no te quedes callado fingiendo que no estás ahí dentro, hermanito. Sé que llevas toda la mañana encerrado en tu habitación y que no has ido a clases. Pero no te preocupes, que no le diré nada a papá y mamá.

Intento releer por quinta vez la misma frase, sin lograr entenderla. Demonios, pensé que Sylvia no había reparado en mi presencia.

—Está bien. Solo vete, que me distraes.

—Ugh, qué niño tan borde —responde con hartazgo, provocando que levante la vista del libro. Entonces, la frase que me dijo ayer en el supermercado mi compañero de clases, regresa a mi mente de golpe:

«Intenta valorar el tiempo que pases con ella; el día que te falte la echarás mucho de menos».

Suelto de mala gana el bolígrafo y me revuelvo el pelo. ¿Es que ahora ese chico es la voz de mi conciencia o qué? Me giro en la silla, observo la puerta y le hablo de nuevo:

—Perdona, y gracias por pedir el almuerzo. ¿Me subirías una de las bandejas? —le pregunto con la mayor educación posible. Sí, seguro que así podremos mantener una conversación normal.

—¿Acaso te piensas que soy tu criada o qué? —me espeta. ¿Pero ahora qué hice?—. Cuando llegue el repartidor con la comida, bajas a buscar tu bandeja, que para algo tienes piernas.

Y se aleja de mi habitación, dejándome perplejo. Bah, no sé para qué me esfuerzo ni para qué le hago caso al idiota de Wolf. 

Miro la hora en el reloj de pared con forma de gato siniestro que me regaló mi pareja: son casi las cuatro de la tarde. Tras esta conversación tan infructuosa, se me han quitado las ganas de estudiar por un rato, así que decido cerrar el libro de Alemán. Me tumbo en la cama y comienzo a leer otra novela que había dejado a medias, cuando unos golpes en la ventana captan mi atención. Me levanto, abro la persiana y descubro a Annie en el jardín delantero de mi casa, lanzando piedras con una energía rebosante. A veces me resulta extraño verla sin su ropa del colegio; lleva puesta una sudadera azul a juego con su pantalón vaquero deshilachado y unas zapatillas deportivas que antaño fueron blancas aunque, ahora, lucen grises.   

—¿Qué haces? —le pregunto, asomándome por la ventana, con un tono lo suficientemente alto como para que se percate de mi presencia y no me lance una piedra en la cara. 

—Quería saber dónde estabas, hoy no has ido a clase —me dice en bajo, porque no quiere que nadie en mi casa la escuche.

—No me encontraba bien. Y puedes hablar más alto, no están mis padres. ¿Quieres pasar? —Ella asiente con contundencia. Yo vuelvo la cabeza hacia mi cuarto para gritarle a mi hermana—: ¡Sylvia, Annie quiere pasar! Ábrele, que no tengo las llaves conmigo.

Cuando vuelvo la vista hacia donde está mi novia, su sonrisa desaparece y es sustituida por un rostro de preocupación. Debo aclarar que ellas no se llevan bien. Para Sylvia, mi novia es una chica infantil y pordiosera, y para mi novia... Bueno, Sylvia es alguien que le pone mala cara. 

Desde la ventana escucho a mi hermana abrir la puerta y decirle a nuestra invitada, no con mucha amabilidad, que se sienta como en casa. Annie sube corriendo hacia mi cuarto, huyendo de las garras de ese ser borde con el que comparto sangre. Cuando llega y me ve sentado en la cama, se acerca, me pone el pie derecho en el hombro y, después, la mano en mi frente. 

—Vamos a ver, Sam. Punto número uno: no tienes fiebre. Y punto número dos: ¿qué es eso de no ir a clases sin avisarme? 

—Perdona, no fui consciente de ese detalle. 

—Ya, claro, pues hoy te perdiste una clase de Matemáticas crucial —me dice, remarcando esa última palabra—, y dudo mucho que el profesor Endler quiera repetirte las explicaciones. Menos mal que tu perfecta novia te lo ha traído todo apuntado.

