X. Mi debilidad tras una capa de orgullo.

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Me han suspendido y no me han permitido seguir en la escuela, ni hacer la prueba de Alemán. Mi tutor, Endler, me ha dicho que recuperaré los exámenes celebrados durante mi ausencia el martes, día en el que me incorporaré de nuevo a las clases. 

Llego dos horas antes de lo habitual a casa. Habría llegado mucho antes si no fuese porque recorrí el camino de vuelta andando; necesitaba aire fresco para tranquilizarme un poco. Suspiro, abro la puerta y contemplo el recibidor, deseando que no me escuche nadie. Llevo conmigo dos cosas escondidas en el bolsillo trasero del pantalón: una notificación de expulsión que deben firmar mis padres y una nota del director Weber recomendando que vaya al psicólogo del Emil Sinclair al menos dos veces por semana porque, según él, tengo demasiada rabia contenida. Teniendo en cuenta como son mis padres, llenos de prejuicios para cualquier tema que pueda tener una connotación peyorativa, lo primero que harán cuando lean la nota será matarme y, después, decirle a Weber que se meta la recomendación por el culo, pero claro, educadamente. 

—Samuel, ¿eres tú? ¿Qué haces en casa? —me pregunta Sylvia  desde la cocina. Estoy tan poco acostumbrado a su presencia que se me olvidó que la encontraría aquí. Se asoma por la puerta y la miro de arriba a abajo: tiene la cara y el mandil manchados de harina y lleva una batidora en las manos. Por su gesto deduzco, con cierta sorpresa, que parece preocupada por mí—. Es muy temprano. —Se acerca y me toca la mejilla con suavidad. Eso me extraña todavía más—. Oye... ¿Por qué tienes los ojos rojos? ¿Has estado llorando?

—¡No, boba! Es la alergia —le digo, apartando su mano. Si mi hermana me conociese un poco más, lo mínimo, sabría que miento; yo no tengo ninguna alergia. Pero bueno, a ella le gusta conocer a la gente de forma superficial, porque así no debe preocuparse de las capas más hondas de su alma, aquellas donde residen sus problemas—. Hoy salimos antes de clase, nada más. 

—Uhm, bueno —acepta mi excusa tan crédula que, por un instante, me da rabia—. Por cierto, en tres horas llegan papá y mamá. Estate listo para entonces, y eso incluye quitarte ese uniforme. 

—Oh, venga. ¿Esta ropa no es adecuada para ir a casa de la tía Erika? 

—¿La de la escuela? Iugh, no —responde, cerrando los ojos y poniendo cara de asco—. No sé, Samuel, ponte una camisa nueva o qué sé yo. ¡Eres un hombre! Lo tienes más fácil para vestirte que yo. Si fuese por mí te ponía un vestido, pero papá te colgaría de un árbol si lo viese —comenta, caminando hacia la cocina. Yo suspiro y decido subir a mi cuarto. 

Una vez allí, me siento en la cama y pienso en qué hacer para matar el tiempo. ¿Estudio? No, mi concentración ahora mismo es escasa, por no decir que nula. ¿Veo la televisión? Ah, cierto, la metí en el trastero cuando me harté de que emitiesen la misma basura todos los días. ¿Echo una partida a algún videojuego? No, mejor no, hace tiempo que me aburre jugar. ¡Oh, es verdad! Mi salvación: Netflix. Eh... Demonios, ya me vi todas las series que tenía pendientes. Podría salir a correr, pero no lo disfrutaría en absoluto. Socorro, a este paso me va a explotar la cabeza pensando en lo sucedido esta mañana. O quizás eso mismo es lo que debo hacer, pensar en ello. Cerebro, ¿qué hago?

Por una vez en la vida, te guiaré por el mal camino y te diré que sí, que es el momento de que pienses en lo sucedido hoy y todo lo que está por suceder. Porque ignorarlo, de una forma u otra, te hará más mal que afrontarlo.

