XII. Mi asombroso arte contemporáneo.

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Estoy en mi mullida cama, inmerso en la oscura tranquilidad del sueño, cuando noto como una mano se posa en mi hombro y me despierta. Abro los ojos e intento adaptarme a la escasa claridad de mi cuarto. Es, entonces, cuando observo a Klaus sentado a mi lado, mirándome con bastante curiosidad. Adam lo acompaña y ambos llevan... ¿Un peluche de tiburón encima de la cabeza? Me froto los ojos. ¿Pero qué? ¿Acaso hoy es el día de los inocentes?

—¿Qué hacéis aquí? —les pregunto, contrariado. Intento averiguar qué hora es, pero el reloj de pared de Annie ha desaparecido. También lo han hecho el resto de objetos que adornan mi habitación. Y, espera, ¿desde cuándo mi habitación es del mismo color azul que el del mar?—. ¿Qué diablos está pasando aquí?

Miro al suelo y me da un vuelco al corazón. Este no existe, ha sido sustituido por agua de escasa profundidad por donde nadan sin lógica alguna varios tiburones. Aparto las mantas, asustado. Me dispongo a levantarme y, no sé, ¿nadar dándole puñetazos a unos cuantos peces sedientos de sangre? Sin embargo, Adam, que camina por el agua como cierto hijo de Dios que yo me sé, me detiene agarrándome del hombro. 

—Tranquilo, Samuel —me dice, en un susurro ronco que me inquieta—. No te va a pasar nada. 

—Solo vamos a pasarlo bien experimentando —prosigue Klaus, apoyando sus manos a cada lado de mi cuerpo, acercándose a mí. Yo me tapo de nuevo con las mantas como respuesta, mientras pienso todas las palabrotas existentes antes de proceder a darles un puñetazo en sus caras de imbéciles—. Dinos algo: ¿por qué eres heterosexual? Si el amor es un sentimiento tan puro, ¿por qué te dedicas a amar fijándote en si el otro es un chico o una chica? ¿No es lo importante amar sin más?

—¿Pero a ti qué mierda te pasa, imbécil? —le espeto y, en cuanto parpadeo, los dos han desaparecido. Mi habitación vuelve a ser la misma, salvo por un detalle: nada de lo que me ha regalado Annie está en ella. Nada. 

Parpadeo y, de pronto, Wolf se materializa ante mis ojos. Este se arrodilla en la cama, se coloca a horcajadas sobre mí y me sujeta de la barbilla con una mano, acercando su rostro al mío. En serio, ¿qué está pasando? Intento alejarme, pero su mirada vuelve a atraparme debido a la excesiva paz que me transmite, como si en sus pupilas residiese la calma capaz de dominar mi caos. Oh, Dios, voy a morirme aquí mismo. 

—¿Qué sucede, Müller? ¿Por qué no contestas la pregunta de tu amigo? —Lo tengo a un suspiro de distancia de mi boca, y estoy a punto de estamparle un puñetazo cuando sus siguientes palabras y el roce de sus labios me detienen para terminar perdido en él—: si el problema es que aún no has encontrado una respuesta que darle, puedes buscarla conmigo. 

Y me despierto de golpe con un ataque de tos. 

—¡Jodido Wolf y sus extrañas preguntas! —exclamo, llevándome las manos a la cara. Intento recuperar el ritmo normal de mi respiración y, acto seguido, miro la hora: una de la tarde. Oh, por favor, ¿cuánto tiempo he dormido? 

Enciendo la pantalla del móvil y compruebo en las notificaciones que Maud me ha bombardeado a mensajes por Instagram. Al no obtener respuesta, me ha hablado también por Whatsapp. Leo su chat y descubro que solo quiere saber si Annie y yo hemos cortado y los motivos de nuestra ruptura. Suspiro y la ignoro. Menuda cotilla.

Maud Hofer es la chica bohemia de clase que siempre se adelanta a cualquier tipo de moda, una combinación un tanto extraña, la verdad. Viste con ropa de los ochenta, lleva un peinado que recuerda al de Farrah Fawcett, es vegana, odia las croquetas y se jacta de haber instalado Instagram en su Iphone cuando la aplicación solo contaba con mil descargas. Sí, es la típica persona que te dice que leyó la saga de Los juegos del hambre cuando aún no era popular. También administra la cuenta de cotilleos de la escuela y solo le habla a sus compañeros cuando hay alguna noticia jugosa rondando por el ambiente. En resumen, es una pesada. 