Le aparto el pie y la examino con curiosidad. No ha traído con ella nada más que su ropa.

—¿Y los apuntes?

—He ahí el problema, que a mitad de camino a tu casa me di cuenta de que los había olvidado en mi mochila, y mi mochila estaba en mi cuarto. Obviamente no iba a dar la vuelta por pura pereza, así que te los doy mañana. 

—Oh, gracias.

La observo sentarse en el suelo frente a mí y cruzarse de brazos; parece molesta, y me siento culpable por ello. Dejo el libro abierto a un lado y la miro con detenimiento hasta que ella se da cuenta, hincha los mofletes y se decide a hablar:

—Estoy molesta —comienza, tras expulsar una bocanada de aire—. La comunicación es importante, ¿sabes? Cuando las palabras faltan, el entendimiento entre dos personas se hace cada vez menor. Y cuando no hay entendimiento, no hay confianza, ni relación, ni nada. 

—Ya te he dicho que lo siento, la próxima vez te mandaré un mensaje con antelación —repongo, inclinándome hacia delante en la cama para tener más cerca su rostro. Me dispongo a acariciarle la mejilla, cuando ella se echa hacia atrás, esquivándome. 

—La cuestión no es que me escribas o dejes de hacerlo, sabes que eso no me parece importante. El problema es que me has dicho que te encuentras mal y sé que no es verdad. Me has mentido. Somos novios, Sam, en toda la expresión de la palabra. Las parejas están para apoyarse el uno al otro, para comprenderse y complementarse, no para darse el lote, como hacen los adolescentes. 

—Somos adolescentes —le corrijo para molestarla y ella me regala una mirada fulminante—. Pero sí, he entendido lo que has dicho. Para mí eres algo serio, de verdad.

—Pues eso. Así que, ¿me vas a decir lo que te pasa? 

Resoplo y cierro los ojos. Sinceramente, nunca le he hablado a la gente de mis problemas, y mucho menos de los que me preocupan ahora porque, de hacerlo, me sentiría peor. Así que decido ser egoísta y guardarme mis problemas porque son «míos» y no «suyos».

—No, Annie, no lo haré. 

Ella abre la boca y me dedica una mirada dura pero, después, la sustituye por una amable y me sonríe. 

—No pasa nada. Cuando te sientas preparado, hablaremos del tema —me dice con un tono dulce y yo la miro absorto porque no me esperaba esa respuesta, detalle que a ella no se le escapa—. Comprensión, ¿recuerdas?

Afirmo con la cabeza, aliviado, y la contemplo en silencio. A veces me pregunto de dónde ha salido una chica como ella, tan excéntrica, tan rara pero, sobre todo, tan buena persona. A pesar de que tuvimos una amistad un tanto complicada, con muchos altibajos, conseguimos forjar una relación que se fortaleció con el paso del tiempo y, ahora, todo va viento en popa para nosotros dos. Cuando estoy con Annie, me siento en paz conmigo mismo, como si alguien hubiera pulsado un botón de stand by que me permite olvidarme de las obligaciones y preocupaciones que conforman mi vida. Todo este sentimiento de tranquilidad se basa en el hecho de que mi pareja es la persona en la que más confío, la única que sé que nunca me fallará, y esa certeza es uno de los pilares que me mantiene en pie. O, quizás, el único.

Aun así, ella también enfrenta sus propios problemas, y es fácil saber cuándo uno le carcome la cabeza porque se vuelve alguien menos habladora. Por ejemplo: ahora mismo está sentada en el suelo, abrazada a sus piernas, con la mirada gacha y sé, por ello, que le está dando vueltas a algo.

—¿Qué sucede?

—Estaba pensando en Axel; vuelve a tener problemas con sus compañeros de clase. Se burlan de él.