Me descalzo, me siento en la cama y abrazo mis piernas. El sonido intermitente del reloj, monótono e insignificante, empieza a cobrar fuerza dentro de mi cabeza, rompiendo este silencio, ahogando mi tranquilidad, convirtiéndose en un molesto ruido sinónimo de soledad. Sí, quizás lo mejor que puedo hacer ahora es pensar en lo sucedido esta mañana.

Bien, vayamos por parte. Punto número uno: Annie me ha engañado. Se acostó con Adler y me lo ocultó. ¿Cuándo lo hizo? ¿Cuando ya estábamos juntos o antes? La duda me carcome, aunque me sienta peor pensar que la opción más probable es la primera. Si ese es el caso, el daño ya está hecho, así que debería romper con ella por respeto a mí mismo. Sin embargo, esa idea me aterra. ¿Cómo sería mi vida sin Annie? Extraña, eso está claro. La sigo queriendo, evidentemente, porque al amor no lo mata un mal golpe, sino la convalecencia.

Me siento demasiado dolido con mi pareja porque, de alguna forma, me ha estado mintiendo a la cara durante dos años en un tema que ahora me hace sentir frágil. Ella, que ensalzaba el valor de la confianza, que me miraba a la cara y me decía que no estaba preparada para un acercamiento íntimo conmigo, hasta el punto de hacerme sentir muy mal por solo pensarlo. Pero, por la espalda, su mentira era un tema de conversación banal que tenía con su mejor amiga en un baño del colegio. Toda la vida he intentado protegerla y cuidarla con mi sinceridad pidiendo lo mismo a cambio. No sé por qué me ha hecho esto, ¿no le transmito confianza a pesar de todo? 

Puede que el problema no esté en ella, sino en mí. 

Me levanto de la cama y me froto la cara, intentando evadir ese último pensamiento. Joder, no me puedo creer que me esté planteando el hecho de cortar la relación con ella, después de todo el tiempo que hemos invertido juntos. Quizás debería permitir que se explicase... Me golpeo la frente y vuelvo a tirarme en la cama. ¿En qué estoy pensando? Las malas acciones dejasen de ser malas por mucho que les des una explicación, ¿verdad? Vamos a ver, se supone que los seres humanos somos débiles a la carne, pero también tenemos cabeza, ¿no? Y si amamos a alguien de verdad, jamás actuaremos de forma que podamos hacerle daño porque debemos respetar a la persona con la que llegamos a un acuerdo de sinceridad y confianza. Así de sencillo. Aunque me parece increíble lo mucho que a la gente le cuesta entender esto. Los padres de Klaus están divorciados y, aunque él intente simular que todo va bien y que no le afecta en lo más mínimo ese divorcio, sé perfectamente que cuando le toca visitar a su padre, se hunde. Porque ese hombre fue quien rompió un hogar el día que decidió que acostarse con su secretaria era mucho más excitante e inteligente que tratar los problemas matrimoniales con su esposa. 

No sé qué hago recordando eso ahora, si solo consigue que me enfade todavía más. 

Sin darme cuenta, he pasado una hora pensando en este tema. Cojo el móvil y reviso el Whatsapp por pura inercia para despejar la mente. No hay ni un solo mensaje de Annie, y aunque una parte de mí desea saber sobre ella, la otra se siente aliviada con su silencio. Siempre que tenemos problemas, los solucionamos hablando en persona. El caso es que quizás ella piense que esto no tiene solución. O quién sabe en qué estará pensando ahora mismo.

Reviso el grupo que tengo con Adam, Klaus, Dustin y el silencioso de Reinhardt. Parece que están muy entretenidos hablando:

Adam N.: Samuel, deberías hablar con Annie lo antes posible ):

Klaus K: Y un demonio, él no va a hablar con nadie. Es a él a quien le han jodido, ¿y es él quien debe arrastrarse? Que dé explicaciones la que se ha equivocado 😑

Adam N.: Pero vamos a ver, Klaus...

Klaus K.: No. Él no debe nada, ¿has leído, Samuel?

Dustin K.: yo estoy con klaus

Klaus K.: ¿Veis? Incluso el público me apoya 

Klaus K.: Por cierto, maravilloso el empujón que le diste a Adler 😏 Ese es mi chico!