Salgo de su chat y me encuentro con varios mensajes de Wolf. Debido al sueño que acabo de tener, los leo con cierto recelo. Entonces, me da un vuelco al corazón. ¡Será posible!

Rainer el segundón: hey, Müller, adivina en qué te vuelvo a superar 😏 [imagen adjunta] 

Samuel M.: Pero qué...

Samuel M.: Te vas a ganar un bloqueo.

Rainer el segundón: 😏😏👌

La imagen adjunta corresponde a las calificaciones del examen de Biología. Wolf ha sacado un 1, yo he sido la segunda mejor nota con un 1'25. Estoy a punto de maldecirme a mí mismo por haber quedado de segundo, cuando observo el nombre de Annie en la mitad de la tabla de notas.

Me tumbo en la cama y miro el techo. Estoy tan cansado mentalmente. No tengo ganas de hacer nada.

—¡Samuel, baja a hacerme unos huevos revueltos para el desayuno, que tengo hambre! —exclama de pronto mi hermana. Qué ruidosa.

—¡Háztelos tú misma, pedazo de vaga!

—¡Como no bajes ahora mismo, me los hago con ciertos huevos que tú ya sabes! —finaliza, y yo siento un repentino dolor ahí abajo. Mira que es bruta esta mujer. 

Bajo al piso inferior y llego a la cocina, tan amodorrado que casi no soy capaz de mantener los ojos abiertos; es un milagro que no me haya matado por las escaleras. Entonces, contemplo a mi hermana: está de puntillas, apoyada en una encimera, intentando coger unos cereales de un estante. Solo viste su ropa interior de encaje, recordándome lo poco pudorosa que es con su cuerpo. Por su cabello despeinado y su cara de sueño, deduzco que se acaba de levantar ahora, como yo.  

Una vez que obtiene su preciada caja me mira, primero enfadada, después horrorizada y ruborizada. 

—¡Samuel! Por el amor de Merkel, ¿qué haces en calzones? ¡Ponte una camiseta! —me suelta, y ahí recuerdo también lo muy pudorosa que es con el cuerpo del resto de seres humanos—. No me interesa verte la tableta.

—Y a mí no me interesa verte el trasero. Además, llevo los shorts del pijama, burra.

—Ah, ya me parecía a mí —murmura, poniéndose los auriculares. ¿Es que los lleva a todas partes o qué?—. ¿Qué tal estás sobrellevando la bronca de esta mañana?

Cierto, eso. Hoy es viernes y, como es evidente, no he ido a clases porque me han expulsado. Cuando mis padres regresaron a casa a las cinco de la mañana después de pasar la noche en la de Erika, entraron en mi habitación manteniendo un extraño silencio y me despertaron con una sonrisa en la boca que por momentos tomaba un cariz un tanto siniestro. El caso es que, después de saludarme, comenzaron a gritarme, yo les grité a ellos, y terminaron lanzando mis cosas por la ventana: la mochila, algunos discos y libros, la Xbox que ya no uso... El punto álgido de la pelea llegó cuando mi padre agarró el portátil y mi madre el móvil con la intención de practicar lanzamiento de peso con ellos. Ahí entré en pánico, como todo buen adolescente del siglo veintiuno que ve peligrar sus aparatos tecnológicos más preciados. Cuando los tres decidimos que estábamos a punto de lesionar nuestras cuerdas vocales, terminaron su incursión en mi cuarto con un «estás castigado de por vida». 

—Oh, nada mal —le respondo, echando los huevos en la sartén—, pensé que me iba a quedar sin cuello pero, como puedes comprobar, lo sigo teniendo intacto. 

—Te juro que jamás los había visto tan tensos como ayer. Todo fue tan incómodo que Erika no sabía ni dónde esconderse.  —Se cruza de brazos y suspira con resignación—. Ay, hermanito, la has jodido como nunca.