Ahí está el eterno tema de preocupación de Annie: su hermano. Sufre de hiperactividad y va al psicólogo; debido a su nerviosismo, sus compañeros se burlan de él. Nunca le cuenta nada ni a su madre ni a sus hermanas, así que sobrelleva el peso de las burlas solo. La crueldad de los niños siempre me ha, por decirlo de alguna forma, fascinado. Llego a comprender por qué algunos son así de crueles: los matones necesitan degradar al débil para sentirse mejor consigo mismos y así olvidar sus propias carencias; la burla siempre revela más sobre el que la ejerce que sobre quien la sufre. Pero el problema está en los profesores, y eso me sorprende. Ellos saben perfectamente lo que sucede con Axel y, como adultos que son, deberían impedir que lo acosen; sin embargo, no lo hacen porque es más cómodo para ellos fingir ser ciego. De niño pensaba que los mayores eran superhéroes con la capacidad de resolverlo todo. Ahora que soy casi un adulto, me encuentro con el decepcionante hecho de que muchos de ellos son versiones un poco más maduras de los críos que una vez fueron. 

—Siento lo de Axel —le digo mientras vuelvo a coger el libro y ella se levanta, abre mi armario y se mira en el espejo que hay colgado en una de las puertas—. ¿Cómo te has enterado esta vez? 

—Uno de esos mocosos le escribió insultos en la agenda, pero no pasa nada, porque estoy entrenando a Axel en el noble arte de hacerte el sordo con los idiotas —se jacta, alzando el puño. Después me mira a través del espejo enarcando una ceja, curiosa—. ¿Qué estás leyendo?

—Ah, El mundo de Sofía. 

—¿Y de qué va?

—Filosofía. —Annie rueda tanto los ojos que le tiemblan los párpados. Odia esa materia—. Oye, pero es interesante, te lo prometo. Trata de una chica llamada Sofía Amundsen, que empieza a recibir cartas de un hombre muy raro llamado Alberto Knox.

—Uh, huele a acosador de niñas.

—No, malpensada —le recrimino, a pesar de que yo pensé lo mismo cuando empecé a leer esa obra—. Alberto es filósofo. Las cartas contienen lecciones de filosofía. El caso es que estoy a mitad del libro y ellos se acaban de enterar de que no existen, solo son la creación de un hombre llamado Albert Knag, que escribe una historia sobre ellos para regalársela a su hija Hilde Moller Knag. 

—Uf, qué horror, cuánto nombre raro. No será una historia aburrida, ¿no? —me pregunta, llevándose un dedo índice a la barbilla. Después me mira con cierta burla—. Ah, y gracias por el spoiler. 

—Pero si no te lo ibas a leer —le señalo y ella se encoge de hombros—. Y no es aburrida, a mí me hace pensar. Es gracioso que ahora ellos quieran demostrarles a Albert y Hilde su existencia, siendo que estos últimos también son una creación del autor de este libro, Jostein Gaarder —le digo, mostrándole el ejemplar cerrado—. ¿Y si cada uno de nosotros fuésemos en realidad los personajes de una historia? ¿Y si no existiésemos más allá de lo que cuenta esta y la imaginación de su autor? 

—Pues que nuestra vida tendría un comienzo y un fin limitado por un número de páginas —responde, algo pesarosa—, y eso es bastante triste, ¿no crees? 

—Supongo, pero la viviríamos una y otra vez de distinta forma, desde los ojos de cada lector que siente diferente al anterior. 

—Sam, tus divagaciones son maravillosas, perfectas para lograr que duerma tranquila por las noches sin darle vueltas a la cabeza —me suelta con sarcasmo. Me recuesto en la cama, abro la novela y continúo leyendo donde lo había dejado.

La concentración en la lectura no me dura ni cinco segundos; inclino el libro hacia atrás y observo como Annie empieza a dar vueltas sobre sí misma sin mucha energía. Yo me entretengo con un curioso juego de perspectivas porque, debido a mi posición, parece que la chica emerge de las hojas de mi libro. 

Pero, de pronto, deja de dar piruetas, suspira y vuelve a mirarse al espejo. 

—Oye, quisiera hacerte una pregunta seria.

—Adelante. 