Ahora se han puesto a hablar sobre si ha estado bien o mal que empujase a Adler, así que los ignoro y salgo de la aplicación. Entonces, me percato de que me duele un poco comprobar que no me han preguntando cómo me encuentro, y pienso que quizás ni siquiera les interesa saberlo. Me empiezo a echar la culpa por ello; recibo lo que doy, eso está más que claro. Porque cuando me tumbo con la mirada perdida en la pantalla del teléfono, pienso que quizás soy mal amigo, como he sido mal novio. Y ahí siento, más que nunca, que la gente a mi alrededor me falla. 

Y quizás la gente me falla porque yo estoy lleno de fallos.

Empiezo a cerrar los ojos poco a poco por culpa del cansancio. Pero, de pronto, una notificación me advierte que me ha escrito un número desconocido, así que abro el chat con desgana. 

Desconocido: Olaaa

Samuel M.: Se dice "Hola", a no ser que seas un surfero y pienses que yo soy una ola de mar. 

Voy a apagar el móvil, cuando me percato de que el desconocido ha visto el mensaje y me está escribiendo. 

Desconocido: Joder, me había equivocado al escribir. ¿Es que acaso eres de esos que corrige cada palabra mal escroto para sentirse superior a los demás? 

Samuel M.: Eh... ¿Escroto o escrita? Y no es eso, es que no me gusta que me sangren los ojos. Por cierto, está cool eso de que me digas quién eres, eh. Y esto no es una indirecta.

Desconocido: lo de escroto lo ise a posta para aser el xiste fasil. I soi tu becino el badboi, te miro por la bentana y te akoso porke me gustas equis de

Por primera vez en toda la mañana, me echo a reír por lo absurda que me resulta la situación. ¿Quién es esta persona?

Samuel M.: Por favor, si sigues escribiendo así, et bloqueo.

Samuel M.: te*

Desconocido: Jajajaja no me puedo creer que te hayas corregido a ti mismo, en fin xD

Desconocido: y voy a dejar de escribir así, solo porque me da un poquito de cáncer visual leerme, pero puedo escribir peor si me lo propongo. ¿Quieres verlo?

Samuel M.: Uh, no, mejor no. 

Desconocido: jooo xk no?? llo k keria imprhesionart kon mi harte mundano7

Desconocido: no sé por qué se me acaba de colar un siete, pero le ha dado el toque definitivo

Samuel M.: Te estoy bloqueando.

Desconocido: ok, ok, pedazo de borde. Te diré quién soy si me lo preguntas 

Samuel M.: Uf, acabemos con esto de una vez. ¿Quién eres?

Desconocido: soy yo

Desconocido: ¿qué vengo a buscar? A tiiiii

Desconocido: ¿por qué? Porque ahora soy yo el que te quiere bloqueaaar

Samuel M.: Qué demonios.

Samuel M.: Adíos.

Desconocido: Adiós*

Desconocido: oye, espera, si me bloqueas, ¿cómo te vas a poner en contacto con tu compañero de trabajo? 

Desconocido: soy Rainer, bobo

Desconocido: y no me vas a bloquear, porque me debes una

Me siento en la cama y miro la pantalla con los ojos entrecerrados. Debí suponer, con la sarta de estupideces que está diciendo, que se trataba de Wolf. Fallo mío.

Samuel M.: Punto número uno: hola, ¿tanto te costaba decir quién eras?

Samuel M.: Punto número dos: no te debo nada, y no estoy de humor para tonterías.

Desconocido: eso último lo supuse cuando te vi zarandear como un energúmeno a Adler, y me debes una porque te peleaste con alguien, y eso me hizo sentir mal

Samuel M.: Eh... ¿Por qué?

Desconocido: odio cuando la gente se pelea, lo paso mal

Desconocido: oye, Müller...

Desconocido: uy hablamos luego la profe me esta mirando y no me da la ganga de escribir bien con presion sladkfdjajaja chaoo

Apago el teléfono y lo lanzo a la cama, entre anonadado y hastiado con la conversación que acabo de tener. De verdad que Wolf es un chico de lo más extraño. A su faceta de persona seria y sosegada que de pronto se transforma en alguien competitivo y extrovertido, incluiré la de chico de conversaciones absurdas. 