Aprieto el mango de la espumadera y cierro los ojos, buscando tranquilizarme. Me molesta que haga ese tipo de comentarios tan a la ligera, como si no le importase en lo más mínimo saber si este tema me afecta o si me encuentro o no bien. Me parece tan hipócrita de su parte. Además, no necesito que me recuerden que he jodido mi futuro, ya se encarga mi conciencia de martirizarme a pesar de que le suplico que me regale aunque solo sea un minuto de olvido. 

—Ya ves —finalizo, echándole los huevos revueltos al plato. Luego me alejo despacio, sin que ella se percate de que me estoy escapando de la cocina—. Que aproveche. 

—Oh, gracias —dice, devorando el supuesto almuerzo—. Qué bueno te sale siempre esto, jod... Eh, ¿a dónde vas? —pregunta cuando yo ya he desaparecido—. ¡Capullo, era mi turno en la ducha! 

Una vez duchado y vestido, me tumbo en la cama y reviso más a fondo el teléfono. Annie no me ha escrito, ni tampoco mi mejor amigo, y no puedo evitar preguntarme si este último se preocupa por mí, aunque no me lo demuestre. Abro la galería de imágenes y observo una de las últimas fotografías que tomé con el teléfono: un primer plano de mi novia sentada en un banco en el patio del Gymnasium, comiéndose uno de los churros que le daba para que desayunase. Me dedica una sonrisa dulce, y no lo digo solo por lo bonito de ese gesto, sino porque tiene la boca manchada de azúcar. Pienso en lo mucho que la echo de menos, en lo triste que me siento cuando, de pronto, alguien llama al timbre. Sylvia abre la puerta principal y escucho una voz masculina que se me hace un tanto familiar. También distingo las risitas de mi hermana, esas risitas que suelta cuando está coqueteando con un chico. ¿Quién será? 

Cuando detecto un piropo un tanto salido de tono, me doy cuenta de quién es y bajo las escaleras a toda velocidad. En el recibidor me encuentro a Klaus acompañando a Sylvia, que ahora se cubre con una bata. ¡Uf, menos mal!

—Oh, hola, Samuel, no sabía que tenías una hermana pequeña tan bien formada —suelta, y a mí me entran unas irrefrenables ganas de meterle el calcetín sudado del director Weber en la boca. Ella se ríe, halagada por el hecho de que la consideren más joven de lo que en realidad es—. Venía a buscarte, pero me parece a mí que puedo quedarme en tu casa un rato. ¿Qué te parece? 

—Ni se te ocurra, baboso —respondo, agarrándolo por el cuello de la camisa para apartarlo de Sylvia, cuando de pronto aparecen más caras conocidas por la puerta.

—A por él, chicos —sentencia Klaus y, en un abrir y cerrar de ojos, todos los chicos de mi clase, exceptuando a Adler y Rainer, aparecen en mi recibidor y me agarran por las extremidades, levantándome. Acto seguido me sacan a la calle mientras yo grito como un energúmeno—. Nos llevamos de paseo a tu hermano, guapa. 

—¡Genial! ¡Procurad vendedlo por el camino! —se despide ella, demostrando su gran amor por mí. 

Cuando Sylvia cierra la puerta, ellos me bajan y los observo un tanto mareado: están Reinhardt, Klaus, Adam, y Dustin. Oh, también los acompaña Adolf, pero es tan bajito que solo me he dado cuenta de su presencia cuando he observado el caballete que carga a la espalda. 

—Eh... Chicos, ¿a qué habéis venido? —pregunto, deseando que contesten que han ido a mi casa para saber cómo salir de allí. No estoy de ánimos para salir con ellos.

—Hemos decidido hacerte una visita para que despejes la mente —responde Klaus, colocando la mano bajo la barbilla y poniendo un gesto orgulloso. Acto seguido nos señala a todos y nos guiña un ojo. Pero qué teatrero es este hombre—. Vamos a dar una vuelta varonil. Cero mujeres, salvo en mi caso, claro. Y esa norma estará vigente hasta que superes esta horrible pero liberadora ruptura. Cuando lo hagas, nos montaremos una org... —Reinhardt le tapa la boca para que no hiera la sensibilidad del inocente Dustin con sus perversiones. 

Vaya, aún no he roto con Annie, pero parece que ellos se han tomado la libertad de decidir por mí.

—¿Y a quién se le ha ocurrido esta brillante idea? 