Cuando me quiero dar cuenta, Annie ya se ha quitado la sudadera, quedando en sujetador. Después tira la prenda al suelo y se coloca frente a mí, mirándome fijamente. Aparto el libro de golpe y compruebo con urgencia si la puerta está cerrada. Al ver que no lo está, echo el pestillo. O eso creo, porque con las prisas me vuelvo torpe. Después suspiro, si Sylvia nos viese en este momento, nos ahorcaría con sus audífonos. 

—¿Soy atractiva? 

Me siento de nuevo en la cama y permanezco en silencio. No tengo ni la más remota idea de por qué me hace esa pregunta. Me observa con vergüenza, jugando con los dedos de sus manos que cuelgan más abajo de la cintura. Su pie derecho baila inquieto, demostrando un nerviosismo que se acentúa a medida que pasa el tiempo y yo tardo en dar una respuesta.

Entonces busco las motivaciones de Annie remontándome a cuando ella tenía diez años; esa fue la edad a la que su padre la abandonó. El señor Zimmermann no buscó la típica excusa para largarse y dejar atrás a su familia. No dijo que salía a buscar tabaco, ni a buscar la cena, ni nada semejante. Una noche, simplemente, le explicó sin sutileza alguna a su esposa que estaba harto de su vida estancada y monótona y que quería cambiar de aires. La señora Zimmermann, después de pasar casi un mes histérica y llorando, acabó aceptando de muy buena gana la decisión de su marido porque, según palabras de ella, «es una tremenda estupidez llorar por alguien que no te aprecia». Le doy toda la razón a esa mujer coraje, que ha logrado mantener a una familia ella sola con un sueldo de enfermera algo precario. El problema fue que, tres años después, la desaparecida cabeza de familia regresó al hogar con la única intención de estrechar lazos con su hija Anke y llevársela con él, ignorando al resto de sus hijos. Annie, que aún sentía por aquel entonces una gran admiración por su padre, vio en ese desprecio una puñalada que hundió por completo su autoestima. Cuando ese hombre se fue al mes siguiente sin despedirse y sin lograr el objetivo de llevarse a Anke, Annie comenzó a demostrar, como buena adolescente, su odio hacia el mundo, solo que lo llevó hasta el extremo: se vestía de negro y se tiñó el pelo de rojo porque, según ella, quería que su cabello tuviese el mismo color que la sangre de sus muñecas. Llevaba collares de pinchos, tenía una obsesiva admiración por el mundo gótico, se pasaba el día entero deprimida o con su vecino y ex novio Adler y, además, sufrió anorexia. Pasó de ser una chica regordita a estar demasiado delgada. Por eso mismo, a veces, me preocupa que no desayune, porque no sé si no lo hace para ahorrar algo de dinero o porque vuelve a estar preocupada por su peso.

—Para mí lo eres —respondo al fin y ella tuerce la boca, aún inconforme con mi respuesta—. ¿A qué viene esta pregunta? 

—Es que... ¿Por qué aún no nos hemos acostado? 

Dudo durante unos segundos, algo nervioso debido al tema que estamos tocando. Me permito despejar la mente y meditar mis siguientes palabras. Después, le respondo con el mayor sosiego posible: 

—Porque tú no quieres, y yo no quiero presionarte. ¿O acaso ya estás lista?

—No es eso, es que tú nunca muestras ningún interés en saber si yo estoy preparada o no. A veces creo que no te atraigo. —La miro entrecerrando los ojos y dándome cuenta de lo que sucede: solo quiere sentirse deseada, de nuevo vuelve a dudar sobre su aspecto; sin embargo, no voy a ser yo quien levante su ánimo a base de halagos o insinuaciones, debe ser ella misma quien lo logre—. Tampoco me extrañaría si no lo hago, teniendo en clase chicas como Dagna o Maud, que aunque son muy distintas se ven tan atractivas a su manera; tienen todo lo que yo no tengo: unos pechos grandes, unas buenas curvas, una cara bonita... Y yo soy tan normal, tan feucha, que no sé qué haces conmigo.

Suspira y se limpia una lágrima tan indecisa como lo es ella mientras yo me pierdo un momento en el temblor de su labio inferior. En el fondo, aunque Annie no lo sepa, odio verla llorar. Bueno, en realidad, odio que la gente llore. 