Cierro los ojos un momento para descansar la cabeza. Juro que ha sido solo un instante pero, cuando me quiero dar cuenta, escucho el coche de mis padres. Miro el reloj que me ha regalado Annie —el cual sospecho que tendré que devolverle en breves— y descubro que ya hace tres horas que he vuelto a casa. Qué rápido pasa el tiempo cuando más deseas que vaya despacio. En fin, creo que ha llegado el momento de la verdad, de levantarme de la cama muerto de los nervios, coger la notificación de expulsión, bajar a recibir a mis padres y entregarles el dichoso papel. Después, aguantaré un montón de gritos, me tildarán de decepcionante, y viajaré con ellos en coche para visitar a mi hermano.

O puedo no decirles nada hasta que lleguemos de vuelta a casa. Oh, por favor, soy un genio. Jesús me habría querido como décimo tercer apóstol. ¿Qué digo? Dios me habría elegido como su futuro hijo y Herodes me habría besado los pies al enterarse de mi nacimiento en un pesebre de lujo. 

Bien, creo que estoy muy nervioso. 

Me pongo una camisa al gusto de Sylvia, bajo las escaleras y saludo a mis padres. Estos me responden con un escueto «hola»; están enfrascados en una conversación acerca de la forma correcta de actuar cuando estemos delante de la tía Erika, que ha cuidado de mi hermano desde que yo era muy pequeño. Sí, le debemos mucho a esa mujer. Mi madre no para de repetir que nos comportemos con educación, como si eso fuese lo más importante del mundo, y mi padre resopla mientras agita las llaves del coche, pidiendo con sutileza que nos vayamos ya. 

Una vez dentro del automóvil, mi madre, en el asiento del copiloto, comienza a canturrear mientras dibuja una sonrisa que, a mi parecer, es un tanto falsa. Mi padre, irritado, aprieta el volante y observo por el espejo retrovisor interior como frunce tanto el ceño que parece que tiene una sola ceja. Cuando el coche se pone en marcha, enciendo el móvil con la intención de evadirme  durante los treinta minutos que dura el trayecto de todos mis problemas. En un momento dado, abro el chat de Rainer para agregarlo a contactos y no puedo evitar reírme solo al ver su foto de perfil: aparecen él y un gato con gafas de sol, y este último tiene un pitillo en la boca. 

—Samuel, ¿con quién hablas? —me pregunta Sylvia, que está sentada conmigo en la parte trasera del coche, pero en el otro lado extremo, así que no es capaz de espiar lo que hago en el teléfono—. ¿Con tu novia? Has puesto la misma cara de idiota que cuando hablas con Annie.

—No estoy hablando con ella, métete en tus asuntos —le pido, posando el móvil en el pecho para tapar la pantalla, ya que ella se ha inclinado para mirarla.

—Eh, vigila cómo me hablas. Deberías estar más agradecido conmigo, todavía no le dije nada de lo sucedido ayer a ellos dos. ¿O quieres que lo haga? —me amenaza, ladina, señalando a nuestros padres. Se refiere a que ayer nos vio a Annie y a mí en mi cama, en una posición bastante indecorosa. Yo le dedico una mirada asesina con la que le indico que se calle de una vez y ella se cruza de brazos. 

—¿Qué es eso que ha hecho Samuel que no nos has contado, Sylvia? —dice de pronto mi madre, con su característica sonrisa que, por momentos, mete miedo. Joder, a saber qué se inventa ahora mi hermana. Ella se mantiene callada, porque no tiene una excusa buena que decir.

—Sylvia, habla —prosigue mi padre, apagando la radio. Mierda y socorro, auxilio. 

La miro, desesperado, suplicando para que utilice por una vez en su vida su cerebro y les dé una buena respuesta para nada sospechosa y mínimamente digna. Ella juega con sus manos, murmura como señal de que está pensando y, de pronto, suspira y habla:

—Ayer Samuel se tiró un pedo. 

¿Pero qué?

—Niño, eres un cerdo, contrólate —me espeta mi padre y yo no puedo sentir más calor en la cara. 