—A tu mejor amigo, evidentemente, o sea, a este genio. —Klaus se señala y Reinhardt niega con la cabeza, agarrándole de la muñeca para que deje de ser tan expresivo. Menos mal que este hombre está para mantener la cordura en el grupo.

—En realidad íbamos a visitarte por grupos a lo largo de este fin de semana, pero... Joder, Klaus, para —le dice Adam, pues el otro le está dando manotazos para que no siga hablando—. Como decía, que el nuevo nos insistió en que fuésemos todos juntos a hacerte una visita al salir de clases. No sé por qué no se nos había ocurrido antes, pero bueno, aquí estamos.

—¡Mientes! Se me había ocurrido a mí antes —protesta Klaus, molesto—. Pero aún no había tenido tiempo para pensarla. Ese delegado se toma demasiado en serio su labor para con sus alumnos. Es un petardo. ¿Sabéis qué? Tanja y yo hemos creado la A. A. R, ¡la Asociación Anti Rainer! Si queréis uniros, hablad ahora o callad para siempre. —Espera una respuesta, expectante, y al no recibirla se cruza de brazos y refunfuña—. Bueno, Samuel, vayamos a dar una vuelta para que despejes la mente, que tienes una cara... 

Doy un paso hacia atrás, aprieto los labios y dibujo una sonrisa nerviosa.

—Esperad, a ver si logro entenderos: ¿Wolf os pidió que me visitaseis? —pregunto, y los cinco asienten con la cabeza al unísono. Agacho la mirada y me llevo una mano a la nuca. ¿Por qué hizo eso? Me abruma tanta simpatía por su parte —. ¿Y estáis preocupados por mí?

—¡Claro! —vuelven a responder los cinco a la vez. Yo dejo escapar una corta risa; me alegra mucho escuchar eso por parte de mis amigos. No sé por qué creí lo contrario. Bueno, sí lo sé, desde ayer me siento demasiado inseguro. 

Klaus me agarra del brazo y comenzamos a caminar. Mis amigos hablan de banalidades, se ríen y, de vez en cuando, se dirigen a mí para hacerme sentir integrado, ya que me mantengo en silencio durante todo el trayecto. Mi mejor amigo, en un momento dado, me empieza a sobar el codo. Yo me siento un tanto incómodo porque no puedo evitar recordar el sueño que tuve esta mañana, así que lo alejo antes de que note el nerviosismo que me produce su cercanía. 

¿Qué pasa, Samuel? ¿Alguien siente que ha traicionado la confianza de su amigo por haber tenido un sueño pseudo guarrillo con él?  

Mira, cerebro, cállate, que eso ha sido culpa tuya. 

Ya, claro. Eres igual que todos, echándole la culpa a mi sistema activador reticular. Muy valiente, eh, me vas a hacer llorar.

—Ah, sí, tenemos que pasar por el parque, que Adolf quiere estar allí un rato —dice de pronto Dustin, y yo me fijo en los lienzos que lleva Adolf bajo el brazo. También observo su mochila y deduzco, sin mucha dificultad, que es ahí donde lleva los pinceles y las acuarelas. 

De pronto, me siento un idiota porque me he dado cuenta de que este chico se ha preocupado por mí, me ha hecho una visita y yo, en cambio, no he hablado casi nunca con él. Me evado de la conversación que están teniendo mis amigos y pienso en algo: conozco a todas las personas que me acompañan; sin embargo, no sabría decir nada de Adolf salvo que le gusta la pintura. He contado con más de dos años para conocerlo, y ni siquiera me he esforzado lo más mínimo en intentarlo.

Entonces, recuerdo que Wolf y yo somos compañeros de clase desde hace poco menos de dos semanas pero, a pesar del poco tiempo que llevamos conociéndonos, se esforzó en animarme y se preocupó por mí. Es mucho mejor compañero de lo que soy yo. 

Saco el teléfono del bolsillo y le doy un par de vueltas en la mano. Sonrío con desgana y suspiro. Luego le escribiré para agradecerle por ser tan atento. 