—¿Qué sucede? —le pregunto, agarrándole la mano y atrayéndola hacia mí.

—Mamá este mes vuelve a trabajar hasta las tantas de la noche, ya casi no veo a Anke y hace una semana papá la llamó, dice que quiere hacernos una visita —me explica, mordiéndose la uña pulgar de la mano que no le estoy sujetando—. Y yo no quiero volver a verme mal en el espejo.

Oh, ya entiendo: ese hombre los molesta de nuevo con su mera presencia y su egoísmo. 

—Dime una cosa: ¿qué te hace feliz? —le pregunto y ella mueve los ojos hacia el techo, señal inequívoca de que está pensando. Frunce el ceño tras percatarse de la pintada que me dejó Klaus ahí y después vuelve a mirarme, resolutiva.

—¡Los churros!

—¿Y qué más? 

—Australopithecus cuando ronronea. —Cierra los párpados y canturrea, pensativa—. Uhm... El conejo al ajillo. 

—Iugh —me quejo, aunque me alivia saber que el apetito de esta chica sigue presente. Se pasó tanto tiempo forzándose a sí misma a comer, que desarrolló una obsesión con la comida. 

—Que mi madre esté en casa, una buena nota, un dentífrico con sabor a menta, que Tanja esté contenta, los cumpleaños, la naturaleza y... —Me mira con una amplia sonrisa que la hace ver aún más niña de lo que en realidad es—. Tú. 

Realmente adorable.

—¿Te has fijado en que nada de lo que me has dicho está relacionado con tu aspecto físico? 

Ella entorna los ojos y, tras repasar mentalmente lo que acaba de decir, afirma con la cabeza.

—Pues es verdad. 

—Eso es porque estar delgada o tener un cuerpo como el que la sociedad nos exige no te va a hacer más feliz, ¿de acuerdo? Lo que vemos ahí fuera, en los anuncios o en las redes sociales no es más que una falsa realidad que te venden para que caigas en las garras de la inseguridad y el consumismo. Tú misma me dijiste eso una vez, ¿recuerdas? —le digo, atrayéndola para que se siente en mis piernas y posando la punta de mis dedos índices en sus mejillas—. ¿Qué más da cómo sean Dagna o Maud? Ellas no mueven tu vida. A mí no me importa tu aspecto, porque me haces feliz y te quiero. El día en el que me importe, seré un estúpido y no te querré en realidad, así que no te mereceré y no valdré la pena. Y es una pérdida de tiempo preocuparse por algo que no vale la pena, pero sí por algo que te hace feliz. Así que deja de pensar en tu aspecto, porque eso no te hará sonreír nunca y...

No puedo terminar mi discurso motivador, porque Annie me rodea con sus brazos y me besa. Y lo hace con urgencia, mientras escucho como se ríe. 

—Gracias —me susurra a un suspiro de mi boca—. Eres tan lindo.

—Ya lo sé —le respondo en bajo, con un tono burlón. Ella se ríe y me vuelve a besar.

Me siento tan satisfecho por haberle quitado de encima esta preocupación, que me permito seguir el ritmo de sus besos mientras la abrazo. 

Y es que, sin darme cuenta, tengo su lengua en mi boca y sus manos bajo mi camiseta. Ese último detalle me resulta extraño, ya que no acostumbra a llegar hasta ese punto conmigo. Pero aquí la tengo, acariciándome el vientre y moviendo su trasero sobre una zona que es muy sensible. Demasiado.

Oh, mierda.

Ella se separa y me mira.

—¿Ya te has puesto contento? —me susurra al oído, con una voz juguetona que desconozco en ella. Yo frunzo el ceño como respuesta y bajo mi mano hacia esa zona. 

—Eh... Lo que estás sintiendo es mi teléfono, que se me estaba clavando por tu culpa —le respondo cogiendo el móvil y ella se pone roja como un tomate. Ahí está la Annie de siempre. 