Como venganza, le he quitado los auriculares de las orejas a Sylvia y me los he metido dentro del pantalón. Me mira entre molesta y horrorizada porque sabe que se ha quedado sin sus preciados cascos; no se atrevería a meter la mano ahí. Alzo los puños victorioso y ella gruñe, aceptando su merecido. Ya que ahora soy un cerdo, tendré que hacer honor a ese apelativo. 

Tras media hora de viaje donde solo hablan mis padres, el coche empieza a reducir su velocidad y yo miro con horror por las ventanillas comprobando que, en efecto, hemos llegado a donde vive Erika. Una vez que mi padre aparca delante del garaje de esa enorme casa, todos salen del automóvil. Todos salvo yo, que me aferro al asiento como si fuese un salvavidas y yo estuviese en medio de un mar lleno de tiburones. Entonces me viene a la mente un montón de tiburones antropófagos cayendo del cielo en plena ciudad de Los Ángeles y creo volverme loco. 

—Samuel, mueve el culo —me dice mi hermana dándome un manotazo en la nuca, devolviéndome a la realidad. 

Bien, ha llegado el momento de enfrentarse a mi tía y a mi hermano. Bajo del asiento y estiro las piernas. Acto seguido, tiro los audífonos y compruebo por dónde puedo salir huyendo. Esa calle extraña y oscura parece una buena opción...

—Que muevas el culo te digo —me repite Sylvia, cogiendo con mucho asco del jardín lo que acabo de tirar—. Y compórtate como es debido. 

—De acuerdo —murmuro. Dios, ¿por qué siempre me están corrigiendo?

Entro en la casa, detrás de mi familia. La tía Erika aparece con su radiante sonrisa mucho más sincera que la de mi madre, y nos planta a cada uno de nosotros un beso en la mejilla. Yo me quedo absorto observándola; hacía dos años que no la veía, y no ha cambiado ni un ápice: ni su rostro ni su largo cabello castaño me demuestran que el tiempo ha pasado en ella. En fin, supongo que mi familia tiene una buena genética. Qué más da. 

Curioseo desde mi posición la estancia y después detallo la mano de mi tía, buscando una señal de que alguien más que mi hermano vive aquí, alguien como una pareja, o qué sé yo. No es que me importe lo más mínimo la vida sentimental de esta mujer, pero mamá siempre se está preguntando cuándo va a casarse y sentar la cabeza, dice que se va a quedar sola y, a este paso, no podrá tener hijos y se volverá una infeliz. Siempre me sorprendió que pensase así, la felicidad no es inherente al hecho de casarse y formar una familia, ¿no? O al menos yo lo veo así, pero parece que mamá vive en otra realidad donde, si no pasas por el altar, eres un amargado. 

Nos dirigimos a la cocina porque, según Erika, allí está mi hermano. Inspiro y espiro, aprieto los puños y después los libero porque siento que mis manos están sudorosas. Dios, mis nervios están tan a flor de piel que creo que estoy temblando. Además, me duele tanto la cabeza. Mi mente no deja de preguntarse cómo estará Annie, si me habrá mandado algún mensaje, o de qué manera he tirado a la basura mi futuro porque acabo de perder la beca. Estoy a punto de retroceder y salir huyendo como si esa decisión significase solucionar mis problemas, cuando Sylvia me empuja, provocando que entre en la cocina.

Entonces, lo veo: apoyado en la mesa que preside el centro de la estancia, se encuentra un chico alto, de ojos azules, piel pálida y pelo castaño, revuelto. Diría que es igual a mí si no fuese porque su mirada está perdida, y su aspecto es el de una persona diez años mayor que yo. Aunque, en realidad, es idéntico a Sylvia, porque ambos son mellizos.

De pronto se me hace un nudo en el estómago. Vuelvo a intentar escapar, pero mi hermana, que intuye cuáles son mis pensamientos, me sujeta del brazo y me empuja de nuevo para que camine. 