Cuando llegamos a un amplio parque que está a media hora de distancia de mi casa, nos sentamos cerca de una fuente. Adam habla del nuevo videojuego que se ha comprado y que le ha causado las incipientes ojeras que lleva hoy. Klaus interrumpe a cada rato su charla para comentar lo buenas que están las chicas de algunos juegos y que su mayor fetiche sería salir con una mujer igual a la Lara Croft antigua. O sea, puntiaguda. Siniestro, la verdad. Reinhardt asiente con la cabeza, en ningún momento dice nada. Yo me abstraigo en mis pensamientos y, al cabo de un rato, me fijo en Dustin y Adolf, que están a un par de metros de nosotros. Este último ha colocado los lienzos en el caballete y está pintando las vistas desde su posición, es decir, el estanque, o eso creo. Mi amigo lo contempla ensimismado y, de vez en cuando, se limpia las gafas como si cualquier mancha en el cristal le impidiese disfrutar de esa obra de arte vespertina. Me acerco a ellos para entender el motivo de tanta expectación. Entonces me percato de algo: mi compañero está pintando sobre un lienzo ya empezado. Ha plasmado el estanque con una exactitud que me sobrecoge; sus aguas, el puente que lo atraviesa y parte de la vegetación aledaña están tan bien representados que por un instante creo estar frente a una instantánea. Y todo desprende tanta armonía y tanta paz que me quedo anonadado mirando al modelo real y luego al dibujo, pensando en que el primero no transmite, ni de broma, la misma tranquilidad que el segundo. 

—Wow, impresionante —le digo y observo que él contiene una sonrisa de satisfacción. Ahí pienso que quizás esta es la primera conversación que mantenemos en meses—. ¿Cómo haces para que en tu dibujo todo se vea tan tranquilo y no caótico como es en realidad? 

—Oh, sencillo, se ve tranquilo porque yo me siento así. Mis cuadros son una representación de los sentimientos que tengo en el momento en el que dibujo. —Yo frunzo el ceño, intentando analizar sus palabras y él, notándose escuchado, prosigue—: digamos que este pincel es como una conexión entre mi corazón y el papel. Un puente entre lo tangible y lo intangible. —Analizo su explicación y llego a la conclusión de que este chico habla como un hombre sabio de sesenta años. Él aparta los ojos del lienzo y los clava en mí. Acto seguido, tuerce la boca—. Qué triste estás.

—¿Eh? ¿Has deducido eso solo con mirarme?

—Claro. Un rostro es como un cuadro: un espejo del alma del pintor —murmura. De verdad que me sorprende que este chico tenga diecisiete años; habla con la misma trascendencia que una persona a la que la cual le pesan las historias vividas y las lecciones aprendidas—. ¿Alguna vez has dibujado?

—¿Así, en plan artístico como tú? No, la verdad. Pero dame tres minutos y te hago arte contemporáneo valorado en tres millones de dólares. 

Adolf me regala, por un instante, una mirada asesina. Parece que ese comentario le ha dañado el ego de pintor. Acto seguido cambia su lienzo por uno en blanco y me ofrece el pincel y la paleta de acuarelas. Yo los agarro, sin tener muy claro qué hacer con ellos. 

—Vamos, pinta algo —me pide, con un curioso brillo en su mirada.

—¿El qué? Yo no tengo tu don.

—Pero eres humano y sientes, ¿verdad? Plasma tus sentimientos en el papel. Haz algo, a ver si soy capaz de interpretarlo.

Suspiro, asiento y accedo a su petición. Miro fijamente al lienzo, con los ojos entrecerrados, como si entre él y yo hubiese alguna especie de batalla mental. 

—Eeeeeh... —digo, y él se lleva una mano a la frente.

—No hagas eso.

—Uuuuuhm... —emito con la boca cerrada y Adolf suelta una corta carcajada. Vaya, nunca lo había escuchado reírse. De hecho, son los demás los que se suelen reír a su alrededor. 

—Olvídate del mundo, evádete —me aconseja—. Y sobre todo ignora a esos idiotas de allí atrás.

—¡Oh lá lá, van Gogh! —me dicen Klaus y Adam, silbándome como albañiles de vez en cuando—. ¡Mejor ven aquí y píntanos como a una de tus chicas francesas, Jack!

Bien, debo evadirme del mundo, desprenderme de mi cuerpo, centrarme en mis cinco sentidos y no olvidarme de respirar. Debo escuchar, ver y palpar mis sentimientos. ¿Qué demonios? Incluso debo degustarlos y olerlos. Bueno, eso es raro. A ver, céntrate, Samuel. Tengo que hacer algo inteligente para asombrar a mi compañero. Así que mojo el pincel en la acuarela negra, lo poso sobre el lienzo y cierro los ojos porque solo quiero que mis emociones lleven el mando. Y, así, dibujo. O eso creo. 