—Ay, madre, lo siento —dice apresurada abrazándose a sí misma porque acaba de recordar que está en sujetador—. No sé en qué estaba pensando —suelta y, acto seguido, me golpea los hombros—. ¿¡Y tú en qué estabas pensando siguiéndome la corriente!? ¿Y si aparece tu hermana?

—¿Eh? Mi hermana no va a entrar en mi cuarto sin permiso. Además, he echado el pestillo.

Ella asiente con timidez y pasea su mirada por mis labios. Entonces, tras unos segundos inmóvil, se echa sobre mí y vuelve a besarme con mucha más intensidad que antes, empujándome por los hombros hasta tumbarme en la cama.

—Annie, esto... —balbuceo, sujetándola por la cintura sin entender lo que está pasando, mientras ella apoya sus manos temblorosas en mi pecho—. ¿Qué haces? No estamos solos en casa.

—Nada —murmura con un deje de voz tan débil que capta mi atención. ¿Qué le pasa?—. Perdón, no sé qué intento.

Y, en ese mismo instante, Sylvia abre la puerta de mi habitación de golpe.

—Samuel, no entiendo el microondas... Oh, ¡Dios mío! —grita, intentando inútilmente taparse los ojos con los audífonos. Yo me levanto de la cama olvidando que Annie está encima de mí y ella cae de culo al suelo.

—¡No es lo que parece!

Bravo, qué frase tan poco inteligente.

Panda de conejos en celo, ¡perros sin castrar! Fuera de casa, ¡los dos!

Sylvia sale de mi cuarto hecha una fiera y Annie se pone la sudadera, dispuesta a seguirla para darle una explicación de lo sucedido; sin embargo, yo la detengo agarrándola del brazo y cierro la puerta para darnos intimidad. Espero en silencio a que pasen un par de minutos. Cuando estoy seguro de que mi hermana no volverá a molestarnos, vuelvo a centrar toda mi atención en Annie y busco que aclare mis dudas sobre lo que acaba de pasar entre nosotros dos:

—¿A qué ha venido lo de antes? —le pregunto en voz baja con cierta vergüenza, y ella vuelve a sonrojarse. No. No he podido pasar por alto su forma de tocarme, ni de besarme. Entonces, empiezo a extrañar ese tipo de acercamientos, unos que hacía tiempo que no teníamos—. ¿Acaso ya te sientes preparada para...? Ya sabes, ¿para hacerlo? —Espero a que responda pero al no obtener ni una sola palabra por su parte, me adelanto—. ¿Quieres que tratemos este tema con más tranquilidad en otro momento?

Se mantiene impasible hasta que, de pronto, se libera de mi agarre con un mal gesto.

—¿Qué dices? ¿Cómo me preguntas eso ahora, después de lo que sucedió con Sylvia? —me recrimina bastante nerviosa, dispuesta de nuevo a salir de mi cuarto mientras esquiva mi mirada—. Te estás confundiendo, Sam. Dejemos ya ese tema.

Me arrepiento al instante de mi pregunta, ya que este es un asunto bastante delicado para ambos, y sé que la he incomodado.

—Perdona.

—Da igual. Me voy ya, que se está haciendo tarde —murmura, recolocándose la sudadera. Después, tira de mi brazo para darme un corto beso de despedida en la mejilla. Cruza la puerta cuando, de pronto, se gira hacia mí con los ojos muy abiertos, como si se hubiese acordado de algo—. Ay, jo, ¡casi se me olvida avisarte! La profesora de Biología ha formado las parejas para los trabajo de todo el curso. No sé por qué, pero Rainer tampoco ha aparecido hoy por clases ni me responde al teléfono. Así que, como faltasteis los dos, os toca ir juntos. —¿Qué? ¿En serio? Madre mía. ¿Es que no me voy a librar nunca de él o qué? —. En fin, más te vale ir mañana a clases. ¡Chao!

Y desaparece de mi vista. Escucho los pasos rápidos de Annie en el piso inferior y los de mi hermana huyendo de ella. Cierro la puerta, me tumbo en la cama y dejo la mente en blanco para olvidar el percance que he tenido hace un momento con mi novia.  

Trabajar con Wolf, esto va a ser interesante. 

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