—¡Hola, cariño! —le saluda mi madre, dándole un beso en la frente. Mi hermano rechaza el contacto y prefiere ignorarla—. Dieter, ven aquí, hombre —le pide a papá. Este saluda a su hijo con una leve caricia en el pelo y se aparta. Sé que, en el fondo, le molesta estar aquí, aunque todavía no entiendo muy bien por qué. 

Sylvia lo saluda dándole un abrazo que mi hermano no sabe cómo corresponder. No ha abierto la boca en ningún momento, ni tampoco nos ha mirado a los ojos, ha hecho como si no existiésemos. De pronto, al escuchar como toso porque estoy incómodo, levanta la vista, clava sus ojos en los míos y sonríe.

Yo me quedo inmóvil; nunca había visto ese gesto en su rostro. 

—Hola, Oliver —me saluda con ese nombre que tanto odio, y siento en él una curiosidad que no puedo corresponder. Porque hacía dos años que no venía a visitarlo y, aun así, tenía la absurda esperanza de que se hubiese olvidado de mí.

—Hola... —dudo, porque interiormente me niego a llamarlo por su nombre, pero entonces es mi padre quien me da un codazo en el costado, clavando sus ojos serios en mí. Ahí me doy cuenta de que, si vacilo más, me meteré en problemas. Así que, intentando ocultar la voz quebrada que sé que voy a tener porque noto un nudo en mi garganta, vuelvo a hablar—: Hola, Samuel, ¿qué tal? 

Sí, el complicado motivo de por qué odio mi segundo nombre se puede resumir en este saludo. 

Me llevo una mano temblorosa a la boca y carraspeo. Erika me mira, expectante y, sin comprender lo que me sucede, me sujeta de los hombros y me guía hacia el sofá de la sala. El resto de personas nos siguen y Samuel se coloca en el sofá de enfrente. Yo me quedo en silencio y con la mirada gacha, como un niño que se ha portado mal, con el único deseo de salir huyendo o de abrazarme a mí mismo y olvidar todo lo que sucede, lo que sucedió hoy y lo que sucederá cuando vuelva a casa.

Para mi horror, mis padres y Sylvia se van con Erika, dejándome a solas con Samuel. Aprieto la tela del pantalón y clavo la vista en las rodillas. Él, en cambio, clava sus ojos en mí, poniendo una expresión tan extraña que me resulta anormal. De pronto, saca una baraja de cartas y me la muestra.

—¿Quieres echar una partida al Uno? —suelta, sin más, como si en dos años sin hablar no tuviese nada más importante que hacer conmigo que invitarme a jugar a uno de sus dichosos juegos de mesa que tanto le obsesionan. 

—No —declino el ofrecimiento, de una forma tan seca que lo deja perplejo, como si mi respuesta no hubiese entrado dentro de sus planes.

—¿Quieres que hablemos de algo?

—No —repito, y él tuerce la boca.

—¿Quieres que encienda la televisión?

—Déjame tranquilo de una vez —le espeto. Agacha la mirada, nervioso.

—Entonces, ¿podríamos...?

—¿¡Pero tú me escuchas cuando hablo!? 

Él parece al fin entenderme, porque me mira con los ojos muy abiertos y asiente con rapidez. Erika hace aparición en la sala y nos observa a los dos. 

—¿Qué sucede, Oliver? ¿Por qué gritas? —me pregunta mi tía, acariciando el pelo de mi hermano—. Compórtate un poco, por favor.

Yo no puedo hacer nada más que apretar la mandíbula y asentir, maldiciendo el día en el que me pusieron cualquiera de mis dos nombres. El resto de invitados vuelve a hacer aparición en la sala. Sylvia pasa detrás de mí y me da una colleja que pasa desapercibida para el resto. Mientras, mi padre me mira con resignación. Acto seguido, mamá se acerca a mi hermano y le da una caricia en la mejilla, un simple gesto de afecto que yo necesito tanto y no recibo de nadie. Agacho la mirada de nuevo porque noto como se me están nublando los ojos, y me froto las manos a la tela del pantalón con insistencia; me siento tan mal, como si en mi definición de persona solo se concibiesen mis errores.

Dios, ¿hasta qué punto me ha afectado lo sucedido esta mañana?