Cuando termino abro los ojos, le doy el pincel a Adolf y contemplo con los brazos en jarra mi obra. Sí, sin duda alguna estoy satisfecho. Será una auténtica basura, pero he plasmado a la perfección mis sentimientos. 

—Bien, te acabo de hacer millonario con mi asombroso arte contemporáneo. Me debes una, Adolf. 

—Vaya, has dibujado varios círculos negros superpuestos. Eso es... ¿Interesante? —dice, para después negar con la cabeza—. Pero no lo entiendo, ¿qué has intentado representar? 

—¿Eh? ¿No se supone que el arte no necesita de una explicación? —Él bufa y yo me río, pero decido responderle—. Bueno, digamos que así es como me siento. 

—Te sientes... ¿Un círculo? 

—No, no sé cómo explicarlo. Digamos que me siento hecho un lío. Como atrapado en un camino circular y sin salida, siempre rodando alrededor de los mismos problemas.

—Oh, interesante, Müller —murmura, llevándose una mano a la barbilla—. Sí, bastante interesante. ¿Sabes? No eres tan simple como pensaba. Veo que solo era cuestión de conocerte más a fondo. 

Yo enarco las cejas, sin saber cómo interpretar su comentario. Un sentimiento agridulce me domina porque, aunque me han incordiado sus palabras, me gusta pensar que ya no me considera alguien simple. Contengo las ganas de hablarle sobre lo bicho raro medio hitleriano que yo pensaba que era él la primera vez que lo vi cuando, de pronto, Klaus y el resto de chicos me agarran por los hombros, me dan la vuelta y me tapan los ojos.

—Samuel, juguemos a algo: por lo que más quieras, por la vida de tus padres y de tu hermana, no mires hacia el puente. Si no lo haces, salvarás a un gatito —dice sobresaltado Adam, alejándome de donde está Adolf—. ¿Has entendido? 

Yo los aparto sin pensarlo. Motivado por la extraña actitud de mis amigos, miro hacia atrás, pero al momento me arrepiento de hacerlo. A lo lejos, apoyada en la barandilla del puente, se encuentra Annie, sola. Noto lo acelerado que me late el corazón, y siento la necesidad de salir corriendo, no sé si para ir a su encuentro o para huir de este parque. Está tan bonita. Viste una falda larga, una camisa blanca y una mirada triste. 

Recuerdo sus mentiras y empieza a dolerme el pecho. Mi único deseo es que su mirada encuentre la mía y le explique sin palabras hasta qué punto le lastima esta situación, al igual que a mí. Sin embargo, es otra persona la que ocupa su atención: Adler acaba de aparecer a su lado y empiezan a hablar. Yo me doy la vuelta al momento e intento no pensar en nada, como si estuviese a solas con mi lienzo mental. 

Joder, Annie está con él. 

—Samuel, ¿estás bien? —me pregunta Adam. ¿Qué le voy a decir? ¿Que esto ha terminado por hundirme? ¿Que lo único que quiero es dejar de sufrir por un rato? No, no soy tan expresivo con mis sentimientos, y mis palabras no son el pincel que los vuelva tangibles. 

—Perfectamente —respondo, mirando la hora en el reloj del teléfono. El tiempo ha pasado volando, son casi las seis de la tarde y en una hora ya habrá oscurecido—. Klaus, ya sabes lo que quiero.

Él me mira como si fuese el hombre más feliz del mundo y se echa a mis brazos.

—¡Sí! ¡Al fin! —Posa una rodilla en el suelo y alza el puño, victorioso—. ¡Vamos a emborracharnos como si tuviésemos un hígado indestructible! 

Exacto, y no pienso volver a casa hasta las tantas de la madrugada.

Tus padres te van a matar, campeón. 

  °°°  

¡Holi! Se me olvidaba decir que gracias a todos los que están leyendo esta historia y han llegado hasta aquí, ju <3

Ah, por cierto, para quienes no lo entendisteis, este es el fetiche de Klaus xD (yo lo jugué de niña):

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