—Me alegra que te esté yendo bien en el trabajo —escucho como le comenta mi madre a la tía Erika cuando todos han tomado asiento en los sofás. Tras un rato de charla, me percato de que mi hermano no atiende a la conversación; con la cara torcida al lado contrario de donde nos encontramos, mantiene la mirada en sus manos, que tamborilean en sus rodillas siguiendo un ritmo que solo él conoce. Yo no puedo evitar exasperarme por su actitud. ¿Es que nadie le va a decir que pare de una maldita vez? ¿Que está actuando mal?—. Y Oliver sigue trabajando muy duro para ganar la beca a Estados Unidos. 

—Veo que todos mis sobrinos son muy listos. Eso me alegra mucho —celebra Erika. Demonios, no toquéis ese tema—. ¿Y hay alguna novedad más por parte del niño?

—No, ninguna —finaliza. Ya, mi persona solo se resume en las notas, así de simple soy, ¿verdad?—. Samuel, cariño —se dirige ahora a mi hermano aunque, por un momento, pienso que me hablan a mí—, deja de mover así las manos, ¿quieres?

Como es más que obvio, mi hermano la ignora,  solo rueda los ojos como respuesta. Entonces, mi madre vuelve a hablar. ¿Qué hará? ¿Corregirlo de nuevo? ¿Es que no entiende que es una inutilidad, que no le hará caso?

Pero me equivoco, no es a él a quien le habla.

—Oliver, siéntate bien en la mesa y mira al frente, que nosotros estamos aquí arriba, no en el suelo —me pide, para mi sorpresa. ¿Qué? ¿Por qué me corrige a mí? Y peor aún, delante de mi tía, casi una desconocida para mí—. Pareces metido en tu mundo, ¿no ves que estás con más gente? —sigue. Levanto la vista y me encuentro con las miradas serias de todos los presentes, pero mi hermano sigue con la misma actitud. Entonces, siento la presión de la culpabilidad, de los errores y de todo lo que estoy callando. ¿Por qué os centráis solo en mí? ¿Por qué sé perfectamente que cuando os enteréis de lo sucedido solo me gritaréis y no escucharéis mis razones? ¿Por qué nadie parece interesado por entenderme aunque solo sea un momento? Desde que tengo memoria, he hecho todo lo que me habéis pedido, ¡he sido el hijo perfecto!—. Oliver, ¿estás oyendo? Y para con las manos. 

Es, ahí, cuando siento que pierdo la compostura y miro a mi hermano mientras siento una rabia inusitada palpitar mis sienes. Yo no soy el error aquí.

—Oye, te han dicho algo —le hablo. Él me ignora, como si considerase redundante mi comentario y a mí se me ha vuelto a agotar la paciencia—. ¡Joder, Samuel, obedece de una maldita vez! —exclamo, para sorpresa de todos, incluso mía, a la vez que doy un golpe en la mesa. 

—¡Oliver! —exclama mi madre, quien me observa decepcionada—. ¿Qué estás haciendo? Tú no puedes...

—No puedo ¿qué? —le interrumpo—. ¡Deja de tratarme como si fuese yo el problema! 

Me llevo las manos al pelo y siento como la cabeza me da vueltas. Dios, ¿qué me está pasando?

Me levanto del sofá ante el gesto de perplejidad de los presentes y me dirijo a la salida de la sala a toda velocidad, dando grandes zancadas y, en ese justo momento, cae del bolsillo trasero de mi pantalón la notificación de aviso de expulsión, que lleva grapada la nota del director Weber donde se recomienda que vaya al psicólogo. Miro como mi madre la recoge y la lee, primero curiosa y, después, entre sorprendida y enfadada, pasándosela a mi padre. Yo no me permito ver su rostro de decepción, corro hacia el piso superior mientras los dos me persiguen gritando, me encierro en el baño, pongo el pestillo, y me siento en el suelo, con la espalda apoyada en una puerta que está temblando porque mi padre la está aporreando mientras vocifera. 

Y yo, sintiéndome el ser más débil y pequeño del mundo, me llevo las manos a la cara, rompiendo a llorar, sin importarme que escuchen.

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